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DIARIO DE VIAJE DE SARAH KINCAID

Estoy sola.

Desde nuestra dramática huida después de haber sido apresados por los soldados turcos, he perdido el contacto con Friedrich y los demás. Regresar a buscarlos sería absurdo con esta oscuridad y sumamente peligroso, por eso he decidido quedarme aquí.

Tapada con hojarasca, bien acurrucada y, aun así, helada, paso la noche más larga de mi vida. El diario que llevo conmigo es mi único consuelo y mi único compañero, aunque mis manos entumecidas por el frío apenas pueden sostener el carboncillo. A él le confío mis miedos y mis apuros mientras ansío que llegue la mañana y empiece un nuevo día para iniciar la búsqueda de mis compañeros…

GARGANTAS DEL AQUERONTE, 5 DE NOVIEMBRE DE 1884

Volvía a oírse el murmullo del río a su izquierda, lo cual significaba que estaba de nuevo cerca del claro donde la expedición había montado el campamento.

Sarah se había puesto en marcha con las primeras luces del día, después de quitarse de encima las capas de hojarasca con que se había tapado. Estaba helada y le temblaba todo el cuerpo, pero había sobrevivido tanto al cautiverio y al asalto como al frío de la noche.

Un trecho más allá, el bosque parecía aclararse. Sarah notó que se le aceleraba el pulso y aminoró la marcha. ¿Con qué se encontraría? ¿Seguirían con vida sus compañeros? ¿Habrían regresado también al campamento?

Eso esperaba…

Las hojas secas crujieron bajo sus pies mientras recorría los últimos pasos que la separaban del claro. Unos instantes después se encontraba en el descampado que ella y sus compañeros habían escogido la noche anterior para acampar y que ofrecía una imagen de terror.

El fuego había alcanzado una de las tiendas y la había calcinado; las demás estaban rajadas y ondeaban en el viento frío de la mañana. El trébode que había estado sobre la lumbre se había tumbado y el perol con el guiso se había desparramado al lado. Por todas partes había esparcidos restos de las cajas donde se guardaban las cosas de la expedición; los tubos de ensayo y los frascos de sustancias químicas estaban hechos añicos. Los salteadores se habían llevado lo que les había parecido útil, y el resto lo habían dejado atrás o lo habían destrozado. Sarah divisó en el barro, lleno de pisadas de botas, uno de sus corpiños: una visión esperpéntica. De los libros y mapas que había llevado consigo, solo quedaban retazos que el viento arrastraba por el claro.

Las pérdidas materiales y la ignorancia de los salteadores enojaron a Sarah, pero los cuerpos sin vida que yacían esparcidos por el campamento, algunos terriblemente mutilados, la estremecieron y le revolvieron el estómago vacío.

La mayoría de los cadáveres pertenecían a soldados turcos, a los que habían masacrado sin dejar a ninguno. Les habían robado las armas y también parte de la ropa y las botas, de modo que algunos estaban medio desnudos. Además, los salteadores habían cometido auténticas barbaridades con algunos cortándoles las orejas o los dedos a modo de espeluznantes trofeos. Sarah vio al sargento. Estaba tendido de espaldas sobre la hierba y, en vez de ojos, tenía dos cuencas vacías en la cara. Aunque Sarah no tenía ningún motivo para sentir compasión por quien la había martirizado, la repugnancia la convulsionó. Supuso que los enmascarados que habían hecho aquello eran guerrilleros griegos. De lo contrario, no se explicaba un odio tan desmesurado, que no se arredraba ni a la hora de profanar cadáveres.

La joven caminó tambaleándose como si estuviera en trance por el barro, que en muchos puntos estaba teñido de rojo oscuro. También había algunos kleftes entre los muertos y, a los pies de un olmo sin hojas, descubrió el cuerpo sin vida de Alexis. El cocinero tenía los ojos cerrados como si durmiera, pero la túnica empapada de sangre lo desmentía.

Sarah se acercó a él con lágrimas en los ojos.

—Yo no quería que ocurriera esto —murmuró—, yo no quería…

Un crujido en el bosque cercano le hizo aguzar el oído.

Sobresaltada, se irguió y escuchó atentamente. No oyó ningún ruido más, pero no le apetecía volver a caer prisionera. Mirando con recelo a su alrededor, se deslizó hacia los matorrales mientras, por instinto, se llevaba la mano a la pistolera.

Evidentemente, allí no encontró nada, puesto que los turcos le habían quitado tanto el revólver como el cuchillo Bowie, que ahora probablemente se encontraban en posesión de los guerrilleros.

Sarah retrocedió paso a paso con cautela. Entonces, alguien la agarró de repente por detrás. El grito que iba a lanzar se ahogó en la mano ruda que le tapó la boca y Sarah hizo lo único que se le ocurrió: lanzó los codos hacia atrás con todas sus energías, y realmente le dio a algo. Se oyó un gemido y la presión de la mano que le tapaba la boca aflojó. Entonces aprovechó para tomar impulso y dio una patada hacia atrás con todas sus fuerzas. Se oyó un golpe sordo, ruido de ramas rompiéndose y el crujido de la hojarasca, acompañados por un tremendo quejido. Sarah se dio la vuelta y, estupefacta, vio a Pericles tendido en el suelo, apretándose el abdomen con las manos y retorciéndose de dolor.

