Renuncié a llamarla al día siguiente, porque no me atribuyera excesiva premura, pero no dejé de hacerlo al segundo día. Estuve dudando entre telefonearla a su casa o a la oficina y al final di en escoger lo segundo, previendo, erróneamente, que pudiera mostrarse menos desembarazada y por tanto un poco más manejable.
—Fromsett —irrumpió su voz en la línea, ocupando sin resquicios el hueco dejado por la telefonista del despacho de arquitectos.
—Sybil —titubeé, porque su nombre sonaba insólito en mis labios—. No sé si me recuerdas. En el Fez, anteayer por la tarde.
Hubo un silencio. Tras él, Sybil asintió:
—Sí. El que prefiere los corazones limpios, como Alain Fournier. Terminé el libro anoche, y me fijé en lo que citaste. La frase es muy cruel con la pobre Valentine.
—Los corazones limpios son crueles, a veces.
—El gran Meaulnes lo es demasiado a menudo, para mi gusto. Veo que sabes cómo me llamo yo. Y tú, ¿tienes un nombre?
—Sí. Hugo.
—Vaya, como el autor de ese musical de Broadway, Los miserables. ¿Eres de origen francés? —preguntó, afectando ingenuidad.
—Hugo es el nombre de pila. Mi apellido es Moncada.
—Ah, eso sí suena muy español. Como un nombre de caballero. Don Hugo Moncada —lo pronunció sin deje anglosajón, con vocales diáfanas y precisas.
—Hubo un caballero don Hugo de Moncada —informé, temeroso—. Fue capitán de un barco de la Armada Invencible. Mi padre me puso Hugo para que me llamara igual que él.
—¿Era antepasado tuyo, ese capitán de barco?
—No. A mi padre le interesaba la historia naval.
—Y por eso tú te llamas como el capitán de un barco victorioso.
—No fue victorioso. A la armada la llamaron invencible por sarcasmo. La batalla la perdimos y a don Hugo de Moncada le despacharon con su barco los ingleses, frente a las costas de Francia.
—Ah, lo siento —se compadeció.
—No importa. Hundirse con su barco era la única gloria posible para los marinos españoles. La victoria era siempre para los ingleses.
—Más prácticos, los ingleses. ¿Y qué puedo hacer por ti, Hugo Moncada?
Su voz era muy dulce, pero como a menudo me ha sucedido con las mujeres que se expresan en inglés, cuya entonación resulta siempre más exagerada que la del castellano, no terminaba de discernir si estaba siendo amable o se reía de mí.
—Me preguntaba si te habrías arrepentido de tu oferta del otro día —dije, con recelo.
—Aún no —repuso, insinuante—. No he tenido oportunidad.
—¿Y podría ser esta tarde?
—Por qué no —concedió, sobre la marcha—. ¿Soportas la comida china?
—De vez en cuando, sí.
—Entonces quedamos a las siete y media en la puerta del Silk Road Palace, en Amsterdam Avenue con la 82 —dispuso, expeditiva—. Luego podemos ir a tomar el postre al Iridium. ¿Lo conoces? Tienen postres magníficos. También tocan música, jazz y blues.
—No lo conozco, pero me gustará —acaté, desbordado por la velocidad a la que había elaborado un plan completo.
—Muy bien. Ahora tengo que dejarte. Mi jefe viene hacia aquí. Hasta luego.
Y cortó la comunicación. Por la tarde, a la hora estipulada, me presenté en la puerta del Silk Road Palace, en Amsterdam Avenue, con un clavel rojo en la mano. El restaurante, pese al pretencioso nombre, era un pequeño local de unas quince o veinte mesas cuyo interior más bien funcional se veía entero desde la calle, a través del frontal acristalado. Sybil llegó quince minutos tarde. Como no daba el tipo de persona impuntual, pensé que debía ser una negligencia deliberada. En cualquier caso, estuve muy lejos de sentir la tentación de afeársela. Tarde o pronto allí estaba y se había puesto muy elegante, con un vestido casi veraniego, una chaqueta de seda y unos zapatos de tacón que igualaban nuestra estatura. Tras ella, al final de la avenida, el día se apagaba. Pese a las nubes que cubrían parte del cielo, se presentía que iba a ser una hermosa noche de mayo en Nueva York.
—Perdona por el retraso —se excusó, aunque no venía nada aprisa. Reparando inmediatamente en el clavel, dedujo—: ¿Es para mí?
