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DIARIO DE VIAJE DE SARAH KINCAID

Esta mañana muy temprano he ido a misa a la iglesia de San Nicolás, con la esperanza de encontrar un poco de consuelo y paz interior, sin éxito.

No me apetece reconocerlo, pero los sucesos de la pasada noche me han impresionado profundamente. No solo porque nos apresaron y solo pudimos huir por los pelos de nuestro captor; no solo porque me embargan mil temores y todavía oigo constantemente los gritos del coloso agonizando, sino también porque no dejo de preguntarme si puedo confiar en la información que me proporcionó.

En algunos momentos me inclino a dar crédito a sus palabras, pero luego vuelven a asaltarme las dudas. Me pregunto qué entraña aquella enigmática historia de los misterios divinos y los secretos del cosmos. ¿Es esa la solución al enigma? ¿La pieza del rompecabezas que hace que todo encaje?

Hay cosas que parecen cobrar sentido, aunque de un modo extraño. Alejandría, la biblioteca desaparecida, La Sombra de Thot, el fuego de Ra… Visto en perspectiva, parece que realmente estén relacionados. ¿He participado sin saberlo en descifrar los tres mayores misterios de la historia de la humanidad? ¿En explorar la esencia del cosmos? Y, aunque la idea me espanta, ¿recorrió mi padre también ese camino? ¿Lo he seguido inconscientemente por esa senda y era eso lo que quiso decirme al final?

Son los mismos nombres, que siempre regresan. Los mismos personajes históricos, cuyo destino parece estar inseparablemente unido al del único ojo.

Alejandro.

Arsínoe.

Ptolomeo.

¿Qué relación existe entre ellos? ¿Qué los unía e hizo que sus destinos fueran tan semejantes? ¿Qué verdad se esconde tras todos esos mitos de los que me habló el cíclope? ¿Dónde se sitúa el origen de esos seres extraños que fueron dotados de un solo ojo por la creación? ¿Cómo han podido pasar desapercibidos durante siglos? ¿Y qué entraña en sí el codicubus? ¿Qué indicios contendrá?

Por mucho que me atormenten tantas preguntas, me alivia seguir con vida. No quiero ni imaginar qué habría ocurrido si el doctor Cranston no llega a encontrarnos. Después de que Friedrich Hingis y el doctor se separaran mientras seguían al cíclope, el doctor continuó buscando por su cuenta y fue a parar por casualidad al viejo cementerio, donde dio con las huellas de unas botas de mujer que saltaba a la vista que iba sola. Puesto que eso le pareció muy raro, siguió el rastro, que lo condujo a la cabaña del guarda del cementerio y, finalmente, hasta nosotros.

Naturalmente, Friedrich y yo nos deshacemos en elogios hacia nuestro compañero y casi me avergüenzo de haberlo considerado tan negativamente al principio. Tengo por seguro que, sin la ayuda de Cranston, nuestra misión habría encontrado un final prematuro e inesperado, y con ello se habría esfumado toda esperanza para Kamal. Sin embargo, contamos con una segunda oportunidad y, más aún que antes, ardo en deseos de solucionar el misterio que parece rodearnos…

PALACIO DE CZERNY, MALÁ STRANA, PRAGA,

11 DE OCTUBRE DE 1884

Sarah Kincaid interrumpió su discurso cuando alguien llamó suavemente a la puerta de la habitación del enfermo.

—¿Sí?

La puerta se abrió y apareció en ella el rostro de rasgos delicados de Horace Cranston, que mostraba preocupación.

—Disculpe, lady Kincaid —dijo—, pero es la hora. La condesa la reclama.

—Gracias, doctor.

Sarah apartó el pequeño diario de viaje encuadernado en piel cuya última anotación había leído en voz alta mientras permanecía sentada junto a Kamal, estrechándole la mano. Cranston le había dicho que era dudoso que Kamal se enterara de lo que ocurría a su alrededor, pero Sarah estaba convencida de lo contrario. Lo que los había unido a Kamal y a ella había sido tan fuerte que no podía haberse disipado. Con su voz, quería mostrarle que estaba allí y que lo esperaba, como un faro que señala el camino a casa a los marineros en medio de la tempestad. Y aunque Cranston hubiera tenido razón y Kamal realmente no percibiera nada de lo que sucedía a su alrededor, Sarah no habría desistido. Porque sentándose al lado de su amado inconsciente, estrechándole la mano y hablándole en voz baja, tenía la sensación de que al menos hacía algo por él.

—¿Cómo está nuestro paciente? —preguntó Cranston, y entró—. ¿Sigue igual?

—Creo que sí —contestó ella. Cerró el cuaderno y lo guardó. Luego acarició por millonésima vez la frente ardiente de Kamal y contempló su semblante noble y proporcionado—. Parece que esté durmiendo.

—En el fondo es lo que hace —ratificó el doctor—. Se supone que las funciones corporales se reducen durante el sueño, como en un estado de inconsciencia.

—Con la diferencia de que el sueño normal termina al cabo de unas horas —añadió Sarah.

—En el mejor de los casos. —Cranston sonrió, y enseguida volvió a ponerse serio—. ¿Sabe usted que la considero una persona muy valiente y audaz, lady Kincaid?

