Sue Fromsett, de acuerdo con la tarjeta que me había dado la mujer de Kenosha, nada obsesionada por conservarla, vivía sobre una de las pequeñas elevaciones que hay a las afueras de Madison. La ciudad, aparte de capital administrativa del estado, como atestigua su capitolio preceptivamente algo más pequeño que el de Washington, es un renombrado centro universitario. La universidad de Wisconsin en Madison es pública y más bien liberal, en el satánico sentido de la palabra que emplean los agitadores radiofónicos estadounidenses. Uno de ellos solía referirse a la ciudad como The People’s Republic of Madison, lo que sin duda era una interesada exageración. En realidad se trata de una urbe pequeña y pacífica cuya vida gira en torno de la universidad y de la administración estatal y que se asoma al espejo, gran parte del año helado, del recogido lago Monona.
Salí hacia Madison por la mañana, después de dormir en un motel de carretera próximo a Kenosha. El viaje, aun a velocidad legal, no duró mucho, y antes del mediodía surgía ante mis ojos la cúpula del capitolio y la superficie del lago, bastante irregular y delimitada por espesas masas de árboles en toda su extensión. Para llegar hasta la zona donde vivía Sue Fromsett, aunque alguien avezado habría sabido cómo evitarlo, tuve que atravesar la ciudad. En algún momento me extravié y me vi costeando el lago entre los edificios universitarios, rodeado de estudiantes que se dirigían a clase o a los muelles donde había atracadas multitud de pequeñas embarcaciones a vela, uno de los alicientes de estudiar allí. Alguien me explicó cómo salir del atolladero y siguiendo sus indicaciones logré llegar a una vía recta que pasaba entre los campos de deportes de la universidad y conducía a mi destino. Una vez en la urbanización la tarea se complicaba, porque las calles eran pequeñas y llenas de revueltas y las casas estaban desperdigadas por las laderas cubiertas de árboles. El tamaño y la abundancia de éstos me recordó que aquel estado, aunque se disputaba el honor con Minnesota, era la patria legendaria de Paul Bunyan, que se había ganado el sustento y la posteridad derribando un número fantástico de aquellos troncos con su hacha.
Sue Fromsett vivía en una casa de respetable tamaño y sólida construcción, quizá mejor que otras casas de las proximidades. Tenía una entrada limpia y despejada y espacio para aparcar seis o siete coches. Sólo había uno, un jeep de color metalizado. En un principio pensé dejar el coche en la calle, sin entrar en el área privada de la casa, pero en aquella parte de Estados Unidos no suele haber verjas que impidan el paso y creí que estorbaría menos si lo estacionaba discretamente en el espacio destinado al efecto.
La puerta estaba entreabierta y se oía música en el interior. Toqué el timbre, que sonó algo estridente. Al cabo de medio minuto apareció en el umbral una mujer de pelo entre rubio y cano, aunque no demasiado mayor, con unas gafas grandes sobre la punta de la nariz y un cordón anudado al extremo de las patillas, para colgarlas del cuello. Me miró con naturalidad y me saludó amablemente:
—Buenos días. ¿En qué puedo ayudarle?
—¿Sue Fromsett?
—Sí.
Por si podía hacerle algún efecto especial, le hablé en español:
—Me llamo Hugo Moncada. Vengo de Madrid y estoy buscando a su padre.
Sue Fromsett perdió su espontaneidad y se quedó callada durante un segundo. A continuación, meneando la cabeza y con un arrastrado castellano, dijo:
—¿De Madrid? ¿Y para qué quiere ver a mi padre?
—Estoy haciendo una tesis sobre su novela Lejanos.
Mi interlocutora mudó en un momento de la desconfianza al estupor y de éste a una restauración de su deferencia inicial.
—Vaya —comentó, sonriendo—, no creo que a mi padre le pasara nunca por la cabeza que alguien pudiera hacer una tesis sobre su novela. Pero perdóneme, le tengo ahí de pie. Ya que viene de tan lejos al menos debería invitarle a entrar. Pase, si quiere.
Quise y Sue me llevó hasta el salón, una espaciosa y confortable estancia en tres o cuatro alturas enteramente revestida de madera color miel. Me ofreció asiento junto a la mesa donde debía estar ella a mi llegada, sobre la que vi varios libros y un par de cuadernos con anotaciones en una caligrafía impetuosa.
—Disculpe el desorden. Estaba preparando mis clases. Soy profesora, en la universidad. ¿Usted también es profesor?
—Todavía no.
Entonces Sue cayó de pronto en la cuenta de algo, y al hacerlo en su actitud volvió a haber cierta distancia.
—¿Cómo me ha encontrado? —preguntó—. No uso nunca el apellido Dalmau. Aquí las mujeres toman el del marido cuando se casan, ya sabe.