—Sí —dije, tendiéndoselo—. Las mujeres de mi tierra se ponen esta flor en el pelo, o se la ponían. Supongo que ahora resulta demasiado ridículo llevar flores en la cabeza.
Sybil cogió el clavel y lo hizo girar sobre la palma de su mano. Llevarle aquella flor era o trataba de ser una astucia, porque como americana Sybil podía ser sensible a las costumbres salvajes, o sea, a todas las no estadounidenses, y porque como descendiente de españoles también podía el clavel surtir en ella algún efecto irresistible.
—¿Debo ponérmela en el pelo? —consultó, con repentina mansedumbre—. No creo que me quede como a las mujeres españolas. Ellas suelen ser morenas y el rojo queda mejor con colores oscuros.
—El clavel es tuyo. En ningún lugar quedará mejor que donde tú quieras ponerlo.
Sonrió. Por primera vez no era aquella sonrisa inaccesible, sino otra mucho más cálida y próxima. Me quedé a la espera, dejándole toda la iniciativa. En realidad la iniciativa era suya desde que había cruzado el Fez hasta mi mesa y me había reprendido por invitarla. Sybil se alisó el vestido, que no necesitaba ser alisado, y propuso:
—¿Entramos?
La carta era prolija, como correspondía a un restaurante oriental. Entre todo lo que en ella se ofrecía, seleccioné un par de platos que me eran familiares. Sybil pidió otros dos cuyo nombre yo nunca antes había oído.
—Aunque a primera vista no lo parezca, éste es uno de los mejores restaurantes chinos de Manhattan —aseveró, con ese aire de habilidad que adoptan muchos estadounidenses al establecer o referirse a una clasificación de algo.
—Pues no es nada caro.
—Desde luego que no lo es. Pagaremos a medias, y no me gusta dar por sentado que la gente con la que salgo tiene dinero para afrontar la cuenta de un restaurante caro.
—¿Tú sí lo tienes?
Sybil se echó hacia atrás y me observó con cautela.
—¿Tratas de averiguar si has salido a cenar con una rica? —sospechó.
—No creo que seas rica. Las ricas no trabajan ni madrugan.
—La verdad es que los arquitectos, o al menos los arquitectos como yo, no estamos bien remunerados. Desde luego, no podría cenar en un restaurante caro todas las noches.
Nos trajeron nuestros respectivos pedidos. No olían mal, y dentro de lo que puede dar de sí un guiso chino, mi plato estaba bastante sabroso.
—Y tú, ¿de dónde sacas el dinero? —interrogó Sybil, sinuosa.
—Tengo una reserva. Digamos que es una especie de herencia.
—Caramba, qué suerte —se admiró, mientras masticaba un bocado de pollo y bambú.
—No creas. Se me está agotando. Me temo que pronto volveré a trabajar.
—Así que tienes una profesión.
—No sé si llega a tanto. Mi trabajo de antes consistía en colocar los fondos de otros y llevarme una pizca de las ganancias, por las molestias. No lo añoro, pero tampoco he aprendido otra cosa de provecho. Así que tendré que hacerlo otra vez.
—Dejará de sobrarte el tiempo para seguir a las mujeres por ahí —lamentó.
—Nunca había seguido a nadie, hasta ahora.
Sybil puso sus cubiertos sobre el plato y cruzó las manos ante sí. Quise enfrentar su escrutinio, como si no tuviera nada de que avergonzarme, y habría jurado que no lo tenía, pero algo me despojó del ánimo. Estuvo así, juzgándome, hasta que consideró que me había incomodado lo suficiente. Entonces dejó flotar en el aire su duda:
—¿Y por qué yo?
—¿Tanto te extraña?
—Nueva York es muy grande —explicó—. Hay miles de mujeres mucho más seductoras: modelos, actrices, directoras ejecutivas. Mujeres con cara de ángel, cuerpos de cine, implantadas y sin implantar. A veces, incluso, puedes encontrarlo todo junto en la misma. Yo no voy a ningún gimnasio, no soy alta y tampoco me he implantado nada. Sólo un bizco se fijaría en alguien como yo.
—Depende de lo que te interese. No soy tan elemental —me opuse.
—¿Y qué te interesó de mí?
—Quizá no deba decirlo abiertamente.
—Por favor —suplicó, inclinando la cabeza. Al hacerlo un mechón de cabello le cayó sobre la frente. No lo apartó de ahí. Aquella guedeja suelta le daba un aire descuidado y tentador.