—Gracias —replicó Sarah—, pero esas cualidades encajan mejor con usted, que fue quien nos salvó.

—Por casualidad. Si no me hubiera topado con sus pisadas…

—No me refiero a eso. Usted arriesgó la vida para salvarnos a Hingis y a mí: no se puede hacer mayor favor a un amigo. Me alegro mucho de tenerlo conmigo.

—Gracias, lady Kincaid.

—Sarah —lo corrigió.

—Horace —se presentó él con una sonrisa jovial, a la que ella respondió sonriendo débilmente.

Luego, Sarah se inclinó para cubrir de besos cariñosos la frente y los ojos de Kamal. A continuación se levantó y se dio la vuelta para irse.

—No se preocupe —dijo Cranston—, yo me quedaré aquí entretanto. Si hay algún cambio, mandaré a buscarla de inmediato.

—Gracias, Horace.

Tally-ho —contestó él con una sonrisa de ánimo, y ella no pudo evitar corresponderle.

Salió de la habitación mirando una última vez a Kamal y bajó por la empinada escalera hasta el amplio vestíbulo, donde ya la estaban esperando Friedrich Hingis y Ludmilla, la condesa de Czerny.

Cuando su anfitriona se enteró de los dramáticos sucesos y del encierro de Sarah y Hingis, costó muchos esfuerzos y capacidad de persuasión evitar que diera aviso a la policía. Sarah había argumentado que, por un lado, los guardianes del orden en Praga no gozaban precisamente de una fama intachable, de manera que era más que dudoso que descubrieran algo con sus pesquisas; y por otro, les harían un montón de preguntas y, con ello, pondrían en peligro el éxito de la empresa.

—¿Está a punto? —preguntó la condesa, que, de pie en el vestíbulo y vestida ya para salir, solo parecía esperar a Sarah.

Igual que la tarde de su primer encuentro, llevaba un vestido de color beige con muchos adornos de encaje que, para el gusto británico, no era demasiado adecuado ni para esa época del año ni para la ocasión. Aquella vestimenta extravagante, de aire anticuado y, aun así, lucida ostentosamente, parecía expresar más bien el ánimo de la condesa, que se encontraba atrapada entre la tradición y la modernidad, entre la realidad y las exigencias, y eso era algo que Sarah comprendía muy bien.

—A punto —confirmó, y dejó que Antonín la ayudara a ponerse el abrigo que la condesa le había prestado amablemente, dado que, después de la excursión nocturna por las alcantarillas, su ropa había quedado inservible a causa del penetrante olor.

—Entonces vámonos —dijo la condesa—. Ya he ordenado enjaezar los caballos; el decano nos espera.

—Gracias, condesa. Aprecio mucho lo que hace por mí.

—Lo sé, querida —replicó Ludmilla esbozando una amplia sonrisa que pareció partir en dos su noble semblante—. Lo sé…

Un criado abrió la puerta y salieron a la calle, donde Friedrich Hingis ya las esperaba delante de un enorme carruaje negro, identificado con el emblema de un caballero negro enmarcado en oro, el escudo de armas de la familia Czerny. El vehículo, sólido y con caja cerrada y alta, comparable al hackney británico, estaba tirado por cuatro corceles negros que piafaban impacientes.

—No crea que le doy importancia a toda esta opulencia, querida —le susurró al oído la condesa—, pero si las tradiciones aristocráticas me perjudican, al menos quiero sacar algo de ellas.

La lógica de esa argumentación era indiscutible, y Sarah y Ludmilla de Czerny subieron al carruaje por una escalerilla que el cochero había desplegado para ellas. El interior oscuro del vehículo estaba equipado con unos asientos cómodos forrados de terciopelo, en los que se sentaron las damas y Hingis, quien, siguiendo las normas de la cortesía, ocupó el banco que quedaba de espaldas al sentido de la marcha. Al cabo de un momento, el carruaje se puso en movimiento. Acompañado por el golpeteo de los cascos de los caballos, descendió hacia el río por la calle empinada, pasando por delante de mansiones y palacios.

—Y bien, señor Hingis —preguntó la condesa—, ¿han tenido éxito sus esfuerzos?

—Desgraciadamente no —contestó el suizo—. El herrero al que he consultado no ha logrado abrir el codicubus, y tampoco el cerrajero ni el escapista del teatro de variedades.

—Era de esperar —se limitó a decir Sarah, a quien aquello no la sorprendió demasiado.

—Al menos había que intentarlo —dijo Hingis defendiendo las infructuosas molestias que se había tomado—. La información que se oculta en el cubo podría hacernos avanzar un buen trecho.

—Tal vez sí —admitió Sarah—, tal vez no. Probablemente solo se trata de otra maniobra de engaño.

—O de otro indicio en la búsqueda de una medicina para Kamal —objetó Hingis.

—¿Puedo ofrecerles mi ayuda? —preguntó la condesa educadamente—. Mi esposo tenía relaciones excelentes con muchos eruditos. Seguro que alguno de ellos…

—Es usted muy amable, condesa —rehusó Sarah—, pero nadie puede ayudarnos en este caso.

