Con la llegada del otoño, que en Nueva York es tan corto como voluptuoso, emprendí una temporada de molicie que aproveché para conocer a fondo la ciudad. Aunque algunos días dormía hasta las doce, la mayoría madrugaba, me iba a desayunar a alguno de los sitios donde sirven huevos y salchichas con tostadas y café sin límite y después elegía un museo, un cine, un parque o algún otro lugar en el que pudiera consumir un buen trozo de la mañana. Almorzaba temprano, en cualquier local de comida rápida o en alguno de los puestos callejeros que dan al aire neoyorquino una variedad de olores que no admite comparación. Luego solía meterme en una biblioteca a pasar la tarde. Me gustaba terminar antes de que anocheciera y que el crepúsculo me cogiera paseando de vuelta a casa. Por la noche cenaba con Raúl y con sus amigos y si no estaban demasiado cansados nos acercábamos a algún bar del centro a tomar una copa o a escuchar música de jazz.
Entre Broadway y Columbus tenía otro de mis destinos habituales, una sucursal de varios pisos de la librería Barnes Noble. Allí me iba a leer los títulos que por alguna razón, ser demasiado recientes o estar demasiado solicitados, no me era posible procurarme en las bibliotecas públicas. La librería tenía además la ventaja de disponer de cafetería, adonde uno podía subirse los libros y revistas que quisiera. Allí releí en inglés Amerika, ese ensueño de emigración y peripecias fantásticas escrito por un checo que nunca cruzó el océano, y que tampoco necesitó hacerlo para captar lo que cuenta del viaje, que es el deseo y la disposición a ser conquistado. Mientras seguía el itinerario novelesco del fugitivo Karl Rossmann, a quien en parte me asemejaba, un itinerario que le llevaba desde Nueva York hasta el Gran Teatro Integral de Oklahoma, comprobé que la América imaginada en aquel libro no era menos real que la que a mí me había recibido. Al menos, las diferencias no afectaban a nada esencial. Al final es la mirada del viajero la que construye el mundo, y no sirve tanto conocer el mundo como conocer la mirada.
También aquel otoño disfruté de las únicas posibilidades apetecibles que ofrece Central Park, las mañanas laborables. Los fines de semana, como pude comprobar en seguida, aquél era el reino de los rollerbladers, seres absurdos cubiertos de ropas fluorescentes que volaban sobre sus patines a cincuenta por hora, amedrentando a los viandantes. Muchos de ellos no sabían frenar, y en cuanto tenían el menor contratiempo acababan estampándose contra una valla o un árbol. Según una estadística que leí en un periódico, la primera causa de ingresos hospitalarios los fines de semana eran los percances de patinadores (la segunda eran las perforaciones corporales infectadas; a la gente le daba vergüenza ir al médico hasta que la herida se llenaba de pus y no había más remedio). Sin embargo, durante la semana había en el parque la paz suficiente como para disfrutar de las buenas vistas que se ofrecen desde sus promontorios, y aun para recorrer sus senderos escuchando el ruido de los pájaros. Incluso podía llegar a olvidarse, contemplando a los perros que haraganeaban entre los árboles, que aquello es el corazón mismo de Nueva York.
Los días, que resbalaban entre ésos y otros episodios no menos deleitosos, se sucedían sobre mí como una especie de cura de libertad solitaria. Caminaba por las calles sin prisa, rodeado de gente y a la vez en compañía de nadie más que yo. Entonces averigüé que Nueva York podía ser una ciudad plácida a la que no costaba en absoluto aficionarse, como tampoco costaba encontrar donde tomar un buen café o comer a gusto. En realidad, y por el momento, no había grandes razones para añorar Madrid. De España no me llegaba casi nada, aparte de las escasísimas y casi siempre más anecdóticas que relevantes noticias que se filtraban a algún recuadro pequeño del New York Times. Por supuesto era posible adquirir prensa española en un centenar de establecimientos, pero rehuí deliberadamente hacerlo. Leer la prensa norteamericana tenía un doble efecto provechoso: me ayudaba a conocer a aquella gente y ninguna de las cosas que leía tenía que ver con los monótonos asuntos que me habían hecho aborrecer los periódicos españoles. Eso no significaba que los periódicos estadounidenses no tuvieran sus propias monotonías, pero eran otras y no me concernían demasiado, lo que ayudaba mucho a soportarlas.
