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DIARIO DE VIAJE DE SARAH KINCAID, ANOTACIÓN POSTERIOR
La decisión está tomada. El juego del escondite, que tan difícil se me hacía, ha acabado. Tal vez debería sentirme aliviada, pero no es así. Porque, aunque he planeado cuidadosamente todos los pasos y, como en una partida de ajedrez, he intentado prever el siguiente movimiento de mi contrincante, tengo la sensación de que han vuelto a aprovecharse de mí. No porque mis reflexiones fueran en principio erróneas, sino porque, partiendo de mis propias facultades y posibilidades, no he sido capaz de calibrar ni por asomo la maldad y la determinación de mi contrincante.
A diferencia de la época en que Mortimer Laydon movía los hilos en la sombra y yo no sospechaba lo más mínimo, esta vez estaba preparada para la traición. Al menos intuía que mi supuesta hermana de espíritu no era la aliada que simulaba ser, y aproveché las oportunidades que derivaban de esa suposición. Al seguir los indicios que habían puesto para mí, siendo al mismo tiempo consciente de que algunos podían ser un señuelo para atraerme y obligarme a hacer lo que mis enemigos querían, me creí ilusamente segura, un autoengaño del que he despertado súbitamente y que no puedo sino reprocharme.
¿Realmente creía que podría plantar cara a una organización que lleva miles de años cometiendo excesos? ¿En cuyas redes han caído hombres como Alejandro, César, Napoleón y, no lo olvidemos, también Gardiner Kincaid? ¿Cómo he podido suponer que mi astucia y mi refinamiento podrían medirse ni por asomo con los de esa gente?
Mi plan de utilizar las pistas de la Hermandad para encontrar el remedio para Kamal y luego, tal era mi esperanza, liberarlo de las garras de sus verdugos con la ayuda de Cranston, se ha truncado. Aún más, con Friedrich Hingis, que sigue conmigo como único aliado, me veo expuesta a un poder inconmensurable e invencible. Comienzo a imaginar cómo se sintieron el rey Leónidas y sus hombres en el paso de las Termópilas, en aquel fatídico año 480, la víspera de aquella batalla cuyo desenlace es harto conocido…
16 DE OCTUBRE DE 1884
Hemos dejado atrás Budapest, donde una vez más han desenganchado el vagón de la condesa y lo han acoplado al tren que se dirige al sur; de este modo, el cuerpo mortificado de Kamal tiene un día de prórroga. No obstante, la parte confortable de nuestro viaje finalizará en Semlin, puesto que la falta de un puente que cruce el Danubio obligará a todos los viajeros a apearse del tren y a cruzar el río en trasbordador para subir luego a otro tren en Belgrado.
El ambiente a bordo es tenso. La condesa y yo nos evitamos, y con Cranston solo hablo lo necesario sobre cuestiones médicas. Solo Friedrich sigue fiel a mi lado, pero debemos ser precavidos porque las paredes oyen…
17 DE OCTUBRE DE 1884
Belgrado ha quedado atrás, y ante nosotros se extienden los inhóspitos Balcanes, con precipicios y barrancos cubiertos parcialmente de nieve. Si había criticado el estado de las vías húngaras, ahora sé lo que es bueno: aquí, los raíles son viejos y algunos están en un estado tan lamentable que el tren avanza con suma lentitud. Circulan rumores de asaltos armados, que en esta región están a la orden del día, pero curiosamente estoy segura de que por ese lado no nos amenaza ningún peligro.
El vagón en que viajamos es un coche cama de primera generación, de dos ejes y en nada comparable a los del Orient-Express. Debido al poco espacio de que disponemos, he tenido que instalarme en el mismo compartimiento que la doncella de Ludmilla de Czerny, que no parece saber nada de las maquinaciones de su señora. De todos modos, me mantengo alerta y llevo día y noche conmigo el revólver.
Después de pasar por Niš y Vanja, cruzaremos la frontera del Imperio otomano. Los funcionarios turcos tienen la mala fama de trabajar lo justo para cubrir el expediente y de hacerlo con una lentitud mortificante, y temo que no nos dejen pasar. Con dinero se puede resolver todo, pero una mujer no puede acometer el intento de sobornar a un efendi[5].
