5. El rostro terrible

—Así que se dejó abrazar y ahí quedó la cosa —resumió Raúl—. ¿Cuánto hace de eso?

—Tres días —calculé.

—Y no la has llamado ni te ha llamado.

—No.

—Muy bien —celebró—. Mi dilatada experiencia me permite concluir que estás en una estupenda situación para olvidarte del asunto.

Era domingo y había invitado a Raúl a desayunar y almorzar a la vez en ACME, un establecimiento un tanto tenebroso, aunque acogedor, situado en Great Jones Street, a mitad de camino entre su apartamento y el mío. Mientras dábamos cuenta de nuestros copiosos brunches, le había puesto en antecedentes de lo ocurrido la noche de mi cita con Sybil. Había acudido a él porque era el único a quien me parecía que podía contárselo.

—El caso es que no quiero olvidarme —dije.

—Entonces, ¿por qué no la llamas?

—Tengo la sensación de que ahora tengo que esperar. De que si hago algún movimiento antes de tiempo puedo arruinarlo todo.

—Hugo, el ocio te está perjudicando la cabeza —diagnosticó Raúl, con circunspección—. No es la Bella Durmiente, sino una chica cualquiera de Nueva York. O vas por ella o te dejas de fantasías. Tal vez deberías probar a ser un tipo normal, conseguir un trabajo, y conformarte con lo que cayera, como yo. Hace diez años que me aburro y vivo feliz.

—No es tan fácil. ¿Nunca has sentido que no eres dueño de lo que haces? Como si tu vida no tuviera una finalidad en sí misma, y sólo fuera una pieza en el plan de otro, otro a quien nunca ves y a quien tú le traes sin cuidado.

—Naturalmente. Lo siento cada vez que veo la televisión y me doy cuenta de que estoy siendo computado en un índice de audiencia.

—No me refiero a eso —le atajé—. Al cabo de diez meses, no sé a qué he venido a esta ciudad. Pero mientras paseaba con esa chica, por primera vez, tenía la sensación de estar cerca de algo, y a la vez de que ese algo escapaba a mi control, como si yo fuera parte de ello y no al revés. Ahora me doy cuenta, por ejemplo, de que esa noche ella averiguó lo que quiso de mí, mientras yo no conseguía averiguar nada. Maldita sea, se supone que era yo quien la había seguido a ella. Todo esto tiene algún sentido y quizá llegue a entenderlo. La cuestión es que no será antes porque yo me dé más prisa.

Raúl meneó la cabeza.

—Estás en una etapa crucial, compañero —dijo—. La etapa en que tienes que pensar, si de verdad deseas quedarte aquí, en cómo deseas quedarte y para qué. Hasta ahora no has sido más que un turista de larga duración y para eso sobra con dejarse llevar. Pero esa etapa se te acaba. A todos nos llegó el momento y lo resolvimos, de una forma o de otra. Tú te niegas a resolverlo. No soy partidario de aconsejar a nadie, pero tal vez deberías considerar con seriedad si lo que quieres no es volver a casa, simplemente.

—Si no me equivoco, nunca he estado más lejos de querer eso —proclamé, terminante.

Despachado así su aviso, Raúl se calló. Sin duda sus razones eran sensatas y atendibles, y no era improbable que pusiera en práctica algunas de sus recomendaciones, como por ejemplo la de buscar un empleo. Sin embargo, fallaba en lo principal. Yo no tenía ningún objetivo, y por eso estaba dispuesto a aceptar cualquiera que se ofreciese, especialmente si se sustraía a mi voluntad y quedaba al arbitrio de fuerzas desconocidas.

De esas fuerzas, suponía, habría de venir una señal, y es posible que ya hubiera comenzado a intuir cómo podría ser, incluso a coleccionar intuiciones diversas, todas ellas benéficas y estimulantes, cuando la señal vino, pero de una manera radicalmente distinta de todos aquellos necios borradores mentales que yo había estado garabateando. Al principio, cuando esa tarde regresé a mi apartamento, no advertí nada inusual. La puerta estaba bien cerrada con llave, el salón desocupado y en orden, las luces desconectadas. Incluso perdí un minuto preparándome un vaso de leche y dos o tres más paladeándola. Desde que la había probado por primera vez, me apasionaba la leche americana, por el sabor deliciosamente artificial que le daban todas las vitaminas y las demás sustancias con que la enriquecían. Luego me acordaría de aquel vaso de leche, como un detalle absurdo.

