2. Acecho bajo la lluvia

El lunes siguiente la aguardé ya en Columbus Avenue, donde podía pasar más desapercibido. En contraste con las precedentes, la mañana amaneció plomiza y lluviosa, lo que no facilitaba mucho mis intenciones, aunque me proporcionaba el parapeto del paraguas para salir del paso en alguna situación comprometida. Ella no llevaba paraguas, sino uno de esos engorrosos impermeables transparentes que sólo protegen de la lluvia. Debajo del plástico iba vestida como la vez anterior, con la sola excepción de la blusa, reemplazada por otra del mismo estilo. Le di una ventaja prudencial y salí tras ella. Bajó por Columbus hasta la 72 y una vez allí torció hacia el parque. Presumí que cogería el metro, y no erré.

En la estación cruzó sin detenerse la zona de las taquillas. Dejó caer en uno de los torniquetes su token, que llevaba a punto en la mano, y se dirigió al andén. Allí me situé unos pocos pasos por detrás de ella, confundido entre la gente. Su tren tardó en venir pero Sybil no parecía nerviosa, al contrario que muchos otros a nuestro alrededor, que debían ir ya con la hora ajustada. Al fin subimos a un convoy de la línea C. Venía desde el Bronx y Harlem y atravesaba Chelsea y el Soho hasta Tribeca. Luego seguía a Brooklyn, pero me atreví a dudar que para entonces Sybil continuase dentro de él. Aunque el vagón iba bastante lleno, ella consiguió sentarse pronto. Yo ni siquiera lo intenté; prefería quedarme cerca de una puerta para bajar sin contratiempos cuando ella lo hiciera. En cuanto se hubo acomodado en el asiento, sacó de su bolso un libro y lo abrió por donde le indicaba un marcador, aproximadamente la mitad. Con algún esfuerzo, pude distinguir el título y el nombre del autor: Le Grand Meaulnes, de Alain Fournier. Lo había leído hacía veinte años, y apenas recordaba que era una historia misteriosa sobre las emociones de la adolescencia. También recordaba que su autor había muerto muy joven, en alguna de las cochambrosas batallas de la Primera Guerra Mundial. Sybil pasaba sus páginas a gran velocidad, completamente concentrada en el relato y aislada del ambiente populoso del vagón.

No levantó la vista del libro hasta la estación de Canal Street, cuando el conductor la anunció por los altavoces. Nueve meses después, a mí me seguía costando trabajo entender a los conductores del metro. Había llegado a averiguar que cuando decían Stand querían decir Stand clear, que a su vez era abreviatura de la orden completa, Stand clear of the closing doors; pero entre el acento que tenían y la deformación que imprimían a sus palabras los altavoces, pasaba enormes apuros para descifrar otros mensajes menos repetitivos. Había quien decía que no era que los altavoces les deformaran la voz, sino que la tenían así. En todo caso, Sybil no debía padecer mis limitaciones. Apenas oyó el aviso, guardó el libro en el bolso y se preparó para bajar.

En Canal Street transbordamos a la línea E, que seguía un par de estaciones más hasta terminar en el World Trade Center. Aquí Sybil ya no pudo sentarse y tampoco se esforzó demasiado por lograrlo. Cuando llegamos al final de la línea el tren se vació tumultuosamente, como correspondía a la hora y al lugar. Los oficinistas entre los que caminábamos tenían prisa por alcanzar los ascensores de su torre respectiva y hacerle saber cuanto antes al ordenador central de la empresa para la que trabajaban que ya se hallaban a su disposición. Para ello, dependiendo de los casos, debían encender su ordenador personal o les bastaba con atravesar el arco invisible que a la entrada de la oficina activaba el microcircuito electrónico de su tarjeta de identificación. A juzgar por el ritmo de su marcha, que no era tan apresurado, Sybil no llevaba una tarjeta con microcircuito electrónico, o no se cuidaba especialmente de las horas que le apuntaba o dejaba de apuntar un ordenador central. Así y todo, se dejó arrastrar por aquella hueste y tras un buen trecho de corredores y escaleras y una breve intemperie nos vimos ante una batería de ascensores. No me fue fácil ponerme en situación de subir al mismo ascensor al que subiera ella, procurando al mismo tiempo no colocarme tan cerca que ella pudiera fijarse en mí. Sin embargo, todas mis precauciones se arruinaron cuando, careciendo del adiestramiento del que disponían los demás, traté de hacerme un hueco en el ascensor en cuestión. Los más avezados, entre ellos Sybil, ganaron todas las plazas próximas a las paredes y yo me quedé en el centro, desconcertado y completamente expuesto.

