Esa noche, víctima del insomnio, recordé que antes de seguirla había temido que ella me tentara y no estuviera a mi alcance (o sí lo estuviera, tanto daba) y que después, cuando todo se hubiera consumido, me hiciera arrastrar durante algunos días un resquemor que terminaría por disolverse entre los demás actos a medias que almacenaba mi memoria. Eso era, en mi vaticinio, lo máximo que aquella mujer podía depararme. Ni por un momento había imaginado que las cosas iban a apartarse tanto de mi predicción.
Quizá nada habría valido lo mismo si Sybil no hubiera sido antes que nada un nombre escrito al dorso de un sobre, y luego una criatura imaginada sobre la pista casi perdida de Dalmau y luego una mujer lejana a la que aceché bajo la lluvia cuando ya me había resignado a no encontrar nada en Nueva York. Si no hubiera sido todo eso, si sólo hubiera sido alguien que me hubieran presentado en un apartamento o en un café, acaso no habría podido ocurrir el hechizo. En cualquiera de esas otras ocasiones posibles habría hablado con ella antes de tener oportunidad de descubrir su silencio, y hasta la habría tocado (aunque sólo hubiera sido uno de esos contactos neutros que la urbanidad permite o aconseja) antes de haber podido construir en mi interior el deseo de tocarla. Desde mi último amor adolescente, que había sido Marta, o para ser más exactos la Marta del principio, sólo había conocido mujeres por procedimientos convencionales. Algunas de aquellas mujeres me habían gustado durante un par de días y algunas otras durante un par de semanas, pero por ninguna habría ido a rodar como un perro por los parques ni habría sacrificado un solo segundo de sueño. Y sobre todo, por ninguna de ellas había sentido el viejo dolor ni el impulso de cometer actos irrazonables. Por Sybil, después de aquella noche en que el dolor vino inopinadamente a dejarse recobrar, no sólo sentí el impulso, sino que también me vi obligado a obedecerlo.
Por eso fui el día siguiente al restaurante de comida rápida de Liberty Street, a las doce y media en punto, y me senté con mi ejemplar de Le Grand Meaulnes y una doble hamburguesa no en un rincón, sino donde cualquiera pudiera verme. Por eso cuando Sybil entró en el restaurante, con la iraní y el hombre joven de la melena peinada a un lado, me quedé mirándolos por encima del libro, mientras masticaba sin prisa un revoltijo de pan, pepinillos y carne picada, y seguí haciéndolo cuando vinieron con sus bandejas a sentarse en una mesa próxima a la mía. En un instante de debilidad pude creer que Sybil trataría de evitarme y les guiaría hacia otra parte del restaurante, pero di en apostar que mi presencia no les privaría de sentarse donde solían y tuve buen cuidado de instalarme en las inmediaciones.
Ella me vio casi en seguida, mientras hacía cola ante el mostrador. No era difícil que llamara su atención porque yo, que ya no disimulaba, la contemplaba sin recato. El tiempo volvía a ser soleado y Sybil había escogido por primera vez desde que la conocía una falda, lo que me permitía acceder al secreto hasta entonces bien guardado de sus piernas. Otro cambio que suscitaba mi interés era la sustitución de la blusa por un suéter de hechura ajustada que marcaba sus formas sucintas. Mi admiración, descarada y persistente, no parecía ofenderla. Mientras esperaba a que la sirvieran, y después, ya sentada a la mesa, siguió hablando con sus compañeros como si nada la estorbase, aunque tampoco afectó no haberse dado cuenta de que yo estaba allí. De vez en cuando nuestras miradas se cruzaban y Sybil no retiraba la suya inmediatamente, sino cuando la conversación de su mesa la reclamaba de nuevo, sin brusquedad. Pronto comprobé, por cómo se fijaba en la cubierta, que también había averiguado el título del libro que yo leía.
Como el día anterior, era el hombre quien llevaba el peso de la plática, pero en esta ocasión, a diferencia de la víspera, yo podía escucharle.