Los vi cuando entré en el dormitorio. Eran tres hombres, y parecían tranquilos. Dos de ellos estaban sentados sobre la cama, con las manos cruzadas entre las rodillas. El tercero estaba de pie, junto a la ventana, absorto en la quietud que aquella tarde dominical reinaba en Hicks Street. Los dos de la cama no iban ni mal ni bien vestidos, pantalones limpios y camisa de manga corta. El de la ventana llevaba un traje beige y una corbata de color teja, con pintas de un tono verde claro. Después de que yo entrara en la habitación, los dos de la cama continuaron inmóviles, porque ya estaban mirando hacia la puerta por la que yo había de aparecer, y el de la ventana volvió el cuello, sin precipitarse. Tenía una cara huesuda y lampiña. El sobresalto, y también el miedo, me privaron del habla.

—Buenas tardes. No se asuste —me saludó el hombre del traje. Hablaba como un locutor de televisión, marcando impecablemente cada sonido.

—¿Qué significa esto? —llegué a decir, por algún milagro, pero me arrepentí en seguida, porque los dos hombres que estaban sentados en la cama se levantaron, vinieron hacia mí y me invitaron con un gesto a volver al salón.

—Vaya hacia allí —confirmó el del traje, sin despegarse de la ventana—. Tendremos más sitio.

Hice lo que me indicaban, y cuando me señalaron un sillón, me dejé caer sobre él. En mi cerebro se sucedían a toda velocidad pensamientos que no podían serme de ningún auxilio: no era frecuente que por allí hubiera robos en las casas, era todavía menos frecuente que hubiera robos acompañados del secuestro de sus moradores, aquellos hombres no tenían aspecto de ladrones, ni de traficantes, ni de gamberros juveniles (no eran jóvenes, para empezar), tampoco parecían ser mafiosos, pero ¿qué idea tenía yo de cómo eran los mafiosos, aparte de las estupideces de las películas? Los dos hombres que habían estado sentados en la cama y que ya no lo estaban, los dos hombres con camisa de manga corta, descripción que seguiría sirviendo mientras no se la quitaran (y no era probable que lo hicieran), cogieron cada uno una silla de las que había junto a la mesa de comedor y se sentaron ante mí, algo retirados, obstruyendo el paso hacia la salida. Siempre me quedaba la ventana (¿me produciría lesiones irreparables saltar desde un segundo?). Sólo cuando los otros se hubieron acomodado en aquellas sillas, que se veían pequeñas y endebles debajo de ellos, vino el hombre del traje al salón y tomó asiento frente a mí, más cerca que los otros. Antes de hacerlo, se desabrochó el botón inferior de la chaqueta. Era una chaqueta de buen corte y tejido caro, aunque el estilo pretendiera ser informal, o sólo veraniego. El hombre del traje sonreía mientras se sentaba, como si notara que yo le envidiaba la chaqueta.

—Antes de nada —dijo, otra vez con aquella voz y aquel inglés maravilloso, de locutor televisivo—, me permitirá que le presente a mis compañeros y que me presente yo mismo. Ellos son Keith y Greg y yo soy Kyriakos y podrían ser nuestros nombres auténticos, aunque le dejaré con esa duda, para que tenga algo con lo que entretenerse mientras estamos aquí y también luego. Con esto le transmito una información importante, que espero que le aliente: habrá un luego. Bueno, no debe caberle ninguna duda. Si no fuera a haber un luego, ni siquiera habría tenido tiempo de vernos. Somos personas ocupadas y cobramos por horas. Además hoy es domingo, precio doble.

Consignó la circunstancia como si hubiera de resultarme peculiarmente halagüeña. Era un hombre caluroso, pese a aquella cara angulosa y flaca y a la brillante piel de muchacho, femenina y desasosegante.

—¿Ha reflexionado alguna vez sobre el papel que la violencia desempeña en nuestra sociedad, señor Moncada? —preguntó Kyriakos, como si fuera un profesor de filosofía preguntando a un alumno si alguna vez se había parado a reflexionar sobre el alcance de los conceptos de forma y substancia en los escolásticos.

No habría podido responder aunque hubiera querido, y aun si hubiera querido y podido no habría tenido nada que contestarle. Era obvio que Kyriakos iba a mostrarme perspectivas para mí inasequibles del problema. Kyriakos lo sabía, y prosiguió, sin cuidarse de mí:

—La organización de nuestro tiempo se basa en un permanente ejercicio de la violencia. Con ella se resuelven los desequilibrios entre las naciones, las clases sociales, y también dentro de las clases sociales. Nuestro gobierno utiliza la violencia para que ciertos países, los que olvidan cómo son las cosas, estén donde deben estar y hagan lo que deben hacer. Los poderosos utilizan la violencia para que los que no tienen el poder, y también olvidan cómo son las cosas, se aguanten y no molesten. Y todavía entre los desgraciados, unos ejercen la violencia sobre el resto, porque todavía quedan papeles por repartir; siempre se puede ser primero y último, aunque sea en el infierno.