Durante una fracción de segundo mis ojos se cruzaron con los suyos, y pude apreciar que eran fríos y de un color azul claro, bastante más que los de su madre. Fue un encuentro fugaz al que no me pareció que ella concediera la menor importancia, pero si no tomaba alguna medida el próximo podía resultar menos casual. El único remedio que tenía a mi alcance era darle la espalda, y eso fue lo que resolví hacer. Sintiendo, lo estuvieran o no, clavados en mí sus pequeños ojos impasibles, fui contando los pisos que el ascensor iba dejando atrás. Aunque a medida que subíamos hubiera más sitio, gracias a los que se bajaban, siempre me ganaba otro a la hora de ocupar los espacios que iban quedando libres junto a las paredes. Seguía allí, en medio, cuando oí detrás de mí que ella decía:

Sorry, sir.

Me aparté inmediatamente, sin volver la cara. Dio igual. Al salir ella me la buscó y agradeció con inusitada gentileza mi prontitud:

Thanks so much.

Estábamos en el piso 63. Eché un vistazo al panel de botones. El más alto de los que habían marcado los demás era el correspondiente al piso 72, así que apreté el 73. En el 72 abandonó el ascensor un individuo de traje negro, camisa blanca, corbata granate de fantasía y cabellos engomados. Durante el tramo final de la subida me había venido observando con indisimulable sospecha. Me despedí de él, con corrección:

Have a nice day.

El del traje negro no respondió a mis buenos deseos. Mientras bajaba, todavía resonaban en mis oídos las palabras de Sybil. Recordaba también, sin pararme a sopesar lo poco que convenía a mis planes de sigilo, la dulzura de su semblante al mirarme. Y la complicidad con que había saludado a la recepcionista de la planta. Eso había sido lo último, antes de que volvieran a cerrarse las puertas del ascensor y yo ya no pudiera ver nada más.

Abajo, en el directorio del edificio, me informé de que en el piso 63 había un despacho de arquitectos y una productora de televisión. Mis especulaciones se inclinaron automáticamente por la segunda, pero había una manera rápida de confirmarlas o desmentirlas. Tras las pertinentes averiguaciones, llamé por teléfono a los dos sitios y pregunté por Sybil Fromsett.

Sybil what? —respondieron en la productora.

En el despacho de arquitectos, por el contrario, oí un chasquido en la línea y un segundo después la voz de la propia Sybil.

—Fromsett —dijo, con sequedad.

Por un momento pensé en colgar, pero se me ocurrió algo, sobre la marcha. Hispanizando al máximo mi pronunciación inglesa y adoptando un tono oficial, inventé:

—Buenos días, señora Fromsett. Soy Adrián Valverde. La llamo de la embajada española, en Washington.

—¿La embajada española? —Sybil reaccionó como si una llamada de la embajada española en Washington fuese lo último que esperaba recibir.

—Sí. Disculpe si la interrumpo. ¿Puede atenderme?

—Bueno, no sé. ¿Qué es lo que quiere de mí?

—Estamos haciendo una encuesta entre hijos de españoles residentes en Estados Unidos. Queremos conocer cómo se han integrado en la sociedad americana.

—Debe haber un error —aclaró Sybil, con rapidez—. Mis padres son americanos.

—En nuestros archivos consta una Susan Fromsett, nacida Dalmau, como hija de Manuel Dalmau, emigrado español. ¿No es usted?

—Mi nombre es Sybil, no Susan.

—Ah. ¿Y no tiene nada que ver con esta Susan Fromsett?

—Nada en absoluto —mintió, con seguridad—. Ya le digo que soy americana y que mi familia también lo es.

—Le ruego que nos perdone. Nuestros datos sobre estas personas son incompletos y nos vemos obligados a conseguir sus números de teléfono por procedimientos poco fiables. Al coincidir la inicial nos ha debido despistar.

—No se preocupe. Buenos días.

