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DIARIO DE VIAJE DE SARAH KINCAID, 31 DE OCTUBRE DE 1884

Tras los dramáticos sucesos de esta mañana, hemos dejado el camino del puerto y hemos tomado el que conduce a Ioánnina, la capital de aires otomanos del Epiro. Cuanto más nos alejamos de la región fronteriza, más me da la impresión de que lo ocurrido ha sido una terrible pesadilla. Al mismo tiempo, sé que lo que nos ha sorprendido era la cruda realidad, a la que deberemos enfrentarnos de nuevo cuando crucemos el puerto de regreso.

Aunque me siento muy aliviada porque no se produjo un enfrentamiento con los kleftes, hay cuestiones que no dejan de atosigarme: ¿habría apretado realmente el gatillo? ¿Habría cometido un asesinato alevoso para garantizar que la misión continuara? ¿Qué más estoy dispuesta a hacer? ¿Qué sacrificaría por Kamal?

Valoro muchísimo a Friedrich Hingis por no haberme planteado esas cuestiones, pero sé que él piensa lo mismo. Si al principio intenté posponer todos mis reparos morales, el incidente de las montañas ha procurado que estos alcen ahora su voz.

¿Hasta dónde debo llegar para salvar a mi querido Kamal? ¿Debo sacrificar la vida de otros por él? ¿Puedo arriesgar el bienestar de otros por él? ¿Debo traicionar los valores con que me eduqué y que hasta ahora consideraba inamovibles? ¿Debo permitir que una banda de viles criminales se apodere del que quizá sea el secreto más valioso de la humanidad?

Cuanto más cavilo en esas preguntas, menos me gusta la respuesta, pues es tan breve como aplastante:

No…

2 DE NOVIEMBRE DE 1884

En Ioánnina hemos cambiado de caballos y nos hemos abastecido con nuevas provisiones. Los turcos han elevado a esta ciudad a la categoría de capital no sin razón: situada a orillas del lago Pamvotis, dispone de una estrecha lengua de tierra que se adentra en el agua y en la que se construyó una fortaleza ya en época medieval. Rodeada de agua por tres partes, es fácil defenderla y aún sirve de base militar actualmente.

Por una buena razón…

Pericles, que es el único de nosotros que ha estado en la ciudad, nos ha informado de la inquietud generalizada que reina allí. La guarnición entera está movilizada, lo cual podría deberse a los disturbios en las montañas. Me alivia que nos alejemos de la insegura región fronteriza y sigamos el valle del río Louros, que transcurre hacia el sur en paralelo a la frontera y bordea el Tomaros, aquella montaña en cuyas laderas escarpadas nace el Aqueronte…

3 DE NOVIEMBRE DE 1884

Casi me parece un milagro que hayamos podido cruzar el valle del Louros sin incidentes. Solo nos hemos topado en dos ocasiones con patrullas turcas, que han reconocido nuestro salvoconducto y nos han permitido pasar sin molestarnos.

Hacia mediodía hemos llegado al Tomaros y lo hemos bordeado por un angosto camino de montaña. Afortunadamente no nieva, pero el viento que sopla desde las laderas blancas es gélido. La estribaciones al oeste de la montaña están densamente pobladas de árboles; en los valles que se extienden entre las cordilleras sobresalen peñascos escabrosos, reunidos en formaciones estrafalarias. En medio de ese paisaje silvestre nace el río que desde hace milenios ha despertado la fantasía de los hombres y por el cual nosotros hemos iniciado este largo y peligroso viaje.

El Aqueronte…

VALLE DEL AQUERONTE, 4 DE NOVIEMBRE DE 1884

Lo primero que Sarah percibió del legendario río, cuyo cauce se había abierto paso por la tierra rocosa en el transcurso de millones de años, fue un murmullo.

Habían partido de madrugada y habían dejado el campamento a los pies del Tomaros para seguir el valle en dirección suroeste. No muy lejos de un pueblo llamado Trikastro, habían torcido hacia el noroeste y habían proseguido por un sendero que atravesaba unos bosques sombríos y acababa estrechándose tanto que no pudieron continuar a caballo. A partir de allí, Sarah y sus acompañantes avanzaron muy lentamente a través de un bosque espeso que no solo se componía de pinos de diversas clases, sino también de agujas de roca gris.

