10

Sarah regresó al vagón cruzando la maltrecha puerta. Le temblaba todo el cuerpo, y no solo por culpa del frío, sino también por la impresión que le habían causado los dramáticos acontecimientos.

El semblante de la condesa, que seguía en el pasillo empuñando el arma, no revelaba ninguna emoción. Sin embargo, Sarah vio un brillo en sus ojos verdes que no le gustó en absoluto.

—¿Está bien? —preguntó Ludmilla.

—Creo… que sí —afirmó Sarah, mirando sorprendida la pistola de bolsillo que empuñaba la condesa—. No sabía que…

—¿Que llevaba un arma conmigo? ¿Que soy capaz de defenderme? —La condesa rio con amargura—. Por desgracia, esa es una de las lecciones que tuve que aprender muy pronto en la vida.

—Igual que yo —coincidió Sarah—. Pero en este caso no hacía falta intervenir.

—¿Qué quiere decir? Ese monstruo de un solo ojo la estaba amenazando, ¿no?

—En absoluto —negó Sarah—. Me ha salvado la vida cuando un congénere suyo me ha asaltado y me ha agredido.

—¿Cómo es posible?

—No lo sé. —Sarah, que tenía la ropa y el rostro tiznados de hollín, meneó la cabeza—. Supongo que los dos han subido a bordo del tren esta tarde, durante la parada obligatoria. Probablemente se han escondido en el furgón de los equipajes.

—Probablemente —ratificó la condesa, que bajó el Derringer, aunque con titubeos—. ¿Y qué quería de usted el cíclope?

—El codicubus —contestó Sarah sin rodeos.

—¿Y lo ha conseguido?

—No.

—Claro —dijo la condesa—. Un objeto que estuvo en manos de Alejandro Magno no se entrega así como así, ¿verdad?

—Exacto —coincidió Sarah, y se impuso un momento de silencio glacial en el que las dos mujeres se escrutaron mutuamente, intentando ver más allá de las fachadas que ambas habían levantado a su alrededor.

—Qué lastima —dijo Sarah.

—¿Lástima de qué?

—Después de todo lo que sé de usted, esperaba que realmente pudiéramos ser amigas, que realmente seríamos algo así como hermanas de espíritu…

—¿Y?

—Probablemente todo quedará en nada —constató Sarah, desilusionada—, porque, si de algo estoy segura, es de que nunca he mencionado en su presencia quién había poseído el codicubus.

—¿Y eso significa…?

—Que se ha delatado —aseveró Sarah, sin pestañear—. Ni más ni menos.

—Sorprendente —replicó Ludmilla de Czerny mientras volvía a empuñar la pistola con un movimiento que pareció casual. Uno de los cañones había escupido su bala pero el otro seguramente aún estaba cargado…

—¿Qué es sorprendente? —preguntó Sarah—. ¿Que haya descubierto la verdad?

—No —contestó la condesa, en cuyo semblante pálido se perfiló una sonrisa triunfal—, que haya tardado tanto en hacerlo. Me habían dicho que era usted muy inteligente, pero la idea que yo tengo de un intelecto destacado es otra.

—Allá usted —gruñó Sarah.

—Ahora que hemos aclarado nuestras posiciones y podemos jugar enseñando las cartas, me gustaría precisar mejor mi pregunta, y le aconsejo que conteste con sinceridad: ¿Dónde está el codicubus?

—No lo sé —afirmó Sarah.

—¿Qué quiere decir con eso?

—Yo no lo tengo y, por lo tanto, no sé dónde está.

—Es usted una mentirosa. Usted misma dijo que el renegado le había dado el artefacto…

La palabra «renegado» resonó en la cabeza de Sarah. Así pues, el cíclope había dicho la verdad…

—Así es —admitió—, pero no he conseguido abrir el cubo y se lo he devuelto.

—¿Devuelto? ¿A quién?

Entonces fue Sarah la que esbozó una sonrisa burlona y, a diferencia de la condesa, la aderezó con una buena ración de insolencia.

—A aquel a quien usted ha ahuyentado con plomo —contestó fríamente.

—¡Eso es mentira!

