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DIARIO DE VIAJE DE SARAH KINCAID

Tercer día de encierro.

La espera se me hace insoportable. Me han dejado el diario, aunque seguramente no por magnanimidad. Mis enemigos aspiran a humillarme una vez más. Dejándome el diario, me obligan a enfrentarme a la situación, y puedo afirmar con toda la razón que jamás en la vida me he sentido tan miserable y vacía como estos días.

Me lo han quitado todo.

A mi padre, y en dos sentidos: no solo arrebatándole la vida a Gardiner Kincaid, sino también sembrando en mi corazón las odiosas dudas que no quieren verlo como padre amoroso, sino como un mentiroso descarado.

Mis posesiones, destruyendo Kincaid Manor y todo lo que se encontraba entre sus muros.

Mi trabajo, porque sin el tesoro del saber reunido en la biblioteca de los Kincaid no me siento en condiciones de seguir con mis investigaciones arqueológicas.

Y, finalmente, también a mi amado…

Lo que siento en lo más hondo de mi ser no se puede definir con sentimientos como el dolor y la pena. Es un vacío tan profundo y terrible que me horroriza. Todo parece carecer de sentido, me han arrebatado cualquier motivo para vivir. Mi derrota es absoluta, en tanto que mis enemigos celebran su triunfo, y no dejo de preguntarme cómo han podido llegar tan lejos las cosas.

Al principio creí controlarlo todo; me mentí a mí misma al pensar que podía utilizar al otro bando con la misma habilidad y falta de escrúpulos con que ellos me habían utilizado a mí antes… Y todo para acabar teniendo que admitir decepcionada que me estaba engañando. He jugado con fuego y he obrado contra mis convicciones; he hecho caso omiso de advertencias que me hacían por mi bien, y ahora pago por ello…

METEORA, MADRUGADA DEL 11 DE NOVIEMBRE DE 1884

Su calabozo era oscuro, frío y había corriente de aire.

En la época de esplendor del monasterio, el pequeño edificio coronado por una cúpula y adosado al refectorio por la cara oeste había sido una capilla dedicada al patrón del convento, donde se celebraban sencillas misas. Esa época quedaba muy atrás.

Los objetos de valor habían desaparecido de la capilla y los frescos del ábside y de la cúpula estaban destruidos, igual que los ventanales, cegados con tablas de madera clavadas de cualquier manera. Las ranuras, algunas de un dedo de ancho, que quedaban entre las tablas dejaban entrar un poco la luz del sol, de modo que la cámara estaba parcamente iluminada de día; pero las rendijas tenían la pega de que el viento silbaba por ellas y, de noche, transformaba el calabozo de Sarah en una gélida mazmorra. La joven estaba acurrucada en el suelo, cogiéndose las piernas con los brazos y helada de frío. Los mareos no habían cesado en los tres días anteriores; al contrario, habían ido en aumento. Sarah se sentía débil y extenuada, y le resultaba impensable dormir con aquel frío y los aullidos del viento, mientras no muy lejos de allí su enemiga seducía a su amado. Su único consuelo era que Kamal estaba vivo y se encontraba bien. Prefería saberlo en brazos de otra mujer que verlo postrado en cama, enfermo y agonizante. En ese sentido, y ahí radicaba la ironía de los recientes acontecimientos, la búsqueda de la fuente de la vida había sido coronada por el éxito.

¡A qué precio!

A la mente de Sarah acudían, alternándose, los rostros de Pericles y de Friedrich Hingis, que habían perdido la vida en la búsqueda de aquel último gran misterio que ahora se hallaba en manos del enemigo. Sarah había vuelto a perder y sus enemigos habían triunfado.

¿Era ese su destino?

La joven ansiaba que saliera el sol. Según el almanaque de su diario, era San Martín, patrón de los que practicaban el ascetismo.

Muy adecuado, pensó Sarah con amargura. Entonces un grito rompió el silencio de la noche. Un alarido cargado de dolor y suplicio, que penetró en Sarah hasta las entrañas como si fuera un puñal.

Se levantó horrorizada y se acercó a toda prisa a la puerta de la capilla, que estaba cerrada por fuera. El grito se repitió, esta vez más fuerte, y Sarah creyó saber de qué garganta procedía.

—¿Polifemo…?

Un nuevo grito, el clamor agudo de alguien que soportaba un martirio indescriptible, y Sarah se convenció de que se trataba del cíclope. Por lo visto, le había llegado la hora del castigo con que Ludmilla de Czerny lo había amenazado y que debía pasarle cuentas por su traición…

Sarah calculó que serían las tres de la madrugada. No entendía por qué la condesa lo torturaba precisamente a esas horas. ¿O tal vez la tortura venía durando toda la noche? ¿Acaso el cíclope no había flaqueado hasta entonces frente al dolor y ahora rugía por el sufrimiento y el martirio?

Un nuevo alarido rompió el silencio, seguido por unas risas groseras, y Sarah no lo soportó más.