Keith y Greg escuchaban con la frente arrugada, con la vista alzada al techo, como si estuvieran en la iglesia oyendo un sermón que no fuera ni muy novedoso ni muy rutinario, de labios de un pastor que tampoco les cayera demasiado bien o mal.

—Ahora bien —Kyriakos extendió las manos al frente, para llamar la atención sobre lo que iba a exponer a continuación—. En nuestros países, y me refiero a los países que se llaman civilizados, como éste o el suyo, son muchas las personas que viven en la ilusión de que la violencia no existe. Y debe comprender lo que quiero decir exactamente. Pueden ver guerras en la televisión, o atracos en el cine, y hasta sufrir pequeños robos ellos mismos, y aun así mantener la ilusión de que la violencia no existe. ¿Por qué? Porque nunca se han encontrado en una franja de desequilibrio. Viven confortablemente en amplias zonas de equilibrio, lejos de las fronteras donde la violencia es necesaria. ¿Me sigue?

Asentí, porque le seguía y porque me dio la sensación de que si no asentía volvería a explicármelo. Kyriakos era un hombre meticuloso, demasiado para tenerle puesto un precio a su tiempo, quizá. Mi asentimiento le confortó:

—Espléndido. Me agrada mucho tratar con usted, señor Moncada. Pues bien, todo esto nos lleva al siguiente razonamiento: hay que caer en una franja de desequilibrio, para poder entender hasta qué punto la violencia es el pilar sobre el que se asienta nuestro orden. ¿Y cómo es posible caer en una franja de desequilibrio? Lo cierto, señor Moncada, es que no es tan difícil como la mayoría de la gente piensa. Una combinación de azar y de culpa, como siempre pasa en la vida, puede llevarle a uno allí con relativa facilidad. Desde luego, hay franjas en las que será más improbable caer, dependiendo de la situación de cada uno. Ninguna aviación extranjera ha bombardeado nunca las ciudades de Estados Unidos, y esto es una tranquilidad casi indestructible para un americano; una tranquilidad de la que no goza, por ejemplo, un iraquí. Pero otras franjas están a nuestro alcance, o quizá sería mejor decir que somos nosotros quienes estamos al alcance de ellas. Y cuando un hombre normal, un hombre que ha vivido toda su vida en zonas de equilibrio, cae en una franja de desequilibrio, la súbita comprensión de la violencia y de su cometido desencadena en su espíritu fenómenos extremadamente notables.

Kyriakos se interrumpió. Se echó hacia atrás completamente y una vez que se hubo instalado a placer en el sillón comprobó la posición de su corbata, extendida de modo irreprochable a lo largo de su pecho y de su abdomen. Era un abdomen estrecho y liso como una tabla. Luego descruzó las piernas y volvió a cruzarlas en la disposición inversa. Sin dejar de mirarme, sacó del bolsillo interior un paquete de caramelos.

—¿Quiere uno? —me ofreció—. Son muy buenos, sin azúcar.

—Gracias —rehusé.

—Si yo fuera usted admito que habría alguna posibilidad de que tuviera la boca seca y por tanto un caramelo me sería de ayuda —conjeturó—. Pero claro, no todos los hombres están hechos del mismo material. Hay algo, sin embargo, siguiendo con nuestro asunto, en lo que casi todos los hombres, me refiero a casi todos los hombres que siempre han vivido en zonas de equilibrio, coinciden: una defectuosa conciencia del propio cuerpo. La culpa la tienen los analgésicos, la vida sedentaria, la calefacción, el aire acondicionado. En una franja de desequilibrio, cuando la violencia empieza a actuar sobre uno, esa falta de conciencia se revela como una verdadera desventaja. Y recíprocamente, para aquel que ejerce la violencia, se trata de una ventaja, porque opera como mecanismo economizador. Con mucha menos dosis es factible alcanzar satisfactoriamente los fines a los que la violencia sirve. Si un hombre, por su inconsciencia pasada respecto de su propio cuerpo, puede aterrorizarse porque le arranques una uña, no habrá necesidad de cortarle una mano con el machete. Lo malo, para el que cae en la franja, es que la violencia tiende a manifestarse por exceso, y a veces sin ningún sentido de la medida imprescindible. Medir requiere atención y no todo el mundo tiene tiempo, o la disposición precisa. A menudo, además, hay violencia de sobra y no hace ninguna falta ahorrarla. Se puede administrar con largueza, lo que multiplica indeciblemente sus efectos. Esto pasa, por ejemplo, cuando quien ejerce la violencia puede concentrarse, porque no tiene demasiadas víctimas a las que atender.