Hacia mediados de octubre, cuando ya había conseguido hacerme a los beneficios de aquella inacción atareada y de mi extrañamiento, como si ambos vinieran durando desde siempre, Raúl se dejó caer por mi apartamento con una invitación desusada:
—Ya sabes cuál es mi postura al respecto, pero se me ha ocurrido que a lo mejor te interesaba una reunión de la colonia española.
Ante mi asombro, Raúl me lo explicó. Su amigo Luis, el único o casi el único español con el que mantenía una relación estrecha, acababa de llegar de Madrid. Luis era escultor, y a juzgar por una pieza que le había regalado a Raúl, no del todo malo. Como todo artista, debía cultivar sus relaciones públicas, y una de las obligaciones que eso le imponía era la de asistir a muchas de las fiestas de españoles que se organizaban en Nueva York. A menudo llamaba a Raúl para que le acompañase, y aunque éste solía declinar la oferta, mi presencia le había inducido a no negarse categóricamente esta vez. En cuanto a Luis, Raúl, como tantas otras veces, me puso sobre aviso:
—Es un encantador de serpientes, aunque no lo parezca. Ya lo verás.
La fiesta, aquella fiesta, la daba quien hasta entonces había sido la corresponsal de una cadena de televisión, que se despedía de la ciudad. La enviaban a Caracas, lo que ella pregonaba como un reconocimiento a su capacidad para hacer periodismo de impacto y sus invitados interpretaban, con rara y descortés unanimidad, como una represalia en toda regla. Raúl y yo nos introdujimos en medio de aquel rebaño de la mano de su amigo Luis, quien estaba en condiciones de presentarnos a cualquiera de los asistentes. Luis era un muchacho (seguía teniendo cara de tal, aunque hacía mucho que había superado la treintena) de aspecto tierno y despistado, y quizá por eso no parecía caer mal a nadie. Gracias a él trabamos relación con la anfitriona, que era una histérica insufrible, y después con los demás. La razón por la que había consentido en ir a aquella fiesta no era ni podía ser otra que la curiosidad de ver qué pedazo de mi país vivía enredado en la maraña de Nueva York. Y la verdad era que no me hacía ilusiones al respecto. Más bien, siguiendo la doctrina de Raúl, trataba de instruirme acerca de los modales y el talante que debía evitar adquirir.
La mayoría de los miembros de la colonia eran aves de paso. Lo era la corresponsal, con tres años de estancia, pero otros lo eran todavía más: aventureros cronometrados que sólo venían para un año, con una beca para trabajar en un despacho de abogados o en la sucursal de un banco español. Se trataba de chicos y chicas de familia acomodada que pedían como regalo de fin de carrera a su padre, normalmente director de algo en el banco en cuestión, que la entidad les diera un puesto ficticio en su sucursal neoyorquina y les alquilara un apartamento, a ser posible en Park Avenue (en todo caso, nada por debajo de Greenwich Village). Después de algún tiempo sin oír algo similar, me hería los oídos la deformación grotesca del castellano que muchos de ellos utilizaban para comunicarse, como si tuvieran un bombón en la boca. Cuando empleaban alguna palabra inglesa, lo que solía ocurrir, la pronunciaban con amaneramiento, como si hubieran echado las muelas recitando a Shelley, que era la forma de demostrar que habían ido a colegios bilingües. Yo suponía que era un acto inconsciente, y los exculpaba, pero Raúl, mientras las miraba a ellas al escote (para que se sintieran durante un momento como animales, decía) juraba que lo hacían aposta.
