4. Viaje al origen por Jackson Heights

Aprovechando las vacaciones de Semana Santa vino de San Francisco un amigo colombiano de Raúl, que acababa de contraer matrimonio con una norteamericana. Ambos se alojaron en el apartamento de Gus, que era el más espacioso, y aunque por regla general se movieron a su aire por la ciudad, de vez en cuando organizábamos salidas conjuntas. Una de ellas, sugerida por el propio colombiano, consistió en ir a comer a un local de Queens llamado Little Colombia, en Roosevelt Avenue. Gabriel, que así se llamaba el colombiano, quería enseñar a su mujer, Cheryl, cómo era la cocina típica de su país. Yo no había estado nunca en Queens, y tampoco Raúl o Gus, aunque en metro se tardase apenas media hora en llegar desde el Upper West Side. En los oídos de todos, el nombre de Jackson Heights, el barrio donde vivían los inmigrantes colombianos y estaba el restaurante, venía irremisiblemente asociado a una leyenda pródiga en violencia y peligros. Si había que creer a los periódicos, allí tenían lugar ajustes de cuentas entre traficantes, tiroteos con armas automáticas, batallas nocturnas. Nadie se arriesgaba a andar por sus calles después de las seis y media de la tarde, y pocos, exceptuando a quienes allí vivían, antes de esa hora.

Por eso, aunque fuéramos a mediodía, la hora menos arriesgada, el viaje tenía un cierto sabor de aventura. Antes de entrar en Queens el metro emergía de las entrañas de la tierra, donde permanecía mientras discurría por Manhattan, y se encaramaba a la vía elevada que sobrevolaba el barrio, sin ningún miramiento hacia la estética urbana o la conveniencia de sus habitantes. En cuanto a la primera, no había gran cosa que salvar, y en cuanto a la segunda, en poco movía a tasarla la traza más bien miserable de los bloques de viviendas. Los edificios donde vivía la gente se mezclaban sin concierto con los industriales, formando en su heterogeneidad una ciudad construida a espasmos y abandonada después a su suerte. Como una burla, desde las estaciones en que íbamos parando, alzadas lo suficiente sobre las casas circundantes, se podía ver una imagen majestuosa de los elegantes rascacielos de Manhattan cubriendo toda la extensión del horizonte. La visión me traía a la memoria aquellas estampas de los antiguos libros religiosos en las que los condenados al infierno, mientras se abrasaban, y para apurar todas las posibilidades del suplicio, contemplaban desde abajo el ameno éxtasis de los justos.

El grupo que componíamos resultaba bastante pintoresco, y más entre la muchedumbre de hispanoamericanos y africanos que llenaban el vagón de metro. Gabriel venía a ser un sudamericano de rasgos suaves, su mujer era una rubia anglosajona común, Raúl y yo teníamos el ambiguo aspecto europeo de los españoles, Gus era muy pelirrojo y Michael el negro más ceremonioso y atildado que pudiera concebirse. Los demás pasajeros nos observaban con recelo, barruntándonos extranjeros y al mismo tiempo sin terminar de ubicarnos. Pero aquel recelo no llegaba a ser hostilidad, tal vez por la presencia de Gabriel, o tal vez porque Raúl y yo habláramos ocasionalmente en español. A propósito del idioma presencié una escena enternecedora. Una joven hispana iba sentada al extremo de la fila de asientos, con una niña de unos cuatro años que podía ser su hija. La niña no paraba de preguntarle algo, en inglés, y ante la negativa de la madre a responder, amenazaba con convertir la insistencia en rabieta. La madre trataba de contemporizar, pero cuando la niña fingió que iba a echarse a llorar, se rindió y dijo al fin, en español:

—Pájaro.

La niña, que un instante antes parecía estar al borde del llanto, se echó a reír ruidosamente. Un momento más tarde volvió a la carga, y esta vez pude entender la pregunta:

And Rabbit?

La madre apenas se resistió, y tradujo:

—Conejo.

