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DIARIO DE VIAJE DE SARAH KINCAID
A pesar de las lúgubres advertencias que expresó ayer por la noche, la condesa de Czerny ha organizado un encuentro para esta mañana con el guía que me recomendó. Este, un muchacho de unos dieciséis años que responde al nombre de Gustav y aún estudia en un instituto de Praga, me parece un acompañante ideal para iniciar la búsqueda en el laberinto de Josefov. No solo parece digno de confianza y experto en el tema, sino que también es muy erudito y culto para su edad. Además de hablar fluidamente nuestra lengua, es un lector entusiasta de las obras de Dickens, igual que yo, y acaricia la idea de traducir algunas al alemán.
Han concertado una cita a primera hora de la tarde con Mordechai Oppenheim, el rabino del que se hablaba en el periódico y que parece convencidísimo de que el Golem ha regresado. Hasta entonces, paso el tiempo esperando inquieta junto a Kamal. Su estado sigue pudiendo calificarse de estable, aunque no me pasa desapercibida la creciente preocupación del doctor Cranston. La pregunta de cuánto tiempo soportará Kamal las fatigas de una fiebre tan alta me acucia, y sé que debo actuar.
A ello se añade otra preocupación que me ha llevado a pedirle a Friedrich Hingis que recabe algunas informaciones para mí, con la esperanza de que mis sospechas resulten infundadas.
Teniendo en cuenta las palabras de la condesa, llevaré conmigo el revólver para poder defenderme si es necesario. También llevaré conmigo lo de siempre: utensilios para escribir, un cuaderno, cerillas y algo de dinero para hacer hablar si hace falta a los que no se muerden la lengua…
JOSEFOV, PRAGA, TARDE DEL 10 DE OCTUBRE DE 1884
Llovía a mares. Si en la vigilia los rayos de sol habían conseguido traspasar ocasionalmente la capa de nubes grises que se extendía sobre la ciudad, al día siguiente no tuvieron ninguna posibilidad frente a su tétrica y amenazadora supremacía, que se precipitaba en forma de fuerte chubasco. La lluvia caía torrencialmente sobre la ciudad, golpeaba los tejados inclinados y se acumulaba en canales y arroyos. Y, a pesar del grueso velo gris que se había desplegado sobre el barrio judío, Sarah comprobó con espanto que la condesa de Czerny no había exagerado.
Quien entraba en la judería tenía realmente la sensación de haber ido a parar a otro mundo, mucho peor.
Sarah y sus acompañantes habían dejado el carruaje delante de la muralla del barrio, puesto que habría sido más un estorbo que una ayuda en aquella angostura apabullante. En Josefov había grandes edificios que se alzaban impresionantes a lo largo de unas pocas calles anchas: antiguas mansiones de comerciantes judíos acomodados, así como el Ayuntamiento y las sinagogas, diseminadas entre el cementerio, situado al oeste, y el meandro que el Moldava formaba al norte. Entre ellos, sin embargo, se apiñaban innumerables casas viejas, algunas construidas siglos atrás, que a menudo presentaban un aspecto tan deplorable y mísero como las personas que vivían en ellas. El hecho de que estuvieran construidas tan juntas, de manera que una se apoyaba en la otra, parecía ser lo único que las preservaba del derrumbe. Una densa red de tejados angulosos, con saledizos y buhardillas que semejaban tumores y de los que sobresalían incontables chimeneas, parecía cubrir todo el barrio.
Debajo, en las callejuelas estrechas, a menudo de unos pocos pies de anchura, competían entre sí la pobreza, la escasez y la miseria.
A pesar de la baja temperatura y de que llovía sin cesar, Sarah vio a niños semidesnudos acurrucados sobre el pavimento sucio de las calles y en cuyos ojos se reflejaba pura desesperanza. En las esquinas haraganeaban ciegos y tullidos pidiendo limosna, y por las ventanas, que en vez de cristales tenían cortinas apolilladas, escapaban voces de desaliento.
