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DIARIO DE VIAJE DE SARAH KINCAID, ANOTACIÓN POSTERIOR
Recuerdo perfectamente el día en que mi vida iba a tomar un nuevo rumbo.
Después de que lo hubiera acompañado durante unos años en sus viajes de investigación por todo el globo, Gardiner Kincaid decidió que había llegado la hora de que yo recibiera una educación conforme a mi condición social, como él la llamaba, y de que me instruyeran en todas las cosas que se esperaban de una joven de casa buena. La inevitable consecuencia de esa decisión fue que me inscribió en la Escuela Kingsley para señoritas de Londres.
Yo me rebelé en contra desde lo más profundo de mi ser. No quería quedarme en Inglaterra ni aprender cosas que no me serían útiles en una vida como la que imaginaba, que transcurriría en lugares lejanos y remotos. Si el viejo Gardiner me había concedido hasta entonces casi todos mis deseos, aquella vez se mantuvo inflexible, firmemente convencido de que actuaba por mi bien.
Las palabras que pronunció vuelven a resonar en mis oídos ante los recientes sucesos: «Sarah —dijo— algún día comprenderás que a veces es mejor someterse que rebelarse. Una rama que se empeña en oponerse al viento se romperá. En cambio, la hierba flexible resistirá la tormenta más intensa».
A veces desearía haber hecho caso más a menudo de ese consejo…
Los soldados no se habían tomado la molestia de plantar su propio campamento y utilizaban el de la expedición. En tanto que el capitán y su sargento se refugiaban en las tiendas donde antes se albergaban Sarah y Hingis, los prisioneros tuvieron que pasar la noche al aire libre como los soldados rasos. Sin embargo, en tanto que estos últimos tenían al menos mantas de lana para protegerse del frío de la noche, los prisioneros pronto empezaron a sentirse helados, y el único medio para combatir el frío consistió en arrimarse como solían hacer los rebaños en las noches de niebla en el lejano Yorkshire.
Puesto que la mordaza le impedía hablar, Friedrich Hingis se disculpó con una mirada avergonzada al pegarse más a Sarah. La joven le indicó con un movimiento de cabeza que no le diera más vueltas. Probablemente, ninguno de ellos sobreviviría la noche que se avecinaba si no renunciaban a alguna que otra formalidad…
Solo dos soldados vigilaban el campamento. Los demás estaban sentados junto al fuego, jugando a los dados y zampándose el guiso de Alexis. Sarah fue dándose cuenta paulatinamente de por qué los habían apresado. Seguramente en ningún momento se había tratado de arrestarlos por espionaje, sino de encontrar una excusa para incautarles los bienes y las provisiones.
Qué glorioso, pensó con acritud mientras notaba que la humedad del suelo le subía por debajo de la ropa y se le metía en los huesos.
A la luz trémula del fuego, se examinó por enésima vez las muñecas atadas. Intentó aflojar las cuerdas retorciendo las palmas de las manos: en vano. Al menos en ese aspecto, los soldados conocían su oficio.
¿Qué ocurriría?
Probablemente los encerrarían en la prisión de la fortaleza de Ioánnina. Sarah ya había disfrutado de las bendiciones de las mazmorras otomanas en Alejandría y no sentía ningún deseo de repetir la experiencia. Posiblemente accederían en algún momento a su exigencia de extender un escrito a la embajada británica de Constantinopla y, al cabo de un tiempo, quizá incluso se mostrarían dispuestos a liberarla a ella y a sus acompañantes. Sin embargo, una cosa era más que segura…
Kamal ya no seguiría con vida…
La desesperación se apoderó de Sarah y le anegó los ojos de lágrimas. Pero su tristeza no se debía solo a Kamal, sino también a los que la acompañaban en aquella expedición. Estaba harta de que la gente sufriera por su culpa y maldijo a la condesa y a aquella hermandad criminal que la habían vuelto a obligar a asumir aquel papel. Pero ni su desesperación ni su rabia desvalida podían cambiar el hecho de que eran prisioneros y tenían las manos atadas, esto último, en el sentido literal de la expresión.
Imaginó a Kamal inmóvil en su litera y recordó la promesa que le había hecho. Tal como estaban las cosas, no podría cumplirla. Quizá su destino era defraudar y herir a aquellos a quienes amaba.
Sarah estaba tan absorta en sus pensamientos que no se dio cuenta de que alguien se había acercado a ella. No fue hasta después que vio las botas sucias y el uniforme oscuro y, al levantar la vista, el rostro barbudo de un sargento turco.
