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DIARIO DE VIAJE DE SARAH KINCAID, ANOTACIÓN POSTERIOR
El viaje continúa. Nuestros verdugos espolean a los caballos y solo descansan lo justo para que se recuperen los animales o ellos mismos. Sigue lloviendo y el camino de tierra se ha convertido en un lodazal, por lo que avanzamos más despacio que ayer.
Con todo, proseguimos la marcha hacia el este entre las cumbres blancas del Lakmos, al norte, y las de los Atamanes, al sur. Cruzando un puerto de montaña que secciona como un cuchillo la cordillera, hemos llegado a la vasta llanura de Tesalia, que se extiende ante nosotros a la pálida luz del atardecer. A la izquierda, limita con unas paredes de roca enormes que se elevan centenares de metros y parecen haber sido esculpidas en la montaña por la mano de un titán.
A los pies de esos colosos de piedra se arropa una espesa arboleda, que ya ha adoptado los tonos otoñales. Sin embargo, contra todas las leyes de la naturaleza, pueden verse unos muros de color ocre y unos tejados rojos en lo alto de las cúspides peladas: unos edificios suspendidos en el aire que fueron construidos hace mucho tiempo.
Los monasterios de Meteora…
Al mirar el semblante de Cranston, veo una sonrisa de confianza y empiezo a sospechar cuál es el destino de nuestro viaje…
METEORA, TESALIA, 9 DE NOVIEMBRE DE 1884
—¿Y bien?
El semblante pálido de Ludmilla de Czerny estaba tenso. Miraba fijamente el rostro inmóvil y consumido por la fiebre de Kamal Ben Nara, y esperaba una reacción.
El mensajero había llegado hacía rato y le había entregado la cantimplora con el agua. Costaba creer que aquella sustancia poco llamativa y turbia tuviera propiedades extraordinarias, pero la condesa había aprendido a relegar las dudas. Para ella era creíble lo que hacía justicia a sus derechos.
Y tenía más de un derecho que reclamar…
Sus dedos cubiertos de anillos volvieron a acercar a los labios de Kamal el tubo de ensayo que había llenado con parte del agua y vertieron las últimas gotas en su garganta, esperando impaciente un cambio.
Y se produjo.
Cuando el tórax de Kamal Ben Nara se hinchó y, por primera vez después de muchas semanas, no respiró débil y apagadamente, sino profunda y sonoramente, la condesa supo que su superior no se había equivocado. En un gesto silencioso de triunfo, cerró el puño con tanta fuerza que el tubo de ensayo se rompió y los añicos causaron cortes en la palma de su blanca mano.
Ludmilla de Czerny apenas se dio cuenta.
Miraba hechizada el rostro de Kamal, al que de pronto pareció volver la vida. No fue, como la condesa esperaba, una curación milagrosa que lo sanara instantáneamente, pero se notaba que la fiebre había comenzado a remitir. El semblante de Kamal se relajó y su tórax subía y bajaba con una respiración regular. Abrió la boca y se humedeció los labios con la lengua. De manera inexplicable, ya no parecía un moribundo, sino alguien que se encontraba en fase de mejoría. Los músculos de su rostro se movían, y ya no se trataba de contracciones involuntarias, sino de la gesticulación de alguien que despierta paulatinamente de un profundo sueño.
La condesa no se apartó de su lado.
Si hubiera sido por Cranston, él también habría presenciado ese proceso memorable, por interés científico, había dicho. Pero ella no juzgó necesario tener al medicastro a su lado. A sus ojos, Cranston era un criado, una herramienta útil, nada más. Si él contaba con que tenía perspectivas de ascender en la jerarquía de la organización, era cosa suya. Ella, Ludmilla de Czerny, tenía un puesto fijo en el nuevo orden…
Una sonrisa cargada de dulzura se deslizó por su semblante pálido y la condesa se quitó las dos horquillas que le recogían el cabello. La melena rubia y suelta le ondeó sobre los hombros y la hizo resplandecer de belleza juvenil. Se inclinó sobre Kamal y lo besó suavemente, primero en la frente, luego en los ojos y, finalmente, en los labios.
—Despierta —le susurró, y el rostro del durmiente se movió de nuevo.