A medida que avanzaban por el bosque, el murmullo se hizo más fuerte y la curiosidad volvió a unirse a la inquietud de Sarah. A Hingis, que iba justo detrás de la joven tirando del caballo por las riendas, parecía ocurrirle lo mismo. Sarah creyó vislumbrar en su mirada la misma ansia de saber que le había notado en Alejandría. Finalmente, el murmullo se intensificó y se convirtió en un rugido frenético. El bosque se aclaró y, al cabo de unos instantes, Sarah y sus compañeros se encontraron delante de un precipicio.

La pared de roca descendía casi en vertical. El barranco, de entre diez y quince metros de profundidad, estaba flanqueado a ambos lados por roca maciza y contenía agua de montaña de color turquesa. Tan pronto se acumulaba en pequeñas pozas que había excavado en la piedra como formaba remolinos espumosos o caía en cascadas, tan pronto desaparecía por completo entre las paredes de roca de la quebrada, que a menudo solo se distanciaban unos pocos metros, como aparecía de nuevo un trecho más abajo y luego desaparecía otra vez.

Stená Achéronia llamamos a este trozo del río —comentó Pericles—, las gargantas del Aqueronte.

Estaban al borde del barranco, jadeando por la fatigosa ascensión y contemplando el espectáculo natural. Incluso los muleros, que normalmente se mantenían en la retaguardia, se acercaron para ver el origen del imponente murmullo.

—Es increíble —dijo Hingis señalando al fondo, donde el agua levantaba espuma y borbollones—. El agua se ha abierto camino a tanta profundidad entre las rocas que a veces apenas se la ve.

—En efecto —corroboró Sarah—. Por eso en la Antigüedad muchos creían que este barranco era la entrada del Hades.

—Vigilada por Cerbero —añadió Hingis—, un can con tres cabezas que exhalaba azufre, tenía una cola de serpiente letal, garras mortales y cuyas babas eran venenosas.

Arketá —dijo Pericles, haciendo un gesto de rechazo con la mano—. No quería tanto saber.

—Tranquilo —aseguró Sarah—, solo es una leyenda.

—¿Ah, sí? —preguntó Hingis, dedicándole una mirada desafiante de reojo—. ¿Quién afirmaba que toda leyenda entraña un fondo de verdad? ¿Era acertada su teoría o no?

—Muy pronto lo averiguaremos —contestó Sarah con determinación, y volvió hacia su caballo para coger la cuerda que llevaba sujeta a la silla.

—¿Qué va hacer? —preguntó Pericles.

—Bajaré al barranco con la cuerda para inspeccionarlo —anunció Sarah.

—Ni pensar —rehusó el guía sin rodeos—. No arriesga vida sin necesidad. Ahí abajo, nada.

—Entonces, tampoco habrá nada que pueda ser peligroso, ¿no? —preguntó Sarah mientras se disponía a atar un extremo de la cuerda a un árbol cercano.

Sacó de una alforja un frasco pequeño de cristal y tapado con un corcho que pensaba utilizar para recoger una muestra de agua. Solo para ir sobre seguro…

—No buena idea —insistió Pericles.

—Tal vez —admitió Sarah—. Pero tengo que bajar. Tengo que saber qué ocurre con esas cuevas. Y quiero saber si esa agua se diferencia del agua normal de montaña.

—Entonces va otro —propuso el macedonio.

—Por desgracia, yo no puedo —dijo Hingis mirándose la prótesis.

—Está disculpado —aseguró Sarah sonriendo comprensiva—. Ya ha hecho más de lo podía esperar de usted.

Endáxei —gruñó Pericles—, entonces yo voy.

—No tienes que hacerlo.

—Pero quiero. Yo, responsable de su seguridad, lady Kincaid, por eso usted paga.

—Pero yo…

—Insisto, Sarah —dijo también Hingis—. No me agrada la idea de verla bajar por este precipicio.

Sarah dudó y miró a uno y a otro.

—De acuerdo —aceptó finalmente.

—¿Espera aquí?

Sarah asintió moviendo la cabeza.

—Muy bien. Pericles no defrauda —aseguró el guía, que empezó a prepararse para el descenso.

Equipado con guantes de cuero, un farol y el frasco para la muestra en el cinturón, inició finalmente el peligroso descenso, que lo conduciría en picado hacia las profundidades después de bajar por el borde del precipicio.