La sonrisa de Kyriakos se había ido abriendo poco a poco, hasta llenarle el rostro, aquel rostro angosto y terrible sobre el que chispeaban sus ojos. Eran verdes, del mismo tono claro que las pintas de su corbata. De pronto, la sonrisa desapareció.

—Con esto llegamos a donde queríamos llegar, señor Moncada —aunque seguía marcando cada sílaba, como un locutor televisivo, ya no había afecto en el tono de Kyriakos; sólo una helada corrección—. Me incumbe el penoso deber de informarle que ha caído en una franja de desequilibrio, y que existe a su disposición una cantidad ilimitada de violencia. Antes le advertí que nuestro tiempo es costoso, pero ahora debo añadir que nos ha sido comprometida una sustanciosa suma, lo suficientemente sustanciosa como para que nos compense concentramos en usted, durante todo el tiempo que haga falta para despertar en usted la dormida conciencia de su cuerpo e ilustrarle de forma práctica sobre toda la teoría que hemos estado repasando. Ni Greg, ni Keith, ni yo, nos veremos perturbados por ningún impulso o pensamiento ajeno a nuestra tarea.

Proferida su amenaza, se quedó repantigado en el sillón, chupando el caramelo y observándome con un gesto inexpresivo, como Greg y Keith, pero éstos más atrás, incómodos en las sillas demasiado pequeñas para su tamaño. Durante un lapso eterno, estuve apostando conmigo mismo sobre quién sería el primero en levantarse y acometerme, Greg o Keith, o ambos a un tiempo, o quizá incluso Kyriakos. Aunque fuera menos robusto que los otros, qué iba a hacer yo (a lo mejor a Greg y a Keith sólo los quería para eso, para que le cubrieran e hicieran desistir a la víctima de cualquier resistencia). Al fin fue Kyriakos quien se levantó, pero no me acometió, sino que se fue a la cocina y se sirvió un vaso de agua, porque el caramelo no debía ser bastante. La verdad era que había hablado mucho y bien. Bebió con ganas y luego enjuagó y secó con un trapo el vaso. Sin duda, era gente respetuosa. Desde allí, desde la cocina, Kyriakos se dirigió de nuevo a mí:

—Dicho todo lo anterior, que le ruego retenga en su memoria, a los efectos que luego le indicaré, me resulta mucho más grato darle mi buena noticia. Sí, señor Moncada —reafirmó, para vencer una hipotética incredulidad por mi parte—, traigo una buena noticia. Quien nos financia, mis amigos, Keith y Greg y yo mismo, somos personas piadosas. Y por eso, aunque no tendríamos ningún inconveniente, como queda dicho, en hacerle sentir los rigores de la franja de desequilibrio en que ha caído, queremos someter a su aprobación otra forma de solucionar la situación que se nos ha creado a todos.

Kyriakos vino de nuevo al sillón, frente a mí. Se sentó, pero esta vez no se echó hacia atrás. Se quedó inclinado hacia adelante, hacia donde yo estaba.

—La solución es sencilla, pese a la gravedad del problema —aseguró, conciliador—, y confío en que la comprenda y no se oponga a ponerla en práctica. Para ello le ruego que tenga la bondad de revisar su actividad de las últimas semanas. Si lo hace con cuidado, estoy convencido de que dará con algo de lo que no está contento. Algo que hizo pero no debía hacer, o algo que dejó de hacer y debería haber hecho. ¿Ya lo tiene?

La pregunta me cogió desprevenido, pero no creí que pudiera callarme.

—No sé —tartamudeé, y sin saber lo que iba a decir, seguí—: ¿Es que…?

—Chist. No me lo diga —rechazó Kyriakos, cerrando los ojos—. Es algo que tiene que tener claro en su interior, no decírmelo a mí para que se lo confirme o se lo desmienta. Por otra parte, y desdichadamente, ni yo ni mis amigos Greg o Keith podemos serle de ayuda para eso. Ignoramos qué es lo que debe hacer o dejar de hacer. ¿Lo tiene usted?

—S…Sí —me doblegué, desconcertado.

—¿Está seguro?

—Sí —repetí, persuadido por el terror que me inspiraba la proximidad de las manos de Kyriakos, finas y esqueléticas como su rostro. En la izquierda tenía la cicatriz de un arañazo reciente, una costra negruzca sobre un surco rojizo en su escasa carne.

