1. El galeote y la doncella

Aunque no tenía apenas ocasiones de demostrarlo, o bien carecía del valor preciso para aprovechar las que le venían, mi jefe era un buen hombre. Por eso me refirió con sincera tribulación la queja colérica que el profesor Navata, armado de toda su retórica pro derechos humanos y también de la otra, la del tipo usted no sabe con quién está hablando, le había arrojado a propósito del desgraciado apostrofe racista que yo había dedicado a su nunca bien ponderada esposa Liana. No obstante la difícil posición en que le había colocado, que habría justificado la adopción en mi contra de las medidas más drásticas, mi jefe manifestó renovarme una confianza algo menguante, pero todavía sólidamente asentada en los muchos éxitos que había cosechado para la firma en el pasado. También me demandó alguna explicación para mi conducta, y a mi lacónica declaración de haber sido ofendido por aquella mujer de forma que nadie podía obligarme a soportar, opuso una protesta muy tenue. Ya digo que no era mal sujeto.

Por eso, o porque mi resolución no estaba todavía plenamente tomada, aguardé una semana antes de comunicarle que abandonaba mi empleo. Acompañé la noticia con una genérica invocación de razones personales, lo que por otra parte se ajustaba bastante a la realidad, pero mi jefe no pudo dejar de pensar que podía cambiar el curso de los acontecimientos. Acaso fuera porque las razones personales se consideran algo lo bastante pintoresco como para que sólo pueda esgrimirlas un desequilibrado, y porque mi jefe me tenía por un individuo cuerdo y responsable. El caso es que se empeñó en interpretar que mi decisión tenía que ver con el trabajo en sí, y se aplicó a disuadirme.

—Si es por lo de Navata, no tiene ninguna importancia —aseguró, con fervor—. Todos saben que la amarilla es una zorra. Mal está perder los estribos, pero puede comprenderse. Nadie te ha pedido cuentas por eso.

—Tampoco a mí me importa lo de Navata, salvo como síntoma —le guie, con desgana.

—Si es que te pagan más en otra parte, podemos negociarlo. Joder —gritó, por dejar clara la confianza—, con cualquier otro me negaría, pero tú te lo ganarás.

En ese momento me percaté de que no le había dicho a dónde me iba. No quería entrar en demasiados detalles sobre ello, pero podía ayudarle a situarse:

—No me pagan nada, en ninguna otra parte. Me largo de Madrid y de todo esto. Me voy a Nueva York, a estudiar.

—¿A estudiar qué? —me atajó—. Si quieres hacer un master o una especialización no tienes por qué dejarnos. Coño, te lo pagamos y cuando vuelvas te subimos además el sueldo.

—No sé qué voy a estudiar, todavía. Tengo un amigo en la universidad de Columbia y me ha mandado un programa de cursos. Creo que al final me apuntaré a uno sobre filosofía del siglo diecisiete; ya sabes: Descartes, Spinoza. Nada de masters. Voy a coger un poco de aire, para empezar. Luego ya se me ocurrirá por dónde seguir.

Las alusiones filosóficas obraron el efecto de desintegrar la idea preconcebida de mi jefe. En su cerebro vi florecer la sospecha de que yo, que hasta aquel día había sido su colaborador más estrecho, había perdido inopinada y acaso irreversiblemente el juicio. No dejó de enterarme de su piadoso horror:

—No sé qué es toda esta mierda. Pero me parece que estás tirando tu carrera a la basura, y es una auténtica lástima.

—Apréciame un poco —le reconvine—. Aunque sólo sea por los años que te he dado. No estoy loco. No más que cuando me quedaba aquí sin dormir, con alguno cualquiera de los petardazos de la Bolsa, y tú tampoco dormías.

Mi jefe se quedó pensativo, mirándome. Aunque no supiera si Spinoza era un filósofo del diecisiete, como malévolamente yo había dado antes por sentado, o un delantero de la selección italiana, era muy posible que en algún otro tiempo hubiera concebido para sí vidas distintas de la que arrastraba a la mezquina luz de las pantallas de Reuters.

—En cualquier caso —salió despacio de su ensimismamiento—, si cambias de opinión, si te das cuenta de que has hecho una tontería, si sólo vuelves y quieres trabajar en lo que sabes, llama aquí primero. Siempre habrá hueco para ti, al menos mientras yo esté.