Esta vez la niña se desternillaba. No eran pocos los hispanos que preferían que sus hijos no hablaran español, para que eso no sirviera para discriminarlos en el futuro. Pero en la forma en que la niña exigía y la madre se sometía a la exigencia se advertía, esperanzadoramente para la lengua, cuan difícil iba a ser exterminarla. En ese momento pensé en los que reprochaban a los hispanohablantes de Estados Unidos sus anglicismos, algunos sin duda estupefacientes. A mí cada vez me costaba más censurar estas desviaciones, porque cada vez estaba más persuadido de que el idioma vivía en ellos como ya no vivía en nosotros. La vida florece en la dificultad y se apaga en la complacencia. Y al florecer puede deformarse, hasta convertirse en otra cosa. En cualquier caso, la vida nunca es objetable.

Las estaciones que fuimos atravesando durante el trayecto no estaban muy concurridas, pero al bajar en Roosevelt Avenue los andenes eran un hervidero de gente. En su inmensa mayoría eran hispanos y el castellano se oía por todas partes. Los signos del metro tenían el mismo diseño que en Manhattan, y cuando bajamos a la calle los coches eran americanos, en las matrículas ponía New York y las placas que mostraban los nombres de las vías públicas eran verdes y terminaban en ST o en AVE. Pero eso era todo, porque el bullicio que se desarrollaba en el corazón de Jackson Heights tenía bien poco de estadounidense. A ambos lados de la avenida se erguían construcciones de poca altura, inundadas de rótulos publicitarios, que formaban una especie de zoco partido en dos por la cicatriz descomunal de la vía elevada. Allí se alineaban sin solución de continuidad bares, peluquerías, supermercados, despachos de pan, puestos de fruta y un sinfín de otros negocios. Bajo el entramado de hierros, sin hacer caso del estrépito periódico de los trenes que surcaban su lomo y le arrancaban chirridos y chispas, palpitaba una ciudad moruna e indígena, mediterránea y selvática. Por ella pululaba una multitud de hombres ociosos, mujeres que echaban a andar deprisa o se paraban de repente, niños inciviles, viejos inquietos. Todo el mundo despreciaba los semáforos y se desplazaba indistintamente por las aceras o sobre el asfalto. De algunos comercios salían a todo volumen ritmos de salsa, que la gente seguía o pasaba por alto con la misma naturalidad. Ante estos comercios se apilaban las cintas magnetofónicas pero en ninguna parte se vendían discos compactos, porque los clientes no tenían con qué reproducirlos. En las tiendas de ropa había tangas de leopardo, bragas de color fucsia, sostenes puntiagudos sobre troncos de maniquíes de plástico brillante. Algunas de las mujeres que uno se cruzaba llevaban prendas no menos estruendosas, siempre ceñidas, sin preocuparse lo más mínimo de las bandas de grasa que se enrollaban en sus cinturas.

Allí ofrecía sus servicios el Indio Amazónico, adivinador de futuros en el horóscopo y en los caracoles y puntual solucionador de cualquier problema, por intrincado o recalcitrante que pudiera resultar, según detallaban sus exhaustivos folletos: … para dominar enemigos, para viajar sin riesgo, para retirar enfermedades postizas o hechizos, para los hijos desobedientes o borrachos, para las hijas mal casadas, para dejar los vicios, para localizar tesoros enterrados, para proteger de robos carros y apartamentos… Por doquier se anunciaban abogados capaces de arreglar papeles de residencia y también proliferaban otras industrias orientadas a los emigrados, como los establecimientos para remitir dinero o los centros de conferencias videotelefónicas.

Durante el breve itinerario que seguimos por Jackson Heights, por primera vez acaso en todos los meses que llevaba en Nueva York, fue como si estuviera en casa. Muchas circunstancias me alejaban de aquellas personas, desde su casi exclusiva ascendencia india (que ponía en entredicho la eficacia del mestizaje de razas de la conquista) hasta su precaria situación. Pero había algo recóndito, aunque no fuera la sangre, que compartíamos gracias a los hombres de mi tierra que habían atravesado el océano siglos atrás. Viendo cómo se daban la vez en la panadería, cómo manoseaban el género o charlaban sin embarazo, me parecía recuperar intactas las escenas del barrio de mi infancia.

Después, ya en el Little Colombia, nos colocaron cerca de una mesa enorme donde se celebraba un banquete de comunión, y me vino el recuerdo de que yo también había hecho la comunión y se me había dado un banquete semejante. En él mi abuelo se había sentado a mi lado, como estaba al lado del niño el abuelo de aquella fiesta colombiana en Queens. Los asistentes al convite componían una linda estampa. Nadie hubiera dicho que aquél fuera el mismo barrio en el que según los periódicos se ametrallaban con regularidad.