Y colgó. Me cogió un tanto desprevenido la decisión con que se me había quitado de encima, aunque podía no tener nada de extraño. No era precisamente anormal que a alguien le fastidiara contestar a una encuesta. Supuse que ahora debía aguardar hasta las doce y media o la una, cuando ella bajaría a almorzar. Fui a comprar el periódico y estuve dando una vuelta por el World Financial Center y el puerto de yates contiguo. Era agradable pasear a la orilla del Hudson a aquella hora, y sentirse ocioso al pie de los edificios donde todos trabajaban. La lluvia había cesado de momento, aunque el cielo seguía cubierto y la atmósfera neblinosa. No muy lejos de donde me encontraba salían los transbordadores hacia Nueva Jersey. Nunca antes había considerado la posibilidad de ir allí, pero pensé que me sobraba el tiempo y el billete no era costoso. Subí al barco en compañía de un grupo de turistas japoneses que se hartaron, mientras atravesábamos el río, de hacer fotografías del lado oeste de la isla. Desembarqué al fin en Nueva Jersey, cuyo aspecto en la cercanía era más lóbrego que el que ofrecía a lo lejos, y allí estuve un buen rato contemplando aquella perspectiva para mí inédita de Manhattan, dominada, en primer término, por las dos torres gemelas que se alzaban en la bruma.

A las doce y cuarto estaba de nuevo ante los ascensores, aunque esta vez me preocupé de esconderme debidamente. A las doce y media salió de uno de ellos Sybil, acompañada por otras dos personas. Una de ellas era una bellísima mujer de aspecto árabe o iraní, impecablemente vestida, de larga cabellera negra y labios perfectos pintados de color rojo sangre. El otro era un hombre joven, trajeado y desenvuelto, que no paraba de echarse hacia atrás su media melena peinada a un lado. Les dejé veinte o treinta metros y pude seguirles sin tropiezos hasta un restaurante de comida rápida de Liberty Street. A través de las vidrieras del establecimiento vigilé sus maniobras en el interior. Antes de entrar, esperé a que se sentaran, además de cerciorarme de que habría algún lugar donde pudiera acomodarme y pasar desapercibido. Una vez dentro, pedí una hamburguesa doble con queso y beicon, preparado más bien inmundo a cuya ingesta me entregaba en ocasiones como una forma torcida e inconfesable de placer gástrico, y me fui con ella al rincón que había elegido para espiar a Sybil y a sus compañeros de mesa.

Durante la comida habló sobre todo el hombre. La iraní (terminé por admitir que era demasiado blanca para ser árabe) le escuchaba con una cierta displicencia y sólo Sybil le daba alguna réplica. Al estar demasiado lejos para oír lo que decían, debía quedarme con los gestos. En alguna ocasión Sybil se dirigía a la iraní, y ésta asentía sin tomar nunca las riendas de la conversación. Cuando finalizaron su almuerzo, el hombre se levantó el primero. Sybil retuvo entonces un instante a su compañera y le susurró algo al oído. De pronto, la iraní se echó a reír, y al hacerlo fue más ruidosa de lo que sin duda pretendía. Sybil la cogió cariñosamente por la nuca y la conminó a guardar silencio.

Volvía a llover. Sybil y su amiga hicieron el camino de vuelta hasta las torres bajo el paraguas de la segunda, mientras el hombre, cuya postergación era ya notoria, se mojaba y maldecía. Luego desaparecieron en los ascensores y yo me quedé con otras cuatro horas por delante. Para entretenerme tuve una idea. Me acerqué a una de las librerías del centro comercial próximo. Después de rastrear un poco, di con un ejemplar de Le Grand Meaulnes. Lo compré y me fui a leerlo a un café. Aquella traducción inglesa era sentida y pulcra, bastante más legible que la versión española en que yo había conocido el libro. En aquellas cuatro horas, saltando algunos trozos, pude llegar hasta el final, hasta la hermosa escena en que Augustin Meaulnes regresa para llevarse a su hija y dejar al narrador, que en su ausencia ha concebido la esperanza de que podrá ser un padre adoptivo para la niña, sumido en la soledad y la rendida admiración que siente por su amigo nómada.

Sybil bajó a las cinco y cuarto, acompañada por la iraní. Aunque la lluvia arreciaba, no fueron al metro. Subieron por West Broadway hasta la confluencia con Varick Street. Iban las dos cogidas del brazo, bajo el paraguas que la iraní debía sujetar con fuerza porque no lo movía el aire que venía de frente y que me dificultaba no poco su seguimiento. A nuestro alrededor empezaba a organizarse el atasco de la hora punta. En la tarde gris destellaban con fuerza las luces de freno de los coches que se iban amontonando a lo largo de las calles. Recorrieron Varick entera, hasta West Houston, y una vez en ésta torcieron hasta Hudson Street. Entonces supe a dónde iban. Aquél era uno de los cines en los que ponían películas que no venían de Hollywood, categoría eminentemente marginal en la que quedaban comprendidas el resto de las americanas, las europeas y las de otros lugares exóticos. Sybil y su amiga entraron a ver una película italiana sobre emigrantes albaneses que había tenido cierto éxito en España poco antes de mi partida. Yo no la había visto y me pareció una buena forma de completar la tarde. Cuando pasaba un minuto de la hora en que comenzaba la sesión compré una entrada y me introduje en la sala ya a oscuras.

