Una vez que el avión hubo atracado y hubieron adosado a su costado la manga de embarque y desembarque, el ruidoso pasaje de la clase turista se precipitó hacia la salida. Observé con cierto asombro que los menos apresurados eran los americanos, aunque se trataba en buena parte de adolescentes que volvían de viaje de estudios. Me llamó la atención una de esas chicas de cabellos casi blancos y piel transparente, que pueden ser o no retrasadas, como propugnan el tópico local y los cien mil chistes en él inspirados, pero que tienen algo en la forma en que se quedan quietas mirando el vacío. La chica vestía una camiseta dos tallas inferior a la suya, que marcaba todo lo necesario las convexidades de su cuerpo, y unos pantalones cortos que dejaban al descubierto la longitud lechosa de sus piernas. Aunque llevaba los párpados muy pintados, todavía no había aprendido (tal vez no aprendiera nunca, o lo hiciera durante un tiempo brevísimo) a sacar partido de su belleza insultante y clásica. Mascaba chicle y llevaba pulseras de cuero. Mientras los pasajeros no americanos, en su mayoría españoles, se apelotonaban en la puerta, ella se quedó en la zona de popa, sentada en la moqueta, con los brazos cruzados sobre las rodillas. Su mandíbula inferior subía y bajaba y en el gris acerado de sus ojos brillaba una ausencia que hubiera podido ser desprecio.
Unos minutos después supe por qué corría todo el mundo. Ante los mostradores de Inmigración se había formado una cola monstruosa, cuyos lugares de preferencia habían sido copados sin problemas, desde luego, por los pasajeros de primera clase. Al cabo de un rato pude constatar lo despacio que avanzaba aquella cola. Mucha gente iba a Nueva York en tránsito hacia el Caribe o hacia Disneylandia, y el vuelo había salido con bastante retraso. A algunos les quedaba apenas una hora para pasar el control de Inmigración y el de aduanas, ir a otra terminal y embarcar de nuevo. Entre éstos estaban los más desesperados, que clamaban contra la lentitud de la fila y de paso, siguiendo una costumbre española, despotricaban contra el país extranjero que les daba el mismo trato humillante que a un moro o un chino. A algunos de ellos, luciendo sobre sus camisas y pantalones marcas costosas de ropa informal, marcas americanas precisamente, debía herirles lo indecible que por los otros mostradores, los que había tras el rótulo U. S. CITIZENS ONLY, pasaran sin contratiempos los ruidosos chavales y los negros deslustrados de la sección del Ejército de Salvación, con su jefe a la cabeza. Yo tenía todo el tiempo del mundo, así que me lo tomé con resignación. Tampoco me agasajaba la manera en que se nos hacía ver que ostentar la condición de ciudadano estadounidense era un privilegio y que a todos los que carecíamos de ella se nos tenía por seres sujetos a sospecha que debían ser meticulosamente filtrados. Pero alguna vez había coincidido con un árabe o un sudamericano en un vuelo que entraba a España y nuestros policías tampoco les hacían reverencias.
Entre la alborotada masa de los extranjeros deambulaban un par de empleados de la compañía aérea. Eran un hombre y una mujer de edad avanzada, cuya tarea consistía en comprobar que los viajeros hubieran rellenado correctamente los formularios de entrada. Aunque estos formularios estaban escritos también en español (un español anómalo, pero inteligible), eran pocos los que no habían cometido errores, siempre los mismos. Aquellos empleados pasaban el día y las semanas indicando lo que iba y no iba en tal o cual casilla. No eran amables, porque debían estar hartos de la torpeza de sus congéneres y de ordenar en un idioma que muchos no entendían que se guardara la fila. A veces, cuando alguien se desmandaba y no obedecía las órdenes verbales, compelían físicamente al descarriado. Reparé en la mujer. Podía haber sido azafata en 1955. En aquella época habría sonreído con sus dientes blanquísimos a los privilegiados que entonces cruzaban en avión el océano, mientras les ofrecía manjares y cócteles. Uno de los misterios más impenetrables de la psicología es lo que permite hacerse ilusiones siendo tan sencillo comprobar en qué paran las ilusiones de todos los que a uno le han precedido.