—¿Por qué no?

—Porque en todo el mundo solo hay un sitio donde puede abrirse ese recipiente: en una estela funeraria prevista para ello que se encuentra en una pequeña isla del Mediterráneo.

—¿Está usted segura?

—Absolutamente —confirmó Sarah.

—Comprendo —replicó la condesa, que parecía cavilar algo—. Si me dejara ver el artefacto, tal vez…

—No —dijo Sarah con determinación y con mayor dureza de lo que pretendía—. Disculpe, condesa —añadió al ver la expresión de desconcierto que se dibujó en el semblante de su anfitriona—, nada más lejos de mi intención que desconfiar de usted. Pero poseer un codicubus no es un privilegio, sino una carga. Algunas personas fueron asesinadas cruelmente por su culpa, otras han quedado destrozadas. Cuanto menos sepa de él, mejor para usted, créame.

—Pues claro que la creo, mi querida amiga —aseguró la condesa, aunque de su semblante pálido no podía deducirse si realmente era lo que pensaba—. Así pues, no le quedará más remedio que emprender el largo viaje hacia el Mediterráneo para abrir el artefacto.

—No tenemos tiempo —negó Sarah—. El doctor Cranston no está seguro en lo que respecta al estado de Kamal. Aunque parece estable, puede cambiar de un día a otro, en cualquier momento. No podemos permitirnos realizar ese largo viaje y perder un tiempo precioso para luego, probablemente, constatar que hemos sido víctimas de un engaño. Prefiero atenerme a lo que tenemos.

—Una buena decisión —reconoció la condesa, asintiendo con la cabeza—, ¿y qué tenemos hasta ahora?

—Ya veremos —fue la respuesta evasiva de Sarah.

El carruaje había cruzado el puente, cuyas dos torres se elevaban irreductibles por encima de las orillas y parecían taladrar las nubes bajas. Después de pasar la iglesia de San Francisco, con su gran portal y su cúpula reluciente y visible desde muy lejos, el vehículo tirado por cuatro caballos llegó al Clementinum.

—Realmente impresionante —comentó Sarah cuando pasaron por delante de la fachada barroca de varias plantas, que encerraba varios patios interiores y cuyo frontispicio estaba dominado por la basílica de san Salvador.

—El Clementinum fue construido por los jesuitas a mediados del siglo XVI —explicó la condesa—. El emperador Fernando les pidió ayuda para combatir las revueltas de los herejes y, créanme, los jesuitas hicieron todo lo posible por devolver al redil a las ovejas descarriadas. Exceptuando una breve interrupción, su poder en Praga se prolongó durante más de doscientos años.

—Diría que he notado cierta admiración en vuestras palabras, condesa —constató Hingis.

—¿Y por qué no? Dos siglos son mucho tiempo.

—Cierto —admitió el suizo—. Pero está demostrado que el poder de los jesuitas se sirvió en Praga de medios extremadamente represivos. No fue casual que la ciudad fuese el punto de partida de la guerra de los Treinta Años.

—Tal vez. Pero eso no atenúa el mérito histórico, ¿verdad?

La condesa formuló la frase tan lapidariamente que replicarla habría equivalido a una ofensa. Por su buena educación y porque estaban en deuda con su anfitriona, Friedrich Hingis renunció a la réplica, pero se notaba que su concepto suizo de la libertad era incompatible con las opiniones de la condesa.

Si Ludmilla de Czerny se dio cuenta de ello, no dejó que eso le arrebatara el entusiasmo.

—Exceptuando el Castillo de Praga —continuó instruyéndolos—, el Clementinum es la edificación más grande de la ciudad. Además de aulas y bibliotecas, cuenta incluso con su propio observatorio astronómico. Alberga la biblioteca de la universidad desde hace más de cien años, lo cual la convierte en una de las más antiguas de Europa.

—Entonces estamos en el lugar adecuado —dijo Sarah mientras el carruaje cruzaba la puerta principal y entraba en el patio central—. Ojalá encontremos lo que buscamos.

—¿Cree usted que el cíclope le dijo la verdad? ¿Que esa «agua de la vida» existe realmente?

—Lo que yo crea no importa. Lo único que me permite confiar en que hay algo que descubrir es la coincidencia entre las palabras del cíclope y lo que el rabí Oppenheim me reveló.

—¿Y si es eso precisamente lo que espera de usted la parte contraria? —preguntó la condesa, expresando con ello la mayor preocupación de Sarah.

—Entonces, por el momento, lo haré —respondió a pesar de todo con voz firme—. Mi padre me enseñó que los mitos y los misterios están para ser descifrados, y eso haré exactamente.

—¿Como ha hecho con el Golem?

—Efectivamente.

El carruaje se detuvo y dos criados vestidos con librea se apresuraron a acercarse para desplegar la escalerilla y ayudar a las damas a apearse.

—¿Por qué no les explica lo que ha descubierto al rabino y a su joven amigo? ¿Por qué deja que sigan creyendo que un personaje de antiguas leyendas está cometiendo excesos en el barrio judío?

