Después de mi entrevista con Melisa Chaves, y todavía sin poder atisbar si lo que me había contado era cierto o una patraña presurosamente inventada, algo se me quedó dando vueltas por el cerebro. Ella había negado que el apartado de correos a través del que se relacionaba con Dalmau fuera de Nueva York. Sin embargo, entre los pocos datos que ofrecía la sucinta nota biográfica que había al final del libro figuraba que Dalmau vivía jubilado en Nueva York. Podía ser un indicio de la falsedad de Melisa Chaves, o quizá lo falso era el dato, introducido a instancias del propio Dalmau para despistar sobre su verdadero paradero. En todo caso, lo único que sacaba en limpio de mis inquisiciones era la resistencia de Dalmau a dejarse encontrar. Los motivos que pudiera tener para ella eran un nuevo estímulo para la búsqueda.
Sin embargo, estaba en una encrucijada poco apetecible. Si Melisa Chaves podía proporcionarme más información, había de ser mediante el recurso a métodos para los que no estaba adiestrado como convenía, por ejemplo infiltrarme en su despacho y saquear sus archivos. Y si renunciaba a este cauce, no veía por dónde seguir. En ésas estaba, comenzando a acariciar la posibilidad de ir algún día al edificio de la calle 50 a la hora de salida de las oficinas, cuando se me brindó una alternativa feliz. Una tarde, en el apartamento de Gus, necesitamos de pronto el número de teléfono de alguien.
—¿Tienes guías? —pregunté.
—No, ni falta que hace.
Gus se sentó frente a su ordenador y menos de un minuto después estaba en algún lugar de la red donde se podía conseguir cualquier teléfono de Estados Unidos. Esa misma noche, en mi apartamento, me conecté con aquella base de datos y tecleé el apellido que no había visto en ninguna guía telefónica de Nueva York.
Tardó una fracción de segundo en aparecer: Dalmau, M. Casi se me detuvo el corazón. La base de datos facilitaba un número y junto a él una dirección de Milwaukee, Wisconsin. Anoté ambos con los dedos temblándome de nerviosismo. ¿Así de fácil era penetrar a través de las barreras que él había levantado? No podía creerlo.
No llamé a aquel número hasta el día siguiente, a mediodía. No quería sorprender a Dalmau a una hora intempestiva y estropearlo todo nada más empezar. La gente mayor se acuesta temprano. Mientras pensaba estas cosas, seguía sin hacerme a la idea de que al otro lado de la línea que podía tender en cualquier momento, con sólo recorrer aquellas cifras en el cuadro de teclas de mi teléfono, estaría Manuel Dalmau, el exiliado de noventa y cinco años que había escrito Lejanos.
La primera vez que marqué comunicaba la línea. La segunda, cinco minutos más tarde, también. Una hora, y dos, y hasta cinco después, seguía comunicando. Finalmente llamé a la compañía telefónica. Una de esas americanas zumbonas, que parecen dudar de la capacidad mental de uno cada vez que rematan con un sir sus frases, me suministró al cabo de algunas comprobaciones una explicación más que consistente para el enojoso fenómeno:
—Ese número ha sido cortado por falta de pago, señor.
La decepción estuvo a la altura de las expectativas que había tenido la debilidad de concebir. De un solo golpe de aquella voz remota, casi virtual, volvía otra vez al punto de partida. Dalmau desaparecía por donde había venido. No tenía más que una dirección de Milwaukee, Wisconsin, en la que lo único que me aguardaba con seguridad era un teléfono desconectado. No cabía descartar que en aquel momento supiera más que Melisa Chaves, si me había sido sincera. Pero eso tampoco me servía de nada.
Durante un par de semanas anduve en otras cosas, echando cuentas del dinero que me quedaba y planteándome que pronto, para el otoño en la mejor de las hipótesis, tendría que decidir si buscaba un empleo o si me iba de Nueva York y volvía a Madrid para reanudar todo donde lo había abandonado. Para tomar la decisión sin presiones, había algo que me había adelantado a poner en marcha al poco de mi mudanza a Brooklyn: la obtención de la residencia. Raúl me había hablado de un increíble expediente para resolver este escollo, el sorteo anual del National Visa Center. Cada año sorteaban 55.000 permisos de residencia, sin otro requisito que rellenar una instancia con el nombre y poco más. Ni siquiera había que acreditar un trabajo, o que se estuviera vinculado a Estados Unidos por razón alguna. Al parecer no era difícil caer en la preselección inicial, de 110.000 candidatos, que era la que se decidía por sorteo. A partir de ahí, un ciudadano europeo con formación universitaria tenía muchas papeletas para terminar entre los elegidos. Costaba demasiado poco rellenar aquella instancia, así que lo hice. Pero eso no significaba que viera con ninguna claridad mi futuro. En realidad, por debajo de todo lo que hacía o decía para rehuirlo, se abría paso el temor de acabar regresando en octubre o noviembre a Madrid, sin una explicación que dar a nadie sobre lo que había perseguido y obtenido con mi retiro neoyorquino.