Durante un rato, Sarah y sus acompañantes aún pudieron verlo desde arriba; luego desapareció por debajo de un saliente de roca. Poco después, la tensión de la cuerda aflojó, lo cual debía de significar que Pericles había llegado al fondo del barranco. Inquieta y expectante, Sarah se preguntaba qué encontraría allí…

Intentó comunicarse con él a gritos, pero el murmullo del río lo hacía imposible. Por lo tanto, no le quedó más remedio que esperar a que el guía regresara.

Pasó una hora larga, y Sarah y Hingis estaban cada vez más preocupados. Sin embargo, la cuerda volvió a tensarse entonces de repente y la conocida silueta del macedonio se perfiló en la neblina que flotaba sobre el lecho del río. Pericles trepaba ágilmente por la cuerda. Hingis le tendió la mano ilesa y, poco después, el macedonio se encaramó por el borde del precipicio.

Respiraba agitadamente y tenía la ropa empapada, pero Sarah comprobó con alivio que, aparte de algún rasguño que debía de haberse producido al rozar con la roca áspera, el guía estaba indemne.

—¿Y bien? —preguntó llena de curiosidad después de que el macedonio hubiera recuperado un poco el aliento.

—Nada —contestó meneando la cabeza—. Canales oscuros por donde agua baja.

—¿Y no ha notado nada… especial?

De nuevo meneó la cabeza.

—A un lado, agua entra; al otro, sale. Eso es todo.

—Comprendo —dijo Sarah, que no pudo ocultar completamente su decepción—. ¿Y el agua?

Sin decir nada, Pericles le acercó el frasco, frío al tacto y lleno a rebosar de un líquido turbio: agua de montaña que arrastraba arena y otras partículas minúsculas.

—Parece de lo más normal —señaló Hingis.

—En efecto —confirmó abatida Sarah.

Mediante el equipo que llevaba consigo, al atardecer examinaría más exhaustivamente el agua, pero dudaba que descubriera algo más de lo que podía reconocerse a primera vista, es decir, que se trataba de agua totalmente normal.

De un río normal…

—¿Contenta? —preguntó Pericles, cuyas miradas oscilaban entre Sarah y Hingis y estaba claro que no sabía qué pensar del asunto. Sarah se dijo que probablemente pensaba que eran dos europeos chiflados del norte que perseguían una quimera, y posiblemente tenía razón…

—Desgraciadamente, no —replicó—. Tendremos que seguir buscando. Un poco más al sur se encuentran las «fuentes del Aqueronte», fuentes de agua dulce que se creía que nacían en el Hades.

—¿Y usted piensa que…?

—Espero —Sarah se expresó con cautela— que nuestros indicios no nos hayan engañado y encontremos algo que confirme mi teoría.

—¿Y si equivoca?

Sarah se mordió los labios.

—Aún no hemos llegado a ese extremo —respondió con evasivas, dio media vuelta y regresó hacia su caballo.

Entonces se dio cuenta de que los muleros cuchicheaban entre ellos en su lengua. Al cabo de unos instantes, se entabló una fuerte discusión que pareció enemistar a los hombres y que no concluyó hasta que Pericles hizo valer a gritos su autoridad.

—¿Qué les pasa a los hombres? —inquirió Sarah.

—Intranquilos —explicó el guía mientras se ponía una camisa seca—. Tienen miedo.

—¿Por qué?

—Kleftes —se limitó a contestar.

—¿Tan al interior? —Sarah enarcó las cejas—. ¿Tan lejos llega el brazo de la resistencia?

—A veces. —Pericles se encogió de hombros—. Cruzan frontera, matan soldados turcos y desaparecen otra vez.

—Pero nosotros no somos soldados turcos.

Hayir.

Pericles meneó la cabeza y se dispuso a ir hacia su caballo. Sin embargo, Sarah no lo dejó pasar.

—¿Por qué tienen miedo los hombres? —inquirió.

—Porque son valacos, por eso —dijo con desdén y golpeándose el pecho—. No tienen tharros griego, no valor.

—¿Y ese es el único motivo?

—Pues claro —dijo el guía en inglés, y en la mueca de acritud que se dibujó en su rostro se notaba que no quería hablar más del tema.

Sarah dudó un momento, luego se apartó y lo dejó pasar, aunque estaba claro que se callaba algo.