Así pues, mucho me temo que esa tarea poco agradecida recaerá en mi valeroso Friedrich…
20 DE OCTUBRE DE 1884
Hemos cruzado la frontera…
Una vez más me he visto obligada a presenciar conmocionada cómo el Imperio otomano cruje por todos los resquicios, afligido por el lastre de una Administración corrupta, y una vez más no me extraña que la prensa occidental se refiera a él con la expresión «el hombre enfermo de Europa».
En Uskub desengancharon de nuevo nuestro vagón, y ahora nos encontramos en la recta final hacia Salónica. En esta estación tardía del año, el paisaje pedregoso y escabroso se muestra árido y desolador. Apenas hay poblaciones y, si las hay, tan solo son aldeas pequeñas o granjas cuyos habitantes tienen el mismo aspecto árido y mísero que el paraje. Me cuesta creer que nos acercamos a Grecia, la cuna de la cultura europea, pero al final de este trayecto nos espera la extensa superficie azul del Egeo como un premio lejano que hay que conseguir.
24 DE OCTUBRE DE 1884, ANOTACIÓN POSTERIOR
A última hora de la tarde hemos llegado a Salónica, una ciudad portuaria con todas las de la ley. Son incontables las casas que parecen crecer en las laderas situadas alrededor del muelle, superadas en altura por las torres de las iglesias y los minaretes que se elevan a partes iguales en el frío cielo azul y atestiguan el pasado lleno de vicisitudes de la ciudad bajo el dominio de sus distintos gobernantes. En el puerto hay barcos anclados de todos los países: cargueros del Pireo, de Alejandría, de Venecia y de lugares aún más lejanos; barcos de pasajeros que navegan hacia Constantinopla y que pasan por el Bósforo hacia el Mar Negro para llegar a la lejana Crimea; y también fragatas de acero con las que el hombre enfermo del Bósforo intenta mantener su imperio, a punto de caer en el ocaso.
Aunque todavía nos encontramos dentro de las fronteras otomanas, noto la agitación que se ha adueñado de esta zona. La llama de la revuelta, que prendió en Atenas y desde entonces ha sido llevada cada vez más al norte, también parece hallar aquí un terreno abonado, y el domino de los invasores turcos parece tan quebradizo como la muralla que se levantó hace más de cuatrocientos años alrededor de la ciudad y de la que apenas queda nada, excepto la gran torre blanca que mira como un guardián solitario sobre el puerto.
Nuestro guía lleva el característico nombre de Pericles. Es un griego de unos treinta años que me parece experto en la materia y bastante digno de confianza, aunque solo sea porque la Czerny no lo soporta. He despedido a todos los porteadores que ella contrató desde Praga y he buscado a mi propia gente con la ayuda de Pericles. Lo último que desearía sería tener a un espía en mis filas.
El día de la partida ha quedado fijado: el 26 de octubre. El peor momento de este viaje es inminente: la despedida de Kamal…
HOTEL ATOS, SALÓNICA, TARDE DEL 25 DE OCTUBRE DE 1884
—¿Kamal?
Como tantas veces en los días y semanas que habían pasado desde aquel fatídico día en Newgate, Sarah se inclinó sobre su amado para besarle la frente y los ojos, y reafirmarle así su cariño. Igual que otros días, esta vez tampoco supo si podía oírla, pero nunca antes lo había deseado tan encarecidamente como en ese momento…
—¿Entiendes lo que te digo, amor mío? —susurró Sarah para que solo pudiera oírla Kamal y no el doctor Cranston, que se encontraba a su lado en la habitación de hotel y la examinaba con cien ojos.
Un auténtico caballero se habría alejado hasta la ventana y le habría permitido un último instante de privacidad antes de que sus caminos se separaran quizá para siempre. Pero el médico de Bedlam estaba muy lejos de ser un caballero, tal como había constatado Sarah. Por si no bastaba con que no le quitara ojo de encima, en su rostro enjuto se dibujaba una odiosa sonrisa.
Sarah procuró ignorarlo y no dejarse arrebatar a ningún precio ese último instante de intimidad. Las arrugas de enojo desaparecieron de su frente y cedieron paso a una tierna sonrisa mientras contemplaba el rostro de su amado. ¿Se equivocaba o Kamal tenía mejor aspecto que los días anteriores? Sarah se dijo que tal vez se debía a la brisa marina.