Aprovechando las secuencias de cielos azules, que iluminaban lo suficiente al público, localicé en seguida a Sybil y a la iraní. Estaban en mitad del patio de butacas y se las veía muy atentas a la proyección. La película me gustó mucho, porque abordaba con la mezcla justa de lirismo y desconfianza la cuestión de las tierras prometidas. Singularmente astuta era la escena en que un puñado de albaneses miraban embobados en un bar un espantoso concurso de la televisión italiana, captado a duras penas en un receptor prehistórico.

A la salida del cine, Sybil y su amiga se despidieron. No lo hicieron efusivamente, sino como si de pronto se hubieran quedado sin razón para estar juntas. La iraní detuvo un taxi y Sybil fue a coger el metro en la estación de Houston Street. Mientras la seguía de nuevo bajo la lluvia, medité por primera vez acerca de lo que estaba haciendo. No sabía apenas quién era aquella mujer, ni tenía en realidad más motivos para ocuparme de ella de los que habría podido tener para ocuparme de cualquier otra. Tampoco tenía derecho a asomarme así a una existencia ajena. Le estaba hurtando a Sybil un conocimiento ilegítimo de sus aficiones y de sus compromisos, de su trato hacia otros y de sus ademanes solitarios; en suma, algo tan íntimo como el método que se había trazado para vadear aquella jornada o incluso la vida. Y no me quedaba ahí, sino que andando tras ella aplicaba en mi provecho sus esfuerzos, empleándolos sin su autorización y sin escrúpulos para relevarme de la carga de decidir mi propio rumbo. En cierto modo, era sorprendente cómo estaba a mi merced, cómo uno podía seleccionar a otro para parasitarle sin su consentimiento. Acaso la forma en que aquella mujer caminaba bajo la lluvia, aterida en su impermeable de plástico, o la ensoñación que había en su rostro mientras esperaba a que cambiara un semáforo, fueran algunas de las imágenes más precisas y desnudas que pudieran obtenerse de su alma. Y allí estaban, a disposición de cualquier desaprensivo. A mi disposición.

En el metro me mantuve algo más apartado de ella que por la mañana. Sybil iba de pie, leyendo su libro. No la vi levantar los ojos de él hasta que entró en el vagón un vendedor de Street News, el periódico de los homeless, o de alguien que hacía negocio a su costa. Era un negro bien parecido, con voz de barítono, que gritaba con prestancia:

—Lean en Street News sobre el ejército secreto del alcalde. Sepan cómo el alcalde pretende limpiar Nueva York. Street News cuenta lo que otros callan. Compren Street News. Ya no pido limosna, señoras y caballeros, esto es un trabajo y ahora lucho por mi dignidad.

Impresionaba la manera en que decía la última palabra, dignity, sin convertir la te en una erre floja como casi todos sus compatriotas. Sybil le observó de arriba abajo, atraída como los demás por la apostura del exmendigo, pero no le compró el periódico. Entonces justo entonces, fue cuando cometí mi error. Distraído por la irrupción de aquel hombre, no reparé en que llegábamos a Times Square, donde era más que presumible que mucha gente se bajase. El vagón se despobló de golpe y desapareció el mar de cabezas tras el que me ocultaba. Antes de que pudiera reaccionar, Sybil me vio. Se me quedó mirando tranquilamente, reconociéndome primero y con curiosidad después, y en todo el tiempo que estuvo así yo no acerté a apartarme de aquellos ojos fijos y apacibles. Me tuvo atrapado cuanto quiso, y me soltó cuando se le antojó. Luego volvió a su libro, con una enigmática sonrisa. Todavía tuve la inconsciencia de seguirla en Columbus Circle, donde bajó para transbordar, pero desistí de subir tras ella al tren que la llevaría de vuelta hasta la calle 72.

Estuve vagando hasta el anochecer por el parque, con el paraguas colgado del brazo, tratando de resolver qué era lo que podía hacer en las nuevas circunstancias. No podía perseguirla más por las calles, pero tampoco podía olvidarme de ella. Esa tarde, empapándome vivo por los senderos de Central Park, que odiaba, comprendí que había sufrido una herida, y no me importó. Hacía años que algo dentro de mí, algo que ya casi había dejado de esperarla, ansiaba la fiera punzada de aquel cuchillo.