Prosiguieron su camino a través de un exuberante bosque de árboles caducifolios, cuyas hojas se habían teñido de un color rojizo, y avanzaron siguiendo el curso del río, que bajaba entre las paredes de roca escarpadas que a veces casi lo engullían. Entonces solo se oía un borboteo inquietante y lejano que evidenciaba por qué los griegos habían atribuido precisamente a ese río la cualidad de conducir al tenebroso Hades.

Cuando empezó a anochecer montaron el campamento en un claro, no muy lejos del río. El descontento de los muleros se hizo patente, puesto que tardaron más de lo habitual en montar las tiendas. Pericles les metió prisa y los amenazó con recortarles el salario, pero eso no cambió nada. Sarah podía sentir claramente la inquietud de los hombres y tenía muy claro que lo que mantenía en vilo a los muleros no era simplemente el miedo a volver a caer entre los dos frentes, sino algo situado mucho más allá…

Aprovechó el tiempo hasta la hora de cenar examinando en su tienda las muestras de agua que Pericles le había conseguido. Una de las cajas que cargaban los mulos contenía tubos de ensayo y sustancias químicas, encajonados entre virutas para que no se rompieran en el transporte y que permitían realizar una serie de análisis básicos. Sin embargo, Sarah no logró probar la existencia de una concentración especial de minerales ni nada llamativo.

Era lo que parecía.

Agua normal.

Ni más ni menos.

Un poco frustrada, salió de la tienda y se sentó junto al fuego para comer un plato del guiso que Alexis, el cocinero, había preparado y que olía a comino y a cilantro. No mucho después, se le unió Pericles con una expresión de enfado en el semblante.

—¿Algo no va bien? —preguntó Sarah.

—No obedecen —se quejó el guía, crispado—. Todavía miedo.

—¿De qué? —preguntó Sarah, pero Pericles la dejó sin respuesta, igual que había hecho antes, y se limitó a comerse a cucharadas el guiso caliente. Sarah no aflojó—. ¿No lo sabes o no quieres decírmelo?

—No tiene saberlo —la informó el guía con la boca llena—. Endáxei.

—No, no pasa nada, no —lo contradijo Sarah enérgicamente—. Como responsable de esta expedición tengo derecho a saber qué ocurre. O sea que desembucha: ¿de qué tienen miedo los muleros?

—Del río —contestó Pericles en voz tan baja que apenas se le entendió.

—¿Del río? —Sarah enarcó las cejas.

—Han oído que río de los muertos; ahora, miedo.

—Comprendo.

—Solo vieja superstición, nada más —aseguró el macedonio queriendo tranquilizar a Sarah. Sin embargo, el modo en que rehuyó la mirada de la joven, prefiriendo contemplar las llamas, permitía deducir que habría hecho más falta que lo tranquilizaran a él—. Expedición extraña —añadió.

—¿Por qué lo dices?

—Extraños presagios, extraño viaje. —Por un momento desvió la mirada del fuego y la posó en Sarah—. Extraña mujer —añadió.

—Eso ya me lo dijiste —comentó Sarah—. Pero ¿a qué te refieres con lo de extraños presagios?

—Pericles no sabe —dijo meneando la cabeza y mirando de nuevo las llamas—. Solo una sensación. Pero dice que algo diferente en este viaje. Muchos extranjeros he guiado, también ingilizé. Pero nunca…

—Te escucho —insistió Sarah.

—Nunca sentido algo tan peculiar —replicó el guía después de pensarlo un momento—. Como…

—¿Sí?

Pericles dudó, luego volvió de nuevo la cabeza y le dedicó a Sarah una mirada indescifrable.

—Como si haciendo algo prohibido y antiguos dioses castigan a nosotros —dijo entonces—. ¿Entiende que quiero yo decir?

—No —afirmó Sarah, inamovible.

—¿Qué busca lady Kincaid de verdad? —preguntó Pericles mirándola desafiante—. ¿Qué verdadero motivo expedición?

—Ya te lo dije: busco un remedio para curar al hombre al que amo.

—Amor tamam —asintió Pericles—. Pero a veces ciega hombres. Hay reglas que no hay que saltar. Equilibrio que no hay que perturbar, o dioses furiosos.

—¿Crees todavía en los antiguos dioses? —preguntó Sarah con escepticismo.

—Aún están aquí —replicó el macedonio haciendo un amplio gesto con el brazo que pareció abarcar el bosque, el río cercano e incluso las montañas—. Pertenecen a esta tierra, aunque no creer en ellos. ¿Comprende?

