4. La señal del barrio

Aquél era un asunto enojoso. No acababa de entender cómo me había enredado en él. Mientras escuchaba al hombre, que repasaba con una sumadora de rollo de papel sus cuentas manuscritas en una caligrafía ordenada y antigua, paseé mi mirada por la habitación. Tenía el techo bajo y carecía de ventanas. En los muebles, del más genuino estilo de oficina siniestra, predominaba el metal gris, azulado en los armazones y las patas y tirando a verdoso en los frontales o los cajones. Los tableros de las mesas estaban forrados de chapa de madera imitación caoba, descolorida en las zonas donde solían apoyarse los codos o los antebrazos. La luz artificial era paupérrima, las paredes amarillentas y espesas.

El hombre vestía un jersey de pico color vino, cien por cien poliéster. Bajo él llevaba una camisa beige con los bordes del cuello pasados y una corbata marrón uniforme, ligeramente brillante de grasa o por la condición del tejido. Hablaba en un lenguaje contable de hacía treinta años, invocando nociones desaparecidas y amalgamando con ellas ecos inexactos de la nueva jerga legal y financiera. El hombre poseía decencia profesional y exhibía prolijidad en los cálculos. Probablemente ya no había muchas personas capaces de dibujar las sumas en columnas tan limpias y alineadas como las que en aquel momento sometía a mi censura, y quizá hubiera todavía menos que se detuvieran a hallar justificaciones éticas para la calificación de las diversas partidas, la imputación de los ingresos y los gastos y la determinación de los resultados de explotación.

Aquello era la liquidación por desavenencias de una sociedad colectiva y yo, debido a una obligación familiar, representaba los intereses de uno de los socios. Mientras el hombre enumeraba las deudas con sus vencimientos, los activos con su depreciación, crucé una mirada con el abogado que representaba a la otra parte. Era un tipo resabiado y deslucido, acostumbrado a aquel tipo de negocios. Yo, en cambio, hacía diez años que no veía una factura o un inventario de inmovilizado. En mi ramo de negocio los números danzaban, nerviosos y saltarines, en pantallas catódicas o de plasma, al lado de los epígrafes a los que pertenecían o dejaban de pertenecer a la velocidad de la luz. El abogado miraba con un poco de odio mi traje y mi camisa a medida, y especialmente mi corbata de tres mil duros. En la suya, rígida y revirada, se veía la etiqueta de una marca barata de grandes almacenes. Sin duda se preguntaba qué demonios pintaba un pijo como yo allí, y en parte eso era lo mismo que yo andaba pensando.

El gestor terminó de esclarecernos los pormenores del balance y tomé la palabra para ofrecer una solución simple y rápida, que pasaba por una adjudicación equitativa de bienes y débitos. El abogado protestó que mi representado había perjudicado al suyo gravemente y yo repliqué que ésa era la misma queja que tenía el socio que me había enviado a mí allí, pero que si nos enredábamos en averiguar quién tenía que indemnizar con cuánto a quién íbamos a acabar dilapidando en juicios la escasez del patrimonio. Con la mediación del gestor, y al cabo de un farragoso regateo de cuestiones menores, definimos un arreglo. Lo sellamos en un acuerdo escrito del que el propio gestor se hizo testigo, depositario y ejecutor.

El abogado tenía prisa y se marchó el primero. Yo miré mi reloj. Eran las ocho y no tenía sentido que cruzara Madrid para llegar a mi oficina a las nueve o después. Me despedí sin ninguna precipitación del gestor, que se interesó por el tipo de operaciones en que yo intervenía normalmente y que ya suponía, dijo, que tenían poco que ver con aquellas mezquinas querellas. No quise entrar en detalles y me encogí de hombros, alegando que las cosas de dinero siempre eran más o menos lo mismo, cambiando los nombres de los conceptos y quitando o poniendo ceros.