Los rasgos de Kamal parecían relajados y menos enrojecidos, y la joven tuvo la sensación de que podía volver a notarle claramente el pulso. Observó amorosa sus rasgos proporcionados y le acarició las mejillas y la frente húmeda antes de volver a besarlo.
—Ahora tengo que irme, amor mío —susurró—, pero nunca te abandonaré, nunca, ¿me oyes? Pase lo que pase; te amo y te prometo que volveré. Encontraré un remedio para tu fiebre y te salvarás. Confía en mí, Kamal, amor mío…
Miró atentamente, casi llena de esperanza, su semblante inmóvil, pero no hubo ninguna reacción. Si tenía que ser sincera consigo misma, había esperado al menos una pequeña señal: una aceleración en el pulso, una contracción en los párpados, una perla de sudor o lo que fuera. No exactamente porque quisiera saber si Kamal la había entendido, sino más bien porque se preguntaba si la había perdonado.
En ese aspecto al menos ya no cabía la menor duda: ella y nadie más que ella era el motivo por el que Kamal se encontraba en aquel deplorable estado. Lo habían envenenado únicamente por ella, y por ella tendría que emprender ahora otro viaje a cuyas fatigas quizá no sobreviviría. Quizá, y esa posibilidad le parecía horriblemente real, no volverían a verse nunca…
—Tienes que resistir, ¿me oyes? —lo urgió—. Tienes que resistir y esperar mi regreso, y si es necesario que dé mi vida para salvar la tuya, lo haré. ¿Me has entendido, amor mío?
De nuevo posó una mirada esperanzada en su rostro inmóvil. Las lágrimas le asomaron a los ojos cuando comprendió lo definitivo del momento, se inclinó hacia Kamal y lo besó en la boca entreabierta. Y por un breve instante (¿o tal vez no fue más que una quimera, una fugaz ilusión?), tuvo la impresión de que él respondía a su caricia.
—Hasta siempre, amor mío —le dijo al oído.
Luego se levantó del lecho del enfermo, en cuyo borde estaba sentada.
—¿Y eso? —preguntó Cranston en un tono de malicia evidente—. ¿A qué viene tanta tristeza? Pronto volverá a ver al pobre Kamal, ¿no?
Sarah respiró profundamente. Una vez se hubo secado las lágrimas y hubo recuperado en cierta medida el control, se volvió hacia el médico traidor.
—Efectivamente —afirmó, y se esforzó en que su voz sonara tan firme y decidida como fuera posible—, y se lo advierto, doctor, si a Kamal le falta alguna cosa hasta entonces o le ocurre algo antes de mi regreso, lo responsabilizaré a usted, a nadie más.
—¿Y eso significa…? —preguntó indiferente el médico—. ¿Se querellará contra mí? ¿A través de Jeffrey Hull, ese papanatas senil?
—No —contestó Sarah quedamente mientras lo atravesaba con la mirada—. Si a Kamal le ocurre algo, le mataré.
Cranston se encogió de hombros, haciendo ver que no estaba impresionado. Sin embargo, se le notaba el nudo que se le había hecho en la garganta.
—¿Por quién me toma? —preguntó como si nada—. Al fin y al cabo, he prestado juramento.
—Yo también —afirmó Sarah—. Acabo de hacerlo.
Con eso, lo dejó allí plantado y se dispuso a salir de la habitación. Ya tenía el pomo de la puerta en la mano y estaba en el umbral cuando el médico la llamó.
—¿Sarah? —en su voz se manifestaba la antigua arrogancia.
—Lady Kincaid —lo corrigió.
—Buena cacería —dijo sonriendo ampliamente y haciendo un gesto como si fuera un jinete a lomos de su caballo—. Tally-ho.
—¿Por qué lo hace?
—¿A qué se refiere?
—El director Sykes lo presentó como un hombre de honor. Como alguien para quien el compromiso social tiene al menos tanta importancia como la reputación científica.
—Parecen las palabras de un perfecto idiota —constató Cranston, intentando sonreír irónicamente, aunque no lo consiguió.
—¿Qué le han ofrecido para que traicione todo lo antes le importaba? —preguntó Sarah—. ¿Prestigio? ¿Dinero?
