Al principio, cuando todavía faltaban meses para que descubriera a Dalmau y con él las decisivas alteraciones que la ciudad me reservaba, todo se ajustó más o menos a lo previsto. Las dos o tres semanas que siguieron a mi llegada se fueron, principalmente, en tareas de intendencia. Durante los primeros días la firme amabilidad de Raúl me impidió acometer siquiera la búsqueda de alojamiento, pese a que en aquel apartamento estuviéramos los dos como piojos en costura, incluso peor cuando llegaba la noche y la hora de extender dos camas en su única habitación. Tras una semana de cortesía, que era lo que podía verme obligado a guardar y al mismo tiempo autorizado a esperar de él, inicié mi exploración entre las ofertas de alquiler procurando combinarla con otros asuntos que no podían postergarse. Los trámites de matrícula en la universidad me los había resuelto mi anfitrión, pero hube de abrir una cuenta bancaria, conseguir tarjetas de crédito (sin una tarjeta de crédito en América estás muerto, y con un poco de mala suerte no sólo en sentido metafórico), registrarme en el consulado e irme familiarizando con las diversas exigencias de la vida neoyorquina. Entre ellas, en seguida comprendí que importaba sobremanera aprender a manejarse en el metro, lo que incluía identificar las líneas que nunca debían tomarse. Tampoco estaba de más tener localizadas las fronteras invisibles que separan la ciudad habitable de los barrios prohibidos, que nada tienen que ver con las gratuitas rayas divisorias que algunos trazan en Madrid. Cuando uno cruzaba esas fronteras, y podía hacerse por descuido, no se sabía muy bien si tendría oportunidad de descruzarlas.
Tras varios intentos fallidos, acabé alquilando un apartamento minúsculo y sin vistas no lejos de donde moraba Raúl, al lado de un inmueble en el que decían (nunca lo comprobé) que había vivido Humphrey Bogart. Lo que sí era cierto, o eso proclamaba un anacrónico cartel, es que disponía de refugio antinuclear, providencia que siempre me ha parecido calenturienta, como la propia idea de que pueda merecer la pena sobrevivir a una devastación atómica. Con independencia de todo eso, la zona era adecuada porque estaba cerca de la universidad y porque podía servirme de la experiencia de Raúl en materia de servicios esenciales: lavandería, supermercado, lugares donde comer.
La razón por la que en Nueva York suele dependerse de la lavandería y de los restaurantes es la misma: la exigua superficie de los apartamentos, donde no hay espacio para una lavadora y donde lo que sirve de cocina está tan metido encima de lo que sirve de salón y dormitorio que casi nadie pierde el tiempo dedicándose a cocinar. Durante el corto tiempo que viví con Raúl, sólo una vez comimos en casa, y la comida —cena— en cuestión consistió en unas cuantas rebanadas de pan untadas con mantequilla de cacahuete y un cartón de zumo de naranja pasterizado, lo que no me animó demasiado a repetir. Los demás días, exceptuando el desayuno, que tomábamos en un diner cercano, y el almuerzo, que cada uno hacía como y donde le pillaba, no repetimos local ni estilo una sola vez. Todas las tardes Raúl cogía la guía de restaurantes de Nueva York y antes de elegir uno declinaba metódicamente cualquier responsabilidad sobre el éxito o fracaso de su elección:
—Cada semana deben de abrir y cerrar o cambiar de dueño cuarenta o cincuenta restaurantes en esta ciudad. No hay nadie que pueda manejarse con seguridad en esta guía.
No obstante, ya fuera griego, chino, marroquí, caribeño, indonesio, coreano, japonés, armenio, italiano, filipino, indio o americano, que de todos hubo en aquellos primeros días de mi estancia, siempre el lugar que escogía ofrecía un menú comestible a un precio razonable. Nunca he podido alcanzar la habilidad de Raúl en esos menesteres. Desde que hube de empezar a valerme por mí mismo, y en tanto seguí viviendo en apartamentos de una habitación, le eché de menos todas las noches que no pude contar con su olfato para esta crucial materia.
Por lo demás, Raúl era uno de los tipos más impasibles que he conocido. Ya lo era doce años atrás, cuando habíamos coincidido en la empresa donde yo había tenido mi primer empleo y donde una madrugada, después de catorce o quince horas de trabajo, le había visto subirse a una mesa y bailar desenfrenadamente una samba. Era difícil no reírse con muchas de las cosas que hacía o decía, y aun con sus simples gestos y su cara, pero él no se reía casi nunca. Aunque se había liado la manta a la cabeza y se había ido a vivir a Nueva York con escasas garantías, ni mucho menos había sido un movimiento desesperado o exento de juicio, como lo probaba el hecho de que llevara ya diez años viviendo en la ciudad y estuviera plenamente asentado en su trabajo. También se había acostumbrado al disparatado estilo de vida neoyorquino todo lo que fuera posible hacerlo, y acataba como un usuario consumado muchas de las prácticas que a mí más me llamaban la atención, como la utilización febril de los contestadores automáticos propios y ajenos para hacer y deshacer planes unas cien veces al día con una decena de personas.