—Y entonces —relataba, con suficiencia—, pongo en marcha el contestador y allí me aparece otra vez el muy capullo, soltando un discurso interminable sobre lo interesados que están en mí y sobre cómo debo insistirles en mi magnífica cualificación. Tendríais que escucharle, empalmando de cualquier manera conceptos que obviamente ignora y que debe haber oído a sus clientes cuando le explicaron el perfil del puesto.
—Los cazatalentos no saben nada, por definición —apuntó Sybil, con sorna—. Si supieran algo los cazarían a ellos.
—Pero lo mejor viene al final, quiero decir al final de la cinta, porque si no se hubiera terminado no habría parado todavía. Cuando el tipo ve que ya no tiene nada más que decir, empieza a largarme consignas, a cual más delirante. No os imagináis. Ve por ellos, tigre. Y cosas por el estilo.
—Le tienes entusiasmado, muchacho —constató Sybil, zumbona—. El empleo es tuyo.
—No es él quien tiene que entusiasmarse.
—No te preocupes —intervino la iraní, que hablaba un inglés lento y aterciopelado—. Estoy segura de que los otros se entusiasmarán igual cuando te vean. Ya me extrañaría que hubiera otro candidato tan brillante.
—¿Por qué me suena como si te burlaras? —se revolvió el hombre, súbitamente susceptible.
La iraní le observó con insolencia.
—Tú sabrás —dijo.
—Vamos, Dalia, no le pinches —medió Sybil—. También tú estarías nerviosa si tuvieras una entrevista tan importante esta tarde.
—Estoy nerviosa. Como no ande listo esta tarde, tendremos que seguir soportando nosotras su ilimitado amor a sí mismo.
—¿A qué viene eso? —se revolvió el hombre, irritado—. No sospechaba que la envidia te pudiera volver tan mezquina.
—Nunca podría tenerte envidia, Pete, ni aunque me esforzara. Aunque no me exhibo tanto como tú, sé hacer todo lo que tú sabes hacer y muchas otras cosas con las que ni siquiera has soñado todavía. Dentro de algunos años comprenderás a qué me refiero, quizá.
—Muchas veces se me ocurre que deberían revisarse profundamente las leyes de inmigración de este país —opinó Pete, con rencor—. Sin ir más lejos, habría sido interesante que no consideraran que tu padre era un perseguido político. Habría podido verse si eras igual de presuntuosa debajo de un velo y haciendo sólo lo que te mandaran.
—Una reflexión inteligente —asintió Dalia—. Propia del americano medio. Quizá por eso vuestras autoridades se preocupan de que entre algún aire fresco de fuera de vez en cuando.
—Ya está bien, ¿no os parece? —se interpuso Sybil, con firmeza. Durante el combate que habían sostenido los otros dos se había quedado en segundo plano, observándome. Habríase dicho que se complacía en poseer la clave de aquella enemistad y en ostentar ese conocimiento ante mí, que carecía de él y asistía a la refriega sin acabar de entender lo que estaba sucediendo. Sus compañeros adquirían así una condición puramente instrumental, como si sólo fueran juguetes cuyo funcionamiento me mostraba para distraerme. Era por dejar bien claro su ascendiente sobre ellos, supuse, por lo que interrumpía ahora la disputa.
—Un caso notable, tu cazatalentos —se dirigió a Pete, reanudando sin más la conversación en el punto donde había quedado antes del incidente—. Siempre me ha llamado la atención que haya personas que dependan tanto de lo que hacen otras personas, como tu amigo, o los representantes, o los entrenadores de gimnastas. Debe ser horrible que tu suerte se juegue siempre con dados que no están tus manos.
—No creo que ellos piensen eso, y en algún caso es posible que no anden descaminados —sugirió Dalia, no sin intención.
—Siempre se acaba perdiendo el control —la rebatió Sybil—. Por eso me resulta incomprensible que algunos pongan tanto interés en las vidas ajenas.