Le acarició cariñosamente el semblante barbudo y le apartó un mechón de pelo de la frente, y fue ese contacto lo que lo hizo volver en sí. Kamal Ben Nara regresó igual que un náufrago que ha pasado semanas en el mar y ya ha perdido la esperanza de ver de nuevo la costa de su tierra.
Respirando profundamente, abrió los ojos y vio el rostro encantador de Ludmilla de Czerny. La sonrisa de aquella mujer parecía prometer la felicidad absoluta, sus lágrimas, todo el gozo del mundo, y su belleza, toda la seducción.
—Bienvenido, amor mío —susurró la condesa.
—Ya hemos llegado.
Fue al atardecer del segundo día cuando Horace Cranston hizo la señal liberadora. Hacía horas que Sarah sabía adónde conducía el viaje, pero, casi inexplicablemente, le daba lo mismo.
¿Qué importaba adónde la llevaban? Todo, lo había perdido todo; ya no vislumbraba ninguna esperanza. Solo le quedaba la rabia, una ira irrefrenable que se le concentraba en el abdomen y que casi creía notar físicamente. Seguía teniendo náuseas, pero apenas les hacía caso. Lo poco que los hombres de Cranston le habían dado de comer los dos días anteriores, básicamente pan duro, lo había vomitado enseguida, para regocijo de la jauría.
Se sentía miserable de un modo que jamás había experimentado. El dolor por la muerte de Hingis y la pérdida del agua de la vida, que significaba la última esperanza para Kamal, habían sido demasiado para ella. Montaba hundida a lomos de su caballo y no le importaba lo que le ocurriera.
El convoy se detuvo a los pies de un imponente farallón que se alzaba en la llanura. Sobre sus cabezas, en lo alto de las rocas de color ceniciento que se estiraban en el cielo encapotado y atravesado por vetas de un rojo candente, se distinguían las adustas siluetas de unas cuantas torres: se trataba de uno de aquellos monasterios que se habían construido suspendidos en el aire en el siglo XIV y a los que la gente de los alrededores habían bautizado con el nombre de meteora.
Rocas colgantes…
Existían un total de veintitrés monasterios semejantes, que abarcaban aquellas tierras desde las cimas peladas de las montañas. Para no ser molestados y poder dedicarse con toda el alma a la contemplación, algunos monjes habían optado por ese exilio voluntario que les permitía estar más cerca del cielo. Pero, evidentemente, los monasterios de Meteora también habían sido un escondite ideal.
Después de que los monjes fueran abandonando sus solitarias residencias, se habían convertido en refugio de fugitivos de la justicia y de salteadores de caminos, y los guerrilleros griegos los habían utilizado de base durante las luchas por Tesalia. Por lo visto, la Hermandad del Uniojo también había descubierto las ventajas que ofrecía un lugar tan retirado y prácticamente inexpugnable.
—Está impresionada —señaló con una sonrisa burlona Cranston, que había detenido su caballo junto a ella.
Sarah negó con la cabeza.
—Espere y verá —le recomendó displicente el médico—. Pronto estará muy impresionada…
Se llevó la mano a la pistolera que llevaba sujeta al cinto, la abrió, desenfundó la pistola del ejército y disparó al aire. El tiro resonó como un latigazo por los campos y rebotó en los farallones circundantes. Al poco, Sarah vio que, muy por encima de sus cabezas, algo se soltaba de debajo del tejado de una torre cuadrada y bajaba lentamente. A medida que se acercaba, se iba distinguiendo más claramente que se trataba de una cesta envuelta en una red, que colgaba de una soga del grosor de un brazo y que probablemente suponía la única posibilidad de subir a lo alto de forma medianamente cómoda.
—Un elevador —explicó Cranston innecesariamente—. Sumamente primitivo, pero muy útil.