—¡Basta! —bramó, y golpeó con los puños atados la puerta de su encierro—. ¡Basta ya!

Nadie atendió a sus gritos, pero se oyó un nuevo alarido que pareció no tener fin. Oír aullar de sufrimiento a quien le había salvado la vida y saber que ella era el motivo descompuso a Sarah. Aquello iba en contra de todo lo que el viejo Gardiner le había enseñado sobre sus deberes y obligaciones hacia sus allegados.

—¡No! —gritó fuera de sí, y volvió a aporrear la puerta—. ¡Dejadlo en paz! ¿Me oís? ¡Dejadlo en paz, canallas…!

Los golpes que daba contra la puerta se fueron debilitando, sus fuerzas se agotaron, igual que su voz. Exhausta, se dejó caer apoyándose en la tosca madera de la puerta y se acurrucó en el suelo sollozando.

Tardó un poco en darse cuenta de que los gritos habían cesado y habían dejado paso a un silencio gélido en el que solo se oía el aullido del viento.

Polifemo había enmudecido…

Sarah, que imaginaba lo que aquello significaba, sintió rabia y pena a partes iguales. Volvió a golpear la puerta con todas sus fuerzas, como si la vieja madera tuviera la culpa de lo que acababa de ocurrir… De repente, fuera se oyó el ruido de unos pasos que se acercaban.

Sarah se apartó de la puerta cuando oyó que descorrían el cerrojo. La puerta se abrió chirriando y en la antigua capilla penetró la luz clara de la luna, que dibujó las siluetas de dos encapuchados armados con revólveres.

—Acompáñenos —le ordenó uno de ellos.

Sarah se levantó y salió, firmemente convencida de que sería la siguiente en afrontar un destino atroz.

Cruzaron el patio interior alumbrado por la luz de la luna y la condujeron a un edificio donde antiguamente los monjes también habían dispuesto de celdas. Por dentro lo recorría un pasillo largo con puertas a ambos lados. Una de estas estaba abierta y la luz macilenta de una lámpara de gas irrumpía en el corredor a través de ella.

—Adelante —le indicó uno de los guardias.

Sarah se acercó al cuarto abierto y entró. Lo que vio era tan terrorífico que se quedó sin respiración.

Lo primero que distinguió fue a Polifemo, pero no orgulloso y erguido como lo recordaba en su memoria, sino desnudo excepto por una especie de taparrabos y basculando cabeza abajo del techo. Lo habían encadenado por los pies a una viga y los brazos le colgaban muertos. Oscilaba pesadamente como un péndulo y también giraba, con lo que Sarah pudo ver las atroces heridas que le habían infligido. El cuerpo musculoso estaba bañado en sangre y en el suelo se había formado un charco de un color rojo intenso.

Tenía clavadas decenas de cuchillas en los brazos y en las piernas, en la espalda y en el torso. No cabía duda de que aquello era obra de alguien que poseía conocimientos precisos de anatomía humana. Un médico que había traicionado su juramento y se había convertido en una deshonra para el gremio…

Sarah hizo una mueca de asco al ver a Cranston de pie en una esquina, con todo un arsenal de herramientas de tortura desplegado ante él. La condesa de Czerny estaba a su lado. Las salpicaduras de sangre le habían estropeado el vestido de seda, pero no parecía molestarle.

—El cíclope quería verte, Kincaid —se limitó a decir.

Sarah se volvió hacia Polifemo, que, tal como comprobó entonces, aún seguía con vida, aunque estaba muy cerca de la muerte. Su único ojo se abrió y le dirigió una mirada que inspiraba compasión y casi le rompió el alma.

—Perdóname, Inanna —murmuró el cíclope con voz casi inaudible—. Prometí protegerte…

—Y lo has hecho —afirmó Sarah—. Lo has hecho…

El titán negó con la cabeza.

—He fracasado… Pero no he hablado, ¿me oyes? No les… he dicho nada.

Se le contrajo el rostro y se le quebró la voz. El sufrimiento debía de ser terrible…

—Comprendo —dijo Sarah, aunque en realidad no sabía de qué le estaba hablando el cíclope. Tal vez el suplicio le había confundido los sentidos y deliraba…

—Tammuz —dijo jadeando—. Tienes que buscarlo, ¿me oyes? Tienes que liberarlo…

La última palabra se ahogó en un estertor apagado. La mirada de su único ojo, que mantenía fijada en Sarah, se enturbió y se volvió inexpresiva.

—¿Polifemo?

El cíclope tenía la boca abierta, pero de sus labios no salió palabra alguna.

Estaba muerto.

Sarah le cerró el ojo y guardó un momento de recogimiento silencioso. La pena la embargaba, pero era incapaz de verter una sola lágrima. La ira era demasiado grande, y demasiado incontrolable el deseo de vengar la muerte de su amigo…

—No te preocupes —comentó Ludmilla de Czerny, magnánima—, pronto lo seguirás.

—¡Víbora! —bramó Sarah—. ¡Serpiente miserable! ¿Cómo pude siquiera suponer que nos parecíamos?