Cuando salí a la calle reparé en que todavía era de día y me apeteció pasear. Rara vez salía de la oficina de día y aquél era un tibio atardecer. La gestoría estaba en una zona relativamente humilde. Un barrio, como tantos barrios típicos del Madrid de los sesenta y los setenta. Lleno de coches subidos a las aceras, setos salvajes, pavimentos resquebrajados, bloques afeados hasta el insulto por el tiempo y un urbanismo delictivo. Me crucé con ancianas enlutadas y ancianos en zapatillas, que paseaban por aquellas calles sin perspectiva su nostalgia del campo abierto, del viñedo manchego o la dehesa extremeña. Pasé junto a grupos de niñas que saltaban la goma, con los calcetines arrugados y las faldas sucias, junto a bandas de chavales que se arreaban balonazos o se pasaban los pitillos comprados de a uno en los quioscos junto a mujeres jovencísimas que empezaban a perder vertiginosamente su belleza mientras empujaban el cochecito de tempranas criaturas. También estaban los muchachos de cuero acribillado por el acné y mirada torva, que me observaban como si estuvieran reprimiendo a duras penas alguna idea poco amigable, y las muchachas en lo más tosco de la adolescencia, con sus cuerpos todavía a medio hacer apretados sin misericordia por ropas ceñidas. Casi me di contra una pandilla de ellas, que corrían hacia algún sitio por mitad de la acera. Todas iban mostrando el ombligo, aunque no todos sus vientres eran tersos; todas olían a sudor y reían alto, y no paraban de echarse hacia atrás los cabellos, algunos de ellos ya teñidos con imposibles tintes negros o amarillos.

Me rebasaron y me dejaron envuelto en una nube de añoranza. Veinte años atrás, yo había vivido en un barrio como aquél, y como aquéllas habían sido las primeras muchachas a las que había amado. Como aquéllas, las que me habían parecido tan dulces, tan prohibidas, tan lindas como el sol. Las que había perseguido, las que esquivándome me habían hundido a veces en una melancolía enfervorecida de versos, conscientes o inconscientes. Atardecía y el cielo sobre el barrio adquiría el aspecto del cielo que había cobijado los primeros ruidos de mi corazón, cuando todavía tenía corazón y hacía algún ruido. La vista de las muchachas, anudada al recuerdo, me había erizado toda la piel. Respiré fuerte, para meterme bien adentro los últimos residuos de la fragancia áspera que su transpiración había dejado en el aire, y me volví para contemplar cómo se alejaban. Imaginé que echaba a correr tras ellas y que ellas seguían alejándose, y que por más que yo corriera seguirían alejándose, llevándose fuera de mi alcance la suavidad de su piel intacta por la infamia del tiempo.

La última vez que había leído en el periódico acerca de aquel barrio habían aparecido entre los detalles de la noticia (quizá la explosión de una bombona de butano, lo único de lo que allí pudiera pasar que se consideraba noticioso) las palabras suburbio y deprimido. Aquélla no era, sin embargo, una zona degradada. Al menos, la mayoría de quienes allí habitaban se ganaban la vida con empleos con los que daban de comer a sus familias, aunque no pudieran regalar motocicletas a sus hijos o asociarse a un club de golf. Pero en los últimos tiempos en Madrid se había establecido una implacable topografía de zonas bien y zonas mal, sin términos medios. Los que no ascendían a una de las primeras, eran arrojados al infierno indiscriminado de las segundas. Este afán clasificatorio venía impulsado principalmente por algunos ignorantes que escribían en los periódicos o ejercían profesiones bien remuneradas, entre los que, por cierto, coexistía el desdén advenedizo y ridículo de los ganapanes barnizados en masa en la universidad con el desdén más bien automático y al cabo comprensible de los que sin necesidad de barniz relucían desde la cuna. Cuando toda esta gente, al margen de su procedencia, olvidada rápidamente ésta si era inconveniente, se asentaba en su parcela de privilegio, asumía los sobreentendidos y entraba con entusiasmo en el circuito autocomplaciente del lenguaje oficial. Desde ahí, era forzoso despreciar un poco, sin darle importancia, sin reparar siquiera en ello, a cualquier desgraciado que iba por la mañana dando cabezadas en el metro o vivía en un bloque de pisos de un barrio como aquél, sin plaza de garaje siquiera, condenado a dar cien vueltas a la manzana para acabar dejando el coche subido a un bordillo y a merced de la grúa o de macarras que le saltaban por la noche los retrovisores.