—Registre mi compartimiento si no me cree —replicó Sarah—. Pero —añadió al ver la puerta abierta— seguramente ya lo ha hecho, ¿verdad?

Una mirada al semblante rojo de ira de su interlocutora bastó para confirmar la suposición de Sarah. Mientras ella temía por su vida en el techo del vagón, la condesa había revuelto su compartimiento, aunque no había encontrado lo que buscaba…

—¿Ha estado de su parte desde el principio? —inquirió Sarah—. ¿O en algún momento decidió cambiar de bando?

—¡Tú no sabes nada! ¡Nada! —masculló la condesa, pasando bruscamente a tutearla—. Ni conoces tus fuerzas ni sospechas con quién te has involucrado.

—Algo parecido me dijeron una vez —contestó Sarah secamente—. Pero, haciendo honor a la verdad, me da lo mismo. Por eso me he involucrado en su mascarada.

—¿Tú te has involucrado? —La condesa soltó una carcajada sarcástica—. Es conmovedor ver cómo se tergiversan las cosas. ¡Eres una presuntuosa! Todos tus pasos han estado determinados de antemano desde el momento en que regresaste a Yorkshire. ¿Pensabas en serio que podías esconderte de nosotros? ¿Que existía un lugar en el mundo donde el Uniojo no te viera?

—No —reconoció Sarah, estremecida—, lo tuve claro cuando me tropecé con aquella figura siniestra en medio de la niebla. Al principio pensé que se trataba de una ilusión, de una simple quimera, pero poco después comprendí qué significaba.

—Todo lo que ocurrió a continuación —desveló la condesa, deleitándose en hablar con lentitud como si quisiera que el veneno que ponía en cada una de sus palabras surtiera efecto— fue planeado cuidadosamente y con mucha antelación. El arresto de Kamal, su internamiento en Newgate…

—¿Cómo conocían su pasado?

—El Uniojo lo ve y lo sabe todo. Nuestra red de informadores forma un tejido compacto y llega hasta círculos de iniciados. Todo formaba parte de nuestros planes: desde la fiebre enigmática que contrajo tu amado hasta la búsqueda de un remedio.

—¿Y Laydon? —preguntó Sarah.

—¿Laydon? —La condesa se encogió de hombros—. Era mi predecesor, un hombre cuyas facultades difieren ampliamente de su autoestima, y probablemente por eso ha perdido la razón. Sin embargo, nos era útil, puesto que yo tenía muy claro que sería el primero al que pedirías consejo.

—¿Estaba enterado de todo?

—Por supuesto que no. Le dijimos lo justo para que te pusiera sobre la pista correcta. El objetivo final escapaba a su conocimiento. Y dudo que hubiera estado en condiciones de comprenderlo. Laydon no era más que una pieza en nuestro juego, igual que tú.

—No se engañe —dijo simplemente Sarah.

—¿Vas a afirmar que habías descubierto el complot? —La condesa meneó la cabeza—. Puede que intuyeras alguna cosa, pero te falta visión para abarcar la gran totalidad, igual que al viejo Gardiner Kincaid. Has seguido solícitamente nuestras indicaciones y fuiste a Praga en busca de un fantasma. En aquel momento habrías estado dispuesta a creer cualquier cosa que te dijéramos; al fin y al cabo, se trata de la vida de tu querido Kamal, ¿no?

—En efecto —asintió Sarah.

—Probablemente —prosiguió la condesa—, nada habría cambiado si no hubiera sido porque un agente interpretó el papel de Golem, un agente que simulaba sernos leal, pero había sucumbido a la doctrina errónea. Al darte el codicubus, echó por tierra nuestro plan y hemos tenido que seguir otra táctica. A partir de entonces, nuestro interés no se centraba tan solo en el agua de la vida, sino también en el codicubus.

—Comprendo —dijo simplemente Sarah—. Por eso el ataque, ¿no? Y por eso los desperfectos en las vías y la interrupción en el viaje…

—Teníamos que ganar algo de tiempo para poner en orden las cosas —confirmó la condesa.

—¿Y ahora están en orden?