Llevaba ya casi veinte minutos en la cola cuando vi aparecer a la muchacha del cabello platino. Venía despacio, sola, arrastrando su bolsa de viaje. Sus compañeros ya habían salido hacía un cuarto de hora y no acerté a imaginar en qué se habría entretenido ella. Al pasar junto al rebaño de forasteros sometidos a los rigores de las leyes federales de control de inmigrantes, dejó escapar una media sonrisa distraída. Del bolsillo trasero izquierdo de sus tejanos reducidos a la mínima expresión extrajo su pasaporte azul oscuro y lo sujetó entre sus dientes mientras se cambiaba la bolsa de hombro. Mostró al agente su salvoconducto y se perdió al fondo del pasillo. Podía calcular que dentro de veinte años estaría tumbada en el sofá junto a un grasiento bebedor de cerveza, siguiendo la Super Bowl, o alternativamente, atada a alguna máquina de gimnasio, congestionada y enamorada de un monitor más joven que nunca iba a corresponderla en el sentido propio de la palabra. Estas fantasías, que sólo se basaban en lo que la televisión muestra de América al universo, eran razonablemente verosímiles, o por lo menos lo eran tanto como el destino de la exazafata que nos apacentaba cada vez con menos paciencia a los de la cola. Pero elegí dar a su silueta que se alejaba un significado mucho menos condescendiente, con el que ha quedado grabada en mi memoria. La niña indolente y orgullosa que se iba por donde yo no podía seguirla era acaso un emblema del país y de la ciudad a la que llegaba como extranjero. Aquel país y aquella ciudad podían enseñarme su piel y su alma, tan dadivosamente como para sugerirme incluso la flaqueza de apegarme a ellos, pero presentí que nunca iban a dejarse alcanzar. Que siempre habría un control infranqueable, un pasillo sin fin, entre ellos y yo.
A medida que la cola fue avanzando y me acercaba a sus cabinas, pude advertir que todos los agentes de Inmigración, sin excepción alguna, pertenecían a una u otra de las minorías raciales cuyo irregular aumento el servicio al que pertenecían tenía por misión evitar. Había orientales, africanos, puertorriqueños. Tras el cristal de las cabinas, con su ordenador y el apellido escrito en una plaquita rectangular prendida en la camisa muy blanca, defendían a los ciudadanos estadounidenses como ellos de la incursión de los desheredados que también eran como ellos, aunque en otro aspecto sin duda menor, porque podían prescindir de esa similitud. En general no parecían antipáticos, y auxiliaban con indulgencia a los españoles que no comprendían el inglés.
Cuando llegó mi turno, la cabina que había quedado libre era la de un hombre con bigote, repeinado, que llevaba sobre el bolsillo izquierdo una plaquita en la que se leía el apellido Ribera y sobre el hombro un plateado galón de teniente. Me extrañaba que alguien de tanto rango se dedicara a aquella tarea, pero luego había de averiguar que en Estados Unidos hay muchas clases de tenientes y que no todos son igual de importantes.
—¿Qué lo trae a los Estados Unidos? —preguntó, en español y en tono más amable de lo que había esperado.
—Estudios.
El teniente, al tiempo que comprobaba la coincidencia de mi cara con la que aparecía en la foto del pasaporte, se detuvo a sopesar si era plausible que alguien de la edad que yo representaba fuera a estudiar. Lo era, porque personas mucho mayores que yo lo hacían. Además venía de un país desarrollado, vestía adecuadamente y toda mi documentación estaba en regla. Por eso, mientras daba mi nombre al ordenador, que debió certificarle en fracciones de segundo que nunca había ido allí antes ni estaba catalogado como delincuente, narcotraficante o comunista, indagó sólo por curiosidad:
—¿Dónde y qué va a estudiar?
—Filosofía. Aquí, en Nueva York.
Sonrió, grapó una cartulina verde a mi pasaporte y puso el sello de entrada en él. Mientras me lo devolvía, me deseó con calidez:
—Feliz estancia.
Después del control de pasaportes, y tras recoger el equipaje, había que pasar todavía por la aduana. Había visto que en el formulario de turno (distinto del de Inmigración) se pedía que se indicara si se transportaban semillas. Raúl me había pedido que le trajera, además de un Rioja normal (que en Nueva York era artículo de lujo) y dos botes de litro de gel de baño (que en Nueva York no existen), un par de paquetes de alubias. Supuse que las alubias podían considerarse semillas y no quise correr riesgos inútiles, porque alguien me había hablado de perros entrenados para olerlo todo. Declaré mi mercancía, lo que me forzó a un breve diálogo con una muchacha sudorosa que tenía toda la pinta de ser una contratada eventual del servicio de aduanas y que no se interesó demasiado por mi asunto.
