8
—¿Dónde está?
Una vez y otra la misma pregunta, que resonaba como un eco en la mente de Pericles, pero él continuaba negándose con todas sus fuerzas a contestar.
—No… sé —replicó con voz ronca mientras el olor acre a carne quemada le subía por la nariz.
Su carne…
Habían clavado cuatro estacas en el suelo, donde le habían atado los pies y las manos. Al principio se habían contentado con torturarlo a patadas y puñetazos, y había oído cómo sus costillas se rompían una tras otra con los brutales golpes, pero no había rebelado nada.
Luego le habían arrancado la camisa y habían empezado a cortarle la piel con un cuchillo y a echarle sal en las heridas abiertas. Y aunque el dolor había sido terrible y casi lo había vuelto loco, había continuado sin romper su silencio. A continuación, los torturadores habían cambiado de método y le habían enseñado lo que era el auténtico martirio…
—Te lo preguntaré por última vez. —El macedonio oyó planear sobre él como un mal augurio la voz del coronel, y mantuvo los ojos cerrados para no tener que ver las malvadas sonrisas que se dibujaban en los rostros de sus verdugos—. ¿Dónde está Sarah Kincaid?
—No… lo… sé —repitió por enésima vez, y tuvo la sensación de que estallaba de dolor cuando el acero al rojo vivo volvió a devorarle una vez más la piel del rostro. El macedonio lanzó un alarido y el horror desmesurado que sintió lo obligó a abrir los ojos.
—No dejes que pruebe con tu vista —le insistió el coronel—. ¿O quieres saber qué se siente cuando el acero candente penetra en el ojo? ¿Cómo lentamente…?
—No —murmuró Pericles de manera casi inaudible.
—¿Qué has dicho?
—No —repitió el macedonio, esta vez en voz más alta, seguido de un nuevo alarido cuando el acero candente le hirió la oreja derecha.
—Entonces contesta de una vez a mi pregunta —exigió el coronel sin compasión, y Pericles rompió su silencio.
Cerbero le lanzaba aullidos ensordecedores desde sus múltiples fauces.
Sarah estaba paralizada de terror, el miedo más oscuro le había invadido el alma. Quieta y con los ojos muy abiertos, miraba a aquella criatura gigantesca cuyo aliento sulfuroso casi la privaba de los sentidos. El can exhalaba vaho por la nariz, tenía espuma en el hocico y enseñaba sus dientes amarillos.
—No —fue lo único que consiguió decir la joven—. No, por favor…
Su ruego no se dirigía tanto a la bestia como a la realidad, a las verdades a las que hasta entonces se había aferrado Sarah y que afirmaban que no podía existir una criatura como aquella. Sin embargo, tenía delante a Cerbero, que era como lo había descrito Friedrich Hingis, ¡y tan real como ella misma!
Las terroríficas cabezas oscilaban a un lado y a otro delante de ella, mientras los ojos amarillos seguían mirándola fijamente. Algo en su interior la impelía a apartarse y emprender la huida, pero no estaba en condiciones ni siquiera de eso: lo que veía era demasiado aterrador y fascinante a un tiempo. Cerbero, un monstruo de la mitología, existía en verdad, aunque solo fuera allí, en aquella cueva antiquísima…
Esa idea le llamó la atención, pues planteaba algunas preguntas: ¿Cómo había conseguido aquella criatura sobrevivir durante tanto tiempo? ¿De qué se había alimentado a lo largo de los milenios? Bien tendría que haber salido de su escondrijo subterráneo para buscar presas. ¿Cómo era posible que el mundo no supiera nada de ella?
En la mente de Sarah comenzaron a germinar las dudas, que instantáneamente se condensaron en los ojos de la criatura, en los que ya no ardían el odio ciego y la sed de sangre. El brillo de maldad parecía haberse apagado y, como si la razón fuera un arma que la bestia temía, ¡el can retrocedió!
Sarah levantó la antorcha, que había mantenido inmóvil en la mano, y la ondeó, pero el monstruo no reaccionó. Con cada nueva duda, con cada nueva reflexión que a Sarah se le ocurría y que la acercaba un paso hacia la conclusión de que una criatura como aquella contravenía todas las leyes de la naturaleza y del Cielo y, por lo tanto, no podía existir, Cerbero parecía perder tamaño y fuerza.
—Me tienes miedo —afirmó con una mezcla de alivio y desconcierto mientras observaba cómo el monstruo se volvía traslúcido delante de sus ojos y empezaba a desvanecerse. Y Sarah comprendió finalmente.