—Por lo que respecta al codicubus, lamentablemente no. Aunque pronto habremos resuelto también ese problema. En cuanto a tu búsqueda, no ha cambiado nada.

—¿De verdad lo cree? —preguntó Sarah—. Me subestima, condesa. Me subestima realmente demasiado.

—¿En qué sentido?

—En todos los sentidos.

—¿Pretendes decirme que me habías descubierto? ¿Que sospechabas de parte de quién estaba realmente? —Echó la cabeza hacia atrás y soltó una sonora carcajada—. Qué fácil es calarte, Sarah Kincaid.

—¿Por qué?

—Si fuera como dices, seguramente no habrías esperado con tanta calma ni habrías participado en nuestro juego. Me habrías pedido explicaciones para saber qué le habíamos hecho a tu querido Kamal y cómo podía salvarse.

—No exactamente —la contradijo Sarah.

—¿Ah, no?

—Por un lado —explicó—, de una fanática de su ralea era de esperar que preferiría morir antes que revelarme una sola palabra. Por otro, después de todo lo que había averiguado, no cabía sino deducir que me encontraba en el camino correcto. Desde el principio he sabido que ustedes no tienen el remedio, sino que eso es lo que yo tengo que buscar para ustedes. Así pues, querida, ¿qué tendría que haberle preguntado?

Entonces fueron las palabras de Sarah las que esparcieron veneno, y el efecto se mostró en el semblante de su adversaria.

Touché —dijo la condesa—, eso no se me había ocurrido. Empiezo a comprender por qué eres tan peligrosa como afirman…

—¿Quién lo afirma? —inquirió Sarah.

—… Pero, aun así, no estabas preparada para este giro inesperado —insistió la condesa, haciendo caso omiso de la pregunta.

—Con su permiso, señora mía, eso no es del todo cierto —se oyó decir de repente a una voz que hablaba alemán con el mejor acento suizo y que a Sarah le sonó a música.

Sigilosamente y sin que la condesa se hubiera dado cuenta, Friedrich Hingis había aparecido desde el fondo del pasillo empuñando en la mano derecha un revólver de la nueva marca Webbley.

—Suelte el arma —dijo quedamente— o me veré obligado a apretar el gatillo.

Si la condesa estaba sorprendida, no lo demostró.

—Señor Hingis —dijo indignada, y se dio lentamente la vuelta hacia él—, debo confesar que no aprecio este tipo de sorpresas. Sobre todo porque pensaba que había cerrado cuidadosamente la puerta de su compartimiento…

—Y lo hizo —confirmó impasible el suizo—. Sin embargo, olvidó que hay una ventana, con un cristal que se puede romper, y un techo al que se puede trepar… aunque con cierto apuro y peligro de muerte.

La luz de la lámpara del techo caía sobre Hingis y dejaba ver su desaliñado aspecto, lo cual confirmaba sus palabras: tenía los pantalones desgarrados y la camisa sucia, por no hablar del rostro tiznado de hollín y de unas cuantas magulladuras que se había hecho.

—Bah —exclamó la condesa con desdén—. Están hechos el uno para el otro.

—Cierto —replicó Hingis con cierto orgullo, y se apartó el cabello alborotado de la cara—. Y ahora, haga usted el favor de darme el arma, condesa. No puedo tolerar que siga amenazando a lady Kincaid.

—Vaya. —Ludmilla de Czerny frunció despectivamente los labios—. La rata de biblioteca saca los dientes. ¿Quién lo habría dicho?

—Si he de ser sincero —contestó el suizo mirando el arma que sostenía en la mano—, odio estos trastos, pero mi último viaje en compañía de lady Kincaid me enseñó que uno puede vérselas con todo tipo de chusma y que hay que ser capaz de defenderse en todo momento.

—Ha equivocado el tono, Hingis —masculló la condesa.

—No creo, señora —comentó fríamente—. Y ahora suelte el arma.

—Lo mismo podría exigirle yo.

—Perdone, pero no puede dispararnos a los dos al mismo tiempo. Haga lo que haga, lleva las de perder.