También había un par de diplomáticos, estudiantes de arte dramático (entre ellos, una popular actriz de teleseries, que ostentaba una cómica mezcla de enfado y éxtasis cuando adivinaba que alguien la había reconocido), músicos, funcionarios de Naciones Unidas, un buen puñado de periodistas y tres o cuatro profesoras de literatura. Estas últimas habían sido enviadas por el Ministerio de Educación para difundir nuestra gloriosa lengua entre los salvajes que la amenazaban, ya fuera relegándola o empeñándose en hablarla en traducción servil del muy infeccioso idioma del imperio americano. A una de ellas Raúl la conocía de la universidad, y con ese pretexto nos unimos a su grupo. De todos los presentes, eran las que menos repelían. Cuando llegamos nosotros, la conversación transcurría acerca de la experiencia que una de las profesoras había tenido en Indiana, a cuya universidad de Bloomington había sido destinada durante un año, algún tiempo atrás, para poner en marcha el departamento de español. Sus juicios no eran benignos:
—Puedes llegar a acostumbrarte al clima, con dificultad, siempre que no tengas que andar mucho por la calle —aseguraba—. Mientras haya electricidad, no es mortal de necesidad que aquello sea como la tundra en invierno, porque pones la calefacción, o el infierno en verano, porque le das al aire y si cierras bien no entran los monstruosos insectos que vuelan en bandadas. Lo peor y lo que no tiene remedio es la gente. Se pasan el día estudiando o en el gimnasio, sin relacionarse con nadie. Por esos estados de Dios, y en parte me imagino que es por el asco de tiempo que hace, todos están solos. Un síntoma terrible es que les ponen a los niños televisión y teléfono en el cuarto, desde pequeñitos. Si además los enchufan a Internet, se olvidan de ellos para siempre.
—Hasta que cumplan dieciocho años y entren dando alaridos en el cuarto de los padres, con un machete en la mano y el cerebro enardecido por algún videojuego de laberintos —sugirió Raúl, abstraído.
—No me extrañaría —admitió la profesora—. El caso es que la gente viene a Nueva York y se cree que esto es Estados Unidos. Una mierda.
Una de las jóvenes becarias de lujo, que escuchaba el relato de la profesora, una mujer de mediana edad, con un indisimulado reparo por lo que contaba y por la dureza con que despachaba su veredicto, intervino temerosamente:
—Tampoco hay por qué desacreditarlo todo de esa forma. Lo que pasa es que es un país muy grande. Yo hice el COU en California, y allí todos eran muy cariñosos. Y si es por el tiempo, más fantástico imposible.
—Yo no desacredito nada, querida —apostilló la profesora—, aunque no haya vivido nunca en California. Sólo digo que a veces me moría de ganas de estar en la Plaza Mayor de Madrid tomándome una caña y picando unas aceitunas, y que aquí, por muy cool que sea el cotarro, también me pasa.
—Y ahora es cuando empezamos a hablar de la tortilla de patata y del lomo ibérico —se quejó Raúl—. Alto, imploro vuestra piedad. ¿Por qué no entonamos una canción que nos reconcilie con este país tan objetable y que sin embargo nos acoge?
La becaria cometió la imprudencia de seguirle:
—¿Qué canción, por ejemplo?
—¿Te sabes Strangers in the Night?
—Más o menos.
Pero antes de que la becaria pudiera hacer el esfuerzo de recordar la letra, Raúl atacaba con su voz más desgarrada:
—Strangers in the night, exchanging rubbers, this one is too light, let’s try another, this one is too loose, it won’t hold all the juuuuuuice…
—¿Exchanging qué? —preguntó al vuelo la becaria, con un candor angélico, mientras las demás se desternillaban.
—Rubbers —repitió Raúl, con su habitual adustez.
—No entiendo —reconoció la becaria, agravando la carcajada general.
—Rubbers. En este contexto, cómo lo traduciría para ti, profilácticos. ¿Sabes lo que es un profiláctico? Eh, ¿alguien lleva un profiláctico? —gritó Raúl, saboreando su triunfo.
Este pequeño incidente sirvió para enemistarnos con una parte de la fiesta, lo que en parte se comprendía porque al vociferar, Raúl tomaba buen cuidado en afectar que estaba mucho más borracho de lo que verdaderamente estaba. Desde ese momento los becarios, los diplomáticos y la actriz nos evitaron. Quedaron un par de periodistas bastante ebrios sin afectación, los músicos y las profesoras. Entre éstas era difícil sembrar ningún espanto. Todas ellas eran veteranas de institutos públicos de enseñanza media, que era como decir de Iwo Jima. Acaso por una involuntaria añoranza de aquel pasado entre adolescentes, se las veía muy atraídas hacia Luis. Raúl me susurró al oído:
—Es el mechoncito caído sobre la frente. Este Luis es un virtuoso. Vamos a echarle una mano —y elevando la voz, reclamó—: Eh, Luis, cuéntanos cómo son las top models en pelotas.
