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DIARIO DE VIAJE DE SARAH KINCAID
Seguimos el curso del Aqueronte. Al otro lado de los profundos despeñaderos que se abren a los pies del Tomaros, el río se ensancha y se dirige hacia terrenos más apacibles y hacia el sector que recibe el nombre de «fuentes del Aqueronte». Si bien, según la leyenda, allí no hay ninguna entrada a los infiernos, el agua que mana procede de afluentes subterráneos del Hades y tiene una composición peculiar.
Qué no daría por disponer todavía de mi laboratorio en miniatura: ¡con su ayuda podría comprobar fácilmente el contenido de verdad que entrañan esas afirmaciones! Sin embargo, puesto que me han despojado de tal posibilidad, no nos queda más remedio que seguir el curso el río y mantener los ojos bien abiertos con todo lo que nos llame en cierto modo la atención. Avanzamos en dirección suroeste y nos acercamos a la llanura que se extiende hasta el mar y donde está situada la laguna Aquerusia…
6 DE NOVIEMBRE
A falta de caballos, hemos hecho de la capa un sayo y le hemos comprado un bote a un pescador que vive en la ribera del río: una barca vieja y carcomida que seguramente no está en condiciones de llevar a su tripulación a alta mar, pero que a nosotros nos rinde un servicio eficaz.
Llevados por la corriente, avanzamos muy deprisa. Ya puedo ver en la lejanía, entre las copas rojizas y anaranjadas de los árboles, la superficie brillante y azul de la laguna, a la que llegaremos antes de que caiga la noche. En su extremo oeste se encuentra el pueblo de Mesopotamos, cerca del cual se supone que se hallan las ruinas de la antigua ciudad de Éfira. Nuestro objetivo es buscar y encontrar el oráculo de los muertos, que quizá nos dará las respuestas que hemos buscado en vano hasta ahora…
LAGUNA AQUERUSIA, 7 DE NOVIEMBRE DE 1884
Al alba, la quilla de la barca llegó a la orilla oeste de la laguna y tocó fondo entre crujidos.
Sarah y Pericles habían subido a la embarcación con las primeras luces del día y habían cruzado la gran superficie de agua que se extendía en medio de la llanura y parecía un gran espejo reluciente. El tono gris de las nubes y el azul gélido del cielo se reflejaban en la laguna, rodeados por el color marrón salpicado de rojo de los árboles y el blanco lejano de las montañas. Sobre el agua se levantaba la bruma, que avanzaba formando retazos de un blanco lechoso y caía sobre la orilla como un manto lúgubre. Además, reinaba un silencio fantasmagórico; ni siquiera se oía el gorjeo de los pájaros. Sarah pensó que así había imaginado siempre la entrada del Hades…
Recordaba muy bien las historias que su padre le había contado cuando aún era una niña: leyendas de grandes héroes que se habían enfrentado a los horrores de los infiernos para liberar a sus amadas o pedir consejo a las sombras del más allá. Sarah era incapaz de explicar por qué esas historias siempre la habían fascinado tanto. Había algo en ellas que la cautivaba misteriosamente.
Un campo de ruinas, inabarcable con la vista y cubierto de hierbas y maleza, se extendía un buen trecho tierra adentro: los restos de una población antigua. Pocas piedras se mantenían en su sitio; allá se alzaban los miserables escombros de unos muros antaño orgullosos, aquí despuntaba una torre cuadrada con robustas almenas que había sido remozada en la Edad Media y probablemente había servido de atalaya. Aparte de eso, de aquella población antaño admirable solo quedaban sillares y fragmentos de columnas desmoronados y entremezclados.
«Así pues, estas son las ruinas de Éfira», pensó Sarah.
Había leído que en la época clásica la ciudad estaba justo en la orilla. La creciente desecación había provocado que la laguna fuera cada vez más y más pequeña. Probablemente, algún día ni siquiera existiría. Éfira no se contaba entre las ciudades Estado grandes e importantes de la antigua Grecia. Lo que la había dado a conocer a todo el mundo helénico era el oráculo de la muerte, que supuestamente había sido construido por un arquitecto llamado Fidipos, artífice también de la ciudad. Asimismo, se afirmaba que este era descendiente del gran Heracles, el héroe que según la mitología había sido envenenado con agua del Aqueronte.