—De acuerdo. Para empezar —alegué, cuidadosamente—, eres rubia y tienes los ojos azules. Desde que llegué a Nueva York a las rubias de ojos azules, esas mujeres que son un símbolo del sueño americano, sólo las he visto desde lejos, como si fueran algo que no se pudiera alcanzar. En segundo lugar no estás bronceada; odio a las mujeres bronceadas, aunque casi todas quieran estarlo. En tercer lugar no eres fuerte ni grande; tampoco me atraen esas mujeres enormes y con músculos que hay ahora. Por último, y esto es lo más importante, me gusta cómo miras al frente cuando estás sola, pensando, en la calle o en el metro. La mayoría de la gente, cuando está sola y piensa, parece atemorizada. A ti se te ve en paz, como si supieras algo que los otros no saben.
Sybil sonrió en silencio.
—Acabas de inventarlo todo, ahora mismo —apostó.
—No he inventado nada.
—Va a resultar que Dalia tiene razón.
—¿Dalia?
—Anteayer, cuando salimos del Fez, me dijo que tenías cara de farsante.
—¿Por qué has querido citarte conmigo esta noche, entonces?
Vaciló un instante antes de responder, y entonces me percaté de que ella sí estaba procurándose una mentira; quizá no una mentira entera, aunque eso diese lo mismo.
—No sé —dijo—. Por curiosidad. Compraste el libro que yo estaba leyendo y lo leíste. Nadie había hecho antes algo así por mí. Aunque no significara nada, me halagó, porque era un gesto minucioso y sentimental. Luego se me ocurrió que también podía ser el gesto de un psicópata, pero no me pareció que fueras un psicópata.
—Gracias. De todos modos, es asombroso que no hayas tomado más precauciones.
—¿Por qué es asombroso? Quizá no sepas lo suficiente de mí. Quizá seas tú el que debería prevenirse —advirtió, misteriosa.
Al final de la cena, y a cambio de los pocos dólares de la cuenta, uno de los empleados del restaurante dejó sobre nuestra mesa un plato con los consabidos pastelillos de la suerte. Sybil se apoderó de los dos y los partió sin contemplaciones. Desenrolló sucesivamente los dos mensajes, los comparó y se deshizo de uno, rompiéndolo en muchos trozos. El otro se lo guardó en la chaqueta.
—Esta es tu suerte para esta noche —decretó.
—¿No me dejas verlo?
—Claro que no. Te la estropearías. ¿Nos vamos?
Bajamos por Amsterdam Avenue hasta Broadway, y seguimos ésta hasta la intersección con Columbus, a la altura del Lincoln Center. La noche era como la había previsto. Y aunque Sybil dictara su curso y yo sólo pudiera ir tras ella, resultaba desproporcionadamente placentero, como una estratagema impune y triunfal, recorrer junto a la nieta de Dalmau aquellas avenidas iluminadas. Al llegar a la 63 cruzamos hasta el minúsculo Dante Park. El Iridium estaba al otro lado, en los bajos de una fachada que hacía esquina con Broadway. Era un establecimiento de decoración modernista, con dos plantas, una en superficie y otra subterránea. Arriba había un bar con decenas de aparatos de televisión en los que podían verse series, noticiarios, y hasta los exasperantes pronósticos meteorológicos del Weather Channel. Abajo era donde tenían lugar las actuaciones.
—¿Te gusta Sarah Vaughan? —preguntó Sybil, según bajábamos por las escaleras.
—A todo el mundo le gusta Sarah Vaughan.
—A la mujer que actúa esta noche se la considera la Sarah Vaughan blanca —me ilustró, ostentando de nuevo una certeza inequívocamente estadounidense.
En la sala del piso inferior había una tenue luz anaranjada. Sobre las mesas destellaban las llamas de las velas, encerradas en copas de vidrio azul. Los muebles eran costosos y extravagantes, llenos de ojivas asimétricas y líneas curvas. Gracias a la anticipación de Sybil, teníamos una reserva. De otro modo no habríamos podido acomodarnos en la sala repleta de gente. Nos condujeron a una mesa y nos ofrecieron la carta.
—Yo no necesito mirarla —la rechazó ella—. De comer tomaré un baked Alaska y para beber un iced scorpion.
—Lo mismo —la secundé.