Cheryl, como casi todos, encontró la comida colombiana sobreabundante, aunque apreció que la preparaban con gracia. Era una estadounidense atípica, más abierta que la media, tanto como para haber desposado a un hispano, lo que no era poco. Sin embargo, en un momento de la conversación que tuvimos en torno a la mesa, y a raíz de un comentario inocente de Raúl, sin lugar a dudas el menos proclive a la patriotería de todos los reunidos, estalló un pequeño incidente a propósito de prejuicios nacionales.

—En todo caso, ahí tenéis el ejemplo de Filipinas —afirmó Cheryl, con suficiencia—. Si todos hablan inglés es porque nosotros enviamos maestros y les enseñamos a leer, lo que no habíais hecho los españoles.

Vi a Raúl mirar al techo. Como repetía a menudo, estaba convencido de la inutilidad de salir al paso de un yanqui cuando proclamaba alguna de las cien mil facetas en las que los Estados Unidos eran más (grandes, fuertes, rápidos) que cualquier otro país sobre la tierra. Yo no sostenía una teoría diferente, ni si hubiera reflexionado habría adoptado otra postura que la suya, pero de pronto algo me ardió dentro y repliqué a Cheryl:

—Lo que dices es discutible. Y además, los españoles tenían que ir de Cádiz a Manila en barco de vela. Vuestros maestros iban desde San Francisco en vapores y más tarde incluso en aeroplanos. Los esfuerzos no son comparables.

—Tampoco os interesó. Los españoles siempre fueron por el oro y a explotar a los indios.

La observé fijamente. Nada me causaba más fastidio que erigirme ante una americana en vocero de las rancias soflamas apologéticas del imperio español. Pero la cara de satisfacción de Cheryl me impedía callarme.

—Hay hechos que no pueden negarse —dije—. Los españoles persiguieron al principio a los indios con perros y hasta el final se llevaron todo el oro que pudieron. Eso es un hecho. Otro hecho, que vale lo que vale, es que antes de que acabara el siglo dieciséis ya había indios licenciados en las universidades españolas de Méjico y del Perú. Doscientos años después, tus antepasados seguían cazando a los indios de aquí como si fueran monos. Y eso también es un hecho y también vale lo que vale.

—Deberías darte una vuelta por el museo de Brooklyn —repuso Cheryl, contenida—. Estuvimos allí ayer, visitando una exposición sobre la conquista de Méjico. En ella se muestra cómo os ensañasteis con un pueblo que no conocía el hierro. Los hombres blancos que vinieron del oriente y que trajeron la enfermedad, os llamó un poeta indígena.

—El pueblo que no conocía el hierro levantaba ciudades y pirámides y tenía ejércitos de miles de hombres, contra los que se enfrentaron unos pocos cientos de españoles. Puestos a ensañarse, que tenga algún mérito —alegué, para provocarla. Pero también me arrastraba el aura de aquella otra época en que el desatino español había corrido parejo con el arrojo, cuando los hambrientos de Castilla, porque siempre son los hambrientos, habían salido a ganar el mundo, aunque fuera para desperdiciarlo y perderlo luego. Estar allí, en Jackson Heights, donde sobrevivían otros hambrientos, me acercaba a aquel origen y a aquella fiebre que los míos, gracias a los vientres satisfechos, habían olvidado sin que el olvido lograra ennoblecerles.

—Afortunadamente, Canadá carece de historia —intervino Gus—. Eso evita la diversidad de interpretaciones, aunque haya que soportar a una reina como la de Inglaterra.

Con esto se disolvió la polémica, en verdad estéril. Después de la comida tomamos el metro de regreso y admiramos de nuevo, esta vez acercándose y bajo el atardecer, la línea de torres de la isla opulenta. Volvíamos allí porque ése (o Brooklyn Heights, tanto daba) y no Queens era el lugar en el que nos correspondía dormir. Ninguno, y había que cargar con la culpa o la vergüenza que por ello nos tocase, estaba preparado para aceptar que le despertara el tableteo de un fusil de asalto en mitad de la noche.