Con su aprobación, que me hizo patente con un ademán fatigado, me dirigí a la última puerta. Cuando la atravesara estaría dentro, o más bien fuera. Tras ella empezaba, y lo sabía, el verdadero viaje.
La primera impresión que tuve al salir de la terminal del aeropuerto fue de una desorientación extrema. Tras las seis horas largas de vuelo, los trámites aeroportuarios invariablemente desarrollados en salas de atmósfera cargada y luz artificial, y un recorrido interminable por pasillos y escaleras de aspecto polvoriento, me vi arrojado de improviso a la intemperie urbana neoyorquina, con su mezcla de vehículos nuevos y viejísimos, sus calzadas astrosas y sus aceras de cemento basto. A finales de agosto hay además una humedad insoportable, y atontado por ella hube de buscar el lugar en el que los taxis paraban a recoger a los viajeros. No había exceso de oferta, al contrario que en Madrid, donde siempre aguarda una nutrida procesión de tres vehículos en fondo. Eludí los taxis ilegales, siguiendo el consejo de Raúl, y esperé a que viniera uno amarillo. Cuando al fin acudió uno, no tenía mejor aspecto que los piratas, pero no sabía cuánto tardaría en aparecer otro y lo tomé.
El conductor era un hombre atezado, probablemente paquistaní. Sus rasgos indostánicos y su nombre árabe, si había de creerse que era el suyo el que decía la licencia que llevaba adherida con su fotografía sobre el salpicadero, permitían atribuirle ese origen. Cuando le di las señas a las que iba, me replicó con un extraño discurso en una extraña lengua que culminó con lo que me pareció una interrogación. Había sido avisado del peculiar inglés de los taxistas de Nueva York, que siempre son de otro país, pero no había sospechado que me iba a ser ininteligible al ciento por ciento. Así lo declaré, con modestia y con mi pronunciación filobritánica, a lo que el taxista respondió con irritación, marcando más las palabras y acompañándose con una mímica que me permitió entender que me daba a elegir entre dos itinerarios. Aunque fuera imprudente, me abandoné a su criterio, invitándole a escoger el trayecto que según su previsión se hallara más despejado. El taxista se encogió de hombros, sacudió la cabeza y arrancó al tiempo que dejaba escapar una especie de ladrido, que supuse que era la versión urdu del inglés asshole.
Las autopistas que unen Nueva York con su principal aeropuerto son un ejemplo de abandono. Los letreros, de un verde más bien tristón, apenas poseen las propiedades reflectantes que se les supone, y el firme está plagado de baches y resquebrajaduras. En cuanto hubimos salido del entorno del aeropuerto, se ofreció a mis ojos una ciudad bastante deprimente, la que componen las ajadas construcciones de los suburbios que rodean Jamaica Bay. Entre las típicas casas de madera pintadas de colores (con una inexplicable predilección por el azul huevo de pato, que tan mal envejece), se intercalaban manzanas enteras de casas en hilera, de ladrillo muy oscuro. Las calles estaban llenas de inmundicia, los solares sembrados de chatarras, las verjas cubiertas de óxido. Bajo el cielo gris, y en medio de aquel paisaje más bien desalentador, experimenté por primera vez el desvalimiento y la intimidación que desde entonces me ha provocado más de una vez el espectáculo de la América sin afeites, la que nunca o sólo como un decorado pasajero sale en los telefilmes. También he aprendido a convivir con ella, e incluso a apreciarla, pero resulta difícil sobreponerse siempre a su faz inhóspita y aún un tanto feroz.
Pronto se hizo evidente que el taxista me llevaba por el camino más largo. Al cabo de un buen rato apareció en la distancia la airosa silueta del puente de Verrazano y algo más allá Liberty Island con su estatua, pero ésta fue una aparición pasajera. Poco después entrábamos en Brooklyn. Su aspecto no era mejor que el de las proximidades del aeropuerto. El tiempo parecía haberse detenido en 1950, o incluso antes. Almacenes, fábricas, bloques de viviendas, todos estaban sucios y deteriorados. Había fachadas sin pintar desde hacía décadas y enormes anuncios de productos que ya no debían de existir. La gente que andaba por la calle, bajo el cielo emplomado, circulaba entre los escombros de otra época como sombras por un antiguo campo de batalla. Algunos trabajaban o incluso vivían allí, y por las entrañas de los edificios se ramificaban, a buen seguro, las venas de la red de fibra óptica por la que les llegarían no menos de cien canales cargados de imágenes en color de mundos deslumbrantes. Los vi parados en los semáforos, obedeciendo la orden de las letras rojas DONT WALK, con las que se avisa al peatón estadounidense de lo mismo que en Europa advierte un muñeco en posición de firmes, aunque los europeos no sean más analfabetos. Los había de todas las razas, y muchos miraban como si no vieran, sujetando contra el pecho la inevitable bolsa de papel marrón con las provisiones para la cena de esa noche.