En el semblante de la condesa, blanco como un cadáver excepto en las mejillas enrojecidas por la ira, se dibujó una mueca fácilmente interpretable. Se notaba cuánto le disgustaba aquel cambio de rumbo inesperado y, al mismo tiempo, el revólver que Hingis sostenía en la mano parecía infundirle cierto respeto.

—De acuerdo —dijo finalmente, esforzándose por parecer lo más digna posible—. Usted gana.

Se agachó y dejó su arma en el suelo.

—Retroceda —ordenó Hingis, y Sarah se apresuró a acercarse y coger el Derringer.

—¿Cómo te diste cuenta? —preguntó la condesa mirando a los cañones de las dos pistolas que la apuntaban.

—¿De verdad quiere saberlo?

—Por supuesto. —La condesa había recuperado la compostura y en su semblante se dibujaba una sonrisa arrogante—. Me interesa formarme una idea de cómo piensa mi estimada hermana.

Sarah consideró el comentario tan inadecuado como petulante, pero lo pasó por alto.

—El anillo —dijo señalando la mano de Ludmilla, donde lucía el sello de su difunto esposo—. Me costaba creer que una mujer tan fuerte y segura de sí misma le diera tanta importancia a esa sencilla alhaja. Y aún me pareció más imposible que no supiera nada sobre su significado cuando poco antes me había asegurado que usted, igual que yo, se había consagrado al estudio del pasado y que la historia de Egipto era su fuerte.

—¿En serio? —preguntó tranquilamente la condesa—. ¿Y si te equivocas?

—¿Va a decirme que no sabía que ese es el emblema de la Liga Egipcia? ¿Una asociación que ha sido prohibida porque el objetivo que se había fijado era derrocar a la Casa Real británica y también el Parlamento y situarse a la cabeza del imperio?

—Mi esposo era miembro de muchas sociedades académicas —replicó la condesa—. Eso no es una prueba.

—Puesto que tenía muy claro que afirmaría algo semejante —prosiguió Sarah—, renuncié a echarle en cara esos reproches y encargué que se realizaran algunas investigaciones sobre su difunto esposo.

—En este punto —intervino Hingis—, entro yo en juego. Lady Kincaid me encomendó que buscara información.

—¿Sobre qué?

—Sobre las circunstancias en que el infortunado conde de Czerny se despidió de la vida —contestó el suizo secamente—. Lamentablemente, al principio me resultó imposible encontrar pistas. Alguien se había tomado muchas molestias para que desaparecieran los documentos en cuestión. Sin embargo, más tarde conseguí encontrar al médico que había certificado la muerte, un tal doctor Svoboda, y descubrí que era mucho más dado a la absenta que a la vara de Esculapio.

—¿Y? —preguntó la condesa, que había entornado los ojos hasta casi cerrarlos. Parecía intuir lo que vendría a continuación.

—Después de invitarlo a unas cuantas copas, el pobre médico empezó a hablar, supongo que más de lo conveniente para él y algunos más. Me dijo que, hasta el día de su muerte, al conde no le pasaba nada, al contrario, gozaba de muy buena salud, y que su deceso había sido totalmente inesperado. Tal vez eso no habría despertado mis recelos, pero luego Svoboda me contó que había intentado practicarle la autopsia y usted se lo había impedido. Entonces comprendí, señora, que usted tenía algo que ocultar.

—A partir de ese momento —dijo Sarah quedamente—, sospeché la verdad, aunque continué abrigando la esperanza de equivocarme. Lo deseaba de todo corazón, puesto que creía haber encontrado en usted a una aliada, a una correligionaria, tal vez incluso a una amiga. Pero la esperanza se ha truncado.

—Así pues, ¿has… has estado fingiendo? —preguntó Ludmilla de Czerny, sin poder contener más el desconcierto—. ¿Todo el tiempo?

—Todo el tiempo —confirmó Sarah—. Exceptuando al señor Hingis, nadie sabía nada, ni siquiera le confié la verdad a mi diario, por miedo a que pudieran leerlo y me delatara.

—Pero ¿por qué?