—Eso lo agradezco, aunque no pienso fiarme a ello. Me voy de verdad, jefe.

—Si es así, que tengas suerte. La que puedas, quiero decir.

Le deseé lo mismo, procurando no adivinar los sentimientos que él reprimía. Pude percibir cómo dudaba entre atenderlos y ceder a la urgencia de las múltiples preocupaciones que mi defección le planteaba. Habría que reasignar clientes, sustituirme en los proyectos que estaban a medias, a lo peor contratar a alguien. No descarto que en cualquier otra circunstancia aquel hombre y yo hubiéramos podido darnos un abrazo de despedida, pero algo semejante no cabía, ni para él ni para mí, en la que nos había sido adjudicada. Esa misma tarde recogí mis cosas, por dejar limpio el sitio para otro, no porque tuviera intención de hacer nada con ellas. De hecho, después me desprendería de casi todo. Cuando lo tuve embalado, me sorprendió lo poco en que se resumían los años que había pasado allí. Mi despacho vacío ofrecía una sensación de insignificancia y sordidez que reforzaba mis ansias de mudanza. Tras la ventana se veía una estrecha perspectiva de la parva City de Madrid, un trozo de cielo agobiado de edificios que nunca podría echar de menos. En la pared dejé colgando unas láminas de Kandinsky, cuyos laberintos de colores vivos hacía un siglo que habían perdido cualquier interés. Tal vez supondrían un ensueño de novedad y horizontes abiertos para quien viniera a alojarse ahora allí, y tal vez esa era una razón más para abandonarlos. El hombre que no ama lo que posee tiene seguramente el deber de dejarlo, para que otro lo ame y así lo rehabilite. La regla puede valer lo mismo para una obra de arte que para una mujer. Puede que valga, incluso, para una ciudad.

Había planeado vagamente no despedirme de nadie y encomendarle a mi jefe el peso de todas las perplejidades que suscitaría mi marcha. Sin embargo, por alguna clase de debilidad, di en hacer dos excepciones. La primera fue mi secretaria, persona a la que no estaba especialmente unido, porque apenas llevaba un año en la firma, pero que se había sacrificado de forma abundante y que ahora podía sentirse inclinada a creer que quedaba desamparada. Como todas las chicas de poco más de veinte años con un contrato en prácticas, sabía que debía conquistar cada mañana su puesto, pero albergaba la sospecha razonable de que en un año de trabajar para mí había juntado un pequeño capital de prestigio secretarial. Ahora que yo desaparecía, su primera idea debía ser casi por fuerza que sus ahorros se esfumaban. Estimé por ello necesario advertirla de mi marcha y también de que me había ocupado de participar a mi jefe mi completa satisfacción con sus esfuerzos, recomendando que se la conservara y en lo posible se la favoreciese. Mis palabras, sin embargo, no bastaron para disipar sus temores. Algo singular fue que apenas un minuto después de comunicarle que me iba, su mirada se perdió en el vacío, dejó manifiestamente de escucharme y comenzó a asentir de forma mecánica, como si yo ya no existiera. Era muy joven y tenía dificultades que vencer, demasiadas para entretenerse con despedidas. Ni siquiera me preguntó por qué o a dónde me marchaba, y no la censuré por el despego. Los que siguen adelante no pueden ocuparse de los que se rinden, los que se quedan deben olvidar a los que huyen, y a las secretarias de poco más de veinte años ni les van ni les vienen los motivos por las que sus jefes repudian de pronto una tarea a cuyo servicio, cuidándoles la agenda o el teléfono o el formato de sus documentos, ellas han puesto toda la generosa desenvoltura de su juventud. Aun constatando su indiferencia, quise que aquello se pareciese en algo a la separación de dos seres humanos que habían compartido fatigas durante meses, y le dije:

—Gracias por todo. Espero que alcances lo que mereces, aquí y en la vida.