El baked Alaska era un monstruoso dulce de helado y merengue, del que sólo habría podido dar debida cuenta un comedor infatigable. El iced scorpion hacía justicia a su intimidatorio nombre. Sybil se enfrentó a ambos sin pestañear. Mientras paladeaba el merengue, hizo un calculado comentario:
—Debe haber una razón poderosa, para que alguien venga desde Madrid a gastarse su herencia en Manhattan.
—Casi nunca hay razones poderosas —la defraudé—. Además, no vivo en Manhattan, sino en Brooklyn.
—¿Y no echas de menos tu país?
—Como todos los expatriados. Lo que no significa que arda en deseos de volver. Puede que a los países se los quiera mejor desde lejos —observé, acordándome de Dalmau.
—Así que lo quieres, después de todo.
—Y cómo no. Es la sangre española la que me impulsa, lo mismo cuando reniego de mis compatriotas que cuando me atrae algo extranjero, como esta ciudad. O como tú.
—¿Es un cumplido?
—Para qué fingir, a estas alturas.
—Nueva York está lleno de extranjeros —apreció, esquivando mi insinuación—, y a todos les atrae la ciudad, de una manera o de otra. Pero todos se enorgullecen de los suyos, incluso forman asociaciones y hacen desfiles. Ninguno suele renegar de sus compatriotas.
—Tampoco yo los maldigo siempre.
—¿Y cuándo sí?
—Cuando los veo aceptar los abusos —improvisé, por simplificar—, los que sufren y los que cometen, como si no tuvieran alma. En mi país ha habido siempre una especie de incertidumbre entre el heroísmo y la siesta. Ahora lleva ventaja la siesta.
—Y tú querías ser un héroe —apuntó, mordaz.
—Yo era como cualquiera, un cobarde. Pero nunca he dormido siesta.
—Aquí no existe ninguna de esas cosas —observó, fríamente—. Esto es América. Adelanta a tu vecino en la autopista y haz más dinero que él. Así de simple. Sin heroísmo ni siestas. Me temo que éste no es el mejor lugar para alguien como tú.
—El hecho es que tampoco intento integrarme aquí —aclaré—. Sólo miro el paisaje, y es un buen lugar para mirar. Quizá vine nada más para eso, para mirar desde lejos.
—Puedo creerlo. Se te da bien mirar, Hugo Moncada.
—Y a ti se te da bien decir mi nombre. ¿Hablas español? —pregunté, en mi idioma.
—Muy poco —contestó, en el suyo—. Lo estudié apenas un par de semestres, cuando estaba en la escuela secundaria.
—¿Y dónde leíste acerca del cielo de Madrid?
Sybil adoptó una expresión reticente. Tardó un segundo en responder:
—¿Por qué tendría que haberlo leído?
—Bueno —balbuceé—, si no lo leíste, debió contártelo alguien.
Entonces ella se rio. Fue una risa delgada y breve, como un cristal quebrado. Después de gastarla, pero todavía divertida, se aclaró la voz y me contempló con aire maligno. Una vez más, Sybil gozaba desorientándome.
—Es un secreto —me amonestó—. No me preguntes por mis secretos y yo haré como si creyera que eres sólo lo que aparentas, un chiflado que andaba tras de mí porque sí, o por esas cosas que dijiste antes. Déjame ser una tonta americana rubia. Es más agradable que jugar a contarte la verdad, por ahora.
Habría querido formular alguna queja, pero sólo se me ocurrieron frases inoportunas o confusas y comprendí que no me quedaba más alternativa que obedecer. Me quedé allí, callado, mientras ella tomaba su iced scorpion con sorbos largos y abstraídos.
Al fin salió al escenario la pianista que actuaba aquella noche, acompañada de sus músicos. Era una mujer físicamente semejante a Sybil, escueta de cuerpo y con una melena rubia muy clara que se destacaba en la distancia sobre sus ropas, de un luto riguroso. Cuando se puso a tocar, la cabellera partida a ambos lados de la frente se le desordenó rápidamente, hasta ocultar en parte sus rasgos. Como anunciara Sybil, tenía voz de negra, y Sarah Vaughan no era un término inadecuado de comparación.