—Ambas cosas —fue la apabullante respuesta—, y en mucha mayor medida de lo que usted pueda imaginar. La ambición de esa gente es enorme, Sarah, inmensa. No fue muy inteligente por su parte convertirse en su enemiga. Habría sido más inteligente que hubiera cooperado a tiempo.
—¿Igual que usted? —preguntó Sarah con sarcasmo.
—Exacto.
Sarah meneó la cabeza.
—Se está usted engañando, doctor. Jamás recibirá la recompensa que le han prometido. Durante un tiempo, mientras les resulte útil, solicitarán sus servicios. Pero llegará el día, y ese día no está muy lejos, en que se hartarán y se desharán de usted, igual que hicieron con Laydon.
—Disculpe, pero usted tuvo bastante culpa en eso —objetó Cranston.
—En efecto —dijo Sarah, y salió de la habitación.
En el cuarto contiguo, un salón amueblado al estilo oriental, la estaban esperando. Ludmilla de Czerny y Friedrich Hingis estaban sentados sobre unos cojines de seda relucientes, con una taza de té humeante en las manos.
A Sarah se le revolvió el estómago al ver tan juntos a amigo y enemiga. La ira le corrió por las venas y no pudo evitar que Hingis notara su repentina desconfianza. Sin embargo, se llamó al orden de inmediato. Seguramente eso era lo que la condesa quería provocar.
—¿Té? —preguntó Ludmilla de Czerny, dirigiéndole una mirada provocadora—. He de reconocer que en esta parte del mundo hace tiempo que no son tan incivilizados como siempre había supuesto. Aquí, los efectos beneficiosos de una buena bebida son bien conocidos.
—No, gracias —contestó Sarah, en un tono tranquilo y distante.
—Este té es realmente bueno —aseguró Hingis, que bebía sorbitos de su taza.
—No es el té lo que no me gusta, sino la compañía —replicó Sarah lanzando a la condesa una mirada tan cargada de veneno que habría bastado para dar el último adiós a todas las ratas del alcantarillado de Praga.
Una de las reglas de aquel extraño juego consistía en que todos mantuvieran las formas y se trataran de manera civilizada (paradójicamente, en cierto modo eran aliados y luchaban por el mismo objetivo, aunque por motivaciones radicalmente distintas), pero Sarah no veía ningún motivo para exagerar las confianzas.
Ambas querían el agua de la vida: Sarah para salvar a Kamal y resarcirlo en más de un sentido, y la condesa quería el elixir para sus siniestros amos, que seguían en la sombra y cuya verdadera identidad y propósitos Sarah no intuía ni por asomo. ¿Qué perseguía la Hermandad del Uniojo con aquella sustancia misteriosa que ya había sido buscada en la Antigüedad? ¿Querían entrometerse en la Creación arrogándose facultades divinas y jugando con el fuego como antiguamente Prometeo?
—He de confesar, querida, que tu escenita me ha parecido bastante ridícula —comentó Ludmilla mientras mordisqueaba una pasta de té de sésamo que había mojado en la taza.
La condesa lucía como siempre un vestido ancho, en el que predominaban los tonos claros y luminosos, que contrastaban con su carácter agrio. Sarah, en cambio, ya se había puesto la ropa que llevaría en la expedición y que tan útil le había resultado en viajes anteriores: pantalones de montar ceñidos y de color arena, embutidos en unas botas de cuero que le llegaban a la rodilla, una blusa de algodón blanqueado y, encima, un chaleco de cordobán, en cuyos bolsillos guardaba todo tipo de objetos útiles. También llevaba un pañuelo anudado al cuello, como solían hacer los hijos del desierto y que protegía tanto del sol intenso como del viento gélido. Se había peinado la melena hacia atrás y se la había recogido en un moño para que no la molestara al cabalgar.
—Cumple el objetivo —se limitó a replicar.
Hingis también estaba preparado para la marcha. De acuerdo con su estilo conservador, se había decidido por un traje tropical de color caqui con el que llamaba, y no poco, la atención en las calles de la ciudad, donde predominaba la moda turca, con sus coloridas vestimentas de seda y brocados. A modo de concesión, el suizo había decidido ponerse un fez de fieltro rojo que, en vista de los cabellos revueltos que asomaban por debajo, parecía un poco fuera de lugar.