Una vez más, Sarah lo dejó sin respuesta. No le apetecía admirar los monumentos de la zona. Esperó inmóvil a que la desataran de la silla y bajó de la montura deslizándose a un lado. Una mirada a Polifemo le reveló que el cíclope estaba tan agotado como ella; con todo, la mirada que le devolvió desde su único ojo parecía querer transmitirle consuelo y esperanza: dos cosas que Sarah había perdido en algún sitio durante la larga cabalgada…
La red llegó al suelo. Dos hombres de Cranston la agarraron por el gancho y la abrieron para poder entrar en la cesta con forma de gota. Cranston fue el primero, seguido por Sarah, a la que empujaron dentro rudamente. Tropezó y se hubiera caído de no ser porque pudo agarrarse a la tosca malla. La acompañaron dos de los hombres, de quienes Sarah ya no era capaz de decir si se trataba de soldados turcos comprados o de asesinos contratados por la Hermandad. Probablemente eran una mezcla de ambas cosas.
Volvieron a enganchar la red, la cuerda se tensó y la cesta se elevó del suelo.
—Fascinante, ¿verdad? —preguntó Cranston mientras ascendían colgando junto a la escarpada roca, envueltos por un tejido de malla basto que partía la luz rojiza del atardecer en tallos refulgentes—. Todo lo necesario tiene que subirse de esta manera: personas, material, provisiones, incluso los animales. ¿Ha visto alguna vez un caballo colgando en el aire? Una visión edificante, se lo aseguro.
Sarah no atendía a su perorata. Dirigía la mirada hacia el sur, a la vasta llanura que se extendía hacia allí y que se perdía en las brumas del crepúsculo. A medida que ascendían, el viento arreciaba y se volvía más frío. Ráfagas de aire gélido circulaban por la pared de roca, arrastraban la red y la hacían bascular. Los hombres de Cranston reaccionaron emitiendo gritos sordos.
—Controlaos, ¡timoratos! —los amonestó el médico—. ¿Qué pensará de vosotros lady Kincaid? ¿O a usted tampoco le sienta bien el paseo, mylady?
Se había fijado en que el semblante de Sarah había ido palideciendo desde que se habían elevado del suelo. La joven había cometido el error de mirar abajo a través de la red y, al no ver sino el vacío más absoluto, el mareo que ya sentía aumentó casi hasta el infinito.
Tuvo que contenerse para no vomitar otra vez. Cerró los ojos y pensó en otro sitio, en un lugar muy lejano, lo cual arrancó una risa maliciosa a Cranston.
—Como médico —dijo serenamente—, puedo asegurarle que apenas notaría algo al chocar contra el suelo si la cuerda cediera. ¿Le sirve de consuelo?
Sarah no escuchaba. Para tranquilizarse y volver a ser dueña de sí misma, recurrió a un ritual que le había enseñado el viejo Gardiner y que era casi tan antiguo como la humanidad: rezó una oración. Una súplica breve e informal, en la que pedía perdón por su arrogancia, por su soberbia y por todas las vidas humanas que cargaba en su conciencia.
Se preguntó por qué no había hecho caso de las advertencias de Hingis. ¿Por qué no había dado media vuelta cuando aún estaba a tiempo? Ahora, su amigo estaba muerto, igual que Du Gard y su padre. Y ya no había esperanza para Kamal, que se encontraba en la lejana Salónica. Una vez más se había confirmado la vieja norma de que todos los que tenían vínculos con ella lo pagaban con la muerte. Era como una maldición que pesaba sobre ella y de la que no era fácil deshacerse…
El temerario recorrido tocaba a su fin. Divisaron los viejos edificios del monasterio, parcialmente derruidos, y se deslizaron pegados al muro de la torre debajo de cuyo tejado estaba instalado el brazo de madera por donde corría la cuerda. Cinco hombres, nada menos, se ocupaban de accionar el sistema de poleas que recuperaban o soltaban cuerda, y el trayecto terminó con un fuerte chirrido.
Se les acercaron unos hombres vestidos con bombachos y túnicas de color negro, que también llevaban turbantes negros. Sin duda eran esbirros del Uniojo, puesto que también vestían así los guerreros con los que Sarah se las había tenido en la búsqueda del fuego de Ra. Hacía mucho de aquello, y en ese momento a la joven le dio la impresión de que jamás había ocurrido…
No ofreció resistencia cuando abrieron la red y la empujaron fuera. De inmediato se presentaron dos hombres armados para vigilarla mientras volvían a bajar la red.
—Un escondite ideal, ¿no? —preguntó Cranston buscando su aprobación. Se había acercado al ventanal y paseaba la mirada por los extensos campos sumidos en la oscuridad—. ¿A quién se le ocurriría buscarnos aquí?