Estas personas eran en su mayoría extranjeros con los que había entrado en contacto a través de la universidad, y ningún estadounidense propiamente dicho. Al cabo de una década, Raúl podía seguir expresando la misma queja al respecto, apoyándose en una subversiva teoría.
—De Nueva York, lo que se dice Nueva York, no hay nadie —afirmaba—. La CIA debe hacer algo con los niños que nacen aquí, tal vez deportarlos. Americanos hay algunos, o al menos me los encuentro a veces en el trabajo y en los comercios, pero o bien viven en Nueva Jersey, adonde nunca creo que vaya, o bien tienen casa en Long Island, adonde es todavía más dudoso que llegue a hacerme invitar alguna vez. Algunos sostienen que también hay americanos en Manhattan, pero ya me he resignado a pensar que es más fácil ir a Marte sin cohete que entrar en sus círculos. Demasiado selectos o demasiado salvajes. Lo único que queda, en resumen, son los exiliados como yo, por no llamarnos apátridas, que es lo que en el fondo somos la mayoría. Entre nosotros nos relacionamos y creamos una sociedad anormal, un país de Nunca Jamás con el Empire State al fondo. En este país imaginario, hay una regla que recomiendo observar y mantener hasta la grosería, si hace falta: evita en lo posible el trato con los que vienen de donde vienes tú.
Raúl seguía su regla. Sus amigos eran árabes, hispanoamericanos, canadienses, europeos orientales (occidentales, muy pocos). Muchos impartían o recibían clases en la universidad y unos cuantos habían pasado por ella para después colocarse en alguno de los bancos extranjeros o nacionales o en alguna de las agencias de Bolsa, prensa o publicidad donde solían encontrar buen acomodo profesional los inmigrantes cualificados. Por lo común eran desarraigados como él, que vivían al día sin nostalgia de su tierra ni cargas familiares, confortablemente instalados en su síndrome de Peter Pan.
Tuve ocasión de conocer a algunos de ellos en una fiesta que dio al poco de mi llegada un profesor hindú de astronomía, en su destartalada vivienda de la calle noventa y tantas. Era un piso de dimensiones respetables, propiedad de la universidad. Nada más entrar se nos exhortó a conducirnos con toda confianza, y a la vista había ejemplos de lo que eso significaba: gente apoyada en la pared con el pie puesto sobre ella, energúmenos dando saltos sobre lo que en tiempos prehistóricos debía haber sido un parquet, una cocina inenarrable donde todos derramaban todo. La música estaba tan alta como parecía permitir el aparato que la reproducía, y las ventanas habían sido abiertas de par en par, entre otras razones para que los invitados se pudieran sentar en ellas con las piernas colgando hacia dentro o hacia fuera, según les apeteciese. Si había vecinos, y nada hacía suponer que no los hubiera, o se habían hecho extirpar los tímpanos o tenían nervios de acero o se habían unido a la celebración, porque nadie vino a protestar en toda la noche.
Lo que se celebraba, naturalmente, era el comienzo del nuevo curso. Entre la muchedumbre que atestaba el piso predominaban los universitarios, docentes o no, aunque también había antiguos estudiantes. La indumentaria no era una ayuda para distinguir a unos de otros. Había quien llevaba corbata y quien vestía una camiseta gris con lamparones y un bañador estampado. Raúl debió notar mi extrañeza al respecto.
—Aquí cada uno va vestido como le da la gana a donde le da la gana —me informó—. En algún sitio puede que no te dejen entrar por eso, pero nadie va a juzgarte, como pasa en Madrid. Bajo una camisa rota puede vivir y pasearse un catedrático, si quiere. Esta sociedad tiene sus desventajas, pero ha superado algunas futilidades.
Casi inmediatamente, después de haberme presentado a una o dos personas, sólo porque se interpusieron en nuestro camino, Raúl me abandonó y se puso a bailar con una haitiana bastante estridente y tirando a obesa. Eso me obligó a arreglármelas por mis propios medios. Para facilitarme la tarea, fui a la cocina a hacerme con un vaso de ponche. El vaso hube de lavarlo, y el barreño donde habían preparado el ponche debían utilizarlo para guardar la ropa sucia, además de haber servido en alguna ocasión para hacer mezclas de yeso, como atestiguaban los restos que habían quedado adheridos en sus paredes. A pesar de todo me serví un vaso, y luego otro, y varios más hasta perder la cuenta, aunque no tantos como para perder la noción.