Una tras otra se fueron sucediendo las piezas, en su mayoría títulos célebres de Cole Porter, Charlie Parker o Ellington. La mujer que se parecía a Sybil se entregaba de tal modo a la interpretación, tanto al piano como al micrófono, que al cabo de unas cuantas canciones estaba sudorosa y con las mejillas encendidas. En el instante culminante de la actuación le tocó el turno a There Are Such Things, una vieja canción de Sarah Vaughan, a quien la intérprete debía haberse resignado ya a imitar, en mayor o menor medida. Era una melodía algo cursi, y una letra de vanas esperanzas compuesta para animar a los soldados y a sus novias en tiempos de guerra y separaciones inciertas. A fuerza de dejarse en ella la garganta, no obstante, aquella mujer de aspecto frágil consiguió elevarla hasta alturas impredecibles. Con toda la piel erizada la escuché cantar:
So have a little faith and trust
in what tomorrow brings,
you’ll reach a star
because there are such things.
Cuando la cantante enmudeció, exhausta por el esfuerzo, me volví hacia Sybil. Ella también se había vuelto en mi dirección y me observaba. Como yo, estaba conmovida por la emoción y la belleza que había creado la otra, su gemela de la voz de negra. Se había quitado la chaqueta y sus pálidos hombros desnudos brillaban en la semioscuridad que reinaba en la sala. Se inclinó sobre la mesa y se aproximó a mí. Pude olerla, el aroma de ella y no el del perfume que se había puesto encima. Era un olor templado, como incienso. Imponiéndose a duras penas sobre los aplausos, gritó:
—Ya ves. Todo es cuestión de fe.
—Como diría el gran Meaulnes.
—Como diría el capitán don Hugo de Moncada, que dio la vida por su barco —enmendó, clavando en mí sus ojos, tan americanos y azules.
La mujer blanca que cantaba como Sarah Vaughan y sus músicos ejecutaron todavía cinco o seis composiciones más. Mientras les escuchábamos, acaso por descuido, la mano de Sybil rozó mi mano, y de ahí no pasó, porque sabía reservarse. Sin embargo, cuando al salir del Iridium me ofrecí a acompañarla hasta su casa, ella consintió. Fuimos por Columbus Avenue, el camino más recto, sólo doce manzanas. Las aceras estaban desiertas y apenas había tráfico. En ese momento se juntaron en mi cerebro dos sensaciones acuciantes. La primera era que el tiempo se terminaba, que en unos pocos minutos llegaríamos ante su portal y que entonces ella iba a despedirse de mí, acaso para siempre. La segunda era que ya había vivido aquello con anterioridad. Escarbé en mi memoria y no tardé en averiguar cuándo. Había sido diez meses atrás, en Madrid, mientras dormía.
—No vas a creerlo —le dije a Sybil, sin poder contenerme—, o peor, creerás que es una especie de truco idiota. Yo he soñado esto.
—¿El qué? —inquirió, sorprendida por mi exaltación.
—Esto. La noche, la ciudad, los edificios. Los maniquíes de ese escaparate. Tú, o alguien como tú. Fue antes de haber estado nunca en Nueva York. Sólo había una diferencia: hacía frío y a la mujer del sueño la abrazaba, mientras caminábamos.
—Un sueño —murmuró, perpleja.
Y estuvo así, pensativa, durante unos segundos interminables. No fui capaz, aún hoy no soy capaz de desentrañar lo que la movió entonces; si quiso tener fe, si lo hizo para probarme, o si sólo interpretó que aquello formaba parte del juego y quiso jugar a él hasta las últimas consecuencias. Lentamente, se cogió los hombros y declaró:
—Ahora que lo dices, también esta noche hace frío.
La miré y no me atreví. Me quedé quieto ante ella, resistiéndome a creer que el sueño pudiera repetirse y que ella pudiera ser como la mujer que me había enseñado la infinita noche de Nueva York, antes de que yo atravesara el océano. Sybil exigió, impaciente:
—Vamos. Nunca había ayudado a reconstruir un sueño.
Era imperiosa y propicia, tal y como la había deseado, incluso antes de conocerla. La abracé. Su cuerpo estaba tibio, y era tan delicado que casi daba miedo apretarla. Echamos a andar y nuestros pasos se acompasaron en seguida. No debió ser más de un cuarto de hora, pero duró lo que quise, porque ella era el sueño y, como la otra vez, tenía el poder inaudito de alargar los instantes. Estuvimos solos allí, sin cambiar palabra, hasta que todo fue idéntico y perfecto. Luego la dejé en su portal, y no hubo promesas, pero no tuve necesidad de pedirlas. Antes de separarnos, la nieta de Dalmau puso en mi mano un papel diminuto, el que había sacado del pastelillo de la suerte, en el restaurante. Cuando ella hubo desaparecido, leí el mensaje que traía impreso. Rezaba, lacónico e inverosímil:
Se te otorgará lo que esperas.