Escogí la sinceridad:
—Me da vergüenza contárselo. Busqué el apellido en la guía telefónica y localicé a su hermano. Estuve en Milwaukee y de ahí me enviaron a Kenosha. Allí me dieron su tarjeta y también supe que su hermano había muerto. Lo siento mucho.
La alusión a la reciente tragedia de su hermano la sumió en una momentánea abstracción, pero me pareció que al menos dejaba de inquietarla el modo en que yo había llegado hasta su casa en aquella apartada colina sobre la ciudad de Madison.
—Fue una lástima —se quejó—. Era mi hermano pequeño, el único que tenía. Pero los muertos hay que dejarlos enterrados, y acordarse de ellos sólo cuando el recuerdo no sirve para entristecerse —trató de animarse—. ¿Cómo es que ha elegido hacer una tesis sobre el libro de mi padre?
—Es una obra muy singular.
—No hay duda. Pero ¿cómo se enteró de que existía? No se ha traducido en España.
—He vivido algún tiempo en Nueva York. Allí la leí, y también en parte por eso me interesó. Aunque no tanto tiempo como su padre, he tenido la sensación de estar lejos de casa, en un país y una ciudad extraños.
—Este país ya no es extraño para mi padre. Ha estado en él durante casi toda su vida. Además —puntualizó, con malevolencia— el libro no trata de eso.
—No directamente. ¿Ha estado alguna vez en Madrid?
—No. Nunca he ido a España. Aunque mi padre me enseñó el idioma, no quiso llevarme. Luego he pensado ir alguna vez, pero no ha terminado de haber ocasión. Me gustaría hacerlo, algún día. Matthew fue, hace años.
—Si va a Madrid busque los sitios que su padre menciona en su novela. Tal vez cambie de opinión respecto de la intención del libro.
—Podría ser. En fin, ya veo que le gusta Lejanos, aunque seguramente sea uno de los pocos. Lo que no veo es qué le mueve a perseguir a Manuel Dalmau así, como un detective.
—No tengo otra forma. Es casi imposible saber algo de su padre. No hay nada escrito sobre él, aparte de quince o veinte líneas en su propio libro. En la editorial no me dieron razón de él, o no quisieron dármela. Dalmau es un enigma.
Sue Fromsett asintió. Era una mujer afectuosa y probablemente comprensiva, por el trato de años con los estudiantes o por una predisposición del carácter que no debía haber heredado de Dalmau, sino de su madre americana, la que le habría legado también los ojos azules y la palidez del rostro, aunque ésta, como otras, era una suposición gratuita.
—¿Y no se le ha ocurrido pensar que a lo mejor Dalmau es un enigma porque desea serlo?
—Claro que lo he pensado. Pero no por eso podía dejar de hacer el intento.
—Me hago cargo —Sue Fromsett se detuvo, como si estuviera sopesando las palabras. Luego, en un tono ensayado, o así era siempre su inglés, lengua a la que se cambió acaso para ganar firmeza, me ilustró—: Verá usted, señor. Mi padre es un hombre muy anciano. No un poco, sino muy anciano. A mí me tuvo cuando ya había superado los cuarenta, y puede ver que no soy una niña. Su vida ha sido muy larga y no siempre fácil. Y ahora, para colmo, ha perdido a su hijo menor. Aunque pueda sonarle presuntuoso, ya no le queda mucha curiosidad por las cosas del mundo. No tiene muy buena salud, y está cansado. Cansado de vivir, en gran medida, aunque es posible que esto le sorprenda. Entiendo y aprecio su impulso, y se lo agradezco de corazón en nombre de mi padre. Espero que usted también entienda por qué él no quiere ver a nadie, y por qué yo no puedo ayudarle.
Era tan dulce en aquel idioma, en el que no se le encasquillaban como en el mío las jotas y las erres, que no había manera de interpretar que se me estaba sacudiendo sin más de encima. Por obtener nuevas muestras de aquella dulzura denegatoria, o por agotar lo que de su conversación pudiera sacarse, elevé una objeción:
—No acabo de encajar esa actitud, que no soy quién para criticar, por supuesto, con el hecho de reeditar el libro. Si no quería que nadie le molestase, ¿por qué rescatar algo olvidado para entregarlo al público?
—No lo rescató él —adujo Sue—, sino otros. Él se limitó a no oponerse. Haberse opuesto habría sido mayor incongruencia, ¿no cree?
La hija de Dalmau, en aquel papel de defensora de la privacidad y la coherencia de su progenitor, exhibía una simpatía y una convicción inexpugnables. Por primera vez desde mi llegada, alivió su nariz del peso de sus lentes. Sin la intermediación de los vidrios correctores tenía una mirada juvenil e intensa.
—¿Y no podría siquiera decirme adónde puedo escribirle? —probé, a la desesperada, aunque distaba de imaginar qué podía escribirle a aquel hombre.