Ni Pete ni Dalia replicaron, pero no era a ellos a quienes Sybil destinaba su juicio. Mientras lo formulaba mantuvo el rostro vuelto hacia donde yo estaba, y en sus facciones no había emoción alguna, sólo una sonrisa quieta y desafiante. Como la víspera, en el vagón de metro detenido en la estación de Times Square, su aplomo me desconcertó. Sin otro recurso, me aferré al libro que alzaba como una barricada entre ambos, olvidando que era por ella por quien las aventuras de Meaulnes ocupaban mis manos y que levantarlas de esa forma podía interpretarse como un signo de flaqueza.
Tal vez por eso aquella misma tarde, cuando salió de la oficina, caí en la ignominia de volver a seguirla como la tarde anterior, clandestinamente. Iba otra vez con Dalia, pero en esta ocasión, en vez de remontar West Broadway, fueron a coger el metro en Wall Street. Desde el vagón contiguo, al que subí para mayor seguridad, las vi abandonar el tren en la estación de Bleecker Street, en el borde occidental del East Village. Aguanté hasta poco antes de que las puertas se cerraran y fui tras ellas hasta lo que resultó ser su destino: el Fez, una especie de cafetín árabe en Lafayette Street. Cuando desaparecieron dentro de él, me detuve un instante a ordenar mis ideas. En realidad, habría preferido que Sybil estuviera sola, pero también había que considerar que un lugar como aquél no dejaba de ofrecer sus ventajas. Entre otras, la oscuridad que preví desde fuera y corroboré al entrar en la especie de trastienda donde se hallaba el cafetín propiamente dicho. No había ventanas, sólo una imitación a base de cortinas, falsos huecos y alféizares fingidos en las paredes. Los clientes se repartían en mesas exiguas, apenas aptas para acoger a un par de personas cada una. Sybil y Dalia habían conseguido una de aquellas mesas y justo cuando yo llegué estaba desocupándose otra. Aproveché para pedir con rapidez una cerveza y preguntarle a la escéptica camarera (las camareras son a menudo escépticas, en Nueva York como en otros lugares):
—¿Han pagado en aquella mesa?
—Todavía no —dijo la camarera, con tono aburrido.
—Cóbrelo todo de aquí —y le tendí cincuenta dólares.
—Claro —aprobó, sin cambiar de entonación.
Me senté en el sitio que había quedado vacío. Para entonces Sybil ya se había percatado de mi entrada y volvía a haber en su semblante la misma sonrisa impávida del mediodía. Dalia hablaba y ella hacía como si atendiera, aunque resultaba ostensible que su mente no estaba en lo que la otra pudiera decirle. De pronto, el que ella me vigilase como yo la vigilaba a ella me alarmó. Por primera vez se me ocurrió que podía pasar que se cansase o se asustara, reacciones ambas de todo punto justificables ante mi estrafalario comportamiento, y organizara un escándalo o avisara a la policía. Era lo que cualquiera habría debido prever, y sin embargo nada en su actitud auguraba una salida de ese cariz. Más bien se mantenía a la espera, como si me estuviera sometiendo a una especie de prueba que sólo podía reputarse temeraria. Ninguna mujer juiciosa de Nueva York se habría arriesgado a descubrir cuando fuera demasiado tarde lo que podía pretender un desconocido que demostraba una afición tan extraña y pertinaz por su persona y costumbres.
Estuvieron allí durante cerca de una hora, cuya longitud entretuve en una insoluble cavilación acerca de la pertinencia o inoportunidad de levantarme y abordarlas. Al final me retuvo la iraní, quien por lo visto con Pete, y aunque el asunto no fuera con ella, habría dado en despreciarme y podía desempeñarse de forma más áspera de lo que me convenía. Si hubiera tenido que juzgar sólo por Sybil, por el contrario, habría sacado la conclusión de que algo semejante era lo que se esperaba que hiciera. Incluso podía ir más allá: a medida que transcurrían los minutos sin que mi decisión llegara a formarse, me dio la impresión de que mi pasividad la defraudaba.