—Porque no creerían mi verdad, condesa —contestó Sarah quedamente—. Y porque un sueño cuyo recuerdo se desvanece lentamente es menos doloroso que una ilusión rota.

La condesa enarcó las cejas.

—¿Son sus convicciones como científica las que la hacen hablar así?

—No —contestó Sarah con voz queda—. Mi experiencia.

La puerta del carruaje se abrió y los pasajeros se apearon. Un hombre de cabellos canos y aspecto de ser alguien importante, con monóculo y una perilla recortada en punta, salió del edificio principal con una amplia sonrisa en los labios.

—El profesor Leopold Bogary —susurró la condesa a sus acompañantes—, el director de la biblioteca… Y un tiralevitas de manual, que se pronunció en contra de que una mujer pudiera ejercer de docente del Departamento de Humanística.

—Con todo mi respeto, condesa —intervino Hingis secamente—, entonces ¿por qué tenemos que tratar con ese ignorante?

—Muy sencillo —contestó la condesa, mientras en su semblante pálido se dibujaba una sonrisa muy dulce y, a la vez, distante—, porque no solo es un falso, sino también muy útil… Querido Leopold —prosiguió en voz alta, sin que la entonación variara de entrada—, cuánta amabilidad por su parte al recibirnos.

—Por favor, condesa —replicó Bogary agitando las manos antes de hacerle una reverencia exagerada y besarle la mano—. Es un placer para mí.

—También para mí, querido Leopold, también para mí. Permítame que le presente a mi buena amiga lady Kincaid. Lady Kincaid, el profesor Bogary.

—Encantada de conocerle, profesor —saludó Sarah formalmente.

Bogary se quitó el monóculo y entornó los ojos hasta casi cerrarlos antes de volver a ponérselo.

—Una mujer —constató, no muy ocurrente—. Y británica…

—Su perspicacia es insuperable, mi querido Leopold —elogió la condesa sonriendo.

—Pero su mensajero me habló de un especialista, de un reconocido experto extranjero…

—Lady Kincaid es ambas cosas: una maestra en el terreno de la arqueología aplicada y una científica que goza de prestigio y reconocimiento en los círculos competentes en la materia —aseguró la condesa.

—Efectivamente —añadió Hingis—. Yo mismo estuve presente cuando, hace dos años, participó en el Simposio Internacional del Círculo de Investigaciones Arqueológicas que se celebró en la Sorbona de París…

Sarah esbozó una sonrisa irónica. Lo que el suizo decía era verdad. Sin embargo, se había callado adrede que había sido él quien había convertido aquel simposio en un desastre único para ella… por los mismos motivos que parecían mover a Bogary.

Estrechez de miras y arrogancia…

El director de la biblioteca se puso bien el monóculo y escrutó a Sarah de la cabeza a los pies. Lo que vio no pareció gustarle.

—De acuerdo —dijo, sin embargo, al cabo de un instante—, si la Sorbona es capaz de mostrarse tan generosa, nosotros también podemos permitírnoslo. Tiene permiso para consultar y para investigar en la biblioteca.

—Gracias, profesor —dijo Sarah con un amable movimiento de cabeza.

Había aprendido que era mejor ignorar a la gente chapada a la antigua de la ralea de Bogary, aunque ello solo funcionara si su limitada visión del mundo no le obstaculizaba el camino.

Las dos mujeres se dirigieron al portal de entrada y Hingis las siguió a una distancia respetuosa.

—¿Comprende ahora a qué me refería antes? —le susurró a Sarah la condesa.

—Ya lo creo —contestó—. Ya lo creo…

BIBLIOTECA DE LA UNIVERSIDAD, CLEMENTINUM, PRAGA

Como tantas veces ocurría cuando estaba en una biblioteca y se movía entre libros y rollos, entre códices y antiguos pergaminos a la caza del pasado, Sarah se olvidó del tiempo y de cuanto había a su alrededor. Sobre una gran mesa situada en el centro de la sala de lectura, que estaba revestida de madera oscura, había decenas de libros y de infolios abiertos, bibliografía especializada en inglés y también en alemán, además de antiguos manuscritos en latín.

Junto a Friedrich Hingis y a la condesa de Czerny, que realmente poseía ciertos conocimientos históricos y dominaba tanto el latín como el griego antiguo, Sarah seguía cualquier posible indicio. El método que la joven aplicaba era muy simple. Se empezaba por un indicio concreto, por una pista que se tenía, y se buscaba un testimonio escrito al respecto. A continuación se investigaban las fuentes documentales, y así una y otra vez. El entramado que se tejía a partir de esa ramificación de informaciones formaba finalmente la base para verificar las propias teorías, y cuanto más se metía en la materia, más información obtenía y más convencida estaba de que el azaroso remedio del que le habían hablado tanto el rabino como el cíclope existía realmente.

Durante toda la tarde y hasta bien entrada la noche, Sarah y sus compañeros examinaron anotaciones escritas a mano y pasajes impresos: leyeron las obras de los clásicos latinos y las reflexiones modernas al respecto y profundizaron en la mística medieval, en apuntes de alquimistas y en tratados filosóficos que giraban en torno a un mismo tema: la cuestión preponderante de cómo el hombre podría apropiarse de la creación, de cómo podría descifrar sus secretos y convertirse en amo y señor de la vida y la muerte.