—No le daré su dirección. Envíeme aquí lo que quiera. Aunque le anticipo que no recibirá contestación alguna. En realidad, ni siquiera leerá lo que le mande. Puede hacer ya más de diez años que mi padre no lee nada. Tiene la vista casi perdida.
—Tal vez usted podría proporcionarme algunos datos sobre la vida de su padre —porfié—. Por qué vino a Estados Unidos, dónde trabajó, cuáles fueron sus comienzos.
—Lo siento. Muchas de esas cosas yo misma las desconozco. Nací muchos años después de que ocurrieran. Y lo poco que sé no puedo contárselo. Estaría traicionando a mi padre. No debo hacer yo lo que él no quiere que se haga. Me sabe mal que su viaje no sirva para mucho, pero todo lo que está en mi mano es invitarle a tomar algo.
En ese momento sonó el timbre. Sue se excusó y fue a ver quién era. Aproveché la soledad para mirar más de cerca los papeles que había sobre la mesa. El disco se había acabado y podía oír a Sue hablando con alguien en el vestíbulo. Mientras aquel diálogo no cesara, podía registrar a mi antojo. Los apuntes en los cuadernos, como alguno de los libros, versaban sobre el truculento escritor checo Hermann Ungar. Entre las páginas de un ejemplar de su novela Los mutilados asomaba un sobre con el filo rasgado. Lo saqué, teniendo cuidado de no perder la página. En el remite se leían el nombre Sybil Fromsett y unas señas de Nueva York, que me apunté sin pérdida de tiempo en la palma de la mano. De la carta sólo me dio tiempo a leer el encabezamiento, Dear Mum, y un irrelevante parte sanitario y meteorológico, el primero referido a la remitente y el segundo a la ciudad. Pude guardarla en su sitio antes de que reapareciese Sue en el salón. Al verla, me levanté.
—Creo que no debo molestarla más —dije—. Ha sido muy paciente al escucharme. Le dejo mi dirección y mi teléfono, por si cambia de parecer o le interesa alguna vez ponerse en contacto conmigo.
—¿No quiere beber algo? Se lo ofrezco de veras. No quisiera que creyese que aquí echamos a los visitantes —Sue, nadie habría podido creer lo contrario, era una de esas personas de cortesía inflexible.
—No, se lo agradezco —y le tendí mi tarjeta.
—Muchas gracias —la tomó, con delicadeza—. Ya sabe dónde estoy yo. Enseño literatura centroeuropea en la universidad. Si hay alguna cuestión profesional en la que pueda serle útil, no dude. No siempre tengo por qué guardar secreto.
Sue Fromsett salió a despedirme a la puerta de su codiciable residencia. Mientras maniobraba hacia la calle la vi por el retrovisor, con los brazos cruzados bajo el porche. Ella era lo más cerca que había llegado a estar de Dalmau, y no era poco. Algo debía tener de él, algo que habría estado ahí, a mi disposición, si hubiera sido capaz de discernirlo. Siempre es difícil, en todo caso, rastrear el carácter de una persona en lo que resultan ser sus herederos. Conduje sin prisa a través de la ciudad y aun me detuve cinco minutos a mirar las velas blancas que salpicaban la rizada superficie negruzca del lago Monona. Los hijos de Dalmau, a lo que se veía, padecían la necesidad de tener un horizonte acuático a su alcance, incluso viviendo tierra adentro.
Aquella tarde creí, prematuramente, que jamás volvería a Madison, y al alejarme sentí una leve amargura, porque en aquel lugar, intuí, habría podido vivir. A veces sucede que los paisajes por los que viajamos no parecen ajenos, sino algo que podría pertenecemos, o formulando de forma más apropiada la relación, algo a lo que podríamos pertenecer. También puede vivirse durante años en un sitio sin llegar a considerarlo propio, como en parte me ocurría a mí con Nueva York, después de ocho meses. Como sospechaba que le ocurría a Dalmau en América, aunque su hija estuviera convencida o hubiera tratado de convencerme de lo contrario.
En la autopista, rumbo a Chicago, pensé largamente en Sybil Fromsett. Fue entonces cuando debí contemplar la posibilidad de que Dalmau, tras su empalizada impracticable, casi ciego y misántropo en ejercicio, dejara temporalmente de ser el norte de mi brújula en beneficio de su todavía incógnita nieta. A fin de cuentas, ¿a quién podía apetecerle sortear toda clase de impedimentos para acceder a donde no iba a ser bienvenido?
Apuntar a la hija de Sue era una frivolidad, lo admitía; pero en octubre o en noviembre podía estar de regreso en Madrid, metido en la misma mugre de antaño, y la perspectiva me inclinaba a juzgar que no había ninguna razón para omitir aquella distracción. Ignoraba, al razonar así, que estaba a punto de tomar un atajo hacia Dalmau y que aquel atajo, aparte del camino más recto, era también, y con diferencia, el más peligroso.