A pesar de todo, dejé pasar el tiempo hasta que pidieron la cuenta, con la subrepticia esperanza, sospeché después, de que los acontecimientos escaparan a mis designios. Cuando la camarera les dijo que todo estaba pagado y les señaló en mi dirección, Dalia me miró con reproche y Sybil no dio muestras de inmutarse. Tras un corto intercambio de pareceres, en el que su amiga ofreció perceptibles reservas, Sybil se separó de ella y vino sin prisa hacia mí. Viéndola acercarse, y derribar así todo el furtivo aparato de los últimos dos días, se me aceleró el pulso como hacía años que no me lo aceleraba nadie. No era sólo su forma de moverse y de caminar, o el hecho de tenerla por primera vez enteramente de frente. Con mi irregular conducta le había otorgado un poder que nadie había tenido sobre mí desde que había dejado de ser un muchacho, y ahora estaba expuesto al uso o abuso que a ella se le antojara hacer de aquella prerrogativa.
—Puedo sentarme, supongo —dijo, sirviéndose de la silla que había frente a mí.
—Sería muy extraño que me negase —admití, milagrosamente sin trabarme.
—No eres de Nueva York.
—No. De Madrid.
—Madrid —y dejó un silencio evocador—. ¿Es verdad que el cielo de Madrid es más azul que el de ninguna otra ciudad? —preguntó, como si se acordase de pronto y tuviera prisa por despejar la duda.
—Lo era. ¿De dónde sabe una americana acerca del cielo de Madrid?
—No todos los americanos lo ignoran todo del resto del mundo.
—No quería decir eso. El color del cielo es un detalle muy particular.
—¿Por qué has pagado lo que bebíamos mi amiga y yo?
—Habría preferido hacer algo más ingenioso. Pero no conseguía que se me ocurriera nada. Tu amiga me intimida.
Sybil meneó la cabeza, riéndose. Yo estaba atento a la actividad de sus dedos, con los que tamborileaba sobre la mesa. Eran finos y huesudos y llevaba las uñas no muy largas, pintadas con un esmalte naranja pálido. No había anillos ni sortijas en ellos.
—No necesitamos que nos paguen la bebida —informó, amablemente—. Ganamos un sueldo, que al menos es suficiente para costear las cervezas que tomamos. Dalia quería que la camarera te devolviera el dinero, y la camarera lo haría. Pero la he convencido de darle otra solución al asunto. Te invitaremos nosotras. Pide lo que quieras, cuando te acabes eso.
—Lo haré, gracias.
Sybil señaló mi ejemplar de Le Grand Meaulnes, que descansaba sobre la mesa.
—¿Te gusta el libro? —se interesó, como si fuera algo suyo. Y lo era, en cierto modo.
—Me gustan las obras de quienes murieron jóvenes y un poco inexpertos. En realidad, habría que huir siempre de la experiencia.
—¿Qué tiene de malo la experiencia?
—Nada, si no hay otra cosa con la que consolarse. Pero es mejor tener el corazón limpio.
—Ya veo —reflexionó—. ¿Y hasta cuándo está limpio el corazón, según tú?
—Mientras uno no recuerda nada que no pueda recuperar. Esa es la prueba definitiva.
—Nadie puede superar esa prueba —apreció Sybil, incrédula.
—Yo he podido, en otro tiempo.
—Debe engañarte la memoria.
—Puede. Puede que tengas razón y que no haya nadie con el corazón limpio. Yo preferiría creer que sí, a pesar de todo. Lo dice Meaulnes, en alguna parte del penúltimo capítulo: son los que no creen quienes lo echan todo a perder.
La nieta de Dalmau me contempló con simpatía. En sus iris se entrelazaban hebras del color de la niebla y otras del color de aquel cielo que alguna vez había existido en Madrid. Eran pequeños pero profundos, y lo bastante brillantes como para traspasar el aire y traspasarme en la atmósfera tenebrosa y algo cargada del Fez.
—¿Hay algo en lo que yo debería creer ahora, en concreto? —dijo, deteniéndose intencionadamente en cada palabra.
—No lo sé. Hace demasiado tiempo que no estoy en un apuro semejante, si lo he estado alguna vez. A lo peor habías pensado que me dedicaba a esto de forma habitual.