—Porque es así. Te guste o no, hermana, tú y yo somos dos caras de una misma moneda.

—Eso no es verdad —la contradijo Sarah, y la voz le tembló de ira—. Yo no soy en absoluto como usted, porque jamás me rodearía de hipócritas repugnantes dispuestos a traicionar sus ideales por dinero.

—Probablemente eso va por mí —dijo Cranston encogiéndose de hombros y señalando el cuerpo sin vida del cíclope—. Para torturar a un hombre no se requieren menos conocimientos que para curarlo, créame.

—¿Está orgulloso de lo que ha hecho?

—Bueno —empezó a decir el médico—, en cierto modo…

Sarah perdió el control.

Saltó hacia delante, blandiendo los puños atados como si fueran un martillo, para abalanzarse sobre Cranston, pero los dos esbirros ya estaban en sus puestos y la detuvieron. Aunque Sarah dio golpes furiosamente a diestro y siniestro y se defendió con todas sus fuerzas, no tuvo ninguna posibilidad frente a la ruda musculatura de los dos hombres.

—¿Dónde está? —preguntó de repente la condesa.

—¿De qué me está hablando? —preguntó Sarah, desconcertada.

—¿A qué viene esa tontería de pregunta? Del codicubus, naturalmente —contestó malhumorada.

Sarah asintió moviendo la cabeza.

—Así que eso era lo que querían de Polifemo. Lo han torturado hasta la muerte por un artefacto. Pero no les ha revelado dónde se encuentra, ¿verdad? Ha resistido la tortura hasta el final.

—Lo ha hecho y ha perdido la vida. Sería muy poco inteligente por tu parte hacer lo mismo. Así pues, te repito la pregunta: ¿dónde está el codicubus?

Por la manera de plantear la pregunta y por el hecho de que a Ludmilla de Czerny se la notaba nerviosa, Sarah dedujo que la desaparición del codicubus, o más bien de su contenido, suponía una dura pérdida para la Hermandad. ¿Qué tendría en su interior…?

—¿Quiere saber la verdad? —preguntó Sarah.

—Evidentemente.

—No lo sé —le comunicó Sarah sin más.

—Mientes.

—En absoluto —replicó la joven, sosteniendo la mirada inquisitiva de la condesa—. Pero aunque no fuera así y realmente supiera dónde se encuentra el codicubus, preferiría morir antes que revelárselo.

Ludmilla de Czerny la escrutó con la mirada.

—Ten cuidado con lo que deseas, hermana —dijo luego—, podría ser que pronto se cumpliera.

Dio media vuelta y ordenó que se llevaran a Sarah y la devolvieran al calabozo.

La audiencia había concluido.

—¿Va… todo bien?

Kamal Ben Nara habló con voz insegura. Observaba desconcertado las salpicaduras de sangre que cubrían el vestido de la mujer.

—Por supuesto —contestó ella al entrar en el amplio aposento, iluminado por la luz de las velas, que antiguamente se reservaba para los huéspedes importantes que visitaban el monasterio—. ¿Qué quieres que pase?

Sin embargo, Kamal tenía la sensación de que algo no encajaba. A diferencia de días anteriores, el semblante sin tacha de aquella mujer se había convertido en una máscara rígida. Tenía revuelto el cabello, que solía llevar recogido en un moño, y unos mechones le caían en la cara, cuya tez pálida había enrojecido llamativamente.

—He oído gritos —dijo Kamal—. Me han despertado…

—Nada importante —dijo, haciendo un gesto para restarle importancia al asunto—. Un paciente que sufre. Ya sabes dónde estamos.

—En un sanatorio de Grecia —dijo Kamal, repitiendo lo que le habían explicado, aunque no había podido comprobarlo.

—Exacto. Y te aseguro que el doctor Cranston hará todo lo posible por curarte y devolverte los recuerdos.

—Lo sé —asintió él—. Pero ¿por qué no puedo salir de esta habitación?

—Porque te confundiría —contestó ella, acercándosele con los brazos abiertos—. Perdona mi prudencia, amor mío, pero el doctor Cranston dice que no sería bueno para ti saber demasiadas cosas en tan poco tiempo. Después de todo, has estado enfermo muchos días.

—Pero me encuentro bien —insistió Kamal, cuyo semblante noble y orgulloso había recuperado el color. Le habían cortado el pelo y llevaba la barba recortada y bien cuidada.

—Lo sé —dijo la mujer, que se desabrochó el vestido sucio y dejó que resbalara lentamente por su cuerpo y pusiera al descubierto el nacimiento de sus pechos y los muslos, que parecían esculpidos en alabastro blanco—. Por suerte, hay cosas que podemos hacer en esta habitación, a no ser, claro está, que no te sientas con fuerzas.

—¿De… de qué me hablas, Sarah?

—Tú no te preocupes, amor mío —afirmó ella mientras le ponía sus delgados brazos alrededor del cuello y lo atraía lentamente hacia sí, igual que un pulpo capturando una presa—, yo te lo enseñaré todo…