Resultaba casi inimaginable que en un lugar como aquel pudiera existir vida normal, cotidiana. Y, sin embargo, en las plantas bajas de los edificios ruinosos había fondas, tiendas y talleres de artesanos, y algunos comerciantes con carretillas vendían verduras cuyo olor permitía deducir que allí se trapicheaba con lo que otros habían tirado. Entre ellos se abría paso la gente, en su mayoría personas vestidas de negro y que llevaban alzado el cuello de sus abrigos y chaquetas desgastadas. La cantidad de basura y suciedad en las calles era abrumadora. Sarah pudo ver más de una vez cómo vaciaban cubos llenos de excrementos directamente a la vía pública. A pesar de la lluvia torrencial, el hedor acre que flotaba como una nube de contaminación sobre el barrio se percibía claramente. Sarah no quiso ni imaginar cómo sería aquello en un día caluroso de verano. Las condiciones higiénicas eran desastrosas, peores incluso que las del East End de Londres, cosa que Sarah había considerado totalmente imposible hasta aquel momento.
—La condesa tenía razón —musitó Hingis con una mezcla de consternación y desaprobación—. No deberíamos haber venido. Una lady no debería acudir a un lugar como este.
—Nadie debería estar en un lugar como este —puntualizó Sarah, y abandonó por un momento el resguardo del paraguas para echar unas monedas en el bacín oxidado que un mendigo ciego extendía con mano temblorosa.
—No debería hacer eso, lady Kincaid —la reprendió Cranston cuando volvió a resguardarse bajo el paraguas—. Tarde o temprano se verá rodeada de pedigüeños.
—Qué más da —replicó Sarah—. Esta miseria es insoportable.
—¿Y cree usted que soluciona algo regalando unos peniques? —preguntó el doctor—. ¿O se trata simplemente de tranquilizar su conciencia para poder descansar de nuevo esta noche sobre almohadones de seda?
—Es usted detestable —rezongó Sarah, aunque su ira se dirigía más a sí misma que al médico. Interiormente, no podía por menos que reconocer que el reproche de Cranston estaba justificado.
Hacía rato que había perdido la orientación en aquel laberinto de callejuelas y casas plagadas de recovecos, cuando ante ella se perfiló la silueta de un gran edificio de piedra bajo la lluvia. La fachada estaba decorada con sencillos ornamentos del gótico primitivo que descendían en vertical. El sobrio edificio estaba rodeado por un peristilo cerrado.
—La sinagoga Vieja-Nueva —explicó Gustav mientras subían las escaleras hacia el portal y se ponían a cubierto en el pórtico, que no era demasiado grande, pero permitía resguardarse de la lluvia—. Tiene más de seiscientos años.
—Lo sé —replicó Sarah mientras sus acompañantes cerraban los paraguas—. Aquí era donde el rabí Löw enseñaba, ¿verdad?
—Exacto. —El muchacho, que conocía muy bien la historia del barrio, asintió apasionadamente—. Su tumba está en el cementerio, no muy lejos de aquí. Puede visitarla si lo desea.
—Tal vez más tarde —contestó Sarah.
Le alegraba ver que el muchacho se implicaba en su papel de guía y, si las cosas hubieran ido de otra manera, le habría encantado que le enseñara más monumentos. Pero no había tiempo para distracciones…
—Las cinco en punto —constató Cranston mirando su reloj de bolsillo—. Hemos sido puntuales.
—No esté tan orgulloso de su puntualidad británica. El tiempo en este mundo pertenece únicamente a Dios.
Sarah y sus acompañantes se volvieron. Con el ruido de fondo de la lluvia no se habían dado cuenta de que la puerta de la sinagoga se entreabría y en ella aparecía un rostro redondeado y sonrosado, enmarcado por cabellos y barba grises, que al cabo de un momento los saludaba en voz baja con un «Shalom».
—Shalom —contestó Gustav, haciendo una reverencia—. Rabí Oppenheim, estos son lady Kincaid y sus acompañantes.
—Ya lo suponía —replicó el rabino, que parecía dominar la lengua inglesa tanto como el muchacho. Su voz tenía una agradable dulzura, aunque Sarah creyó notar en ella un matiz de burla.
—Shalom, rabí Oppenheim —dijo la joven, inclinando la cabeza respetuosamente—. Gracias por recibirnos. Es para mí un honor.
—Sus palabras parecen sinceras —constató Oppenheim, y por un momento dio la impresión de que la miraba con mayor simpatía—. Gustav me ha dicho que desea hablar conmigo.
—Así es.
—¿Y estos dos caballeros?