Sarah nunca se había ocupado antes de esa materia, por eso la sorprendió tanto ver que las ideas fundamentales se manifestaban en numerosas obras tanto de Occidente como de Oriente. Ya fuera en la epopeya sumeria de Gilgamesh, en la mitología griega o en los poemas épicos medievales; ya fuera en la Odisea homérica o en las Metamorfosis de Ovidio; en el Golem de la tradición judía o en las leyendas cristianas del Santo Grial; en los libros de los muertos egipcios o en los estatutos redactados por galenos alquimistas: la idea de descifrar el misterio de la existencia y de asumir el papel de amos de la creación, ya fuera mediante la magia, la técnica o la intervención divina, parecía manifestarse en todas las culturas. Por mucho que las distintas obras se diferenciaran en los detalles, todas hacían suyo el viejo sueño de la humanidad: no tener que seguir aceptando el final de la vida como algo inexorable.

Una de las palabras claves era «inmortalidad», que, si bien no se mencionaba, se repetía en los textos como un eco prometedor y a la vez petulante; la otra era «génesis», la fuerza para crear vida de lo inanimado. Y, de cuando en cuando, también se mencionaba el medio que podía hacerlo realidad.

Hydor bíou.

Aqua vitae.

L’eau de la vie.

Water of life.

Por mucho que las denominaciones en los distintos idiomas fueran diferentes, siempre aludían a lo mismo.

El agua de la vida…

—¿Está segura de que realmente existe ese elixir milagroso? —objetó Friedrich Hingis cuando por enésima vez interrumpieron sus lecturas para poner en común lo leído—. Quizá todos estos textos entrañan un contenido metafórico; al fin y al cabo, al agua se le atribuye un significado espiritual y de dispensador de vida en casi todas las culturas.

—Cierto —admitió Sarah—, ¿y no ha pensado nunca por qué?

—Bueno, supongo que sin agua no puede haber vida, ¿no? Porque es indispensable para la vida en este planeta.

—Cierto —admitió Sarah de nuevo—. Pero ¿y si detrás de todas estas historias se oculta una verdad más concreta? El hombre que me enseñó esta ciencia solía afirmar que todos los mitos tienen un fondo de realidad y, según mi experiencia, tenía mucha razón.

—¿De quién habla? —preguntó la condesa de Czerny—. ¿De su padre?

Sarah asintió, y una sombra se deslizó por un momento por su semblante.

—De mi padre —confirmó con voz queda, y no pudo evitar que, por un instante, en su mente no apareciera el rostro bondadoso y encuadrado entre cabellos canos de su padre, sino la cara descompuesta por el odio de Mortimer Laydon.

—Entonces, ¿quiere decir que…? —la voz de Friedrich Hingis la retornó al presente.

—Estoy absolutamente convencida —puntualizó Sarah— de que ese fondo real también existe en este caso. Y que es la base donde arraigan todos estos textos. Pensemos en los cíclopes. O en el Golem. En ambos casos nos hemos enfrentado a seres mitológicos que, como se ha visto, tenían una correspondencia real.

—Eso es bien cierto —se vio obligado a admitir Hingis.

—Supongamos que su teoría es acertada —comentó la condesa—. ¿Dónde iniciaremos la búsqueda? ¿Cómo separaremos lo que es verdad de lo que no lo es? ¿El fondo real de lo que se ha añadido y ornado a lo largo de los milenios?

—En este manuscrito medieval —dijo Sarah señalando un antiguo infolio que tenía abierto delante— he descubierto una indicación interesante. Se trata de una crónica monástica de finales del siglo XII escrita en latín.

—¿Cómo se le ha ocurrido buscar ahí precisamente? —preguntó Hingis.

Sarah sonrió.

—En un tratado sobre alquimia medieval y cabalística judía he descubierto un indicio. Por suerte, en esta biblioteca disponen de una copia de esa crónica. Los monjes del monasterio donde se escribió el original eran conocidos por dedicarse a ciencias secretas. Por eso los procesó la Inquisición. Les cerraron el convento y no pocos monjes acabaron en la hoguera.

—¿Y la crónica sobrevivió a todos esos avatares? —preguntó incrédula la condesa.

—En efecto. Sin embargo, todas las indicaciones respecto a la localidad donde se encontraba el monasterio fueron suprimidas con minucioso cuidado, de manera que actualmente no se sabe dónde estaba situado. Algunos suponen que en Bohemia, lo cual explicaría por qué el Clementinum posee una copia de la crónica; otros, en el norte de Italia.

—Hmm —musitó Hingis—. ¿Y qué ha descubierto usted ahora?

—Un monje llamado Atanasio emprendió un viaje a la lejana Grecia en el año 1191, supuestamente para visitar a sus hermanos de orden bizantinos en los monasterios del noreste. Sin embargo, en la crónica se manifiesta la sospecha de que a aquel monje le habían confiado una misión secreta que tenía como objetivo conseguir materiae mirandae

—Materias misteriosas —tradujo Hingis—. Sin duda, para elaborar mixturas alquímicas.