Como luego me aclararía Raúl, aquel viaje no era ni mucho menos necesario para llegar a su apartamento de Riverside Drive, en el Upper West. Sin embargo, no me arrepentí de pagar el exceso en la carrera. Entramos en Manhattan por el puente de Brooklyn, y la primera visión que tuve de la isla me resultó impresionante más allá de cualquier expectativa. He de notar que en ningún momento había sospechado que Nueva York fuera a seducirme de un modo especial. Incluso venía preparado para que todo me pareciera visto y carente de interés, más notable por las incomodidades y el tamaño que por su belleza. Pero mientras el taxi atravesaba el East River me quedé embobado ante la dimensión real del famosísimo perfil que se alzaba bajo el atardecer. Fui recorriendo con la vista todos los rascacielos, de Sur a Norte, hasta dar en el pináculo cubierto de escamas plateadas del Chrysler Building, torre perfecta e insuperable de aquella catedral gigantesca, aunque no sea su cota más alta. Era esa hora en que los edificios empiezan a cambiar de color y en que su masa gana la máxima solidez, para desvanecerse gradualmente hasta la oscuridad punteada de luces eléctricas. Era esa hora en que Manhattan parece un ensueño que no habita nadie y que sólo sirve para el placer de quien lo contempla, una desmesura emprendida y construida por puro amor al arte o con un propósito que ya se ha olvidado.
Después de aquella tarde he recorrido la isla de un extremo a otro, aventurándome, aunque sin buscarlo, por lugares rudos y desaconsejables, como los Projects o Alphabet City. Incluso he vivido y trabajado en ella. Pero nunca he conseguido deshacerme del anonadamiento del extranjero que se encuentra de pronto en mitad del puente de Brooklyn, mirando de frente el prodigio, esa imagen tantas veces fotografiada y filmada y que a pesar de ello se resiste a quedar contenida en fotografía alguna. Siempre que miro Manhattan desde el East River vuelve a embargarme esa sensación de sometimiento y misterio, signo y síntoma de la imprevista atadura que me rindió a esta ciudad y habría de resistir incólume, aunque yo no pudiera saberlo aún, cualquier tentativa de conocerla o de devaluarla.
La ruta que el taxista tomó una vez que estuvimos en Manhattan no la recuerdo con demasiada exactitud. Debimos ir por la autopista que discurre junto al Hudson, porque llegamos bastante rápidamente al edificio en que vivía mi amigo. Después de un malentendido acerca de la propina, imputable a mi inexperiencia (todavía hoy me cuesta multiplicar todo por uno coma quince) y saldado con un exabrupto por parte del taxista y una excusa insolvente por la mía, me quedé con mi maleta ante el portal. Era una casa mediana para Nueva York, de unos veinte pisos, con marquesina a la entrada y conserje uniformado. Raúl me había dicho que pronunciara su apellido vasco de la forma más americana posible, porque sólo así cabía alguna probabilidad de que me comprendiesen. Hice mis mejores esfuerzos, pero hube de intentarlo tres veces antes de que el conserje cayera en la cuenta, me informara de que mi amigo no estaba en casa y me entregara la llave que le había dejado para mí.
Raúl vivía en un piso 18. Desde su ventana, al otro lado del río, se veía Nueva Jersey, un monótono horizonte de edificaciones adonde se va a vivir la gente que no puede pagar ni los precios inmobiliarios ni los impuestos de Nueva York. Si uno se asomaba se atisbaba a lo lejos la desembocadura. Mientras aguardaba a mi amigo, traté de hacerme al calor sofocante y a la pequeñez del apartamento. Dejé la ventana abierta de par en par, aunque del exterior entraba ruido y ningún frescor. Lentamente, el sol se puso más allá de Nueva Jersey. Descubrí que Raúl tenía un equipo de alta fidelidad y lo puse en marcha. En la bandeja resultó haber un disco de Astor Piazzolla, cuyos tangos empezaron a sonar, quejumbrosos y sutiles. Era una música melancólica y hube de pensar, inevitablemente, que más allá de aquel atardecer, porque la tierra es redonda, estaba Madrid, donde ya casi todos dormían.