Una tarde, al pasar ante el escaparate de una agencia de viajes, me quedé mirando las ofertas de vuelos a distintas ciudades del país. No había ninguno a Milwaukee en la lista que tenían adherida al cristal. Sí lo había a Chicago, a unas dos horas de Milwaukee por carretera, y vi que el billete de ida y vuelta representaba un importe insignificante. Si me alojaba en un hotel normal, y sumando a todo el alquiler de un coche, no constituía desde luego un obstáculo que pudiera oponerse. Incluso aunque al final el viaje fuese en balde.
Llegué a Chicago de noche, único horario para el que valía la oferta, lo que me forzó a dormir allí. No lo lamenté. Me hospedé en un hotel del centro y antes de acostarme di una vuelta por Michigan Avenue, asombrado por la pureza arquitectónica de la ciudad (infinitamente más cuidada que Nueva York) y la visión del lago al final de la avenida. Por la mañana madrugué, fui a recoger el coche a la oficina de la empresa de alquiler y tomé la autopista que llevaba a Milwaukee. Al contrario que en Nueva York, todos los conductores respetaban escrupulosamente el límite de velocidad. No quise ser una excepción, aunque conducir a 65 millas por hora por la autopista resultara un tanto exasperante. Después de ver a un par de infractores cazados por el sheriff, me persuadí de que estaba haciendo lo correcto.
Milwaukee es una ciudad próspera a orillas del lago Michigan. Tiene su downtown con un par de rascacielos medianos y sus suburbios de inmigrantes o de negros, perfectamente delimitados por la red de autopistas que hacen las veces de barrera física para impedir que se mezclen quienes no deben mezclarse. Se jacta maliciosamente de poseer el puente más largo del mundo, ya que une Polonia y África, en realidad el barrio de los polacos con el de los africanos. En Milwaukee, como en el resto de Wisconsin, la minoría dominante son los descendientes de alemanes, que vinieron de una Europa donde no tenían tierras a la América donde las había en abundancia para todos. Aquí se hicieron granjeros, hasta tal punto que la leche es casi el emblema del estado. La dirección que iba buscando, según la guía de la ciudad que había comprado en Nueva York, se encontraba en un barrio residencial del norte, muy cerca de la línea fronteriza con el término municipal del pequeño pueblo de Fox Point y en la misma orilla del lago.
Cuando llegué a este barrio me di cuenta de que era la zona más acomodada de la ciudad. Las casas, algunas de ellas enormes mansiones de ladrillo de estilo inglés, un auténtico lujo para el Medio Oeste, estaban rodeadas de árboles gigantescos y extensas praderas en medio de un antiguo bosque. Por las calles desiertas correteaban las ardillas y al doblar una esquina estuve a punto incluso de atropellar a un ciervo. A medida que me aproximaba al lugar donde aquellas señas situaban la casa de Dalmau, disminuyó algo la frondosidad de la vegetación. Las casas eran ya todas de madera, así y todo espléndidas, como lo eran también las vistas al lago que tenían muchas de ellas. No se oía un ruido, no circulaba un coche. En mitad de aquel paraíso primaveral, encaramadas a los mástiles que algunos vecinos habían instalado ante sus casas, ondeaban impolutas las banderas con las barras y las estrellas. El blanco, el azul y el rojo destacaban con fuerza sobre el verde esmeralda de los árboles. Nada que ver, en suma, con el desaliño tumultuoso de Nueva York.
La casa, de madera pintada en un color marrón claro y media fachada de piedra, tenía toda la apariencia de llevar cerrada algún tiempo. Era bastante grande con arreglo a los patrones españoles, cuatrocientos metros o más. No vi carteles que anunciasen su venta. En el buzón no había ningún nombre, sólo el número de la calle. Apagué el motor y bajé del coche. Aunque no esperase ningún resultado, no quise dejar de llamar al timbre. Al oprimir el pulsador no sonó nada.
—No hay electricidad. Y tampoco hay nadie.
Me volví. Al otro lado de la calle, apoyado en la valla del jardín de enfrente, había un hombre de unos setenta años. Me contemplaba con regocijo. Fui hacia él.
—Busco a un tal Dalmau.
—No está ahí —certificó el hombre.
—Esta es la dirección que me han dado.
—Anticuada.
—¿Y no sabría dónde vive ahora?
—¿Quién es usted y qué quiere? —preguntó, repentinamente severo.
