Una fría mañana de comienzos de noviembre, después de un desayuno copioso, resolví hacer un viaje sentimental. Bajé del metro en la estación de Canal Street y fui bordeando Chinatown y Little Italy hacia el Lower East. Alguna otra vez había atravesado por allí, pero sólo entonces me percaté de que el aire de la antigua zona de los italianos apenas perduraba en un par de calles. En ellas las trattorie se alineaban casi sin interrupción, con una significativa ansia por hacer patente su adscripción nacional mediante el despliegue de un gran aparato de banderas tricolores. El barrio chino, en cambio, se extendía silenciosamente. Con sus tiendas de comestibles y otros negocios insondables invadía antiguos dominios italianos. Caminé sin prisa por las calles desiertas, entre los almacenes sólo identificados por abstrusos caracteres orientales. De unos salían y en otros entraban camiones desvencijados, llevando y trayendo sus misteriosas mercancías. Sorteando la basura y los escombros, tuve una singular sensación de estar en ninguna parte, acaso en un escenario hecho de despojos de novelas y películas cuyo argumento nadie podría reconstruir.
Justamente era una película lo que me llevaba allí aquella mañana. En el Lower East estaba o había estado el barrio donde se habían instalado los judíos, en su mayoría centroeuropeos, que presagiando con privilegiada lucidez un siglo adverso habían emigrado a los Estados Unidos para esquivarlo. Allí sucedía la niñez de Noodles, el gángster con escrúpulos de Érase una vez en América, y allí regresaba él, treinta años después de perder a todos sus amigos, para cerrar una cuenta de traición y deshonor. Aunque sólo hubieran sido espectros en una pantalla de luces y sombras en movimiento, las calles y los edificios que trataba de recuperar aquella mañana componían un paisaje tan propio como el de los lugares que más había frecuentado en Madrid.
Como suele suceder, me fue difícil hallar entre los restos reales del viejo Lower East el embeleso del decorado cinematográfico. Podía reconocer similitudes en algunas casas: las escaleras que bajaban hasta la acera, los ladrillos negruzcos o los antiquísimos letreros en escritura hebraica que perduraban sobre un par de fachadas. Aún estaban allí las calles, las anchas y las estrechas, que a trozos evocaban aquellas otras más uniformes y bulliciosas de la judería de ficción que atesoraba mi memoria. Algunos comercios, incluso, se llamaban Stein. También vi algunas azoteas que habrían podido pasar por aquéllas en las que Noodles y sus amigos descubrían el sabor del pecado, con una muchacha casquivana cuyos servicios, merced al chantaje, sufragaba de mala gana un policía corrupto.
Pero sobre todos estos vestigios, más desenterrados que evidentes, prevalecía el desolado espectáculo de Delancey Street. Avancé por ella hacia el puente de Williamsburg, cubierto de oleadas de coches que venían hacia el centro. Era una calle inmensa, dejada de la mano de Dios, por la que vagaban los heroinómanos y se apresuraban los escolares tironeados por sus madres. Algunas de éstas, y sus respectivas criaturas, tenían facciones indias y hablaban español. En las intersecciones, jóvenes policías de uniforme azul e insignias de plata bruñida vigilaban con un ojo el tráfico y con otro a quienes pasaban por las aceras. Un hombre de unos cuarenta años, de híspida barba entrecana, se interpuso en mi camino:
—Hey, brotha, gimme a c’ple o’ bucks.
Los neoyorquinos suelen apartarse lo más rápido posible de quienes les abordan en la calle. Las más de las veces son tipos acabados que no pueden dañar a nadie, pero nunca se puede estar seguro de que no lleven bajo el abrigo un puñal o un revólver, ni de cuáles son los estímulos que podrían moverlos a usarlos. De este modo se cumple para el menesteroso la mínima reparación de ser respetado, ya que no termina de cundir el mandato bíblico de amarle y socorrerle (aunque ciertamente no sea por falta de bondad sino de tiempo). Busqué rápidamente en el bolsillo de la cazadora y como no di con ningún billete preferí sortear sin más el obstáculo. La mala conciencia no me hacía perder el juicio hasta el extremo de pararme allí y sacar la cartera.
