Una tarde, en el parque, se me escapó el perro. No era desde luego la primera vez que lo hacía. En los ocho años que llevaba viviendo conmigo me había acostumbrado a sus ardores, que lo sustraían con cierta frecuencia a mi control para entregarlo al alborotado y normalmente inútil cortejo de hembras que casi siempre le doblaban en alzada. Tampoco era inusual que el objeto de su pasión se hallara lo bastante lejos como para que el animal, una vez prófugo, desapareciera de mi vista y me obligara a seguir un camino dubitativo en su busca. Lo que no esperaba cuando le vi irse, y excedió absurdamente lo ordinario, fue que la escapada de aquella tarde el perro había de pagarla con la vida.
Puede que deba decir que el perro era, además de pequeño, peludo y blanco. Esa era la única ventaja que me ofrecía para el repetido trabajo de localizarlo cuando se iba de crápula, y a ella andaba abandonado cuando me llamó la atención una singular escena que tenía lugar al borde de una pradera. Varias personas se arremolinaban en torno a una chica de unos quince años que estaba forcejeando con un perrazo enfurecido, uno de esos matahombres que cría cierta clase de gente para paliar alguna frustración. Un anciano mantenía a distancia a una perra, una especie de spaniel. Cuando observé mejor, distinguí que más allá, dentro de la pradera, había una figura más pequeña que se alejaba renqueante. Tardé en identificarla porque aquella figura no era blanca, sino de un extraño color manchado. La sangre que le brotaba de la cabeza, el cuello y el lomo iba empapando rápidamente su pelaje.
Corrí a su lado. El animal temblaba y cuando llegué junto a él me dirigió la más perruna de todas las miradas que jamás había encontrado en sus enormes pupilas. Su mundo se desmoronaba a la misma velocidad a la que se iba desangrando, y recurría a mí para que le diera algún consuelo. Siempre había creído que los animales no se percataban demasiado de lo que significaba la muerte, por la facilidad con que a menudo se desentienden de sus congéneres que la sufren. Pero en su mirada vi la angustia de todo lo que ya no iba a volver a tener, desde el calor del rincón donde le gustaba echarse la siesta hasta el aroma de las hembras, del que todavía revoloteaban jirones en su pequeño cerebro. Hube de apurar mi impotencia, ante la agonía de aquella criatura que nunca me había exigido nada y ante la dulzura moribunda de su súplica. Cuando al fin se le doblaron las patas y cayó con un gemido a la hierba donde había de rendir el aliento, experimenté una especie de espanto. Su fragilidad, tan bruscamente revelada, era la mía. También yo iba a caer a los pies de gentes que no podrían ayudarme, despedazado por alguna fuerza incontenible.
Hasta entonces mi idea de la muerte había sido vaga, ajena. Vivían mis padres, mi hermana, mi mujer, todas las personas con las que en un momento u otro había convivido. El perro era el primero, de los seres que habían compartido mi espacio, que dejaba su hueco tras de sí. Esa tarde pensé por primera vez, de veras, que todo cesaría sin apelación posible, acaso brutalmente, como había cesado para el perro. Que un día ya no habría más tiempo, y no volvería a caminar, a tomar un café, a mirar un río. El perro, después de todo, había cumplido su misión. Había sido leal a su amo, había atacado a los carteros, hasta se había sobrepuesto a la limitación de su envergadura para dejar descendencia. Había hecho, en definitiva, todo lo que cabe en la vida de un perro. Entonces medité sobre mí, comparé con lo que habría sido posible, y comprendí que yo no había hecho casi nada de lo que cabe en la vida de un hombre. Esa noche me entró prisa, aunque no supe muy bien de qué. Acaso de tener algo que lamentar cuando me tocara ser despedazado.