—Por supuesto —aseguró Sarah mientras se decía que el pobre Pericles no les iba a la zaga en cuanto a supersticiones a los guías valacos.

Sin embargo, la joven se preguntó por qué no podía apartar de su mente los reparos que le había planteado el macedonio, considerarlos simples paparruchas de un autóctono para quien la agitación de los últimos días había sido demasiado…

Se oyó un ruido entre los matorrales cercanos, y tanto Sarah como Pericles empuñaron de inmediato las armas. Sin embargo, la figura envuelta en una gruesa piel de oso que salió de la oscuridad resultó ser Friedrich Hingis, que se había encargado de la primera guardia y regresaba para que lo relevaran.

Mientras Pericles iba solícitamente a cubrir su turno, Hingis se sentó junto al fuego para calentarse. Hacía días que el frío no era tan intenso como en las montañas y durante el día se podía prescindir de las pieles de abrigo, pero las temperaturas bajaban considerablemente por la noche y un frío húmedo subía desde el lecho del río y se condensaba formando una niebla gélida.

Sin pronunciar palabra, Hingis cogió uno de los platos de metal esmaltados que Alexis había puesto a su disposición y se sirvió una ración del guiso que hervía sobre el fuego en el perol.

—No está mal —comentó después de probarlo—. Quizá le falta un poco de queso.

—La próxima vez tendrá que traer un poco de casa —propuso Sarah sonriendo.

—La próxima vez —confirmó Hingis.

Suponiendo, pensó Sarah, que hubiera una próxima vez…

—¿Qué le ocurre? —preguntó el suizo, que pareció darse cuenta de la tensión que se reflejaba en su rostro.

—Nada —dijo Sarah meneando la cabeza.

—Sarah. —Hingis dejó la cuchara y le dirigió una mirada penetrante—. La conozco tan bien y desde hace tanto tiempo que no puede engañarme. La veo preocupada. ¿Es por Kamal?

—Sí —confirmó la joven—. Y no.

—¿Cómo debo interpretar eso?

—Acabo de mantener una charla reveladora con Pericles. Dice que los muleros tienen miedo del Aqueronte.

—Algo así me imaginaba. En los últimos días se han ido poniendo cada vez más nerviosos.

—Pericles también tiene miedo. Le preocupa que nuestra misión perturbe el equilibrio del cosmos y que los dioses del antiguo mundo se enfurezcan con nosotros.

—¿No creerá usted en esas supersticiones?

—¿Quiere saber qué creo realmente?

—Por supuesto.

—Creo que el pobre Pericles ha expresado a su manera las mismas reflexiones que usted me planteó, ¿sabe a qué me refiero?

—Ciertamente —asintió Hingis.

—Es posible que estas gentes sean sencillas y simples, pero, tal vez precisamente por ello, conservan un instinto que yo perdí hace tiempo.

—Sé a qué se refiere —constató Hingis, y Sarah apreció una vez más cuánto había cambiado el suizo. Porque el Friedrich Hingis que ella había conocido hacía más de dos años y medio en la Sorbona de París, aquel que había hecho trizas las teorías de Gardiner Kincaid, habría aprovechado cualquier oportunidad para señalar que él tenía razón desde el principio y ella estaba equivocada…

Durante un buen rato, Sarah contempló pensativa el fuego, de donde le llegaba un calor agradable, mientras que empezaba a sentir frío en la espalda a pesar de la pelliza forrada de piel. Luego desvió la mirada y la dirigió, interrogativa, a Hingis.

—¿Cree que acometemos una misión perdida? —preguntó—. ¿Tal vez incluso una misión prohibida?

El hecho de que Hingis se tomara un tiempo para replicar demostraba que él también había sopesado la pregunta pero aún no había encontrado una respuesta concluyente.

—Permítame que lo exprese de la siguiente manera, Sarah —dijo finalmente—: desde que la Hermandad del Uniojo se cruzó en su camino, usted ha descifrado enigmas que, no sin razón, habían permanecido ocultos a los ojos de la humanidad durante milenios. No sé qué persiguen esos criminales, pero allí donde había agua de la vida siempre se encontraba cerca el elixir de la muerte. Probablemente no puede obtenerse una cosa sin la otra, y me aterra la idea de lo que la Hermandad podría ocasionar con ello. Soy su amigo, Sarah, y la apoyaré con todas mis fuerzas, pero si en algún momento me da la impresión de este asunto escapa de control, haré todo lo posible por destruir el elixir.