El suboficial dijo unas palabras después de plantarse desparrancado delante de ella. Incluso sin la traducción de Pericles, Sarah percibió que estaban cargadas de burla y de indecencia.
Se quedó sin saber qué había dicho exactamente aquel tipo, pero la reacción de sus subordinados, que, sentados junto al fuego, contestaron a aquellas palabras con groseras risotadas, fue más que elocuente. Sarah intentó ignorar al sargento, pero este no pensaba conformarse con eso.
De buenas a primeras, desenvainó su sable. El acero brilló con el resplandor del fuego y, al cabo de un instante, Sarah tenía la hoja afilada en la garganta. A su lado, Hingis dejó oír un «Mmmmm» de protesta. Teniendo en cuenta las ataduras y la mordaza, no estaba en condiciones de hacer más.
Sin siquiera parpadear, Sarah miró al suboficial a la cara. ¿Qué tenía que perder? ¿Qué no le habían quitado todavía? Casi ansió que el sargento le asestara un golpe y pusiera fin a sus penas. Pero no era eso lo que se proponía. Por lo visto, se divertía más tocándole la cara y los cabellos con el acero y, finalmente, para disfrute y alegría de sus hombres, cortándole uno a uno los cierres del abrigo.
Los ojos de Sarah echaban chispas glaciales. Si sus miradas hubieran podido matar, el sargento habría caído muerto. Sin embargo, continuó impasible con su jueguecito perverso. Giró hábilmente el sable y le arrancó los botones del escote de la blusa. Quedaron a la vista su piel blanca y el nacimiento de sus pechos, lo cual arrancó un jadeo lascivo a los soldados.
Sarah temblaba interiormente de ira, pero no podía apartarse ni levantarse. Y ni soñar con defenderse, ni siquiera podía insultar a su verdugo. Estaba a merced de los caprichos de aquel hombre uniformado.
El sargento era muy consciente de ello. Los ojos le brillaban y tenía una sonrisa repugnante en los labios mientras se disponía a proseguir su obra. De pronto, alguien apareció a sus espaldas y le tocó el hombro. Se volvió con una pregunta a punto de ser formulada en los labios y se encontró frente a su capitán que, contra lo que era de esperar, no estaba durmiendo y había salido de su tienda.
El intercambio de palabras entre ambos fue breve y conciso. Un instante después, la mano derecha enguantada del oficial fue a parar al rostro del subordinado y le partió las narices. En el rostro del capitán se reflejaba pesar cuando miró a Sarah. No se dignó a echar siquiera un vistazo a su paisano, que se retorcía en el suelo.
Iba a darse la vuelta para regresar a su tienda, pero se quedó quieto como si lo hubiera fulminado un rayo.
Se tambaleó un instante y luego, para espanto de Sarah, se desplomó delante de ella. En su pecho descollaba el mango de un cuchillo.
Durante un instante que pareció eterno, en el claro del bosque reinó un silencio absoluto. Luego, todo sucedió al mismo tiempo.
Tan pronto como los soldados comprendieron lo que le había ocurrido a su capitán, se pusieron en pie a toda prisa y dieron la voz de alarma. Hubo disparos y algunos hombres fueron abatidos. Un soldado recibió un disparo, tropezó con el fuego del campamento y rodó por el suelo, cual antorcha viviente, con todo el cuerpo en llamas y lanzando terribles alaridos.
Los soldados empuñaron las armas y comenzaron a disparar sin mucho tino hacia la espesura, donde creían que aún estaba el enemigo invisible. El sargento, que se había levantado del suelo a duras penas y con el sable en la mano, intentó poner orden con gritos roncos, pero enmudeció súbitamente, y Sarah vio el horrible agujero que se le abría en la frente y del que brotaba un hilillo de sangre que empezaba a correr por su rostro siniestro. El hombre se desplomó con una expresión de incredulidad en el semblante y la mirada vacía dirigida hacia Sarah. El arma con la que la había vejado momentos antes fue a parar al suelo, a menos de un metro de distancia de la joven. Y Sarah comprendió que aquello podía ser su salvación.
Mientras a su alrededor gritaban y disparaban a diestro y siniestro, mientras el plomo letal colmaba el aire y se expandía un olor penetrante a pólvora, Sarah intentó alcanzar el sable sin dueño. Aunque tenía las articulaciones entumecidas por el frío y le dolían todos los músculos del cuerpo, se estiró tanto como pudo y logró tocar el puño del arma.
Mientras intentaba acercarse el sable, se oyó un griterío ensordecedor. La espesura que rodeaba el claro del bosque se abrió y aparecieron varios hombres vestidos con túnicas y que llevaban pañuelos sobre el rostro para ocultar su identidad. Iban armados con sables de mameluco, puñales y pistolas antiguas con los que se abalanzaban contra los soldados.