No era difícil trabar conversación con unos y con otros. Sencillamente alguien se volvía y te preguntaba quién eras y qué hacías y te contaba lo que era o lo que hacía, cierto o inventado, te importase (le importase) o no. Mi falta de práctica con el inglés no era problema, porque allí todos lo hablaban deficientemente, y a ninguno daba la impresión de atormentarle. Entre todos los personajes a quienes conocí aquella noche perdura en mi memoria una pintoresca rumana, de edad imposible de precisar entre los treinta y los cincuenta. Estudiaba o enseñaba literatura medieval escandinava, o cualquier otro saber increíble, y tenía una pronunciación atroz. Pasadas las presentaciones, me empezó a contar con gran intriga una complicada historia. Versaba sobre ella y sus compañeras de piso, con las que se había peleado por alguna razón que me pareció bastante peregrina. No obstante, asentí a todo con prudentes monosílabos. No creí que me correspondiera hacer ningún comentario, aunque no podía temer que ella se enfadara, dijera lo que dijera. Su cara y el tono de su voz eran los de alguien a quien todo le importaba un bledo.
—No sé —dedujo al final de su narración—, Rumanía es un lugar asqueroso, desde luego, pero juraría que allí no estaba desequilibrada toda la gente. Era más tétrico, pero también más sencillo. A veces creo que podría volver a Ploesti. Otras veces me digo que es una debilidad pensarlo, que sólo me da miedo morirme en una acera de esta ciudad sin alma y que nadie quiera pagar mi entierro. Tampoco hay que asustarse tanto por eso, ¿no?
Su mirada quedó adormecida durante un instante, mientras le daba vueltas a aquella última idea. De pronto volvió en sí y me asaltó:
—Oye, ¿tú no compartirías apartamento? Puedo aportar unos doscientos ochenta, aunque a lo mejor algún mes tienes que adelantarme algo.
—¿Quieres más ponche? —me escurrí, con presteza.
—¿Cómo? Ah, no, más vale que no beba más por esta noche, gracias. Mi casa está muy lejos, en el maldito Lower East. En fin, perdona y olvida lo dicho. Es una estupidez —juzgó, con una expresión insensible.
A eso de las cuatro y media de la madrugada me reuní con Raúl, a quien le pregunté si venía conmigo de vuelta al apartamento. La pregunta, que hice por pura fórmula, era aparentemente ociosa, porque mi amigo tenía colgada del cuello a una rubia formidable, de rasgos eslavos. Ante mi asombro se la quitó de encima, se frotó los ojos y me dio una enérgica respuesta:
—De acuerdo —y en voz baja añadió—: Si te digo la verdad, las mujeres blancas me dejan frío desde hace años.
Cuando ya salíamos de la vivienda se nos acercó el profesor de astronomía, abrazó a Raúl y le sopló algo al oído. Con él venían otros dos, un nigeriano y un canadiense. Los tres estaban del todo borrachos y se aguantaban la risa a duras penas. Raúl adoptó un aire entre calculador y perverso.
—Vamos con ellos —me propuso—. Michael —ése era el nombre del nigeriano— ha tenido una ocurrencia espectacular.
Un par de minutos después estábamos los cinco en el coche de Michael (una rareza, porque allí casi nadie tenía coche) subiendo a toda velocidad más allá de la calle 120. Yo iba en el centro del asiento trasero y todos los demás en las ventanillas, con medio cuerpo fuera. Cuando empezamos a internarnos en Harlem averigüé, con estupor, en qué consistía la ocurrencia del nigeriano. Los cuatro, sobre todo Michael, que tenía una voz hosca y profunda, increpaban a los transeúntes con lindezas del estilo de:
—Back to Africa, you bastards!
Algunos de los así aludidos se pasaban el dedo por el cuello, otros devolvían los insultos, otros nos tiraban latas o botellas. No sé hasta dónde llegamos, ni cómo no nos sucedió nada. Recuerdo que me mareé y que traté en vano de entender qué era lo que hacía entre aquella gente demencial que no tenía ningún fin en la vida. Pero también recuerdo que en cierto momento, mientras las luces de Harlem pasaban ante mis ojos, las broncas amenazas de sus habitantes resonaban en mis oídos y la brisa húmeda de la noche entraba en mis pulmones, me encontré a gusto, paladeando sin escrúpulo el caos y el sabor inaudito de aquella ciudad de criaturas insolentes y despojadas.