—Eso creo yo también —asintió Sarah.

—Aun así, no deja de ser un indicio vago —objetó la condesa de Czerny—. ¿Qué relación guarda con el «agua de la vida»?

—Sabemos por el rabino Oppenheim que el agua fue llevada al oeste de Europa desde Atenas por comerciantes judíos —explicó Sarah—. Además, en la mitología griega aparece mencionada en diversas ocasiones. El héroe griego Heracles, por ejemplo, murió a causa de un agua con poderes mágicos.

—¿Murió? —repitió la condesa—. ¿Cómo encaja eso?

—No olvidemos que, según dijo el rabino, existen dos elixires: uno que da vida y otro que la arrebata —explicó Sarah—. El pobre Ptolomeo también lo supo por experiencia propia.

—Ahora que lo menciona —insistió Hingis—, he intentado encontrar pruebas documentales sobre el supuesto envenenamiento de Ptolomeo II. No las hay. Aparte del tal Josefo, ningún historiador habla del suceso.

—Porque él fue el único que estuvo presente —replicó Sarah.

—Pero entonces ¿por qué no compartió la información con otros cronistas como era costumbre?

—¿Tal vez porque no quiso? —arguyó Sarah—. Según el rabino Oppenheim, el propio Josefo emprendió la búsqueda del agua de la vida y, al parecer, la encontró.

—¿Dónde? —preguntó la condesa.

—Supuestamente en Grecia. En cualquier caso, desde allí fue a parar a latitudes más occidentales. Y debemos recordar que Alejandro también buscó el agua de la vida para salvar de la muerte a su padre, Filipo, que estaba herido.

—¿Y? —preguntó Hingis.

—La antigua Pella, que fue capital de Macedonia y donde Alejandro pasó su infancia y su juventud, está a tan solo unos ciento treinta kilómetros de los monasterios que el monje Atanasio visitó en misión secreta.

—¿Casualidad? —intervino la condesa.

—Demasiadas casualidades para mi gusto —contestó Sarah—. Según la leyenda, el agua con que fue envenenado Heracles procedía del Aqueronte.

—¿El Aqueronte?

—Según la mitología, el infierno griego estaba surcado por cinco ríos: Aqueronte, Leteo, Cocito y Flegetonte, que desembocaban en el quinto, el Estigia. A quienes morían, los dejaban a orillas del Aqueronte y los entregaban a Caronte, el barquero de los muertos, para que los cruzara a la otra orilla. A los mortales se les solía negar la entrada al Hades. Sin embargo, algunos héroes como Ulises, Orfeo o Perseo se arriesgaron y regresaron sanos y salvos.

—Con lo cual volvemos a las leyendas —concluyó Hingis—. El círculo de las argumentaciones se ha cerrado por desgracia sin que hayamos podido presentar un fundamento sólido basado en hechos demostrables. Solo tenemos suposiciones.

—Hasta ahora —admitió Sarah—. Pero ¿y si en esas leyendas también se esconde un fondo real?

—¿Qué intenta decir, amiga mía?

El matiz de duda en la voz de Hingis no le pasó por alto a Sarah, ni tampoco la mirada escéptica de la condesa. Por consiguiente, se tomó un momento para contestar y ordenó de nuevo todos los argumentos.

—Bien —replicó finalmente—, si personajes mitológicos como los cíclopes o el Golem tienen un origen real, es de imaginar que historias como las de Orfeo o Perseo en el Hades también se remiten a acontecimientos históricos. A cosas que realmente acaecieron.

—¿Habla en serio? —En el semblante de la condesa podía verse cierta expresión de divertimento.

—Lady Kincaid suele hablar muy en serio de estos asuntos —constató Hingis.

Dos años antes, el suizo seguramente habría estallado en carcajadas, pero haber conocido a Gardiner Kincaid le había enseñado que ninguna pregunta era demasiado audaz para que una mente despierta no pudiera plantearla, y que siempre valía la pena escuchar atentamente las explicaciones de su hija…

—Por supuesto que hablo en serio —se reafirmó Sarah—. ¿Y si realmente existieron todas esas salvaciones del reino de los muertos? ¿Y si en realidad solo se produjeron de una manera un poco diferente?

—¿En qué sentido?

—Podría ser que todas esas personas que, según la leyenda, fueron rescatadas del Hades, en realidad no estuvieran muertas, sino que simplemente habían caído en una especie de estasis… O en un estado que los antiguos no sabían diferenciar del de un muerto.

—¿Se refiere a una especie de muerte aparente?

—Coma, muerte aparente, llámelo como quiera. Lo que importa es que esa gente probablemente había entrado en ese estado y, sobre todo, que algo los liberó de él.

—Comprendo adónde quiere ir a parar —asintió Hingis—. El agua de la vida. Y usted supone que Kamal…

—Llamarlo suposición sería afirmar demasiado —admitió Sarah—. Tan solo es una esperanza a la que me aferro, un leve consuelo.

Hingis asintió y frunció el ceño mientras parecía cavilar.

—¿Quiere que le dé una opinión sincera? —preguntó al cabo de unos instantes.

—¿Le habría explicado algo de no ser así?