A Sarah le daba igual si eran kleftes griegos o vulgares salteadores. A pesar de la sangrienta refriega que se había desencadenado en el claro, intentó volver a concentrarse en el sable y, finalmente, consiguió asir la empuñadora y acercarse el arma. Sin perder tiempo cortó las cuerdas de Pericles, que le había tendido las muñecas. Luego todo fue muy rápido. El macedonio se quitó también las cuerdas de los pies y la mordaza, y liberó a Sarah, que luego se ocupó de Hingis y Alexis, mientras Pericles desataba a los muleros. En el caos que había estallado, nadie les hizo caso: los turcos tenían otros problemas.
Sarah vio que uno de ellos, un muchacho muy joven y casi imberbe, se desplomaba con la garganta rebanada. Otro atravesó con la bayoneta a uno de los atacantes antes de que un sablazo lo hiciera caer de espaldas bañado en sangre. Al lado, otro turco fue abatido de un disparo; otro emprendió la huida y fue alcanzado por un cuchillo que le habían lanzado. Los encapuchados atacaban a los soldados con un odio encarnizado y saltaba a la vista que no pensaban dejar a ninguno con vida.
—¡Vamos! ¡Vamos! ¡Vamos! —gritó Pericles, y Sarah y los demás pusieron rápidamente los pies en polvorosa.
Alexis y dos de los muleros corrieron directamente hacia la perdición. Presas del pánico, escogieron la dirección de donde habían salido los primeros disparos y donde, por lo visto, aún acechaban los tiradores enemigos. Pericles lanzó un grito a sus hombres apara avisarlos, pero fue en vano. Viéndolos a contraluz a causa del fuego, los tomaron por turcos que huían. Sonaron unos disparos y los tres hombres se derrumbaron. Mientras que para los valacos toda ayuda llegaría tarde, el cocinero se retorcía en el suelo profiriendo terribles alaridos.
Sarah quiso acudir en su ayuda, pero Pericles la detuvo.
—Hayir! —musitó—. ¡Huya!
—Pero Alexis…
—Yo me ocupo —aseguró el guía, y apremiada por Hingis, Sarah echó a correr hacia unos matorrales cercanos.
El resto de los muleros también emprendieron la huida y salieron corriendo entre gritos mientras la carnicería proseguía en el claro del bosque.
Sarah corrió tan deprisa como le permitieron las piernas, entumecidas por el frío. Dando grandes zancadas, avanzó a través del bosque oyendo crujir la hojarasca debajo de sus pies mientras corría y corría sin parar. Soltó un grito ahogado al tropezar con una raíz y caer de bruces, pero enseguida se levantó como pudo y continuó corriendo. Estremecida por el miedo y el horror, quería poner la máxima distancia posible entre ella y el escenario de la matanza.
El fragor de la lucha y los gritos de los heridos quedaron atrás y, finalmente, no pudo oír nada más que su propia respiración entrecortada con la que exhalaba un vaho blanco. Entonces se dio cuenta de que los pulmones le ardían por culpa del aire frío y se permitió un descanso.
Era difícil decir cuánto había corrido, quizá quinientos metros, quizá más. Estaba en medio de un bosque, en el que no era del todo oscuro porque la pálida luz de la luna se filtraba entre las copas de los árboles que ya habían perdido algunas hojas. El murmullo del río ya no se oía. La respiración de Sarah se calmó y regresó el silencio. Y en ese momento fue consciente de que estaba sola.
—¿Friedrich…?
Solo se atrevió a susurrar por miedo a llamar la atención de algún tirador o de algún turco huido. No obtuvo respuesta.
—¿Friedrich? ¿Está ahí? —repitió, intentándolo de nuevo, con el mismo resultado desalentador.
Sarah estaba en libertad, pero había perdido el contacto con sus compañeros. A pesar de las perlas de sudor que se le habían formado en la frente, empezó a sentirse helada.
¿Qué podía hacer?
¿Regresar y buscar a Hingis, y lanzarse así probablemente en brazos del enemigo? En la oscuridad no había posibilidad alguna de encontrar el rastro de los demás. Aunque le costara, lo más sensato era quedarse allí y esperar hasta que los otros la encontraran o se hiciera de día.
Ciñéndose bien la pelliza por los hombros, se acurrucó al pie de un gran castaño y se tapó con hojarasca para protegerse del frío.
Se quedó allí sentada.
Y esperó.
Esperó.
Esperó…