Aquella suave insensibilidad constituía toda una muestra de lo que era la sociedad bienpensante madrileña. Una sórdida confabulación que arrojaba al desprevenido a un mundo donde todo se parecía y todos contaban la misma historia, que era la historia que habían oído contar como la historia que servía para ser tenido en consideración. Donde las más elevadas pasiones se saldaban al precio de las furcias más ajadas, y se mercadeaba con la complicidad en el viejo juego romano del doy para que me des. Todos los implicados en el complot recibían dócilmente su gratificación, sin pararse a reflexionar que cuando uno cobra por lo que hace o por lo que piensa, debe desconfiar de lo que está haciendo o pensando. Claro que, para uso de los interesados, circulaban argumentos mucho más piadosos. Los de los periódicos informaban a sus semejantes, los artistas enriquecían espíritus, los profesionales sanaban enfermos o tendían puentes. Pero ¿alguien podía creer seriamente que a alguno de ellos, salvando honrosas excepciones, le preocupaban aquéllos a quienes decía dedicarse? Importaba el ruido de todos, preferiblemente si se traducía en un tintineo sustancioso o en salvas de trompetas. Uno por uno, igual podían morirse que irse al infierno.

Aquélla era la oferta que la gente entre la que yo había ido a parar abrazaba sin titubeos. Pendiente de la recompensa, aterrado por la exigencia de cualquier sacrificio, el madrileño bienpensante se confortaba con sensaciones de superioridad o de impunidad, y luego, para creer en la elevación de su alma, se edificaba con cultura de rato de fin de semana, es decir, algo con lo que deslumbrarse a toda prisa el sábado por la tarde para después irse a cenar. Todo brillaba, nada quemaba. Así era.

Cuando yo todavía vivía en el barrio, trajeron al cine que allí había, y que luego cerraría y alguien convertiría en salón de banquetes nupciales, Erase una vez en América. En una de las escenas de la película, Max, el gángster que ya lleva años disfrutando de riquezas y ambiciona aumentarlas a cualquier precio, se enfrenta con Noodles, el gángster que ha pasado diez años en la cárcel y se ha perdido el acceso a la opulencia de la banda. Max le reprocha a Noodles que sus reparos morales ante la maniobra criminal que el primero planea se deben a que todavía desprende el olor de la calle. Noodles asiente y proclama, orgulloso, que desde luego que no se ha sacudido ese olor, que incluso puede decirle más, que se la pone gorda, el olor de la calle.

A mí me quemó Erase una vez en América, como quemaba el barrio y como quemaban sus muchachas, las mismas que aquella tarde se alejaban calle abajo ante mis ojos y que, más allá del espejismo, ya nunca podría recobrar. Algo muy dentro de mí, algo que mantenía sofocado para poder resignarme a pasear entre los bienpensantes, guardaba todavía el olor del barrio. Como el gángster Noodles, no me avergonzaba. Quien no ha vivido en un barrio, ignora mucho de la vida. Ignora, por ejemplo, que hay cosas que no brillan y que queman. Yo, que había conocido aquello, que había sido aquello, no podía vivir sin más fuera de allí, dentro de uno cualquiera de los polígonos en que una cuadrilla de majaderos había delimitado el Madrid bien. Pero tampoco podía volver, porque no se ha inventado el modo de saltar las barreras del tiempo y quienes lo intentan suelen convertirse en estatuas de salitre. Creo que esa tarde, viendo irse para siempre a las muchachas, empecé a rumiar la idea de hacer como Noodles, cuando comprobó que no podía regresar al resplandor de su juventud y decidió sacar un billete de tren a ninguna parte. Acaso, después de todo, no fuera casualidad que para Noodles esa juventud perdida, la que le había marcado para siempre con su aroma, hubiera sucedido, precisamente, en las calles de Nueva York.