Según asegura una canción, junio es uno de los mejores meses en Nueva York, porque ya no hace frío pero todavía no hace un calor agobiante, y los días son largos y las noches despejadas. Junio también es un mes bueno en Madrid, al menos yo siempre había estado algo optimista en junio, quizá por una reminiscencia de los tiempos de la escuela; ese mes daban las vacaciones y las notas y yo sacaba buenas notas y me sentía mejor, probablemente un poco mejor de lo que realmente era, en junio. Sin embargo, cuando vino aquel junio, mi primer junio en Nueva York, no estaba nada optimista ni me sentía mejor que otros meses, sino más bien como una especie de gusano con las horas contadas. Durante días permanecí recluido en mi apartamento, temiendo incluso el momento de salir a la tienda a comprar pan y mantequilla de cacahuete, de la que comprobé que un hombre puede vivir, al menos durante un corto periodo, sin echar de menos ninguna otra fuente nutritiva. Decliné sistemáticamente las invitaciones de mis amigos, me negué a que me visitaran, acabé por descolgar el teléfono.
Mientras recorría con el mando a distancia los innumerables segmentos de vacío que me proporcionaba la televisión por cable, pensaba en Kyriakos y también, aunque un poco en segundo término, como si Kyriakos pudiera enterarse de que lo hacía, en Sybil y en todo lo que ella había dicho las dos o tres veces que habíamos hablado. Especialmente en una frase que había pronunciado mientras cenábamos en el Silk Road Palace, y que ahora adquiría un significado imprevisto: Quizá seas tú el que debería prevenirse.
También pensaba en la insistencia de Michael para que me abstuviera de telefonearla, y en las palabras de Raúl, nunca vayas donde no te llaman, cuando nos habíamos emborrachado con tequila, la misma noche en que Sybil me había invitado en el Fez. Pero al fondo de todo, como una sombra impenetrable y una clave obstinadamente hurtada, era imposible no pensar en Dalmau. En él y en los obstáculos con que me había ido topando cada vez que, por uno u otro camino, me había aproximado a su secreto. Me había entrevistado con su editora, había interrogado a su hija, incluso había descubierto la tumba de su hijo, a orillas del lago Michigan, sin que ninguna de estas indagaciones me permitiera saber nada del mismo Dalmau. Y cuando ya había abandonado la búsqueda, cuando sólo perseguía a una mujer que también podría no haber sido su nieta, aunque lo fuera, ¿era aquello, Kyriakos y su amenaza, el signo de que le había encontrado? ¿Qué maldita cosa enterrada era lo que había encontrado, en mi infinita torpeza?
Fuera lo que fuese, aquellos hombres conocían mi apellido y mi domicilio y habían entrado y salido de mi apartamento como si nada; no podía aspirar a burlarlos. Podía mudarme de apartamento, pero también irían a mi nuevo apartamento y entrarían y saldrían como si nada, si tuvieran que hacerlo por alguna razón. Desde luego existía una diligencia mínima que me cabía mantener y en la que acaso pudiera confiarse: observar mi parte del trato que Kyriakos había hecho consigo mismo, en mi presencia. Pero no había ido a aquella ciudad para vivir en peligro; lo cierto era que nunca había vivido en peligro. Como Kyriakos había expuesto, sabiamente, siempre había estado lejos de la frontera y estaba incapacitado por una defectuosa conciencia de mi cuerpo y de otras muchas nociones útiles.
Así que a mediados de junio, por las mismas fechas en que recibí, como una broma del destino, mi documentación definitiva de residente, estaba ya casi resuelto a regresar a casa. No era la forma en que había soñado volver. No había terminado lo que había ido a hacer, si había ido a hacer algo, y no me empujaba el deseo de reintegrarme adonde pertenecía, sino la esperanza de que en Madrid tendría menos miedo. Cuando decidí colgar otra vez el teléfono en su sitio y utilizarlo, llamé a Raúl y se lo anuncié:
—He estado meditando sobre lo que me aconsejaste. Creo que voy a volver a Madrid.
—¿Por eso has desaparecido estos días?
—En parte.
—¿Has estado viéndote con la chica?
—No.
—Y no tiene nada que ver con tu decisión.
—No.
Raúl no era entrometido y podía arreglarse con una mentira, aunque fuera tan grosera como aquélla. También era un buen amigo. Contra lo que suele creerse, la verdad puede decírsele a cualquiera, porque todo el mundo tiene una afición malsana por estar al tanto de la verdad. Sólo a un buen amigo puede despachársele con una mentira.
Una noche, mientras cenaba, sonó el teléfono. Supuse que podían ser Raúl o Gus o Michael y lo cogí sin darle importancia. Al otro lado de la línea estaba, sorprendentemente, Sybil.
—Al fin —dijo—. Ya creía que te habías muerto.
—¿Sybil? —quise cerciorarme.
—No lo digas así, como si fuera una especie de fantasma telefónico. También yo puedo encontrar un número en la guía, aunque temí que hubieras dejado de pagar la factura. Comunicaba todo el tiempo.
—Ha estado estropeado —inventé, dudando si colgar.
—¿No pasaste cerca de ninguna cabina? —reprochó—. Estuve esperando que me llamases. Lo pasé bien la otra noche, o más bien hace un siglo. ¿Cuánto hace, dos semanas? Me extrañó que no dieras señales de vida. Normalmente me doy cuenta cuando decepciono a alguien.
—Perdóname, Sybil. No puedo atenderte.