—De acuerdo. —El suizo se irguió y, por un momento, su semblante adoptó una vez más la expresión de sabelotodo por la que Sarah lo había aborrecido en otras épocas. Ahora sabía que Hingis solo la utilizaba para disimular su inseguridad—. Amiga mía, créame si le digo que me he acostumbrado a presenciar todo tipo de cosas extrañas en su compañía. Y que jamás habría llegado a acercarme a la tumba de Alejandro, ni siquiera me habría atrevido a soñarlo, y, no obstante, fue una realidad. Sin embargo, alimento serias dudas. Lo que ha ocurrido, y no me refiero tan solo a lo que le ha pasado al pobre Kamal, sino también a lo que sucedió anoche, ha sido demasiado para usted y por eso no es de extrañar que busque por todas partes indicios que pudieran salvar a su amado y retornarlo al mundo de los vivos.

—Comprendo —dijo Sarah con voz queda, y bajó la vista mientras se tachaba de necia. ¿Cómo había podido esperar que alguien compartiera siquiera en parte sus aventuradas teorías? Quizá Hingis tenía razón y el deseo de salvar a Kamal prevalecía sobre la razón…

—No obstante —añadió el suizo, arrancándola de sus pensamientos—, no conozco a nadie más que, bajo la presión que suponen todos esos acontecimientos, sea capaz de efectuar unas reflexiones tan brillantes.

—¿Qué?

Sarah levantó la vista. La condesa de Czerny también parecía sorprendida.

—¿Quién sabe? —dijo Hingis encogiéndose de hombros—. A lo mejor tiene razón. Puede que los personajes que conocemos de la mitología realmente corrieran una suerte similar a la del pobre Kamal. Quizá les suministraron un veneno que los mantuvo en un estado parecido a la muerte, hasta que una especie de antídoto los devolvió a la vida.

—Eso es exactamente lo que yo creo —corroboró Sarah—. Los médicos me han confirmado que probablemente exista también un antídoto para Kamal. Sin embargo, no supieron decirme qué ingredientes deberían componerlo ni dónde encontrarlo.

—En Grecia —dedujo la condesa.

—Es posible —confirmó Sarah.

—Pero ¿dónde exactamente? ¿Hay algún punto de partida?

—Uno —asintió Sarah—. La única indicación sobre el origen de los elixires misteriosos se encuentra en el mito de Heracles.

—El agua del Aqueronte —recordó Hingis.

—Así es. A diferencia del río Estigia, el Aqueronte existe de verdad; nace en el monte Tomaros y fluye hacia el oeste cruzando el Epiro para desembocar en el mar. —Sarah cogió un atlas histórico que había abierto sobre la mesa—. Si trazan mentalmente una línea entre Pella, la capital de Macedonia, situada al este, los monasterios de Meteora y esta laguna, por la que pasa el Aqueronte en su camino hacia el mar, comprobarán que los tres puntos se encuentran muy próximos a un eje.

—¡Válgame Dios! —exclamó Hingis, que estaba mirando el mapa.

—Tiene usted razón —constató también la condesa.

—En esa laguna —continuó relatando Sarah—, en tiempos antiguos se encontraba el Necromanteion de Éfira.

—El Oráculo de los Muertos.

—Efectivamente.

—¿En qué consistía? —preguntó la condesa y, ligeramente avergonzada, añadió—: La historia de la Grecia clásica nunca ha sido mi campo preferido. Siempre me han atraído más los misterios del antiguo Egipto…

—Según la mitología, Éfira era una ciudad situada en la orilla norte de la laguna Aquerusia —explicó Sarah diligentemente—. De hecho, allí se encuentran los restos de una colonia de la época clásica, aunque nunca han sido investigados.

—Comprendo —asintió la condesa.

—Se cuentan todo tipo de cosas milagrosas sobre el Necromanteion —agregó Hingis—. Algunas personas que visitaron el oráculo tuvieron visiones del más allá y de seres a los que habían perdido.

—¿Cómo es posible?

—Bueno —prosiguió Sarah—, en algunos documentos antiguos se supone que allí estaba la entrada a los infiernos, lo cual significaría que el Oráculo era una especie de puerta entre este mundo y el más allá. En otros se supone que la entrada al Hades se encontraba más hacia el noreste, en los cursos de los ríos que fluyen más arriba. ¿Cuál es la versión acertada? No lo sé. Pero si pensamos que en todas esas leyendas se oculta un fondo de verdad, tengo que ir a Éfira lo antes posible.

—¿A hacer qué?

—A seguir el río Aqueronte desde sus fuentes en el monte Tomaros hasta la laguna Aquerusia, y a buscar la entrada del Hades —declaró Sarah—. O, al menos, lo que los antiguos griegos creían que era, porque sospecho que allí está el agua de la vida.

—La entrada al Hades —repitió Hingis asombrado—. ¿Va a seguir las huellas de Ulises y Perseo?

—Exacto —confirmó Sarah.

—¿Qué pretende decirnos, querida? —preguntó la condesa de Czerny en tono de duda—. ¿Espera realmente encontrar las sombras del otro mundo?