—¿Es ese el motivo por el que quiso participar sin falta en la expedición? El verdadero motivo, quiero decir.

—Como ya le he dicho, Sarah, soy su amigo. Pero Alejandría me enseñó que a veces no basta con ser un compañero de confianza y un colaborador leal. A veces hay que erigirse en conciencia.

—¿Y usted quiere ser mi conciencia? —preguntó Sarah.

—Igual que su padre fue la mía —confirmó Hingis sonriendo—. Únicamente pagaré una deuda. Pero, hasta entonces, haré todo lo posible para que usted y Kamal…

Se interrumpió al oír un crujido entre los matorrales. Empuñando el Colt, Sarah miró en la dirección de donde procedía el ruido, pero las llamas que había estado contemplando la habían deslumbrado y no vio más que manchas claras y oscuras.

—¿Pericles? —preguntó a media voz.

No solo no obtuvo respuesta, sino que de pronto se hizo un silencio total. Incluso las voces apagadas de los muleros, que siempre se quedaban un poco aparte con los animales, habían enmudecido, igual que los bufidos de los caballos. Solo se oía el murmullo del río.

—¿Pericles? —preguntó Sarah de nuevo mientras apuntaba con el arma y la amartillaba. Hingis también cogió su fusil y lo empuñó—. ¿Eres tú…?

El ruido se repitió, los matorrales se separaron y apareció el macedonio, aunque no como Sarah y Hingis esperaban. Pericles tenía el semblante blanco como la cera y avanzaba con las manos en alto. De la espesura salieron más figuras, todas con un fez rojo y uniforme azul del ejército turco, ¡y lo apuntaban con sus fusiles!

—¿Qué significa esto? —se acaloró Sarah, que se levantó de inmediato.

Hingis, que también se había puesto en pie, le pidió que se tranquilizara.

En el claro aparecieron aún más hombres de uniforme. Habían cogido también por sorpresa a los muleros y los habían desarmado antes de que pudieran ofrecer ni pizca de resistencia. Y, finalmente, también llevaron al claro a Alexis, que por lo visto había intentado esconderse entre las matas.

El superior de los soldados, un oficial esbelto y de rasgos duros, que llevaba un abrigo largo hasta las rodillas y bordado con cenefas orientales, gritó algo a Sarah y a Hingis. Ninguno de los dos entendió lo que decía, pero el tono era inequívoco.

Los dos intercambiaron una larga mirada y luego bajaron las armas. En vista de la superioridad numérica del enemigo, resistirse habría sido un auténtico suicidio.

Acto seguido, dos soldados se apresuraron a acercárseles, les quitaron las armas y los llevaron con los otros a punta de carabina.

Kakó —señaló Pericles con mirada afligida.

—¿Quiénes son? —preguntó Hingis.

—Patrulla fronteriza. Creen que yo colaborador y ustedes espías extranjeros.

—Eso es ridículo. —El suizo, que normalmente siempre se controlaba, se acaloró y se dispuso a sacar de su abrigo el salvoconducto. Media docena de fusiles, que lo apuntaron en posición de tiro, se lo impidieron—. Pericles —dijo Hingis con voz temblorosa—, ¿serías tan amable de explicarles a estos señores…?

El guía pronunció unas palabras en turco y acto seguido el oficial se plantó delante de Hingis y rebuscó en sus bolsillos. Dio con la carpeta forrada en piel que contenía el documento expedido en Salónica. La sacó, la abrió y observó el contenido esbozando una sonrisa irónica.

—¿Qué ocurre? —preguntó Sarah.

El capitán le dedicó una mirada despectiva mientras se acariciaba la poblada barba. Luego volvió a cerrar la carpeta… y la tiró sin vacilar al fuego.

—¡No! —gritó Hingis, espantado—. ¡No puede hacer eso! Usted…

Las carabinas de los soldados lo hicieron callar de inmediato.

—Por lo que parece —comentó Sarah mirando compungida hacia las llamas—, nuestro salvoconducto acaba de ser declarado nulo.

El capitán pronunció unas palabras que Pericles se encargó de traducir.

—Dice no reconoce documento y todos presos. Va a llevarnos a Ioánnina para comprobación.

—No tenemos tiempo para esa tontería —descartó Sarah—. Dígale que se equivoca. Que no somos espías.