—¿Qué alternativa tenía? —preguntó a su vez Sarah—. Si le hubiera dicho que la había descubierto, una falsa aliada se habría convertido en una enemiga declarada, con consecuencias impredecibles. Habría cambiado una magnitud conocida por una desconocida y habría complicado innecesariamente la ecuación.

—¿Tan fácil es descubrirme?

—No sabía qué posición ocupaba dentro de la organización y no pensé en la posibilidad de que fuera la sucesora de Laydon —admitió Sarah—. Pero tenía claro que resultaría menos peligrosa si aparentemente hacía lo que exigían de mí.

—¿Que sería…?

—Conseguir el agua de la vida —contestó Sarah con voz firme—. Es eso lo que ustedes quieren sin falta, ¿no?

—Más que cualquier otra cosa —corroboró la condesa.

—¿Por qué? ¿Qué esconde para que realicen semejante despliegue por ella?

—Lo sabes de sobra.

—¿La inmortalidad? —A Sarah casi le resultó ridículo pronunciar la palabra—. ¿Es eso lo que ansían usted y su banda de criminales? Entonces han perdido la razón tanto como Laydon.

—No sabes lo que dices. No tienes la más remota idea y no eres digna de tu nombre ni de tu título.

—¿Qué quiere decir?

—Puede que te haya subestimado —masculló la condesa—. Puede que el viejo Gardiner te enseñara algunos trucos. Pero te sigue faltando una visión de conjunto. Correteas como una cría y te ilusiona todo lo que encuentras. Pero quien bebe un trago de agua no intuye en absoluto la inmensidad del océano.

—Muy poético, en serio —gruñó Sarah.

—¿Creías que te saldrías con la tuya? ¿Que yo no habría pensado que podía suceder algo así, que podrías haber descubierto nuestros planes? ¿Que no estaríamos preparados si llegara el caso? Yo también soy de origen noble, Sarah Kincaid, y mi maestro no era menos avispado que el tuyo.

—¿Adónde quiere ir a parar?

—Has ganado una batalla, pero otros ganarán la guerra —gruñó la condesa—. Olvidas que tu amadísimo príncipe del desierto está en nuestras manos.

—No, en absoluto —contestó Sarah, cuyo semblante se había transformado en una máscara que no permitía reconocer qué sentía—. Pero no le harán nada mientras yo no haya encontrado el agua de la vida. Porque saben perfectamente que asumo todo esto por él.

—Eso es verdad —admitió Ludmilla—. Pero no hacerle nada a tu amado no quiere decir que debamos esperar sumisamente a que regreses.

—¿Qué significa eso?

—Significa que cambiaremos nuestra parte del acuerdo y mantendremos a Kamal en un lugar secreto mientras dure la expedición. Con ello anularemos cualquier plan para liberarlo.

—¡No! —exclamó Sarah, aterrorizada—. ¡No pueden hacer eso! Kamal está muy débil, no resistirá otro viaje.

—El doctor Cranston se ocupará muy bien de él, estoy convencida —replicó la condesa.

—Cranston es un hombre de honor —aseguró Sarah, convencida—. Jamás aceptará hacer algo que pudiera poner en peligro la vida de su paciente.

—Oh, sí que lo hará —dijo alguien a sus espaldas.

Sarah se dio la vuelta, alarmada, y vio al médico delante de la puerta del compartimiento del enfermo, con un revólver en la mano que apuntaba hacia Hingis y hacia ella.

—¡Cranston! —exclamó espantada.

—Lo siento, lady Kincaid —dijo el médico, con una sonrisa irónica que desmentía sus palabras—, pero me temo que, a pesar del supuesto parecido entre ambas, la condesa de Czerny la supera de largo.

—Miserable traidor —masculló Hingis con desprecio.

—«Traición» es una fea palabra —comentó Cranston, chasqueando despectivamente la lengua—. Llamémoslo «astucia», igual que en la cacería, ¿no? Tally-ho.

—Cerdo —fue lo único que se le ocurrió decir a Sarah.