Mi secretaria me oyó durante unos segundos, apenas los precisos para captar la última frase. Se ruborizó, sin duda porque es más bien perturbador que nadie se meta en lo que mereces o dejas de merecer en la vida. Quizá ello suceda porque en Occidente la noción de merecimiento ha caído en franco declive, suplantada en gran medida por una afición supersticiosa, casi maníaca, a la especulación y el ventajismo. Lo que trataba de transmitirle a mi secretaria, y renuncié a intentar explicarle, era que me entristecía que una chica dispuesta y lista debiera reducirse a agradar a algún desaprensivo que pudiera darle un contrato indefinido, por más que un contrato indefinido le permitiera disponer de muchas cosas justas y necesarias, desde la comida del mediodía al piso de tres habitaciones. Aquella obediencia ciega de los jóvenes, que son los que han recibido de la madre Naturaleza el encargo de dinamitar el mundo, era una de las más funestas consecuciones de la vasta conspiración de malhechores de la que en ese momento me daba de baja.

Mi secretaria, al andar, parecía una gimnasta. Nunca llevaba zapato alto y siempre iba muy tiesa. Sus ojos grises y su cabello rubio descolorido le habían valido el sobrenombre de la Bielorrusa, con el que alguno de los ruines sujetos que ahora podrían ser su jefe la había introducido a menudo en los bochornosos campeonatos de atributos femeninos que se organizaban en cualquier momento. La vi salir con su paso elástico de mi despacho, después de aquella decepcionante conversación, y acepté que habría sido mejor irme sin más. De ella, como de otras muchas cosas, estaba simplemente desistiendo, y aunque estuviera bien así, porque no tenía nada que darle y habría sido un desliz más bien grotesco pretenderlo, tampoco era aquélla una ceremonia en la que valiera la pena demorarse.

La segunda excepción, más obvia y menos incierta que la de mi secretaria, fue mi veterano amigo Bartolomé. Aunque no ansiaba encontrarme frente a frente con él para darle cuenta de mi decisión, habría sido indigno irme sin avisarle. Bartolomé tenía cincuenta y siete años y, como él gustaba de repetir, había sido galeote antes que jefe de administración, labor que desempeñaba con toda la solvencia que hacía falta para que nadie recelara de su edad ni de sus trajes pasados de moda. Bartolomé había ido a la universidad con treinta y cinco años, mientras trabajaba, y a base de tenacidad había logrado el título que le había rescatado, siempre según él, de un miserable destino de auxiliar contable. A pesar de haber impreso aquel viraje a su existencia, no había perdido el talante y conservaba lo que él llamaba moral de remero, que exhibía con una especie de orgullo proletario siempre que le venía a mano, preferiblemente ante los chicos que nos llegaban de las escuelas de negocios con la cabeza trufada de idioteces elitistas. Muchas veces, para pasmo del mozalbete de turno, había alzado sin tapujos un lamento que había terminado por ser entre nosotros como una contraseña:

—Lo malo de esta época es que se han perdido el coraje y la gallardía. Ya no quedan Durrutis ni Ascasos, sólo pusilánimes.

Bartolomé concedía una desproporcionada importancia al hecho de que cuando yo tenía veinticuatro años hubiera publicado una extraña novela adolescente, de la que apenas se vendieron cincuenta ejemplares y que tuvo como efecto, entre otros, mi fulminante abandono de esa tarea en beneficio de otras menos demoledoras de mi vanidad. Cuando alguna casualidad, porque nunca he sido proclive a recordar ese episodio, le deparó la noticia de que yo era autor de un libro (una forma de expresarlo que nunca he podido creer que me sea aplicable), no cejó hasta conseguir un ejemplar, por medios que sólo puedo sospechar esotéricos. Lo supe una mañana que vino a mi despacho con el libro bajo el brazo, se plantó ante mi mesa y con toda solemnidad, declaró:

—Los que apenas podemos llenar un par de cuartillas, debemos admirar a quienes pueden llenar un libro y además con sentido. Lo que tú has hecho y lo que todavía has de hacer pasará a la memoria de la gente. Todos éstos, yo mismo, no pasaremos más que al escalafón. Por si ellos te lo regatean, que conste mi reconocimiento, maestro.

Desde ese día, aquel hombre que me sacaba más de veinte años me mantuvo férreamente el tratamiento de maestro, para mi embarazo y sonrojo siempre que me lo aplicaba delante de alguien. En vano le insistí en las múltiples fallas del libro (tan patentes para mí, con el paso del tiempo), en su fracaso, o en que nunca más iba a escribir otro. Siempre sacudía la cabeza y afirmaba:

—Yo sé lo que he leído. Y también sé que cuando pasen unos años escribirás otro libro y será mejor, porque entonces habrás sufrido, que es lo único que le falta a éste.