Pericles tradujo, pero, evidentemente, el turco no se mostró demasiado impresionado. Repitió lo que había dicho antes, aunque en voz más alta y pertinaz.

—Insiste. Todos presos.

—¿Con qué pretexto? ¿Porque somos espías?

—Lady Kincaid, hombre como él no necesita pretexto. Manda aquí. Derecho del más fuerte.

—Comprendo. —Sarah se mordió los labios. No podían volver a Ioánnina. Ese rodeo les costaría tres días, por no hablar del tiempo que pasarían en los calabozos turcos. Sarah no quería regresar cuando quizá estaban muy cerca del objetivo…

—Pregúntale qué quiere —le indicó a Pericles.

—¿Tengo que preguntar que…? —La miró inseguro—. Pero, lady Kincaid, yo ya dije a usted que…

—Ya lo sé —dijo la joven enérgicamente—. Vamos, pregúntale.

El macedonio se volvió titubeando hacia el capitán y tradujo. Las cejas oscuras del oficial casi se unieron al fruncir este el ceño. Sacando pecho y con las manos cruzadas a la espalda, se acercó a Sarah y la examinó entornando los ojos. Luego hizo una sola pregunta, muy breve.

—Quiere saber qué tiene —tradujo Pericles, sorprendido.

—Dile que le daré cien libras británicas —contestó Sarah con voz gélida, aguantando la mirada del capitán—. Es más que suficiente.

Pericles volvió a traducir y el oficial entornó aún más los ojos. Sin perder tiempo, metió la mano derecha, que llevaba enguantada, en los bolsillos de la pelliza y del chaleco de Sarah y los registró. Sarah soportó aquel aborrecible contacto sin parpadear: teniendo en cuenta las armas cargadas que la apuntaban, no le quedaba más remedio. Cuando el capitán retiró la mano, sujetaba una cadena de oro de la que colgaba un reloj de bolsillo.

¡El cronómetro de Gardiner Kincaid!

Sarah se esforzó en que no se le notara cuánto la contrariaba aquello. El reloj era la última posesión material que le quedaba del viejo Gardiner. Kincaid Manor había sido destruido y, con él, todos sus enseres y los tesoros del saber. Solo le quedaba aquella pieza, pero si ayudaba a salvar a Kamal, Sarah también se desprendería de ella…

—¿Hay trato? —inquirió la joven, que estaba segura de que la pregunta se entendería sin necesidad de traducción.

El oficial examinó el reloj por todas partes, lo abrió y se lo acercó al oído. Asintiendo satisfecho con la cabeza, lo hizo desaparecer en el bolsillo de su abrigo y murmuró algo.

—Dice vale para liberación pronto, pero nos lleva —tradujo Pericles.

—¡Ese no era el trato! —resolló Sarah cerrando los puños. Ante la rabia que de repente le corría por las venas, se olvidó por un momento de los fusiles.

—No trato de usted —puntualizó Pericles con un tono de voz que indicaba que él no había esperado otra cosa—, pero trato de él. Yo avisar, lady Kincaid.

—¡Pero yo no quiero ir a Ioánnina! —bramó Sarah—. Estoy llevando a cabo una misión urgente y no tengo tiempo para bobadas. Soy ciudadana británica y no tengo nada que ver con esta desventurada guerra. Vamos, ¡díselo a ese estafador codicioso!

Pericles le dirigió una mirada plagada de dudas, como si quisiera cerciorarse de que realmente hablaba en serio. Luego hizo la traducción. El hecho de que el capitán abriera cada vez más los ojos y su semblante enrojeciera permitía deducir que el macedonio repetía textualmente lo que Sarah le había encargado traducir. El oficial se volvió bruscamente y, en vez de enfrascarse en una discusión, dio una serie de órdenes con voz ronca a sus subordinados, que estos ejecutaron prestos.

Kakó —gritó Pericles repetidamente—. Kakó

Mientras algunos soldados apuntaban a los prisioneros, los demás se les acercaron para atarlos con gruesas cuerdas. Sarah y Hingis se quejaron a voces y fueron amordazados. Sarah sintió náuseas cuando le pusieron en la boca una astilla podrida y se la anudaron con un pañuelo sucio. Entonces enmudeció y, a partir de ese momento, lo único que se oyó en el claro del bosque fue el chisporroteo del fuego y las risas jactanciosas del oficial, que contemplaba a la luz de las llamas su nuevo reloj de bolsillo y disfrutaba del brillo del oro.