Otro día, por la tarde, cogí el metro hasta Bowling Green. Me trasladé allí para poner en práctica una sugerencia de Raúl. Desde la boca de metro me acerqué paseando hasta el ameno parquecillo en el que se alza el ahora irrisorio Clinton Castle, cuyos cañones antaño defendieran la isla, y desde ahí fui hasta la terminal del transbordador de Staten Island. En la travesía de ida el barco estaba lleno, pero en la de vuelta, que era la que me interesaba, no me costó hacerme con un buen puesto en la proa. Raúl me había recomendado tomar aquel transbordador porque en él, cuando navegaba desde Staten Island hacia Manhattan, era posible hacerse la ilusión de que se llegaba a Nueva York como habían llegado los antiguos inmigrantes, por mar. Los pasajeros del transbordador no tenían, desde luego, nada que ver con quienes abarrotaban las cubiertas de tercera de aquellos míticos buques transoceánicos. A la ida era gente que venía de trabajar y a la vuelta eran principalmente turistas, para quienes un mustio violinista interpretaba la melodía de Love story y otras aún peores. Por eso había que irse a la proa, donde uno podía aferrarse a la barandilla y olvidarse hasta de los reporteros improvisados que a un par de metros disparaban sus cámaras fotográficas.
Como postal, desde luego, no tenía precio. Desde Staten Island, los edificios de Manhattan parecen emerger directamente del mar, y esa impresión se mantiene durante bastante rato a lo largo de la travesía. En aquel atardecer de noviembre el viento azotaba con furia nuestras caras mientras el barco progresaba lentamente hacia la ciudad de cristal y acero que se anaranjeaba a lo lejos. Abajo la quilla rompía el agua en un surco de espuma y sobre nuestras cabezas planeaban las gaviotas. A medida que nos aproximábamos a la estatua de la Libertad traté de imaginar lo que pasaría por el pensamiento de aquellos hombres y aquellas mujeres de Italia, de Irlanda, de Alemania, de Suecia, al divisar el símbolo del nuevo mundo donde les aguardaba la fortuna o el oprobio y a menudo las dos cosas. A su vista no se ofrecía la altura de las Twin Towers, omnipresentes ahora sobre Lower Manhattan, pero Brooklyn, donde muchos iban a vivir, no debía verse muy diferente de lo que es hoy.
La estatua, que en tanto se navegaba hacia ella (con rumbo nordeste) era de un verde pálido y tenía una promesa en el rostro, se volvió en cuanto la rebasamos oscura y ajena, sobre el espejo de agua que refulgía a sus pies. Más allá de aquella silueta, para los emigrados de otrora, quedaba el hogar al que muchos nunca habían de retornar. Mirar hacia el mar desde detrás de aquella figura recortada en negro sobre el crepúsculo era como mirar hacia la patria, sintiéndose a la vez protegido e irreversiblemente privado de ella.
Aquella noche o un par de noches después le conté a Raúl que la imagen de la estatua de espaldas se me había antojado una especie de guardián, que dejaba entrar al extranjero pero requisaba su alma. El emblema, si se meditaba, tenía una repetida realización práctica: muchos seguían renegando con gozo de su nacionalidad cuando les ofrecían el codiciado pasaporte azul. Mi amigo asintió y juzgó, sin escandalizarse:
—¿Por qué no? Puede que ésa sea la libertad que anuncian con su estatua, y también puede que baste y sobre así.
—Resulta un poco intranquilizador —opiné.
Raúl dejó escapar una de sus contadas sonrisas.
—Argumento a favor. Sólo los animales domésticos están tranquilos —dijo—. Los animales libres viven todo el tiempo solos y aterrorizados.