—Probablemente no —admitió Sarah—. Sin embargo, tiene que haber algo, una cueva, un río subterráneo, una anomalía geológica, que existe de verdad y que inspiró todos esos mitos. Tengo que ir allí si quiero salvar a Kamal. Estoy plenamente convencida de ello.

—Admiro su sagacidad y su determinación —aseguró la condesa—. Sobre todo porque yo sería incapaz.

—Es usted demasiado modesta.

—En absoluto. Sin embargo, debo advertirla de que tenga cuidado.

—¿Por qué motivo?

—Es posible que lo que usted llama Epiro perteneciera antiguamente a la Hélade, pero con la conquista de Constantinopla por los turcos se convirtió en parte del Imperio otomano, y así ha seguido hasta nuestros días. El sur de Grecia y una parte importante de Tesalia han conseguido librarse del yugo turco a raíz de la guerra de independencia, pero Epiro y Macedonia continúan bajo Administración otomana. Y aunque sufre muchos achaques, el hombre enfermo de Europa no parece dispuesto a retirarse. Como consecuencia, la tierra fronteriza entre ambos territorios es una región extremadamente peligrosa, sacudida por constantes revueltas. La prensa de todo el mundo informa de ello.

—Conozco las circunstancias políticas de la zona, condesa, y aprecio su preocupación —aseguró Sarah—. No obstante, mi decisión es firme. Tengo que seguir este indicio.

—¿Aunque le cueste la vida?

—Kamal o yo, ¿dónde está la diferencia? —replicó Sarah con otra pregunta—. Si no encuentro ningún remedio para él, su fin está sellado y el mío también. Ya perdí a una persona que me importaba mucho y que para mí significaba más que nada en el mundo, condesa. No permitiré que vuelva a suceder.

—Sarah, yo… —empezó a decir Hingis visiblemente azorado.

Sarah le pidió con un gesto que no continuara y le ahorró tener que buscar una explicación.

—Ya sé qué quiere decirme, Friedrich —afirmó—, y seguramente tiene usted razón. La empresa que pretendo acometer es arriesgada y, además, no está nada claro el desenlace. No puedo esperar ni espero que usted participe. De todos modos, ya ha hecho mucho más por mí de lo que podía esperar.

—¿Cómo? —preguntó atónita Ludmilla de Czerny—. ¿Pretende emprender el viaje sola?

—En compañía de algunos porteadores y de un guía local, ¿por qué no? —replicó Sarah.

—Porque eso no entra en consideración —contestó Hingis enérgicamente—. Aprecio su humildad, mi querida amiga, pero no puedo aceptar que me deje fuera de sus planes. Por supuesto que la acompañaré si usted me lo permite.

—Es usted muy noble, amigo mío, pero no se lo permito.

—¿No? ¿Por qué no?

—Porque ya he perdido a demasiados buenos amigos. Si a usted le ocurriera algo en esta expedición, jamás me lo perdonaría.

—En tal caso —respondió el suizo sin pensarlo—, la aliviará saber que en esta ocasión pienso seguir de una pieza, y ya puede interpretarlo literalmente. Otra cosa sería que usted no me quisiera porque, a sus ojos, un tullido supone más un obstáculo que una ayuda…

—Pero… no —se apresuró a asegurar Sarah, que había notado cierto deje de enfado en las palabras de Hingis—, se trata de su seguridad. Tenerlo a mi lado sería un gran consuelo y una ayuda irremplazable.

—Entonces cuente conmigo —replicó simplemente Hingis, haciendo un amago de reverencia: para un caballero de su talla, con eso estaba todo dicho.

—También conmigo —afirmó la condesa sonriendo.

—¿Qui… quiere usted acompañarme también en la expedición?

—¿Por qué no, querida? Como ya le dije, toda mi vida he deseado darle la espalda a esta ciudad y explorar el ancho mundo. Mi audacia no alcanza para seguirlos hasta el destino de su viaje, pero si usted lo permite los acompañaré un trecho del camino. Tanto más cuanto que dispongo de medios y recursos que a usted podrían estarles vedados.

—Eso sería maravilloso —dijo Sarah—. Una vez más, no sé cómo agradecérselo, condesa.

—Por favor. —La condesa sonrió aún más ampliamente—. Las hermanas se ayudan, ¿no es cierto?

—Eso es verdad —asintió Sarah—. Aunque no sé…

Se interrumpió porque la puerta de la sala de lectura se había abierto de repente y había aparecido el profesor Bogary, acompañado por un muchacho en el que Sarah reconoció a uno de los criados de la condesa. El joven tenía el rostro encendido y su pecho subía y bajaba a causa de la agitada respiración… Y al ver la terrible expresión en su semblante, Sarah supo que había sucedido algo.

—Buenas noches, alteza —exclamó jadeando, mientras se inclinaba profundamente delante de su señora—. Disculpe la intromisión. Me envía el doctor Cranston…

—¡Kamal! —Sarah se levantó alarmada de su asiento, puesto que tenía muy claro que la noticia solo podía concernir a su amado—. ¿Qué le ocurre?

—El doctor dice que vayan enseguida —comunicó entrecortadamente el mensajero—. Es muy urgente…