7. Pertúa

Sybil incumplió su promesa de aquella tarde, al menos en la literalidad de sus términos. Cuando sonó el teléfono, a la mañana siguiente, y lo cogí creyendo que podría ser ella, en la línea surgió la voz de un hombre al que no conocía. Era una voz cadenciosa y un tanto tímida, aunque pronto me di cuenta de que era una timidez engañosa. Hablaba en español, con un acento sudamericano indefinido, no demasiado fuerte.

—¿Hablo con Hugo Moncada?

—Sí —repuse, indeciso.

—Soy Pertúa. Llamo de parte de Sybil Fromsett.

Guardé silencio. Lo que hubiera de decirse, lo diría él.

—Creo que le debo una disculpa y una explicación —continuó, entendiéndome—. No obstante, tal vez no sea el teléfono el mejor medio. Quisiera proponerle que viniera a verme, si no está demasiado ocupado.

—Ir a verle dónde —dije, con cautela.

—No estoy lejos. En el Rockefeller Center, Quinta Avenida. Lo conocerá, seguramente.

—Desde luego.

—Le doy el piso y la suite. Se entra por la puerta de la estatua de Atlas. No tiene pérdida. En todo caso, si se extravía, pregunte por mí.

—No me consta que pueda fiarme de usted —alegué.

—Puede hacerlo. Estoy muy avergonzado y deseo ofrecerle una reparación —hizo aquella confidencia, casi íntima, sin variar la entonación, como si sólo fuera su deber y nada pudiera oponerse. Más tarde averiguaría que el deber era para Pertúa lo primero en la vida.

—De acuerdo. Iré. Deme una hora.

Aunque no solía ponerme corbata, había llevado alguna, y se me ocurrió que aquélla era una buena ocasión para utilizarla. Con corbata, debía ser el entrenamiento o alguna confianza inconsciente, me las arreglaba para ofrecer un aspecto relativamente respetable. Sin ella, porque carecía de elegancia natural o me faltaba envergadura, era mucho más improbable que se me tomase en serio. En los años cuarenta y cincuenta, cuando el respeto que a uno le tuvieran era decisivo, todos los hombres, aun los que debían quitárselo de comer, llevaban chaqueta y corbata. Incluso los galanes de cine, a quienes las mujeres habrían admirado igual en atuendo deportivo, se pertrechaban invariablemente con estos accesorios, así fuera para protagonizar películas en las que debían rodar todo el tiempo por los suburbios, unos suburbios de pega en los que llovía siempre, o casi siempre. Juzgué que también yo debía procurar que Pertúa me tomara en serio, aunque ello me obligara a sufrir un poco más el calor matinal. En suma, me puse corbata.

Gracias a las indicaciones de Pertúa, llegué sin esfuerzo a la suite cuyo número me había dado. Era una puerta blanca en un pasillo enmoquetado lleno de puertas blancas, que recorrí entero sin tropezarme con nadie. Llamé al timbre y a los cinco segundos zumbó lo que debía ser el mecanismo de apertura. Empujé la puerta. Al otro lado había un vestíbulo no muy grande, pero bien iluminado y amueblado. Junto a la entrada había una recepcionista y más allá otras dos mujeres, plausiblemente secretarias. Me fijé en que las tres eran muy atractivas, demasiado como para no haber sido seleccionadas con un miramiento singular hacia aquella cualidad que les era común. La que por ahora me incumbía, la recepcionista, aguardaba con una anchísima sonrisa a que le diera razón de mi presencia allí. Era una morena de pómulos saledizos y ojos brumosos.

—Vengo a ver al señor Pertúa —informé.

—¿El señor Moncada?

—Sí.

—Le espera. Acompáñeme, si hace el favor.

Cuando se puso en pie, vi que además de atractiva era desaforadamente alta. Fui detrás de ella, sintiéndome como siempre se siente uno al lado de alguien que le aventaja demasiado en estatura: deficiente y un poco ridículo. Afortunadamente, el itinerario no fue largo. A lo largo de él había otras mujeres y también algunos hombres. Unos y otros trabajaban pacíficamente en sus ordenadores. Al fin fuimos a parar a otra zona amplia donde había otras tres secretarias, dos de ellas tan jóvenes y atractivas como las de la entrada y una tercera, a la que nos dirigimos, que era mucho mayor y también, pude apreciarlo cuando estuve cerca, de lejos la más atractiva de todas.