Esas aparentes casualidades habían despertado el interés de Sarah y la habían llevado a tomar la decisión de buscar en el mundo real lo que otros consideraban una simple leyenda…
—¿Está segura que este lugar? —preguntó Pericles poco convencido.
Habían dejado la barca en la orilla y subían por la colina a cuyos pies había estado situada la antigua población. La voz del guía se oyó extraña y sorda en la niebla; se notaba que aquel lugar no le agradaba.
—Creo que sí —asintió Sarah. Pero si prefieres dar la vuelta…
—Ochi —dijo meneando la cabeza y agarró con fuerza la cuerda que habían comprado con el bote y que llevaba sobre los hombros—. Yo quedo.
—Como quieras —aceptó Sarah.
—¿Dónde está antes oráculo de muertos?
—No lo sé.
—¿No sabe?
El guía se detuvo, atónito.
—No —contestó Sarah meneando la cabeza—. Nunca se han realizado excavaciones por aquí.
—¡Entonces no sabe dónde usted busca! —Hizo un gesto con la mano que abarcó la inmensa zona cubierta de hierbas, un auténtico laberinto de piedras caídas y disgregadas—. Busca durará siempre.
—No creo —replicó Sarah.
—Pero si no pistas…
—Hay pistas, pero no proceden de los investigadores de nuestra época, sino de los geógrafos clásicos, desde las obras de Eratóstenes, de Hiparco o de Posidonio, de Claudio Ptolomeo o de Marino de Tiro, hasta la Geographica de Estrabón.
—¿Todos esos libros leído? —preguntó Pericles con asombro.
—Muy pocos, la mayoría no se han conservado.
—Giatí? —preguntó el macedonio—. ¿Por qué?
—Porque algunos poderes han hecho todo lo posible por impedir que aquel saber perdurara en el tiempo.
—Entonces ¿cómo sabe?
—Gracias a traducciones y resúmenes —explicó Sarah mientras proseguía la ascensión—. Estuve investigando en Praga y encontré manuscritos medievales que contenían fragmentos de esas obras y también datos sobre Éfira. No daban mucho de sí, pero hallé algunas pistas.
—¿Cuáles?
—Por un lado, averigüé que la entrada del oráculo de la muerte estaba antiguamente en una isla situada a unos quinientos metros al este de la ciudad.
—¿Una isla? —Pericles la miró plagado de dudas—. ¿Y por qué vamos en tierra?
—Porque en aquella época la laguna era mucho más grande que ahora —contestó simplemente Sarah—. Lo que antes fue una isla, actualmente es una colina.
—Comprendo —asintió el macedonio—. Pero muchas colinas…
—Por otro lado —prosiguió Sarah—, hay que saber que, en sus inicios, el cristianismo se apropió con frecuencia de antiguas costumbres paganas, adoptando las fechas de las fiestas o construyendo iglesias en los antiguos lugares de culto.
—¿Y? —preguntó el guía.
—Mira —dijo Sarah señalando la cima de la colina que estaban a punto de coronar.
Pericles lanzó un leve silbido al ver los restos de una iglesia construida en estilo bizantino.
—¿Quiere decir…? —preguntó con los ojos abiertos como platos debido al asombro.
—Exacto —se limitó a contestar Sarah mientras se acercaba a la iglesia.
El atrio, que miraba al oeste como era habitual en los templos bizantinos, se había hundido, pero el presbiterio de cúpula octogonal parecía haberse conservado en gran parte. Los muros en ruinas que lo circundaban permitían deducir que aquella iglesia había sido anteriormente el katholikon de un monasterio que se habría edificado en aquel lugar hacía mil años o incluso más.
Sarah ya se había fijado durante la ascensión en la característica cúpula. Le había parecido raro que los monjes se hubieran instalado precisamente allí y por eso había dirigido sus pasos hacía aquel lugar. Si sus suposiciones eran correctas o no, aún estaba por demostrar.
Le hizo una señal a Pericles indicándole que se quedara mientras ella entraba en el nártex[7] desmoronado y lo cruzaba. Era un milagro que la iglesia aún tuviera puertas, aunque estuvieran resquebrajadas y medio podridas y colgaran torcidas en los goznes. Sarah empujó una y consiguió entreabrirla lo suficiente para poder deslizarse por ella. Un instante después, se encontró en el interior crepuscular de la iglesia, que todavía imponía respeto después de tanto tiempo.