A medida que se iba echando encima el invierno, empecé a tener algunas dificultades para no aburrirme. Las excursiones se me agotaban, las películas y los espectáculos se repetían y en las bibliotecas me quedaba más tiempo oteando las manchas del techo del que dedicaba a pasar páginas en los libros. Llegué a comprarme un ordenador portátil, con el que me conectaba a la red en busca de pasatiempos, no importaba cuáles. Incluso me hice socio de un gimnasio. Mi actividad allí era muy modesta, pero al cabo de una hora y media de pesas y castigos siempre salía arrastrándome y al borde del colapso. Mientras remaba en alguno de aquellos bancos de tortura, procurando acompasar todos los músculos al rugido de la cadena que hacía girar un plato lastrado, contemplaba atónito a las graciosas sílfides, casi siempre rubias y no todas jóvenes, que se disciplinaban en las máquinas contiguas. Nunca atisbé una sombra de protesta en sus caras inexpresivas, aunque por los vientres fibrosos les chorrease en abundancia el sudor.
Pero las mujeres del gimnasio no eran nada al lado de las que me fue dado admirar una tarde de comienzos de diciembre, gracias a la oportunidad que se me proporcionó por mediación de Luis. Se organizaba un desfile de moda de verano, como correspondía a aquellas fechas, y el escultor llegó una noche con la noticia de que podía conseguir un puesto de mozo para otro. Ninguno necesitaba mayor incitación, pero se apresuró a añadir:
—Los desfiles de moda de verano son los mejores. Hay pases de bañadores y por tanto desnudos integrales en los cambios.
Inmediatamente se organizó un desesperado sorteo por el método de la pajita más corta, que resultó ser la mía.
La trastienda del desfile era un caos absoluto. Por ella se movía Luis con cierto desparpajo, pero yo era presa de la turbación más deplorable. Me mandaban de una parte a otra con encargos que luego resultaban inútiles, o tal vez era que yo no entendía bien, porque todos hablaban deprisa y con acentos que me costaba descifrar a la velocidad adecuada. Cuando llegaba a dejar algo donde no se había pedido, el responsable, alguna ejecutiva pálida y desnutrida o alternativamente un sujeto con aspecto de ángel del infierno, me insultaba y me apremiaba con frases sencillas que no podía malinterpretar:
—Take this fucking shit away!
En cierto modo, era edificante verse reducido a aquella mínima entidad de porteador eventual, a quien todos podían humillar resueltamente. En aquel sitio, yo era lo último entre lo último, muchos pisos por debajo de quienes me daban órdenes o me injuriaban y a varias galaxias de distancia de ellas, las que prestaban sus cuerpos suaves e interminables para que aquellos trapos pudieran salir del insulso estado que padecían en las perchas y se elevaran como nubes hasta el cielo de la perfección.
Ni siquiera poseía el status de Luis, a quien como temporero recurrente se le permitía acercarse a las diosas, aunque sólo fuera para recoger las ropas ya exhibidas antes de que las dejaran caer al suelo. Así y todo, desde mi posición podía ponderar la belleza alucinante que se ofrecía por doquier, con un descuido y una integridad tan pasmosos como indescriptibles. Me conmovió que fuera, contra pronóstico, un placer manchado de ambigüedad y casi de amargura. Aquellas muchachas de hermosura implacable no existían individualmente, sólo eran una congelación fugaz de la juventud eterna. La ensoñación, que era lo que rendía a todos, trascendía e incluso desdeñaba a las personas que habían sido designadas para encarnarla. Nadie amaba nada sino la ensoñación. Las personas, las mujeres que había debajo, iban a envejecer y a corromperse y para ese día amontonaban con mezquindad, como cualquiera, el dinero que les pagaban por mostrarse.
En algún instante me sentí perdido, en medio del rebaño de ninfas absortas y de la jauría que las rodeaba y conducía. Estaba muy lejos de cualquier lugar y cualquier momento en que hubiera podido creer que sabía adonde iba y por qué. Y de pronto, me di cuenta. En aquel sótano de la Quinta Avenida, desnudo ante mis ojos el milagro del que se alimentaban los sueños de tantos, tuve una visión del vacío que se había apoderado de la ciudad y del universo. Semejante vacío no podía, en rigor, ser otro que el de mi espíritu. Entonces temí por primera vez que acaso fuera esa nada, como un veneno o una purga, lo que andaba persiguiendo.