Sybil disfrutó de mi indefensión durante un segundo.
—No lo había pensado —rechazó—. Si lo hubiera pensado no habría venido hasta aquí. Tampoco habría consentido lo de este mediodía. Pero ahora tengo que irme. He venido con Dalia y va a enfadarse si no vuelvo con ella.
—Lástima. Estaba empezando a pasárseme el pánico.
Se puso en pie y se me quedó mirando sin decir nada, como si estuviera debatiendo algo en su interior. Antes de emprender el regreso, me propuso, de improviso:
—Si tienes un papel y algo para escribir, no hará falta que me sigas más. Te doy mi número de teléfono y me llamas algún día. Otra tarde no tiene por qué estar Dalia, desaprobándonos a ambos.
—Ya tengo tu número de teléfono, si puedo confesarlo sin que te enfades.
—No me enfado —decidió, tras una breve vacilación—. Úsalo. Hasta la vista.
Y se fue junto a su amiga, que no dejó de escrutarme hasta que abandonaron el local. Sybil, en cambio, no volvió la vista ni una sola vez. Se marchó como se marchan las muchachas a las que uno quiere en los sueños, dejando tras de sí una impresión difusa que el soñador nunca adivina si es presentimiento de la melancolía que sufrirá cuando despierte sin que la muchacha haya reaparecido, o anuncio de la alegría no imposible de conquistarla (a veces, no muchas, las muchachas de los sueños son sedentarias y complacientes).
Aquella noche acepté la invitación de Raúl para irme con él y con Michael a beber tequila a un bar tex-mex que había a una manzana del apartamento del nigeriano. Cuando hubimos tragado el agua de fuego, y antes de que se manifestaran del todo sus demoledores efectos, subimos a casa de Michael para poder derrumbarnos tranquilamente. Hacía algunas semanas que no me embriagaba de aquella forma y di en hablar más de lo habitual. Les conté a Raúl y a Michael algo de mis investigaciones acerca de Dalmau, que había llevado hasta entonces con total discreción. También les dije algo sobre Sybil, algo que debió sonar bastante más preocupante de lo debido, porque Michael se apresuró a aconsejarme:
—No la llames nunca. Esa mujer puede hundirte.
—¿Qué te hace pensar eso?
—Es una profesional. Puedo olerlas a distancia, porque yo también conocí a una profesional, hace algún tiempo. Esas mujeres saben todo lo que quieres y tú no sabes nada de lo que quieren ellas. Por eso no se asustan nunca.
—No sé a qué profesión te refieres —protesté—, pero me parece que es una chica honrada. Trabaja de ocho a cinco y vive en un edificio respetable, en la 75 Oeste.
—La profesión que te digo no tiene nada que ver con eso. Es la profesión de cogerte por lo más blando y apretar hasta que no queda nada, hermano.
—No pierdas el tiempo, Mickey —terció Raúl, con un eructo—. Mi paisano no va a aflojar, porque está enamorado como un imbécil y porque los españoles no tememos el dolor del cuerpo y mucho menos el del alma —y dirigiéndose a mí, agregó—: Disfruta de la chica, mientras dure, y olvídate de su abuelo. Si te vale mi opinión, ni se lo menciones a ella. Desde que estoy en esta ciudad donde hace tanto puto frío en invierno y tanto puto calor en verano, hay una regla que he aprendido a obedecer por encima de cualquier otra: muévete lo menos posible y nunca vayas donde no te llaman.
—Lo lamentará de todas formas —insistió sombríamente Michael, que era un africano fatalista.
En medio de aquel sopor alcohólico, me quedé rumiando la advertencia de Raúl y los aciagos auspicios de Michael. A aquellas alturas, ya casi no tenía intención de ir tras Dalmau, pero estaba rendido a su nieta y lo que menos me importaba era que pudiera lamentarlo. Ni siquiera —juré, borracho perdido— me importaba que Michael terminase de tener razón y ella apretase hasta que no quedara nada. Nada de qué, a fin de cuentas.