No acerté a responder con la prontitud adecuada. El hombre se echó a reír.
—No se apure. Era una broma. No soy uno de esos viejos alarmistas y entrometidos. Algunos de mis vecinos llaman a la policía sólo con ver a un negro paseando por la calle. Por eso los pocos negros que viven por aquí tienen que ir siempre muy bien vestidos, para que no los denuncien. ¿No le parece realmente gracioso?
El hombre no aguardó a que contestara. A renglón seguido, dijo:
—Dalmau se fue a Kenosha, hará dos meses.
—¿Kenosha? ¿Dónde está eso?
—Junto al lago Michigan, o sea, ése —lo señaló—. Pero unas sesenta millas al sur.
Justo en el camino por el que había venido. Era una contrariedad, pero al menos era algo. Procuré aprovechar que aquel hombre resultara más o menos colaborador.
—¿Le conocía mucho?
—Apenas, aunque llevaba aquí algunos años. No era un tipo muy sociable. Además estaba enfermo, al final. Quién sabe, lo mismo está ya muerto.
—¿No ha venido nadie por la casa?
—No. Y tampoco ha recibido mucho correo. Me encargó que se lo mandara a Kenosha.
—¿Tiene su dirección allí?
El hombre asintió en silencio.
—¿Y podría dármela?
Reflexionó un instante y volvió a asentir. Entró en su casa y vino al cabo de cinco minutos con las señas escritas en una hoja de bloc, cuadriculada. Antes de entregármela, quiso sacarme a mí algo, a cambio. No era mucho:
—¿Es usted español?
—Sí.
—Nunca creí que los españoles viajaran tanto —observó, enigmáticamente.
Llegué a Kenosha a primera hora de la tarde. El tiempo había empeorado y se había nublado casi todo el cielo. Kenosha es una ciudad pequeña, rodeada de industrias escogidas y áreas comerciales. También hay un importante parque de atracciones cerca. En el centro tiene una plaza amplia con jardines bien atendidos y un museo público de estilo clásico. Las señas que me diera el hombre de Milwaukee, con ayuda de tres o cuatro consultas a los lugareños, me condujeron a una urbanización más bien humilde, muy cerca del lago. Era como si Dalmau se hubiera preocupado en todo momento de estar junto a él.
Esta casa era gris, con molduras de color blanco sucio. Y al apretar el botón del timbre sí sonó algo. La puerta se abrió y tras ella apareció una mujer de mediana edad, bastante escuálida y pecosa, que me estudió con cierta reticencia, aunque sin arredrarse.
—¿Qué desea?
—Busco al señor Dalmau.
—Mala suerte. El señor Dalmau murió hace tres semanas.
La noticia me dejó anonadado. Aunque el hombre de Milwaukee me había dicho que Dalmau estaba enfermo y había insinuado la posibilidad del desenlace, seguramente estaba más preparado para no encontrarle que para encontrar su tumba. Debí parecer muy afectado, porque la mujer se sintió obligada a pedir excusas.
—Lo siento. ¿Está usted bien?
—Sí.
—Verá, yo sólo era su casera —se justificó—. Le alquilé una habitación en el piso de arriba, pero apenas vivió aquí un par de semanas. Estaba muy enfermo y en seguida lo llevaron al hospital. ¿Le conocía usted mucho?
Por no pensar, y aunque ya no le calculaba utilidad alguna, tiré de la historia que había ingeniado para dar un aire verosímil e inocuo a mis pesquisas.
—No le conocía nada, en realidad. Soy del consulado español. Trataba de localizarlo para un asunto de su interés, en España.
—Ya veo. Todo lo que puedo hacer es darle una tarjeta de su hermana. Vino por aquí cuando le hospitalizaron. Se ocupó luego del entierro. Vive en Madison, ya sabe, la capital del estado.
—¿Su hermana? No nos consta que el señor Dalmau tuviera una hermana en Wisconsin —improvisé.
—Eso dijo que era. Una mujer de unos cincuenta, algo mayor que él, y también más elegante.
Cuidé de reservarme a partir de ahí mis pensamientos, hasta que tuve en mis manos la tarjeta. Con ella bien guardada en la cartera fui al cementerio, y allí di con la tumba. Era una lápida simple, aunque terminada con esmero. Después de leer la inscripción que había sobre aquella lápida estuve caminando durante un buen rato a orillas del lago, por una playa de arena clara con embarcaderos, cabañas y un faro en miniatura (a veces, aunque no es corriente, también hay naufragios en aquellas aguas sin sal). Ante el horizonte de acero del inmenso y frío lago Michigan traté de adivinar, en vano, qué podía haber llevado a morir allí a Matthew Dalmau, hermano de Sue e hijo de Manuel, quienes, en español, no le olvidaban.