—Buenos días, señor Moncada —dijo, levantándose, antes de que me presentara yo o lo hiciera la muchacha gigante que me traía—. Pase usted, por favor.

Y me abrió la puerta que vigilaba, sin perder siquiera un segundo en anunciarme por teléfono. Al otro lado había un despacho de buen tamaño, sin llegar a la ostentación. Tampoco el mobiliario era suntuoso. De pie tras la mesa había un hombre de unos cincuenta años, calvo, tirando a bajo y no muy bien vestido, a quien no sorprendía mi entrada.

—Gracias por venir, señor Moncada —me saludó, en español, y sin detenerse despidió a la secretaria, con un inglés mejorable—: No me interrumpas por nada, Myrtle.

Myrtle asintió, se deslizó hasta el pasillo y cerró, sin hacer el menor ruido. Me quedé frente a Pertúa, analizándole, o más bien él me analizaba a mí, porque yo estaba con la atención dividida entre su traje arrugado y pasado de moda, el cabello híspido que le crecía a ambos lados de la cabeza, los ojos negros y vivaces. También me distraía la vista de la Quinta Avenida que había tras él. Al cabo de unos segundos, me tendió la mano y yo no rehusé estrecharla, por saber cómo la tenía. Unas manos húmedas o frías denuncian a un hombre. Pertúa, sin embargo, las tenía secas y templadas.

—Siéntese, por favor —en el rostro de Pertúa había una expresión ambigua, multiuso, que igual debía servirle para ir a una fiesta, despedir a un empleado o velar a un muerto. Era una sonrisa congelada en sus ojos, casi sin concurso de los labios.

—Usted me dirá —me puse a su disposición, sin la suficiencia que cualquier otro habría estado tentado de ejercitar ante un hombre que acabara de confesarle su arrepentimiento y su vergüenza. Yo, para impedirme ese desliz, recordaba a Kyriakos y la negra cicatriz en el dorso de su mano.

—Antes de nada —asumió su carga Pertúa, con disciplina—, vuelvo a suplicarle que me perdone, y digo que me perdone porque yo, Pertúa, soy el único responsable del disparate que se cometió hace algunas semanas. Me abochorna lo que habrá podido pensar de nosotros por causa de mi espantosa ligereza. Desde este momento quisiera pedirle, aunque ya imagino que va a ser difícil, que no crea que es nuestra costumbre recurrir a métodos tan infames e inaceptables. Le juro, aunque eso no sea una atenuante para mi falta, que los hombres que allanaron su apartamento jamás le habrían hecho el menor daño.

—Entonces, era sólo una visita disuasoria.

—Compréndame, por favor, no lo estoy justificando, señor Moncada. Fue una vileza y tomo toda la responsabilidad sobre mis hombros. Sé que es hombre inteligente y ya habrá supuesto que todo se debió a un exceso de celo, pero no me pagan para excederme, ni siquiera en el celo. Tiene mi palabra de que nunca más volverá a ver a los hombres que le amenazaron y le ruego que se deshaga tranquilamente de cualquier reparo que haya podido abrigar a raíz de su encuentro con ellos.

—Había abrigado algún reparo, en efecto —reconocí.

—Tengo entendido que incluso ha pensado en abandonar la ciudad.

—Sí, lo he pensado, no sólo por sus emisarios, aunque ellos fueran el estímulo principal. Vine aquí sin un plan definido y se me ha acabado el dinero.

Pertúa celebró conocer aquel dato, o ya lo conocía y celebró que lo mencionara.

—Si eso es todo —dijo—, debe reconsiderar esa decisión. Mis emisarios, como usted los llama con una mordacidad que sin duda merezco, son historia, créame. Y si viene urgido a irse por dificultades económicas, permítame saldar la deuda que he contraído con usted ofreciéndole un modo de solventarlas.

Si no hubiera sido, de nuevo, por el recuerdo de Kyriakos, que me inducía a ser prudente pese a todas las garantías que Pertúa pudiera darme de su desaparición, habría creído que aquel hombre me estaba adulando de forma miserable. Más tarde descubriría que era precisa una extraordinaria solidez interior para rebajarse como Pertúa era capaz de hacerlo.