—Sí —dijo Sarah quedamente—, a quién.
—Sinceramente —señaló el médico volviéndose hacia ella—, nunca pensé que fuera tan mala perdedora. Tómeme como ejemplo y véalo como un desafío deportivo. A veces atrapamos al zorro, a veces se nos escapa. Así es la caza. Tally-ho.
Sarah levantó la vista y le dirigió una mirada cargada de odio desde su rostro ojeroso, que permitía intuir lo mal que se encontraba.
—Es usted un idiota, Cranston —certificó con voz apagada, pero firme—. Su «desafío deportivo» les ha costado la vida a unos buenos hombres. Y por lo que respecta a Kamal…
—Espere y verá —le recomendó el médico—. Ya le he dicho que quedará impresionada.
—¿Con qué?
—Ya se lo he dicho: espere y verá.
Puesto que no parecía dispuesto a añadir nada más y ella no tenía ánimos ni paciencia para seguir insistiendo, Sarah se calló y decidió esperar. Pasaron unos minutos hasta que volvieron a soltar la cuerda y a recogerla. Esta vez, dentro de la cesta iba Polifemo en compañía de dos guardias.
Para evitar que ofreciera resistencia, lo habían atado de pies y manos con cadenas. Sin embargo, el estado en que se encontraba el cíclope demostraba que no habría hecho falta encadenarlo: estaba físicamente hundido y su ojo miraba abatido. La marcha de dos días por las montañas había agotado sus energías y había provocado que su rostro deforme y desfigurado por el fuego tuviera un aspecto aún más grotesco. Parecía incapaz de moverse por sus propias fuerzas.
Cuando sus verdugos le ordenaron a punta de fusil que saliera de la red, lo hizo arrastrándose de cuatro patas. Sarah quiso acudir en su ayuda, pero los hombres que la vigilaban se lo impidieron. Le dirigió una mirada tan furiosa a Cranston, que el médico les indicó que se lo permitieran. Sarah se precipitó hacia el cíclope que tantas veces la había protegido y le había salvado la vida, y lo ayudó tanto como le permitieron sus propias ataduras. Apoyándose en ella, el titán se puso torpemente en pie. Respiraba jadeando entre estertores y no estaba en condiciones de hablar.
—Una imagen digna de atención —comentó Cranston con toda la malicia—. La bella y la bestia. Casi como en el cuento, aunque mucho me temo que para ustedes dos no habrá un final feliz…
Dio media vuelta indicando a los prisioneros que lo siguieran. Escoltados por los guardias, Sarah y Polifemo salieron de la torre del elevador a través de un paso estrecho. Después de subir unos cuantos escalones llegaron a un corredor en el que, a ambos lados, había puertas de baja altura. Antiguamente debieron de ser las celdas de los monjes, pero ahora servían de acuartelamiento a los esbirros de la Hermandad.
Al final del corredor llegaron a una puerta que daba al hueco de una escalera. Subieron al primer piso, donde se hallaba el refectorio del antiguo monasterio, el lugar donde los monjes acudían para celebrar las comidas y las reuniones, y que constituía, junto con la iglesia, el centro de todo el convento.
El refectorio era una sala amplia y de techo bajo, comparativamente, soportado por vigas de madera oscuras. Tenía ventanas en tres laterales, dos de las cuales daban a patios interiores, en tanto que la tercera miraba hacia el abismo que se extendía más allá de los muros del monasterio. Sarah se fijó en que había empezado a llover. La tierra se cubrió con un manto gris y un fuerte viento sacudía el cristal de las ventanas.
El refectorio estaba amueblado con una larga mesa rodeada de sillas, que parecía muy antigua. En un extremo había una silla más alta, adornada con tallas preciosas, que antiguamente ocupaba el abad.
Cuando los prisioneros entraron en el refectorio se sorprendieron al ver sentada en aquella silla a una persona que parecía esperarlos…
—Bienvenidos a Meteora —saludó Ludmilla de Czerny con una sonrisa falsa—. Volvemos a vernos, ¿no?
—Es obvio —contestó únicamente Sarah.
—¿Qué opinas de nuestro escondite? —preguntó la condesa.