De repente comprendió por qué el doctor había ofrecido tan solícitamente su ayuda y casi había impuesto su compañía en el viaje: formaba parte del plan desde el principio…

—Ha abusado usted de mi confianza —masculló Sarah con una furia desvalida—. Todo lo que le ha hecho adrede a Kamal…

—¿Y? ¿Piensa dispararme? —El médico miró divertido las armas que todos empuñaban—. Evidentemente podemos apretar el gatillo y provocar una masacre, cosa que, teniendo en cuenta la situación, sería bastante absurda. O podemos comportarnos como personas civilizadas y reconocer que hemos terminado en tablas, aunque la ventaja podría volver a estar de parte de la condesa.

—Muchas gracias, doctor —dijo Ludmilla de Czerny—. Bueno, ¿tú qué dices, hermana? ¿Quieres desencadenar un baño de sangre y entregar a tu Kamal a una muerte segura? ¿O vas a seguir ciñéndote a las reglas del juego?

En Sarah se desató una pugna interna.

Una parte de ella, que había estallado en ira, habría preferido apretar el gatillo para castigar a Cranston por su hipocresía y su crueldad, y a la condesa por sus intrigas. Sin embargo, el sentido común la contuvo, porque habría sido una acción absurda y a la vez suicida. Su propia suerte le era indiferente, pero, recordando lo que el viejo Gardiner le había enseñado, se reprendió diciéndose que también era responsable de otras personas. De Friedrich Hingis, el amigo que la había acompañado hasta allí y que le había demostrado una lealtad inquebrantable; y, naturalmente, de Kamal, cuyo final quedaría sellado si ella daba rienda suelta a su rabia y a su agresividad.

El conflicto que se dirimía en el interior de Sarah duró apenas unos instantes. Luego bajó resignada el Derringer. Hingis la imitó y Cranston también hizo desaparecer su revólver.

—No te aflijas —le comentó la condesa con cierta malicia—, tú tienes la culpa. Si te hubieras sometido a la Hermandad cuando llegó el momento…

—Jamás —masculló Sarah.

—Entonces tienes que estar dispuesta a soportar las consecuencias, igual que el pobre Gardiner.

—Deje de pronunciar su nombre —estalló Sarah—. ¿Qué sabrá usted de él?

—Lo suficiente para comprender que fue un estúpido. En vez de seguirnos y ayudar al Uniojo a conseguir poder y reconocimiento, decidió enfrentarse a nosotros.

—Una sabia decisión —dijo Sarah, convencida.

—Que le costó la vida y ha estado a punto de borrar para siempre todo lo que quedaba de él en este mundo.

—¿A qué se refiere?

—Permíteme que te enseñe una cosa —dijo la condesa haciéndole una seña a Cranston, que fue a buscar algo a su compartimiento y se lo alcanzó a Sarah: eran los restos carbonizados de un libro.

La cubierta de piel estaba quemada y el papel, ennegrecido por los tres cantos. Sarah, que no sabía qué quería que hiciera con él, lo abrió. El papel reseco crujió, la piel quemada se rompió y el aliento amargo de un humo frío salió de las hojas, que solo eran legibles y seguían siendo blancas hacia la parte del lomo. Sarah echó inconscientemente una ojeada a un par de líneas y se quedó petrificada.

Conocía aquel libro, igual que había conocido al hombre que lo había escrito…

La biblioteca desaparecida de Asiria —pronunció el título de la maltrecha obra.

—Así es —corroboró Ludmilla de Czerny—, escrito por Gardiner Kincaid en persona. Se supone que no hay ninguna biblioteca universitaria en la que no se pueda encontrar ese libro. No obstante, este es un ejemplar muy especial, como sin duda podrás comprobar…

Durante un instante, Sarah no supo cómo interpretar el comentario. Luego se apoderó de ella una terrible sospecha.

Con manos de repente temblorosas, abrió las primeras páginas del libro y buscó rápidamente con la mirada algo que, para su espanto, encontró enseguida. Era el sello de la familia Kincaid, lo que significaba ni más ni menos que aquel libro, casi enteramente destrozado, procedía de la biblioteca de Kincaid Manor…

—No —dijo Sarah con voz queda—. No es verdad…

—Kincaid Manor ya no existe —anunció la condesa gélidamente—. Lo único que queda son los restos de muros calcinados.