—¡Ay, por Dios!

Se agachó y ayudó al guía a ponerse en pie. A Pericles le costó mantenerse erguido y no recobró el aliento hasta pasados unos momentos y después de que Sarah le hubiera expresado una decena de veces lo mucho que lo sentía.

—Perdona —repitió la joven una vez más—, no quería hacerlo.

—Sé —replicó el guía haciendo rechinar los dientes—. Culpa mía… Solo quería que no grita… Echarán de menos soldados… Pronto vendrán más… Desaparecemos…

—Comprendo —dijo Sarah señalando hacia el claro—. ¿Han sido kleftes?

—¿Quién sabe? —dijo Pericles encogiéndose de hombros—. Guerra tiene muchos hijos. Yo ya dicho antes que nunca entre dos frentes, o thánatos

Sarah recordó esas palabras de Pericles y comprendió a qué se refería. Un conflicto como aquel era comparable a una lucha contra la Hidra, el monstruo de cien cabezas, al que le crecían dos por cada una que le cortaban: cuanto más brutalmente intentaban reprimir los turcos las ansias de independencia de las provincias griegas, más enconada era la resistencia. Y cuantos más éxitos cosechaba la resistencia, más desmesurados eran sus objetivos. La consecuencia era una cruel escalada del conflicto, la barbarie por ambas partes…

—¿Dónde está Hingis? —preguntó.

Pericles se encogió de hombros.

—Quizá muerto, quizá vivo. No sé.

Sarah asintió consternada mientras pensaba qué había que hacer. ¿Emprender la búsqueda de su compañero? Probablemente yacía herido en algún sitio y necesitaba ayuda. Por otro lado, con ello perdería aún más tiempo… Un tiempo precioso que Kamal no tenía…

—Nos separaremos —decidió—. Tú buscarás a Hingis y a los muleros, y yo seguiré río abajo.

Ochi —rehusó Pericles categóricamente y meneando la cabeza.

—¿No? ¿Por qué no?

—Porque muleros seguro en montañas y su amigo quizá muerto. Usted viva y yo ocupo que siga así.

—Eres muy amable —afirmó Sarah—, pero sé cuidarme…

Arketá! —resolló el macedonio, y aquello sonó tan definitivo que Sarah no se atrevió a replicar.

De todos modos, las cosas no habían ido como había planeado. La expedición estaba arruinada, tres de sus subordinados habían encontrado la muerte y cabía cuestionarse que Hingis siguiera con vida. Quizá sería mejor hacer caso a Pericles…

—De acuerdo —dijo—. Pero tan pronto como descubramos lo que queremos, volverás a buscar a Hingis.

Endáxei —replicó encogiéndose de hombros—. Cogemos lo que podemos usar. Luego vamos deprisa.

Sarah asintió y regresaron juntos al lugar del terror. Ni rastro de los caballos ni de las mulas: eran lo que más les interesaba conseguir los salteadores. Entre lo que había quedado, apenas había algo que fuera de utilidad. Aun así, la joven encontró una brújula, unas cuantas hojas de papel en blanco y carboncillos, así como algunas cajas de cerillas que, contra viento y marea, se habían conservado secas. Todos los mapas y los libros que se encontraban en su equipaje eran inservibles y tampoco habían dejado provisiones. Tendrían que aprovisionarse en alguna de las aldeas ribereñas del Aqueronte.

Cuando iban salir del claro, Sarah recordó algo y volvió atrás. No muy lejos de donde los habían atado, encontró el cadáver del capitán. Le habían arrancado el cuchillo del pecho, donde ahora se abría una herida sangrienta. Sarah se arrodilló y registró los bolsillos del abrigo de su uniforme, que estaba empapado en sangre. No tardó mucho en encontrar lo que buscaba. Suspirando aliviada, sacó la cadena de oro de la que colgaba el reloj de bolsillo de Gardiner Kincaid.

Cuando, esbozando una sonrisa torva, se disponía a guardar aquel objeto heredado y marcharse, se fijó en que el reloj se había parado justo a la hora en que habían asaltado el campamento. El entendimiento le dijo que el reloj seguramente se había estropeado al golpear contra el suelo. Pero a su corazón le pareció que el reloj se negaba a seguir ofreciéndole sus servicios. Recordó que el capitán le había robado, pero luego la había protegido de las impertinencias del sargento. Tomando una decisión repentina, separó el cronómetro de la cadena, que quizá podría serle útil como objeto de intercambio, y volvió a meter el reloj en el bolsillo del oficial.

—Gracias —murmuró.

Luego se levantó y fue tras Pericles atravesando la espesa maleza y siguiendo el murmullo del río.