—Diría que encaja muy bien con usted.
—Dicen que los monasterios de Meteora fueron construidos en tiempos remotos con la ayuda de dragones que estaban al servicio de los monjes y los subieron por las paredes de roca —explicó imperturbable la condesa.
—Bueno —dijo Sarah, mordaz—, por lo visto, uno de esos dragones ha sobrevivido todo este tiempo, ¿no?
Aunque el comentario iba por ella, Ludmilla de Czerny soltó una sonora carcajada que, sin embargo, sonó un poco forzada.
—Despotrica cuanto quieras, hermana —replicó—. Eso no cambia el hecho de que yo he ganado.
—¿Dónde está Kamal? —inquirió Sarah.
—Adivina —dijo la condesa con sarcasmo.
—No tengo ganas de jueguecitos —masculló Sarah—. Habíamos hecho un trato…
—¡Que tú rompiste al destruir la fuente de la vida! —exclamó Ludmilla, que se levantó enfurecida.
—No fue ella. —Polifemo dejó oír su voz, esforzándose por erguir su cuerpo encorvado—. Fui yo. La culpa es mía.
—De ti ya me ocuparé a su debido tiempo, traidor —le comunicó secamente—. Por si no bastaba con que hubieras engañado a la Hermandad y te hubieras vuelto contra ella, has matado a uno de tus hermanos.
—¿Y? —replicó Polifemo, con más pena que despecho en la voz—. Para él fue una liberación. Mejor muerto que ser un eterno esclavo.
—Deberías pensar en esas palabras cuando te arrojemos por el precipicio —contestó la condesa hostilmente—. Mereces morir diez veces. El único motivo por el que aún sigues con vida es…
Se interrumpió como si en ese mismo instante hubiera sido consciente de que debía preservar un secreto. Su enfado se esfumó y se transformó en una amplia sonrisa, tan forzada como malévola.
—Habéis hecho todo lo posible por desbaratar nuestros planes, pero no lo habéis conseguido. Y ahora somos nosotros los que tenemos en nuestro poder el agua de la vida.
—El agua de la vida era para Kamal —protestó Sarah—. Es su única esperanza de curación.
—Era su única esperanza de curación —puntualizó la condesa con voz ronca.
—¿Significa eso que…? —se oyó decir Sarah.
—Vive —contestó Ludmilla de Czerny, aparentemente sin emoción alguna—. Se encuentra en fase de mejoría.
—Pero ¿cómo…?
—Has interpretado mal nuestras intenciones desde el principio —señaló la condesa—. Matar a Kamal nunca formó parte de nuestros planes.
—Vive —murmuró Sarah, que apenas podía contener su dicha en ese momento—. Está bien…
—En efecto.
—¿Dónde está?
—No muy lejos.
—¿Aquí? ¿En el monasterio?
—Es posible.
—Quiero verlo —exigió Sarah—. ¡Ahora mismo!
—Después —rehusó la condesa—. Puede que te cueste comprenderlo, pero tú no impones las reglas, las impongo yo. Y yo digo que verás al príncipe de tus sueños cuando yo lo permita.
—Pero yo…
—¡Después! —vociferó la condesa, ahogándole la voz, y sus ojos esmeralda brillaron como si quisieran fulminarla con la mirada.
—¡Víbora! —masculló Sarah.
—¿Tú me llamas víbora? —Ludmilla de Czerny enarcó sus finas cejas—. Precisamente tú, que te has creído con derecho a la mentira y la traición. Pero esta vez tus intrigas no surtirán efecto porque, para llevar a cabo nuestros planes, no necesitamos más elixir de la vida del que contiene la cantimplora.
—¿Qué planes? —inquirió Sarah—. ¿Qué se proponen hacer con el elixir? ¿Pretenden sacarle partido utilizándolo como pócima mortal, igual que hizo antiguamente Arsínoe?
—Arsínoe —repitió la condesa—. Es divertido lo poco que sabes. Y también es espantoso. Gardiner Kincaid fue un mal maestro.
—Fue el mejor maestro que nadie pueda imaginar —contestó Sarah con determinación.