—Son mis acompañantes. El señor Friedrich Hingis, de la Facultad de Arqueología de la Universidad de Ginebra…
—Y el doctor Horace Cranston, especialista en enfermedades mentales —se apresuró a decir Cranston, a quien parecía resultar insoportable que lo presentara una dama.
—Hmm —murmuró el rabino, haciendo una ligera mueca de fingido respeto con los labios—. Así pues, hoy tenemos personas sabias como invitados en la casa del Señor. Gustav me dijo que quería hablar conmigo del Golem…
—Exacto —asintió Sarah—. Si me lo permite, me gustaría hacerle algunas preguntas.
—¿Cree usted en su existencia?
—¿Cómo dice?
—Hace unas semanas, lady Kincaid, se presentaron aquí mismo dos compatriotas suyos, periodistas del London Times.
—Lo sé —afirmó Sarah—. Leí el artículo…
—Ellos también querían saber qué ocurría con el Golem y su regreso, pero no mostraron el más mínimo respeto ni consideración, solo parecían buscar un buen titular. Por eso vuelvo a hacerle la pregunta, lady Kincaid: ¿cree usted en la existencia del Golem?
—Creo que eso dependerá de sus respuestas —contestó Sarah elocuentemente—. En cualquier caso, la experiencia me ha enseñado que hay cosas para las que el raciocinio no encuentra explicación de buenas a primeras.
—Está bien —comentó el rabino, y abrió de par en par la puerta de la sinagoga. Entonces se vio la toga negra que llevaba, distintiva de su rango—. Con esas palabras, milady, ha abierto usted las puertas de la casa de Dios. Pase.
Sarah asintió agradecida y siguió la invitación. Sin embargo, cuando Hingis se dispuso a hacer lo mismo, Oppenheim le cerró el paso.
—Solo lady Kincaid y el muchacho —señaló.
—Pero nosotros somos sus acompañantes —objetó Cranston enérgicamente—. No puede cuestionarse que…
—Por favor, doctor —lo interrumpió Sarah, y con una mirada penetrante le dio a entender que también se las arreglaría sola. Cranston soltó un sonoro bufido y su figura magra adoptó un aire estirado.
—Como guste —se limitó a comentar—. Mucha suerte en la caza. Tally-ho.
Sarah asintió y siguió al rabino que, después de que el joven Gustav hubiera cruzado el umbral, cerró la puerta a cal y canto. La luz de unas velas y de unas lámparas de aceite de bronce iluminaban el recinto que se extendía ante ellos y que tenía una bóveda gótica muy alta, sostenida por dos columnas octogonales. Una sillería de madera oscura bordeaba los muros y el centro de la nave estaba ocupado por un púlpito cercado por una imponente reja de hierro forjado. Más allá de las columnas, debajo de un artístico tímpano, se hallaba el verdadero corazón de la sinagoga: el arca de la Tora, donde se guardaban los rollos con los escritos sagrados.
—Este lugar —dijo Oppenheim en voz baja— ha resistido a todas las protestas a las que mi pueblo fue sometido en siglos pasados. Ha proporcionado refugio y protección en muchísimas ocasiones y aquí han ocurrido cosas importantes.
—Lo sé —dijo Sarah inclinando respetuosamente la cabeza, un gesto que pareció gustar al rabino.
—¿De verdad es usted una lady inglesa? —preguntó francamente asombrado—. Sinceramente, no es usted como esperaba…
—¿Y qué esperaba?
—A decir verdad, no lo sé. En cualquier caso, la idea de que una joven británica de origen noble viniera precisamente a este lugar me pareció tan descabellada que no tuve más remedio que aceptar el encuentro. En cierto modo, pues, tiene que agradecerle a mi curiosidad el hecho de estar aquí ahora.
—Le estoy muy agradecida a su curiosidad —afirmó sonriendo Sarah, a la que complacían las maneras sencillas y el humor soterrado del rabino—. Y me alegro de que se haya tomado un tiempo para esta entrevista.
—Como bien puede imaginarse, no ocurre demasiado a menudo que nos visite alguien de fuera, y en su caso me pareció algo descabellado por tres motivos: es usted mujer, pertenece a la nobleza y, no lo olvidemos, si no me equivoco, es usted cristiana.
—No se equivoca —admitió Sarah—. Pero mi padre me enseñó que, aunque las personas busquen a Dios de distintas maneras, todas son hijos suyos.