Y corté la comunicación. Cuando estuvo hecho, los latidos de mi corazón se desbocaron. Era consciente de estar actuando a tientas, y no era una sensación apaciguadora. A los pocos segundos volvió a sonar el teléfono. No sonó mucho, cinco o seis veces. Desde esa noche dejé constantemente conectado el contestador automático. Al día siguiente, cuando volví al apartamento, me aguardaba un mensaje de Sybil:
No entiendo muy bien lo que ocurre, y no me gusta demasiado no entender. Te ofrezco vernos y charlar. De qué, puede que te preguntes. Bien, yo no he sido sincera contigo y tú no lo has sido conmigo. ¿No tienes curiosidad por probar cómo resultaría si lo fuéramos? Yo sí. Una explicación sobre mi insistencia: hacía años que no sentía curiosidad por nadie. En fin, tienes mi número. Yo sí cojo el teléfono.
Su tono, sobre todo al final, era exigente y tozudo, como el de una niña a la que se le hubiera denegado un capricho, aunque intentaba mostrarse amable, en cierto modo. Escuché el mensaje muchas veces, quince o veinte, y luego lo borré. Yo tampoco entendía nada, o entendía algo que Sybil no podía remediar. Después de aquél, esperaba que hubiera otros mensajes, más o menos deprecatorios, hasta que se aburriese. No los hubo. Al principio eso pudo desilusionarme, por efecto de algún resorte estúpido; una reacción comprensible, pese a todo. A medida que fueron pasando los días sucumbí a la evidencia de que era mejor que nada estorbara mis preparativos de viaje.
En ellos estaba cuando una tarde, bajando por Atlantic Avenue, distraído en la voluptuosa estampa oceánica en que desembocaban todas las perspectivas, alguien me salió al paso. A contraluz, como venía, tardé en reconocerla.
—Hola —dijo Sybil. Llevaba un vestido corto, estampado, que la hacía parecer diez o doce años más joven. Estaba algo bronceada, y aunque había elogiado su palidez, hube de admitir que también era hermoso aquel suave color de miel que ahora tenían sus hombros.
—¿Cómo has llegado hasta aquí?
—En metro. Fui a tu casa y llamé a tu piso. Como no respondía nadie, decidí dar una vuelta por el barrio. ¿Vienes de hacer la compra? —preguntó, señalando el paquete que yo llevaba bajo el brazo.
—No creo que me interese relacionarme contigo, Sybil. Disculpa —y eché a andar.
—Eh —me interceptó, enérgica—. ¿Qué demonios pasa aquí? ¿Ni siquiera podemos tomar un café y hablar como personas?
—¿Estás segura de que puedo tomarme un café contigo?
—¿Qué quieres decir?
—Quiero decir si tienes permiso de quien tengas que tenerlo. O mejor dicho, si yo lo tengo.
Sybil me soltó y dejó colgar su brazo inerte junto a su cadera. Se volvió hacia el océano, al final de la avenida, y luego me miró otra vez. Cegado por el sol, no podía captar el brillo de sus ojos, aunque debían estar brillando, en ese momento.
—¿Permiso de quién?
—Tres días después de cenar contigo —relaté, con desgana—, llegué por la tarde a mi apartamento y había tres hombres en el dormitorio. No me hicieron nada, ni siquiera me tocaron, pero fueron muy convincentes. Me convencieron de que no me convenía verte más. No sé por qué, y no voy a hacer por saberlo —quise contenerme, pero lo solté todo—: No sé qué esconde Dalmau, ni me importa. Me quito de la circulación y listo. En realidad no buscaba nada, y menos de él. Lo estuve haciendo antes, y lo dejé.
—¿Me seguiste porque era su nieta? —preguntó, abatida.
—Te localicé así, pero no te seguí por eso.
—Siempre supe que le conocías —dijo—. Por esa falsa llamada desde la embajada, mencionando su nombre. Pero no intentaste nada. Si hubieras querido algo de él lo habrías intentado. No habrías sido siempre tan vulnerable. Han cometido un error.
Meneaba la cabeza y agitaba las manos, desolada.
—Ahora ya no tiene remedio, Sybil. Nunca me habían esperado en mi habitación tres hombres dispuestos a pulverizarme. Las pocas tonterías en que se ha ido mi vida hasta ahora no me han preparado para esto. Dile a Dalmau que no se preocupe, que me esfumo.
Y esta vez arranqué con fuerza, para que ella no pudiera detenerme si volvía a agarrarme del brazo. No se movió. Me alejé diez o quince metros antes de que ella reaccionara. Oí sus pisadas, rápidas e irregulares, que avanzaban hacia mí. Apreté el paso, pero Sybil corrió y logró rebasarme. Traté de esquivarla, sin éxito.
—Por favor —imploré, fatigado—. El juego ya ha ido bastante mal. ¿No te cansas nunca?
—No ha sido Dalmau —dijo, como si eso lo excusara todo.
—No me interesa, Sybil, de veras —protesté.
—La culpa la tiene Pertúa, ese paranoico.
—¿Pertúa?
—Escucha —Sybil me sujetó por un hombro y me dedicó su gesto más persuasivo—. Si es Pertúa el que anda detrás, y apuesto que es él, puede arreglarse fácilmente. Confía en mí y no vayas a ninguna parte. Alguien ha sido demasiado listo.
Acarició mi mejilla, como si fuera la de un niño a quien hay que confortar de una pesadilla que ya ha pasado.
—Te llamaré —prometió.
Y se fue avenida abajo. Viéndola irse, aquella leve silueta de muchacha soñada en la lenta tarde de junio sobre la bahía, tuve un raro sentimiento. Dalmau, Sybil, quizá incluso Kyriakos, formaban parte de algo que me correspondía. Podía temerlos, podía huir, podía aceptarlos. Pero nunca podría repudiarlos, a ninguno de ellos, y menos que a nadie a aquella muchacha empeñosa que se alejaba deprisa, por la avenida que moría en el océano.