—Bien —suspiró Kyriakos—. Ahora ya sabe lo que tiene que corregir.

Volvió a acomodarse en el sillón, se aflojó un milímetro el nudo de la corbata, me miró con simpatía. Parecía relajado, y también Greg y Keith, aunque estaban más lejos y eran más hieráticos y por tanto yo podía apreciarlo peor.

—Me doy cuenta de que le ha sorprendido eso que acabo de decirle —constató Kyriakos, apuntándome con el dedo—. No cree que Keith, Greg y yo ignoremos qué es lo que usted tiene que hacer o dejar de hacer, para descargarnos de la tarea de hacerle conocer la violencia de su franja de desequilibrio.

Se equivocaba. Yo estaba dispuesto a creer todo lo que él dijera.

—Pues le diré algo que le resultará todavía más increíble. No sabemos qué debe hacer o no hacer porque tampoco sabemos quién sufraga nuestros honorarios, y precisamente en este anonimato se basa nuestra práctica profesional. Se trata de una técnica moderna, como las bombas guiadas por láser. ¿Ha oído hablar de ellas? —preguntó, de improviso.

—No.

—Son artefactos fascinantes —declaró, con arrobo—. Le describiré someramente su funcionamiento, para que se haga una idea —Kyriakos se paró a ordenarse, se veía que quería estar a la altura, e inició con viveza su descripción—: Lo primero, claro, es elegir el blanco. Una vez elegido, se lo ilumina con un designador, que es un aparato que sirve para estas cosas. Desde ese momento, al piloto del avión que lleva la bomba le aparece una señal en la pantalla del radar. Párese a pensar esto: el piloto está a treinta mil pies de altura, a sesenta millas de distancia, no sabe qué hay detrás de esa señal, ni quién se la ilumina. Maniobra hasta que el radar le indica que está en posición de lanzamiento; entonces suelta la bomba y da media vuelta. Y se va, señor Moncada. Ahora viene el trabajo de la bomba. Porque la bomba busca el blanco que le están iluminando, mientras cae corrige levemente su trayectoria, hasta que llega al suelo y bum, fin de todo. El piloto ya vuela hacia casa, sin saber a quién ha matado, porque no hace falta que lo sepa. Sólo es preciso que alguien le ilumine el blanco. Y el que lo ilumina no ha tirado la bomba, sabe quién muere, o lo sospecha, pero él no ha matado a nadie. Al final, la única asesina es la bomba. Es un montaje perfecto, con el que nuestro gobierno sacude su violencia allí donde resulta necesario. ¿No adivina por qué le cuento esto? A una escala más modesta, mis amigos y yo somos como el piloto que tira la bomba láser. No sabemos a quién jodemos, ni por qué, ni para quién, y tampoco hace falta. Es más: no saberlo es lo que nos hace inflexibles.

Kyriakos estaba radiante. Se puso en pie, se ajustó la corbata y se abrochó la chaqueta, con dedos diestros. Greg y Keith también se levantaron, aunque más cansinamente.

—Con esto termino —dijo Kyriakos—. Ahora verá con claridad que carece de sentido que denuncie a la policía lo que ha sucedido aquí esta tarde. En el mejor de los casos, y ya sería demasiado bueno, detendrían a Kyriakos, Greg y Keith, que no saben nada, y dentro de una semana vendría otro piloto, pero no le ofrecería la ingeniosa solución que hemos acordado ahora. Tampoco nosotros, desafortunadamente, estaremos en condiciones de rehacer el trato si usted incumple su parte y nos vemos obligados a volver a entrevistarnos con usted. Lo que haremos entonces puede deducirlo de lo que antes le rogaba que guardase en su memoria: todo lo que hemos estado hablando acerca de la función social de la violencia. Que tenga un buen domingo, señor Moncada. Confío en que no volveremos a vernos.

Kyriakos salió el primero, liviano y ágil como una gacela. Greg y Keith le siguieron y cerraron sin dar portazo. Eran gente respetuosa, con el sosiego y la propiedad ajenos. No habían ensuciado nada, ni siquiera habían dejado olor. Aquella tarde me quedé sentado en el sillón hasta que se fue la luz, y por la noche, arropado hasta el cuello aunque no hacía frío, estuve recordando palabra por palabra la teoría de Kyriakos sobre la inclemencia de las franjas de desequilibrio, en las que un hombre normal podía caer más fácilmente de lo que se creía, arrastrado por el azar o la culpa, o por una mezcla de ambos.