—Sabias palabras —asintió el rabino—. Su padre debe de ser un hombre inteligente.
—Era un hombre inteligente —puntualizó Sarah.
—Disculpe. —Oppenheim escrutó su rostro y pareció distinguir el dolor que se reflejaba en él. Por eso cambió de tema enseguida—. Así pues, ¿ha venido usted por el Golem?
—Efectivamente.
—¿Qué desea saber?
—A ser posible, todo.
—Entonces le contaré los orígenes de la leyenda. Le hablaré de la historia de los judíos de Praga que tantas cosas tuvieron que soportar. Y de un lacayo de barro que les fue enviado para liberarlos de una terrible sospecha…
—Todo eso ya lo sé, rabí Oppenheim —objetó Sarah—. Debo decirle que no he emprendido este viaje sin prepararme antes. He investigado y he encontrado mucha información sobre el Golem y su origen.
—Pues aún me sorprende más que haya emprendido este largo viaje —replicó Oppenheim.
—He venido porque esperaba que usted podría contarme más cosas.
—¿Más? ¿A qué se refiere?
—Me refiero al saber que no se encuentra en los libros —contestó Sarah quedamente—. A los conocimientos que se transmitían de generación en generación y que incluso trataban del secreto de la vida.
—¿El secreto de la vida? —El rabino miró de reojo a Gustav, que seguía aquel intercambio de palabras sin parpadear y con los ojos abiertos como platos. Por un momento dio la impresión de que sopesaba la idea de echar al muchacho, pero luego se lo repensó—. Eso son palabras mayores, lady Kincaid.
—Lo sé, rabí.
—¿Qué le hace pensar que yo podría saber algo?
—Gracias a mis pesquisas, sé que un tal David Oppenheim fue el rabino mayor de Praga en el siglo XVII —contestó Sarah—. Al parecer, estaba en posesión de numerosos textos antiguos de gran valor, entre los que se contaban los procedentes del legado del rabí Löw. Y no hay que ser vidente para suponer que aquel David Oppenheim era un antepasado suyo y que al menos dejaría una parte de aquellos escritos a su familia.
Oppenheim no contestó de inmediato. En su rostro barbudo se reflejaba la congoja; sin embargo, era imposible adivinar qué estaba pensando.
—Asombroso —dijo finalmente—. Sumamente asombroso…
—¿Qué quiere decir?
—Lady Kincaid, debo decirle que aquellos antiguos escritos están ligados a una profecía.
—¿Una profecía?
—Así es. A lo largo de los siglos en que esos libros se han encontrado en nuestra posesión, siempre se ha dicho que un día llegaría alguien que preguntaría por su paradero. Probablemente, y esa idea me aterra profundamente, usted es ese alguien.
—¿Por qué le parece tan terrible la idea? —preguntó Sarah—. ¿Porque soy mujer? ¿Porque no soy judía?
—No —contestó el rabino con voz lúgubre—. Es porque… —se interrumpió, caviló un momento y luego pareció repensárselo—. ¿Por qué intenta averiguar el secreto del Golem? —preguntó finalmente.
—¿Cómo debo interpretar su pregunta?
—¿Busca la fama? ¿Quiere conseguir la inmortalidad? ¿Pretende imitar la Creación divina? ¿O incluso hacerle frente?
El rabino había entornado los ojos, y la manera en que había remarcado sus palabras para darles más peso le revelaron a Sarah que hablaba muy en serio. La joven recordó sin querer que ya le habían planteado una pregunta parecida en otro lugar y en otro tiempo. La persona que lo había hecho no era menos inteligente y sabia que el viejo rabino…
—El hombre al que amo está agonizando —explicó sin ambages y un poco a la ventura—. Una fiebre misteriosa se ha apoderado de él, y ninguno de los médicos a quienes he consultado conoce ninguna medicina para hacerle frente. He venido solo por eso.
—Comprendo —replicó el rabino, de nuevo en un tono dulce y comprensivo—. Con todo, no comprendo por qué la búsqueda la ha traído precisamente aquí…
—El estado que mantiene cautivo a mi amado fue provocado artificialmente —contestó Sarah—. Un veneno, un bebedizo, algo que le administraron. No puedo explicarlo de manera concluyente, pero existen paralelismos.
—¿Paralelismos? —Oppenheim enarcó las cejas.
