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BUQUE DE PASAJEROS CONCORDIA, 16 DE NOVIEMBRE DE 1884
—¿Sarah? ¡Sarah!
La voz le llegó a los oídos desde la lejanía, un grito solitario en la oscuridad.
—¿Sarah…?
La oscuridad se desvaneció y dejó paso a una luz clara en la que se perfilaban las formas conocidas del globo, que se agrandaba y se acercaba lentamente.
Él volvía con ella…
—Sarah, por favor, si puede oírme, contésteme…
Solo tenía que abrir los ojos, y entonces lo vería. Notaría la calidez de sus besos, los latidos de su corazón y el consuelo de sus caricias, oiría su respiración y su voz suave y tranquilizadora.
—Sarah, ¡despierte!
Abrió los ojos.
El rostro que se inclinaba hacia ella no era el que esperaba. No pertenecía a Kamal ni a nadie que conociera. Estaba enmarcado entre cabellos canos, que parecían de algodón, y adornado por una barba blanca. El semblante maduro de aquel hombre, que la miraba por encima de los cristales redondos de sus gafas de leer, era bondadoso y dulce, y reflejaba alivio.
—Por fin ha vuelto en sí —señaló—. ¿Cómo se encuentra?
—Bi… bien —respondió Sarah.
Le seguía doliendo la cabeza. En cambio, el ardor del brazo había desaparecido y también habían cesado las náuseas…
—¿Dónde estoy? —preguntó la joven mirando a su alrededor. Para su sorpresa, se encontraba tendida en una cama estrecha, dentro de una habitación minúscula con paredes de madera barnizada. La única ventana que había era redonda y tenía un marco de latón remachado, y Sarah creyó notar que el lecho se mecía suavemente—. Un barco —concluyó desconcertada—. Estoy en un barco…
—Exacto —asintió el hombre de cabellos canos, que Sarah calculó que tendría unos cincuenta años.
La joven se dio cuenta entonces de que llevaba un uniforme azul oscuro con insignias en las mangas que lo identificaban como oficial de la Marina.
—Se encuentra a bordo del Concordia, un barco de pasajeros que cubre la ruta del Pireo a Venecia. Me llamo Vincente Garibaldi. Soy el médico del buque.
—¿Atenas? ¿Venecia?
Uniendo los fragmentos de los recuerdos que comenzaban a regresar a su mente, Sarah intentó comprender qué había ocurrido. Recordó que se había salvado milagrosamente, así como la lucha cruenta que se había desatado en Meteora, y recordó el globo que había desaparecido en la vastedad del cielo con su amado a bordo. Había sido una simple ilusión pensar que volvería a verlo cuando abriera los ojos…
—¿Cómo he…?
—¿Cómo ha llegado a bordo?
Sarah asintió.
—Un signore que se llama Hingis la trajo a bordo. Usted había perdido mucha sangre a causa de una herida de bala y, al principio, me negué a aceptarla. Pero acreditó la importancia que tenía sacarla del país, y la embajada británica de Atenas intervino también a través de un tal Jeffrey Hull. ¿Le suena?
—Por supuesto —afirmó Sarah.
—Así pues, no me quedó más remedio que tratarla con los modestos recursos de que dispongo a bordo.
—Comprendo. —Sarah se miró y vio un vendaje en su brazo izquierdo. Casi había olvidado que le habían disparado, puesto que le causaba mucho mayor pesar la pérdida de Kamal.
—Puede considerarse afortunada de que la bala le hiciera una herida limpia y no le tocara el hueso —prosiguió Garibaldi—. De no ser así, tal vez no podría haber hecho mucho por usted. Pero solo fue necesario curarle la herida y procurar que recuperara las fuerzas. Y, por lo que parece —añadió sonriendo—, he cumplido con éxito mi tarea.
—Efectivamente. —Sarah forzó una sonrisa cansada—. Gracias, doctor.
—No hay de qué. —Garibaldi le devolvió la sonrisa—. ¿Quiere hablar con el señor Hingis? Hace dos días que no se mueve de la puerta de su camarote y no deja de atosigarme preguntándome por su estado. Se alegrará mucho de saber que se encuentra mejor.