En la mente de Sarah se formó la imagen de su finca natal devastada y en ruinas, pero su primer pensamiento no se dirigió a los bienes materiales.

—¿Y mis sirvientes? —preguntó—. ¿El bueno de Trevor…?

—Muertos —aclaró impasible la condesa—. Los que opusieron resistencia, tuvieron que ser eliminados. Por desgracia, todos tus criados se mostraron extremadamente reacios.

—Comprendo —dijo Sarah, que no pudo seguir luchando contra las lágrimas que asomaban a sus ojos—. Algún día pagará por ello —sollozó—, igual que por lo que le ha hecho a Kamal. Si no es en esta vida, será ante el Juez supremo.

—¿Quién sabe? —replicó la condesa glacialmente y encogiéndose de hombros—. Aquí, en este mundo, cada cual es su propio juez, ¿no?

—¿Qué pasó con la biblioteca? —preguntó Sarah, contemplando las hojas carbonizadas que tenía en las manos.

—Devorada por las llamas —fue la respuesta lapidaria—. Ese es el destino de las grandes bibliotecas, ¿no lo sabías?

La condesa soltó una sonora carcajada y su voz aguda, casi chillona, embistió como una gran ola a Sarah y amenazó con ahogarla.

Kincaid Manor era lo único que le quedaba: el legado del hombre al que ella había querido más que a nada y al que se lo debía todo. Aunque ya no sabía con certeza si podía llamar padre a Gardiner Kincaid, pensar en aquellos venerables muros y en el saber que se cobijaba entre ellos siempre la había colmado de seguridad y le había brindado consuelo. Ahora, eso también se lo habían arrebatado…

—¿Por qué? —preguntó, y no se avergonzó de que las lágrimas le rodaran imparables por las mejillas. La proximidad de Hingis, que se le había acercado y le había puesto la mano sobre el hombro para tranquilizarla, tampoco consiguió apaciguarla.

—Para enseñarte con quién estás tratando —dijo la condesa, en un tono sibilante que semejaba el de una víbora—. No existe ningún lugar donde puedas sentirte a salvo, ningún refugio, ninguna escapatoria. O colaboras con nosotros o perderás lo último que significa algo para ti en este mundo.

—Kamal —susurró.

—Exacto. Ya lo ves, nosotros también nos hemos cubierto las espaldas, y a ti no te queda más remedio que cooperar o sufrirás la misma suerte que el viejo Gardiner y perderás la vida absurdamente, como se apaga una vela al viento.

—Eso no me importa. —Sarah se irguió y se mantuvo así con todas sus fuerzas para no concederle también ese triunfo a su adversaria—. Solo quiero tener a Kamal. Le doy mi palabra de que no haré nada que…

—¿Me tomas por tonta?

—No quiero que le pase nada a Kamal —aseguró Sarah—, y un nuevo viaje lo debilitaría más aún.

—¿Y qué? —dijo simplemente la condesa.

—Por favor —suplicó Sarah—, no es necesario que lo esconda de mí. Tiene mi palabra de que no haré nada que pudiera perjudicarla a usted ni a sus planes. Sea clemente esta vez…

Para espanto de Friedrich Hingis, Sarah se arrodilló delante de su enemiga y se humilló agachando la cabeza.

—¡Sarah! —musitó perplejo el suizo. Acababa de ocurrir lo que temía…

—Ya ves —se burló gozosamente la condesa, que había malinterpretado la observación del erudito—, ni siquiera el señor Hingis te cree. Por lo tanto, el juego continúa, y según nuestras reglas.

—No, por favor, no…

—Partirás de expedición desde Salónica para buscar el agua de la vida y traérnosla. Tu pobre Kamal permanecerá mientras tanto en un lugar desconocido, al que no tendrás acceso. ¿Entendido?

—¿Por qué todo esto? —preguntó Sarah, poniéndose de pie y temblando interiormente de rabia impotente—. ¿Y por qué precisamente yo?

La respuesta de Ludmilla de Czerny fue un nuevo enigma.

—Qué poco sabes —dijo en voz baja— y cuánto te sobreestimas…