—Entonces me pregunto por qué no te habló de las cuestiones importantes —comentó la condesa con lengua afilada, y Sarah no conocía la respuesta a esa pregunta—. Es evidente que sigues sin comprender que nunca ha existido más elixir que este, que no hay uno que da la vida y otro que la arrebata.
—¿Cómo es posible? —preguntó Sarah—. Algunas personas murieron después de haber bebido…
—Cierto. Con la primera toma se cae en una parálisis parecida a la muerte, pero no se pierde la vida. Una fiebre misteriosa se apodera del cuerpo y del espíritu, y solo puede curarse tomando el agua de nuevo.
—¿Por qué iba nadie a hacer eso?
—Muy sencillo, porque tomar el elixir brinda el don de la profecía. Se empiezan a ver cosas que ocurrieron en el pasado o que podrían ocurrir algún día, en un futuro lejano.
—¿De eso se trataba? —preguntó incrédula Sarah—. Quieren utilizar el elixir para ver el futuro…
La condesa no dio a entender si la suposición de Sarah era acertada.
—El don tiene un precio —prosiguió impasible—. Porque quien toma el elixir de la vida renace en cierto modo y, como consecuencia, no recuerda nada de lo ocurrido antes de su curación. ¿Te suena?
—La época oscura —dijo inconscientemente Sarah, espantada, pues en ese momento comenzó a intuir por qué no podía recordar nada de su temprana infancia…
—Vaya. —La condesa frunció los labios fingiendo aprobación—. Empiezas a utilizar la cabeza. Tú también caíste en aquella parálisis, Sarah Kincaid, y te curaste al tomar el elixir, con el resultado de que no podías recordar nada de lo que había ocurrido hasta entonces.
—¿Qué… significa eso? —preguntó confundida Sarah.
Por muy consternada que se sintiera viendo que su enemiga conocía su secreto más íntimo, estaba mucho más espantada por lo que eso podía significar en relación a Kamal…
—¿Tú qué crees? Yo te lo diré: significa que el príncipe de tus sueños no recuerda nada desde que despertó. No sabe cuál es su origen ni se acuerda de lo que sucedió en La Sombra de Thot… Y tú, hermana, solo eres una desconocida para él.
—¡No! —gritó Sarah horrorizada.
—No sabe nada de ti ni de lo que ocurrió entre vosotros. Y nos hemos ocupado de que no quedara nada que pudiera refrescarle la memoria.
—¿Por eso destruyeron Kincaid Manor?
—Exacto.
—Por lo visto —murmuró Sarah, estremecida— han pensado en todo. Pero su plan no saldrá bien —añadió con terquedad.
—¿No? ¿Y por qué no?
—Puede que la época oscura impida que Kamal se acuerde de mí —dijo convencida Sarah—, pero recordará lo que sentía.
—Claro —admitió la condesa—. Pero el pobre Kamal, cómo lo diría, curiosamente se ha dejado llevar por la idea de que yo soy la mujer por la que alberga toda esa pasión.
—¿Qué? —gimió Sarah.
—Muy sencillo, hermana —la informó, mirándola con desdén—. Kamal ya no es tu amante, sino el mío. Y gracias al elixir que tú has conseguido, cree que siempre ha sido así.
—¡No! —exclamó Sarah, horrorizada, sacudiendo la cabeza y tirando con furia de sus ataduras—. ¡No es verdad! No puede ser…
—¿Ya lo has olvidado? Cuando tú despertaste de la fiebre oscura, tampoco recordabas nada. Atemorizada e insegura, estuviste dispuesta a reconocer a tu padre en el primer desconocido que te abrió su corazón, y el viejo Gardiner Kincaid era tanto tu padre como Kamal mi amor. Pero ¿a quién le interesa la verdad cuando hay sentimientos en juego? La gente cree lo que quiere creer, así ha sido siempre, ¿no?
La condesa echó atrás la cabeza y soltó una carcajada tan sonora que retumbó en el techo de baja altura. Sarah, en cambio, notó que la sangre le bajaba a los talones y de repente le costó horrores mantenerse en pie. Luchó con todas sus fuerzas contra el desvanecimiento que amenazaba con apoderarse de ella.
A una orden de Ludmilla de Czerny, los guardianes se acercaron, agarraron a los dos prisioneros y se los llevaron hacia un destino incierto.