—Sí, por favor —dijo Sarah.
—Va bene —asintió el médico, y se dirigió a la puerta del camarote—. Vendré a verla dentro de una hora. Para darle la medicina.
—Gracias, doctor.
—Y otra cosa…
—¿Sí?
—No se preocupe —dijo el doctor con una sonrisa de ánimo—. Podrá tener hijos.
—¿Qué? —Sarah creyó que no había oído bien.
—Bueno, yo pensaba…
—¿Qué quiere decir, doctor? —preguntó la joven con cautela.
—¿No lo sabía? —preguntó el médico, perplejo.
—¿Qué es lo que no sabía?
—Que estaba embarazada, claro.
—¿Embarazada?
—Pero, Sarah, es imposible que no se diera cuenta de su estado.
—¿Mi estado? —preguntó Sarah, desconcertada—. ¿De qué diantre me está hablando…?
—¿Cuándo tuvo la última menstruación? —preguntó el médico con una franqueza que desarmaba—. ¿Lo recuerda?
Sarah pensó en ello, aun cuando le resultó difícil porque se le aceleró el pulso y se le hizo un nudo en la garganta que no se aflojaba. Era verdad que hacía tiempo que no le venía, pero ella lo había atribuido al cambio de clima, a la falta de sueño y a las fatigas que había padecido durante las últimas semanas. Nunca habría supuesto que…
¡Pero claro que era posible!
¿Habría llevado, sin saberlo, un hijo de Kamal en su vientre todo ese tiempo?
—Y… ¿dice que he perdido al niño?
—De eso no hay duda. Mientras estaba inconsciente, ha sufrido una hemorragia muy fuerte. Y contenía trazas de tejido que yo…
Se calló al ver que Sarah levantaba la mano pidiéndole que no siguiera. No le hacía falta saber nada más y tampoco quería oír nada más. Había estado embarazada, había estado esperando un hijo del hombre al que amaba, ¡y lo había perdido!
La terrible idea invadió poco a poco su mente, y una profunda tristeza se apoderó de ella. Sarah nunca había pensado que sería capaz de sentir tanta pena por algo de cuya existencia no había sabido nada hasta unos momentos antes.
—¿Por qué, doctor? —preguntó con lágrimas en los ojos.
—Es difícil decirlo. A veces se dan esas reacciones. En la mayoría de los casos, no puede achacarse un aborto a una causa concreta.
—¿Y en el resto de los casos?
—La madre se ha entregado a la ginebra o al vicio del opio, y ni lo uno ni lo otro tienen nada que ver en su caso, ¿verdad?
Sarah asintió.
—Entonces, Sarah, tómeselo como lo que ha sido: una lamentable casualidad.
—Pero no ha sido una casualidad, doctor —murmuró Sarah, venida por la pena y las lágrimas—. Nada ocurre simplemente por casualidad…
—Como usted quiera.
—¿Ha dicho «opio»?
Sarah empezaba a atar cabos.
—Así es.
—¿Podría darse el caso de que también lo provocara la inhalación de vapores sulfurosos tóxicos?
—Sin duda —confirmó Garibaldi—. Si en las últimas semanas ha estado sometida a vapores de ese estilo, diría que esa es la causa principal. En los días posteriores ¿se sintió débil y abatida?
Sarah asintió.
—¿Tenía náuseas? ¿Notaba la sensación de tener algo ajeno en el cuerpo?
Sarah volvió a asentir: justamente así podía describirse lo que había sentido al cabalgar por Tesalia y también después, en Meteora…
—Entonces no hay duda —afirmó el médico—. Pero no se haga mala sangre. Como ya le he dicho, aún puede tener hijos, y eso es lo que cuenta.
Sarah asintió ensimismada. ¿Qué podía replicar? ¿Qué podía contestarle a un desconocido que no sabía por lo que había pasado ni la pérdida que había sufrido?
—¿Lo sabe Hingis? —preguntó.
—Sí, Sarah. ¿Quiere verlo ahora?
—Por favor.
El doctor hizo un gesto afirmativo con la cabeza y salió del camarote cruzando la estrecha puerta, que volvió a abrirse al instante. Era Hingis, con las gafas arregladas y vestido como de costumbre. El cabello, revuelto como siempre.