—¿Van a darme dinero? —interrogué, estupefacto.

—No era ésa la oferta que tenía para usted, exactamente. Quizá deba aclarar que en este momento ya no estoy hablando a título personal, sino en nombre de Manuel Dalmau, quien por diversas circunstancias, alguna de las cuales conoce, no puede tratar esto directamente con usted —Pertúa se detuvo a observar el efecto que en mí producía el nombre de Dalmau. Luego disipó el equívoco—: Le estoy hablando de un trabajo, señor Moncada. Según tengo entendido, posee alguna experiencia en el campo de las inversiones, adquirida en su país. Espero que no le incomode saber que hemos podido obtener algunas referencias, todas favorables, me alegra precisar.

No supe si me incomodaba o no. Pertúa cruzó las manos ante su nariz, tocando la punta con los índices extendidos. Tampoco supe si estaba aguardando a que yo contestara algo, o recomponiendo sus pensamientos, o adivinando los míos.

—No digo, naturalmente, que no pueda exigir una indemnización por los inconvenientes que se le han producido, e incluso por los perjuicios que se le se hayan podido irrogar —admitió—. Si ése es su deseo, no dude que acordaremos sin ninguna dificultad una suma que le satisfaga, y que se le haría efectiva sin demora y en la manera que usted decidiera. Sin embargo, el señor Dalmau, a cuyas instrucciones me atengo en este instante, consideró que ofrecerle un puesto en nuestra organización podría ser una reparación más completa, además de un buen camino para instaurar una confianza recíproca. Nuestro grupo empresarial posee diversas sociedades en las que su experiencia profesional podría tener excelente acomodo, en beneficio de ambas partes.

Lo último que había previsto era que Pertúa me llamara para ofrecerme trabajo, por cuenta de Dalmau. Le transmití mi perplejidad:

—No comprendo. ¿Por qué habían de confiar en mí?

—Es lo mínimo que le debemos, señor Moncada. De todas formas, acaba de tocar un punto importante —Pertúa adoptó un gesto severo—. No quisiera que interpretara que esto supone la más mínima reserva por nuestra parte, pero ¿podría preguntarle cuál fue el propósito que lo movió a tratar de localizar a Manuel Dalmau?

—Leí su libro.

Pertúa meditó un segundo. Me dio la impresión de que aquel asunto, la faceta literaria de Dalmau, escapaba a sus competencias. Fue extremadamente precavido al inquirir, sin que pudiera tomarse como indicio de un juicio, favorable o adverso:

—¿Y qué vio en el libro?

—A alguien que había venido de España a Nueva York mucho antes que yo, cuando apenas venían españoles aquí. En su experiencia, por lo que se desprendía del libro, había ciertas coincidencias con la mía.

—¿Qué coincidencias? Si no es demasiada indiscreción —se excusó.

—Coincidencias sentimentales. Respecto de la propia tierra y la forma de recordarla.

—De modo que su único interés era literario.

—Puede describirlo así. Por eso, cuando deduje que Manuel Dalmau no quería ser localizado, abandoné sin más mis investigaciones.

—Sin embargo, trabó relación con su nieta —se traicionó Pertúa, posiblemente con plena conciencia de hacerlo y de que yo iba a pensar que se traicionaba. Aunque refutase la supuesta ausencia de reservas que acababa de proclamar, comprendí que él tenía la obligación de no pasar por alto aquel detalle.

—Por otras razones. Si no me equivoco, Sybil debe haberle comunicado que en ningún momento hice por saber nada de su abuelo.

—Ya veo. En cualquier caso, señor Moncada, quiero que disponga de algún argumento para ser indulgente conmigo. Convendrá en que no podía resultarme indiferente que la hija y la nieta de Manuel Dalmau recibieran su visita, y en el caso de la segunda, algo más que su visita. No es frecuente que un simple interés literario lleve a una persona a viajar tanto y a establecer ese tipo de contacto con la familia del autor.

—No lo sé —dije—. En realidad, ignoro la razón por la que Manuel Dalmau prefiere ser un misterio, aunque la respeto y lamento las preocupaciones que haya podido causarles.