Dentro de aquellos muros consagrados reinaba un silencio absoluto. El sanctasanctórum había sido trasladado hacía muchos años a otro lugar y las velas se habían apagado mucho tiempo atrás. Los frescos de las altas paredes y del techo, sostenido por cuatro columnas, estaban destrozados en gran parte y apenas podía reconocerse nada en ellos. La iglesia solo estaba iluminada por la luz mortecina que caía a través de las ventanas redondas y atravesaba la penumbra en diagonal. Con todo, la dignidad y la majestuosidad de aquel sitio deslumbraron a Sarah. En un gesto de respeto, se santiguó y tuvo de repente la sensación de que no estaba sola.
—¿Quién anda ahí? —preguntó una voz quebradiza a sus espaldas.
La joven se dio la vuelta, espantada.
En el presbiterio semicircular había un hombre en el que o bien no se había fijado antes o bien acababa de entrar sin hacer ruido. Llevaba un hábito marrón de monje, anudado a las caderas con una cuerda. Tenía los cabellos tan canos como la barba, que le llegaba hasta el pecho. La mirada de sus ojos era extrañamente turbia y lechosa.
—Disculpe, padre, no quería molestar —contestó Sarah.
—¿Quién eres, hija? —preguntó el viejo monje sin desviar la mirada. Al parecer, hacía mucho que había perdido la vista.
—Me llamo Sarah Kincaid.
—Tú no eres de por aquí…
—No, padre —admitió Sarah—. Vengo de muy lejos…
—¿A qué has venido?
—Busco algo, padre. Un vestigio de tiempos pasados: el oráculo de los muertos.
El anciano se estremeció.
—¿Por qué motivo? —preguntó con voz ajada.
—Para salvar una vida —contestó la joven.
—Entonces, ¿eres tú de quien habla la profecía?
Sarah no supo cómo reaccionar a la pregunta. Recordó que el rabino de Praga le había dicho algo similar, pero jamás se le habría ocurrido darse tanta importancia como para creer que ella desempeñaba algún papel en antiguos vaticinios…
—No lo sé, padre —respondió entonces evasivamente.
—Hum —murmuró el anciano, que volvió la cabeza y dio la impresión de que la miraba profundamente desde sus ojos blanquecinos—. ¿Qué buscas exactamente, hija mía? ¿Qué es lo que más ansías?
Sarah no tuvo que pensarlo mucho.
—El perdón, padre —respondió.
—Y encontrarás el perdón —replicó el monje señalando hacia el altar de piedra. Su rostro demacrado y surcado por profundas arrugas se iluminó con una sonrisa y de repente pareció tener algo familiar.
—¿Maestro Amón…? —Sarah pronunció un pensamiento que había acudido de manera espontánea a la mente.
Justo en aquel momento, la puerta de entrada crujió a sus espaldas. Se volvió y vio a Pericles, que la había seguido para comprobar que todo iba bien. Cuando la joven se volvió de nuevo, el monje había desaparecido.
—¿Padre?
Lo buscó por todas partes con la mirada y accedió al ábside, despojado de cancel seguramente desde hacía mucho tiempo. Sin embargo, no quedaba ni rastro del monje.
—Padre, ¿dónde está…?
—¿Todo bien? —preguntó Pericles, que se le había acercado con cara de preocupado.
—Por supuesto —aseguró Sarah—. Es solo que estaba hablando con un monje y…
Se interrumpió al ver que en la mirada de Pericles asomaba aún mayor confusión. ¿Podía ser que la aparición del monje hubiera sido fruto de su imaginación? ¿Que en realidad le hubiera hablado una voz interior? Por mucho que pensara en ello, era incapaz de decir en qué idioma había hablado con el anciano. Simplemente, lo había entendido…
No le agradó la idea, pero decidió llegar al fondo del asunto. Recordó que el anciano había señalado el altar y le pidió a Pericles que la ayudara. Juntos pusieron manos a la obra, ¡y consiguieron empujar el bloque de piedra!
El altar se movió palmo a palmo rechinando y dejó libre la entrada a un pozo que bajaba en vertical y donde imperaba la más absoluta negrura.
Mientras Pericles retrocedía por cautela, en el rostro de Sarah se dibujaba una sonrisa de satisfacción. Estaba segura de que había hallado lo que buscaba.
La entrada al oráculo…