—Sarah. —El suizo entró en el camarote con una dulce sonrisa en el semblante—. Me alegro de verte.
—Yo también —replicó la joven, que incluso intentó devolverle la sonrisa, aunque, con todas las lágrimas que le cubrían el rostro, no acabó de conseguirlo.
—¿Te… lo ha dicho el médico?
Sarah asintió.
—Lo siento, Sarah. Lo siento mucho.
—Estaba embarazada —murmuró de manera casi inaudible—. Llevaba en mis entrañas un hijo de Kamal, y yo misma lo he matado al intentar salvar a su padre…
—Y lo has salvado —puntualizó Hingis—. Has actuado de buena fe, Sarah.
—¿Lo he hecho? —preguntó la joven mirándolo desvalida.
—Por supuesto.
—¿Y de qué ha servido? Me lo han quitado todo, Friedrich. Todo…
—Lo sé. Y por eso no deberías culparte a ti misma, sino a los responsables de tu desdicha. Ludmilla de Czerny sigue ahí fuera, Sarah. Ha huido y seguirá intentando llevar a cabo los planes de la Hermandad.
—¿Y?
—Tenemos que encontrarla —anunció el suizo, y las gafas comenzaron a temblarle encima de la nariz—. Tenemos que hacer todo lo posible por desbaratar sus planes… Y tenemos que encontrar a Kamal y liberarlo de los brazos de esa horrible mujer.
—Mi buen amigo Friedrich. —A pesar de la pena y de la conmoción que la abrumaba, Sarah logró esbozar una débil sonrisa—. ¿Y cómo vamos a hacerlo? La Czerny y Kamal han desaparecido sin dejar rastro. Ni sabemos hacia dónde volaba el globo ni tenemos ninguna pista sobre dónde se encuentran.
—Puede que no —admitió tranquilamente Hingis, a la par que introducía la mano en la casaca y sacaba un objeto metálico en forma de cubo—. Pero tenemos esto.
—¡El codicubus! —exclamó Sarah, que rápidamente se tapó la boca con la mano.
—En efecto.
—¿Aún… lo tienes?
—Lo he tenido todo el tiempo. Nunca me preguntaron por él, y yo no dije nada —explicó Hingis con una lógica aplastante—. Fue una buena jugada por tu parte convertirme en el depositario del artefacto… Está claro que nadie lo esperaba, ni siquiera nuestros enemigos.
—Pero pensaba que lo habrías perdido por el camino…
—Los suizos somos muy cuidadosos —señaló el erudito—. No perdemos las cosas tan fácilmente.
—Eso parece.
Sarah contemplaba llena de asombro tanto a él como el objeto que sostenía en la mano.
—Así pues, si queremos hallar pistas, tenemos que abrir el codicubus y examinar su contenido —propuso Hingis, que estaba irreconocible. La rata de biblioteca intrigante y dubitativa de antaño se había convertido en un valeroso aventurero.
—Cierto —se mostró de acuerdo Sarah.
Teniendo en cuenta todo lo que había hecho la canalla de la condesa para hacerse con el artefacto, cabía deducir que albergaba informaciones explosivas, la clave de un nuevo misterio. Sarah pensó que, en cierto modo, el codicubus era el legado que le había dejado Polifemo, un obsequio y una misión a la vez…
—¿Nos dirigimos a Venecia? —preguntó la joven.
Hingis asintió.
—Entonces tendremos que instalarnos allí y esperar a que pase el invierno. Haremos acopio de fuerzas y de conocimientos y, cuando llegue la primavera, abriremos la veda. No descansaré hasta que haya descubierto los planes de la Hermandad y haya liberado a Kamal de las garras de la condesa.
—Venga esa mano —dijo Hingis. Le tendió la mano derecha y Sarah se la estrechó al instante.
—Antes de morir —reflexionó Sarah—, Polifemo me encargó que liberara a Tammuz. ¿No se referiría acaso a Kamal? Y en ese caso, ¿por qué lo llamó así?
—Lo averiguaremos —dijo Hingis convencido—. Y muy pronto…