Pertúa percibió mi ironía y yo me arrepentí de ella en el acto. Me pregunté cómo habrían seguido todos mis pasos y me percaté de que en realidad había debido ser muy fácil. Le había dejado una tarjeta a Sue Fromsett, y aunque quizá ella no se la hubiera facilitado a Pertúa, debía haber llegado hasta él con relativa presteza a través de algún cauce. El único cauce que se me ocurría era Dalmau, a quien Pertúa exculpaba de todas sus providencias, acusándose él mismo de impulsarlas. Pero mi último comentario requería algo que justificara a Dalmau, y de nuevo Pertúa realizó la labor.

—No necesita ser suspicaz —aseveró, con dulzura—, aunque me hago cargo de que yo le he dado pie para que lo sea. Manuel Dalmau es un hombre muy anciano, y como puede ver, en él concurren circunstancias que pueden sugerir a ciertas personas la posibilidad de tomar iniciativas arriesgadas. No debe asombrarle que trate de preservar su intimidad y la de su familia. En fin, después de todo, esto nos devuelve adonde estábamos antes. La confianza mutua, señor Moncada. Le he hecho una oferta, creo que bastante apetecible para un hombre en su situación presente. ¿Qué me contesta?

—Esa oferta, ¿viene acompañada de alguna exigencia? —quise cerciorarme.

—Ninguna en absoluto. Es un empleo y se espera de usted que trabaje por el sueldo que se le dará, en los términos que son habituales. Nada más.

—¿Qué sueldo?

—El adecuado al puesto que ocupe. Le garantizo que no estará descontento, señor Moncada —Pertúa debía tener sobrada experiencia en comprar hombres con dinero, a juzgar por la seguridad, casi desdeñosa, que exhibía al tocar ese punto.

—Supongo que no le ofenderá que quiera pensarlo un poco. Son demasiadas cosas para asimilarlas según vienen.

—Desde luego. Tómese el tiempo que desee. Y deshágase de cualquier reticencia. Le estoy ofreciendo un trabajo normal y honorable. Con nuestros errores, como cualquiera, somos personas normales y honorables. Estamos ansiosos, y yo personalmente, de demostrárselo de forma que no le quepa ninguna duda.

Me di cuenta de que era la primera vez que me encontraba ante un hombre que se veía en la necesidad de proclamar y demostrar que era normal y honorable. Eso habría debido espantarme, pero Pertúa sostenía su discurso con temple y convicción. Tras su aspecto deslustrado, tenía una innegable capacidad para cautivar al oponente.

—No quiero robarle más tiempo. Por cierto —administró con destreza el efecto—, alguien le espera en la recepción.

Con esta noticia, que le complacía visiblemente darme, por lo que corroboraba sus palabras o por mi momentáneo desconcierto, Pertúa se puso en pie y me tendió otra vez la mano, que estreché y volví a notar templada y seca. También noté que era fuerte.

Sybil me aguardaba arrellanada en una butaca que había frente a la mesa de la recepcionista. Estaba exultante, porque me había enseñado su poder.

—¿Has aceptado? —fue su saludo.

—Todavía no.

—Pero aceptarás.

—Tendrás que proporcionarme alguna razón.

—Te la proporcionaré.

Habría debido recelar de su alborozo, de la propia Sybil, que jugaba a obedecer a su jefe del despacho de arquitectos cuando su abuelo dictaba las vicisitudes de un hombre como Pertúa. Sin embargo, estuvimos juntos aquel día, y al día siguiente y en los días sucesivos, y cuanto más estaba con ella menos podía resistirla, porque ella había desentrañado mi debilidad, o yo se la había desvelado, irresponsablemente, la noche en que le había pedido reconstruir mi sueño. Pero no escribiré mucho más acerca de mis andanzas con Sybil, porque nunca he sabido o querido escribir historias de amor y porque Sybil importa a mi vida y ésta no es la historia de mi vida, sino la de cómo llegué hasta el ángel oculto. A esta historia, la del hallazgo inaudito que guardaba para mí la ciudad que antes había creído vacía, Sybil deja de ser indispensable una vez dicho cómo me condujo hasta Pertúa. Desde allí, aunque ella estuviera cerca, incluso aunque me favoreciera siempre, era yo quien debía seguir camino hasta Dalmau, donde terminaba el viaje.