Por mucho terror que pudiera inspirar, Cerbero era simplemente una aparición, una alucinación provocada por los propios miedos. Por eso la criatura tenía el aspecto que Hingis le había descrito: ¡porque se alimentaba de sus recuerdos!
—Desaparece —gritó Sarah—. No existes, o sea que haz el favor de esfumarte, ¿me oyes…?
La aparición le hizo el favor.
Cerbero intentó luchar contra su destino una vez más y se levantó sobre sus patas traseras enseñando los dientes como si pensara abalanzarse de inmediato sobre Sarah. Pero, puesto que la joven no cedió al miedo y se aferró al raciocinio, la visión se desvaneció y se esfumó ante sus ojos. Atrás solo quedó el hedor del azufre y Sarah comprendió que Cerbero no era el origen del penetrante olor que se condensaba en unos vapores amarillentos. Más bien ocurría al revés…
Entonces notó que le dolían las sienes. Estaba mareada y sentía debilidad en las piernas: síntomas incontestables de envenenamiento. Cogió a toda prisa el pañuelo que llevaba atado al cuello, lo humedeció con los últimos restos de agua de la cantimplora y se lo frotó varias veces en la boca y la nariz con la esperanza de poder filtrar un poco el aire. Todavía no había averiguado el secreto de la cueva subterránea.
Tenía que continuar.
A cualquier precio…
Con la antorcha en la mano, retomó el camino que la conducía hacia el fondo de la bóveda subterránea. Del techo colgaban enormes estalactitas que se debían de haber formado a lo largo de milenios. En el suelo de piedra, a menudo crecían estalagmitas que se habían unido con aquellas en algunos puntos y habían formado columnas del grosor de un árbol que parecían soportar el techo de la cueva. La roca era de color amarillento, verde y violeta: minerales que contenía la piedra y habían sido erosionados por el agua que se filtraba.
A pesar de taparse la cara con el pañuelo, Sarah empezó a notar los efectos de los vapores. La invadía un profundo cansancio y le costaba concentrarse. No obstante, siguió avanzando a duras penas, tambaleándose de columna en columna y apoyándose en ellas. Finalmente, cuando ya no contaba con ello y empezaba a sucumbir a una indiferencia letal, ¡llegó al destino de su viaje!
Desde que partió de Londres, Sarah no se había hecho una imagen clara de lo que realmente buscaba. Un remedio para Kamal, un agua milagrosa, un elixir de la vida, todas esas denominaciones eran acertadas. Sin embargo, no sabía en qué tenía que fijarse exactamente. Siempre había albergado la esperanza de que la sorprendería una chispa de lucidez en el instante en que llegara al objetivo de su búsqueda, y ese momento había llegado.
Con una exclamación de sorpresa, Sarah salió del laberinto de estalactitas y estalagmitas y se encontró a orillas de un lago subterráneo. La luz de la antorcha solo alumbraba unos pocos metros en el aire preñado de vapores, con lo cual no se podían avistar las dimensiones del lago. No obstante, el origen de los vapores tóxicos estaba claro, lo cual permitía deducir que se trataba de fuentes termales. Los minerales que contenía el agua y que le prestaban una consistencia turbia, casi lechosa, parecían proceder de las estalactitas que saturaban el techo de la cueva.
Mientras se le nublaban cada vez más los sentidos, Sarah pensó que todo guardaba relación. El agua del Aqueronte nutría la laguna de Aquerusia, cuyas aguas se filtraban a través de varias capas de roca y formaban una cantidad impresionante de estalactitas en las profundidades. Por un capricho de la naturaleza (¿o se escondía algo más detrás?), estas se encontraban sobre una fuente termal que absorbía los minerales y originaba lo que antiguamente llamaban hydor bíou, el agua de la vida. Un cúmulo de circunstancias únicas que solo se daban allí.
—Solo aquí —susurró Sarah haciéndose eco de sus pensamientos—, la fuente de la vida…
Con una disciplina de hierro, se obligó a mantenerse en pie. Sus movimientos se tornaban cada vez más vagos e imprecisos, debía apresurarse. Empleando toda la capacidad de concentración que le quedaba, consiguió sacar la cantimplora que llevaba en el cinto y desenroscar el tapón. Con la antorcha en una mano y la cantimplora en la otra, Sarah se tambaleó hasta la orilla y se arrodilló torpemente. Luego estiró la mano y sumergió la cantimplora. El agua estaba caliente, pero no quemaba; la temperatura era agradable. Sarah observó con la mirada perdida cómo aparecían las burbujas y la cantimplora se llenaba.