—Nos encontraremos hoy en el punto de recogida —aclaró Sarah—. En las afueras de la ciudad hay un viejo caravasar donde nos espera nuestro guía. Partiremos al amanecer.
—Igual que nosotros —comentó pausadamente la condesa, que sorbió un poco más de té.
—¿Cómo sabrá cuándo regresamos?
—Lo sabremos, tranquila. Vosotros regresad. Pero no os atreváis a aparecer sin el elixir. Si te has equivocado y tus teorías resultan falsas, Kamal morirá, no lo olvides.
—Tranquila —resolló Sarah—. Y usted no olvide su parte del trato. Porque, si a mi regreso le ha ocurrido algo malo a Kamal, tendrá que beberse su valioso elixir en las cloacas.
—Qué imagen más repugnante.
—Efectivamente.
—Esperemos que eso no ocurra. —La condesa sonrió imperturbable—. Por el bien de ambas partes.
Sarah no contestó. Estaba harta de la charla y quería partir de una vez para dejar atrás la búsqueda lo antes posible y regresar con Kamal. Dejarlo en manos de sus enemigos le rompía el corazón, pero no le quedaba más remedio. Al menos, de momento…
—Vaya, mira cómo calla la inteligente y peligrosa hija de Gardiner Kincaid.
—¿Quién afirma tal cosa?
—Algunas personas —contestó Czerny, evasiva—. Pero desde el principio tuve muy claro que solo había que encontrar la clave adecuada para doblegarte. Un instrumento toca cualquier melodía… si se sabe cómo hay que hacerlo sonar.
—¿Está muy segura de sí misma, verdad?
—¿Y por qué no? A mi modo de ver, vuelves a estar a nuestra merced. Y eso que creías que habías tomado todas las precauciones imaginables, ¿no es cierto?
A Sarah le habría encantado replicar, pero no podía, puesto que aquellas palabras respondían a la realidad.
—No se saldrán con la suya —dijo, pero su voz no sonó con tan convencida como se había propuesto, sino más bien terca y desvalida.
—¿Quién nos detendrá, hermana? En todo el planeta solo hay un puñado de gente que conoce nuestra existencia, y la mayoría trabaja para nosotros. El viejo Gardiner está muerto, y tú, perdona que te lo diga, has demostrado ser una rival a la que hay que tomar bastante menos en serio de lo que algunos temían. Pero harías bien conteniendo tu enfado y tu ira, y concentrándote en tu misión. Tu odio no retornará a la vida a Kamal, eso solo puede conseguirlo el agua de la vida. O sea que ve y encuentra lo que nos beneficiará a todos.
Al pronunciar estas últimas palabras, en su semblante se dibujó una sonrisa tan autosuficiente y llena de menosprecio que Sarah se preguntó automáticamente qué había hecho ella para atraer la rabia de aquella mujer que, en otras circunstancias, en otra época, quizá podría haber sido una compañera, una amiga. Pero no había tiempo para averiguarlo. La esperaban tareas más importantes y urgentes que no admitían demora.
—Esto —prosiguió la condesa dándole a Hingis una pequeña carpeta forrada en piel— es un salvoconducto que les garantiza paso franco mientras se encuentren en territorio otomano. Nuestra organización dispone de suficientes medios para conseguir algo así.
—Estoy convencida de ello —dijo Sarah—. Me pregunto de qué servirán esos legajos si tropezamos con rebeldes griegos.
—Ya lo descubrirán.
—Claro.
Las miradas de las dos mujeres se encontraron una última vez y el ambiente pareció helarse.
—Hasta pronto —se limitó a decir Ludmilla de Czerny.
Sarah no le contestó.
Esperó a que Hingis vaciara su taza y se levantara pesadamente de su cojín. Luego, los dos se marcharon. Salieron de la suite que la condesa había contratado y volvieron a sus respectivas habitaciones. Ya les habían ido a buscar el equipaje y lo habían llevado al caravasar; se trataba únicamente de recoger los últimos enseres personales de los que no querían prescindir durante el viaje: en el caso de Sarah, su diario y el cinto Sam Browne con las armas correspondientes.
El hecho de que la condesa no se lo hubiera quitado permitía suponer que también era consciente de los peligros y de los imponderables que entrañaba la expedición, del éxito de la cual dependía todo.