Quien habría podido escribir grandes libros era el propio Bartolomé. No había más que escucharle cuando relataba sus tiempos de botones en un banco, allá por la mitad de los cincuenta. No he conocido a nadie que retratara mejor, con imitación de voz y ademanes incluida, a aquellos hombres siempre vestidos de oscuro que entonces regentaban las oficinas, reconviniendo con adustez a los subalternos y denegando sin desmayo anticipos y peticiones de aumento. Tampoco me he tropezado con mucha gente que remontándose más allá de las limitaciones de su propio origen, es decir, aceptándolas, señalara tan certeramente las limitaciones que su procedencia imponía a otros.

—No es sorprendente que Alfonso desprecie la solidaridad, exija el privilegio y desconozca el valor del sacrificio —solía decir de uno de los socios de la firma—. Nunca se ha visto en la cuneta, ni ha visto en ella a sus padres o temido ver a sus descendientes. Algún día Dios le mandará un cáncer de tripas, para que aprenda. Aunque es posible que entonces tampoco entienda nada y sólo suplique lloriqueando que todo siga como antes.

Cuando aquel día fui a buscar a Bartolomé le encontré, como de costumbre, completamente enfrascado en sus papeles. Aunque siempre que tenía ocasión proclamaba realizar una labor ínfima al servicio de un fin miserable, es decir, un beneficio después de impuestos, anteponía a ello la consideración de que no hay trabajo despreciable si se desempeña con integridad y pundonor, enseñanza que aseveraba haber recibido de su padre y agradecérsela, a la vista de tantos amargados que sólo trabajaban por el dinero. Le abordé con cautela, porque cuando se hallaba atareado a veces reaccionaba de forma malhumorada, pero aquella tarde las cosas debían estarle saliendo, más o menos. Me invitó a sentarme y escuchó con atención la noticia. Como no dijera nada en un primer momento, me alargué en algunos pormenores, adonde iba, qué pensaba hacer, sin más concreción que la que le había ofrecido a mi jefe, porque ésa era casi toda la que había logrado darle a mis planes.

—La verdad —habló al fin—, nunca habría esperado que te quedaras aquí, a convertirte en uno de nosotros. Tienes cosas mejores que hacer.

—No creo, Bartolomé. Te mentiría si te dijera que se me ha ocurrido algo mejor. Quizá incluso empeore.

—Ése es el riesgo del talento. Si no lo dominas, hasta puede hundirte. Pero espero que no sea tu caso y dudo que pueda serlo —apostó, con energía—. Puede que te haga falta deshacerlo todo para rehacerlo de otra manera. Atreverse a dar el paso ya es una señal. No me imagino a ninguno de éstos firmando a iniciativa propia un papel por el que perdiera el sueldo.

—Tampoco yo sé cómo he llegado a ese disparate. Es posible que mañana me dé cuenta y vuelva para tirarme llorando a los pies del jefe.

—Me extrañaría. Te deseo suerte, maestro. No nos olvides. El hombre que olvida a sus amigos o lo que alguna vez ha sido no merece el aire que respira.

—No os olvidaré, tenlo por seguro.

A aquel hombre sí que habría querido de veras abrazarle. Pero entre nosotros las efusiones físicas siempre habían sido moderadas. Incluso cuando daba la mano, Bartolomé apenas hacía fuerza con los dedos. Me quedé mirándole de frente, ambos en pie, él detrás y yo delante de su mesa. Fue la primera vez, desde que había tomado la decisión, que me escocieron los ojos.

Cuando me iba por el pasillo, oí que Bartolomé llamaba a su ayudante y que ella le respondía. Era una chica muy joven, de voz cristalina, diligente y afectuosa. También era sobrina de uno de los socios, y por tanto pertenecía a la fracción de quienes nunca habían tenido las dificultades que habían determinado la existencia de Bartolomé. Gracias al carácter de la muchacha, sin embargo, se había establecido entre ambos una sintonía inusual. Me enterneció aquella tarde, por última vez, el abrupto contraste que había entre aquellas dos voces, la gravedad de Bartolomé, el aire cantarín de ella. Y escogí, entre todos los recuerdos posibles, que de allí guardaría la bella imagen del galeote que al final de la travesía había sido favorecido con la presencia y el bálsamo de una doncella benéfica.