La petición de Raúl obró el efecto de captar la atención de todos los que estaban por allí. Una de las profesoras inquirió, insinuante:
—¿Y de qué sabes tú eso?
Luis se encogió de hombros.
—Trabajo de vez en cuando en los pases, llevando la ropa de aquí allá y moviendo trastos.
—Gracias a su compañero de apartamento, que se dedica a la moda. Pero Luis no es homosexual —aclaró Raúl, por si importaba—, simplemente no puede pagar el alquiler él solo.
—¿Y cómo son? —se interesó uno de los periodistas.
—Bien, resulta un problema, aunque no lo creáis —dijo Luis—. Yo, personalmente, lo paso de lástima. Para ellas tú no existes, y tú, en cambio, no puedes dejar de mirarlas. Casi siempre me tiro empalmado una semana larga después del desfile.
El detalle procaz terminó de prender a las profesoras. Raúl quiso cerciorarse de que remataba la faena:
—Conoce a algunas muy famosas. Luis ha ayudado a cambiarse a alguna de las mejores. Imaginadlo poniéndoles las sedas encima de la piel, con dedos torpes, mientras ellas contemplan el vacío. ¿Cómo se llama esa medio oriental tan alta de la última vez?
—No me acuerdo.
—La conocéis seguro —aseveró Raúl—. A ver, ¿dónde están los catálogos de Victoria’s Secret? —exigió, levantándose a buscarlos.
—¿De qué manejas tú con tanta desenvoltura los catálogos de Victoria’s Secret? —saltó una profesora.
—Por Dios —protestó Raúl, desde la otra punta de la habitación—, el setenta y cinco por ciento de los lectores, por llamarlos de alguna manera, de los catálogos de Victoria’s Secret son varones. Yo los recibo todos los meses, a nombre del antiguo inquilino, desde luego.
Al final, molestando a la anfitriona, se salió con la suya y vino con una pila de catálogos de venta por correo de ropa interior femenina. En ellos había multitud de modelos famosas, luciendo piezas de provocativa lencería. Cuando Raúl localizó a la medio oriental, que era en efecto muy conocida y de excepcional estatura, la exhibió a todos:
—Ésta. Nada menos.
Aquella noche Luis sedujo irreparablemente a las profesoras. Gracias a aquel juego, pudimos resistir la fiesta. A nuestro alrededor se reproducía, en pequeño y por tanto con una concentración superior y más gravosa de lo corriente, el ambiente del que tanto Raúl como yo habíamos escapado al marcharnos de Madrid. Unos y otros se exhibían sus respectivas profesiones, sus respectivas posesiones, sus respectivas persuasiones, y nadie estaba defraudado ni sentía que nada le faltara ni escuchaba a nadie. Aquella gente había viajado siete mil kilómetros y se había metido en mitad de Manhattan sin otra intención que continuar tan complacidos de sí mismos, o quizá complacerse un poco más aún. Nadie tenía miedo ni dudaba de lo que hacía o de lo que era, y mucho menos de lo que hubiera podido ser o hacer. Nadie inventaba nada, ni sospechaba que inventar fuera necesario.
Por las venas de aquellas personas, presuntamente, corría la sangre de los hombres desharrapados y obsesivos que habían surcado todos los océanos, que habían violado todas las selvas con sus hierros y sus armaduras y se habían ayuntado con todas las indias en el sopor de febriles noches sin luna; la sangre de hombres que habían ensanchado a fuerza de coraje y también de codicia el mundo. Aquellos supuestos descendientes, por el contrario, se limitaban a obedecer y a consolarse con sus ruines premios a la obediencia, incapaces de ver, en Nueva York como en Pekín, otra cosa que el reflejo de sus espejos cóncavos que achataban todo lo que se les ponía delante.
Cuando la velada tocaba a su fin empezaron a sonar sevillanas y canciones flamencas con acompañamiento de batería, y aquello fue el delirio. Mientras los veíamos bailar, Raúl, que ahora sí estaba borracho, brindó tristemente:
—Viva la madre que nos parió, a todos.