—Vraiment, no pensaba que volvería a verte tan pronto, chérie…
Espantada, la joven contuvo el aliento y levantó la vista: ya no estaba sola. A su lado había aparecido una figura sin volumen, tan solo con contorno, una sombra viviente sin rostro. Sin embargo, Sarah había reconocido su voz…
—Vete —masculló mientras sacaba la cantimplora del agua e intentaba cerrarla con mano temblorosa—. No eres real…
—Au contraire, ma chère! Soy tan real como se puede ser… Tú, en cambio, pronto dejarás de existir, n’est ce pas?
—¿Por qué dices eso, Maurice?
—Pourquoi pas? Porque es verdad. Te has acercado demasiadas veces a la frontera entre la vida y la muerte y has echado una mirada al otro lado… Ahora la cruzarás.
—¡Pero no debo morir! Kamal necesita mi ayuda…
—¿Kamal? —La sombra de Du Gard se echó a reír—. ¿Aún no lo has comprendido? Tu príncipe del desierto ya no te necesita. Ha encontrado otros brazos donde consolarse. Otro corazón que lo conforta…
La silueta señaló hacia el lago, donde empezó a formarse una imagen.
—Kamal —murmuró Sarah al ver a su amado tendido inmóvil sobre una litera.
Un instante después apareció otra figura que se inclinó sobre él y lo besó en la frente y en los ojos, igual que siempre hacía ella. Acto seguido, aquel personaje levantó la vista y miró directamente a Sarah mientras una sonrisa malvada se dibujaba en su semblante pálido… Y Sarah reconoció con un grito de espanto a la condesa de Czerny…
—¡No! —rugió, y la imagen se desvaneció. En cambio, la sombra continuaba a su lado.
—Si eres sincera contigo misma, admitirás que siempre has sabido que eso ocurriría —dijo la sombra, aunque con otra voz, en la que Sarah reconoció para mayor espanto la de Gardiner Kincaid—. Sois demasiado parecidas para no sentir lo mismo por Kamal.
—Padre —dijo la joven intentando levantarse, pero las piernas le fallaron y sintió un malestar que superaba con creces lo que había soportado hasta entonces.
—¿Soy yo tu padre? —replicó el viejo Gardiner—. ¿O no lo soy? Las palabras de Laydon te hacen dudar, ¿no es cierto?
—S… sí —respondió Sarah entre arcadas.
—Vuelves a engañarte. No albergas esa duda en tu corazón desde hace poco, sino desde mucho tiempo atrás. Su origen está allí donde tus recuerdos no alcanzan, Sarah. En aquel periodo de tu vida que permanece tras el velo del olvido…
—La… época oscura —balbuceó Sarah, y vomitó.
El frugal desayuno que había tomado, consistente en bayas silvestres que Pericles había recolectado para ella, salió por su boca mientras el estómago se le contraía una y otra vez. Apoyada sobre los codos, se doblaba en el suelo en medio del vómito.
Se obligó con todas sus fuerzas a levantar la vista, pero la sombra del viejo Gardiner, que había abandonado el reino de los muertos para hablar con ella, había desaparecido. A cambio, Sarah tuvo otra visión y, por primera vez en la vida, le dio la impresión de que el velo negro del olvido que se había extendido sobre su pasado se levantaba.
En los sueños que la habían perseguido desde la muerte del viejo Gardiner, había oído voces sordas y había percibido imágenes borrosas y olores imprecisos. Sin embargo, en aquel momento los vapores que se extendían sobre el lago adoptaron forma y color, y Sarah vio con los ojos enrojecidos los muros de una vieja fortaleza que destacaba sobre las montañas en un lugar remoto. Un canto suave y un olor exótico llenaron el aire y, de repente, como si quien hablaba estuviera delante de ella, Sarah oyó una voz.
—Eres tú —le susurró.
Entonces Sarah perdió el sentido.
De un momento a otro se desmayó. La antorcha que había sujetado a duras penas se desplomó hacia delante, cayó en el agua y se apagó con un siseo.
La cueva se hundió en una oscuridad total que pareció devorarlo todo, incluida la joven inglesa que había partido en busca del agua de la vida como tantos otros antes.
Sarah yacía inmóvil, envuelta en una noche siniestra. No oyó el rumor de los pasos que se acercaban ni vio el brillo amarillento de la antorcha.
No notó nada cuando unas garras toscas la agarraron y se la llevaron sin esfuerzo hacia la salida, y no oyó nada cuando en las profundidades de la colina se produjo una explosión sorda que cerró para siempre el acceso a la fuente de la vida.