—Con el modo en que, según la leyenda, el Golem cobró vida —explicó Sarah—. Además, he llegado a la desalentadora conclusión de que cierto círculo de personas tienen un gran interés en que realice este viaje.
—¿A qué se refiere? Habla usted con acertijos…
Sarah suspiró. ¿Cómo podía explicar algo que ella apenas comprendía? ¿Cómo podía hacer entender algo que escapaba a su entendimiento?
—Es difícil expresarlo en palabras —admitió—. Alguien quería que yo viniera aquí. Me dieron una serie de indicaciones que debía seguir y que me han traído hasta este lugar. Hasta usted.
—¿Hasta mí? —El rabino le dedicó una mirada interrogadora, la duda que se reflejaba en sus ojos no pasaba desapercibida.
—Ya sé que parece extraño y es usted muy libre de tomarme por loca —dijo Sarah—, por una mujer de la nobleza que ha perdido la razón estudiando sus libros y que ha emprendido un viaje tan largo como absurdo para perseguir una quimera. Pero eso no cambia el hecho de que he venido aquí en busca de respuestas… Porque esas respuestas son lo único que puede salvar a mi pobre Kamal.
—¿Kamal? ¿Así se llama?
—Sí, rabino.
—Entonces, ¿no es cristiano, sino seguidor de Mahoma?
—Así es.
Oppenheim asintió con la cabeza, y una sonrisa de satisfacción se deslizó por su semblante surcado de arrugas.
—Ahora sé que cuando hablaba de los hijos de Dios, no se trataba de palabras vacías.
—En absoluto —aseguró Sarah—. Hace un tiempo pensaba de otra manera, pero ahora creo que todos somos hijos de un destino superior. Durante mucho tiempo intenté negar ese destino y buscar respuestas con la razón, pero un día tuve que reconocer que existe un saber que está más allá del entendimiento humano. Por eso he venido, rabí Oppenheim. Buscando respuestas he seguido mi destino, y este me ha traído hasta aquí.
El rabino le escatimó de nuevo una respuesta. Durante un momento que pareció infinito, fijó una mirada escrutadora en el semblante de Sarah, hasta que se decidió a asentir con cautela.
—Lady Kincaid —dijo finalmente con voz suave—, no sé qué significa todo esto ni cómo debo considerarlo. Pero hay algo en sus palabras y en su manera de pronunciarlas que me mueve a confiar en usted. Por eso me gustaría enseñarle algo que hasta ahora solo han visto unos pocos ojos. Sígame, por favor.
El rabino dio media vuelta y se puso en movimiento, seguida por Sarah, muy intrigada por lo que le enseñaría. El joven Gustav estuvo indeciso un momento, pero como nadie le pidió que se quedara, se les unió. Salieron de la sinagoga por una puerta y regresaron al peristilo que rodeaba el edificio. Después de pasar por varias salas iluminadas con velas, llegaron a una puerta que Oppenheim abrió con una gran llave oxidada que había sacado del sayo.
La puerta carcomida se abrió con un crujido y dejó ver una escalera de madera que subía empinada. En el fondo, se trataba más bien de una escalera de mano que no inspiraba mucha confianza. No obstante, Oppenheim se agarró sin dudarlo a los largueros y trepó ágilmente.
Sarah y Gustav intercambiaron una mirada. Ruborizado y con un carraspeo tímido, el muchacho le dio a entender que no pretendía en absoluto abrirse paso a codazos, pero, naturalmente, no quería subir detrás de ella por motivos de discreción.
Sarah esbozó una sonrisa.
—Permíteme decirte, Gustav Meyrink —le comentó—, que, a tu edad, ya eres más caballero que algunos hombres maduros.
El muchacho se ruborizó aún más y se apresuró a subir detrás del rabino. Sarah miró con un poco de recelo la escalera, que conducía a la más absoluta oscuridad a través de un tragaluz cuadrado. Luego inició también la temeraria ascensión.
Los travesaños de la escalera crujían a cada paso, pero resistieron. El frío y un olor a madera vieja bajaban desde lo alto y, de pronto, empezó a arder la llama trémula de una vela. Sarah pudo reconocer entonces dónde se encontraba: en un hueco estrecho, de unos sesenta centímetros de anchura y con un techo inclinadísimo que permitía deducir que se encontraba justo debajo del tejado de la sinagoga. A la izquierda, quedaba delimitado por tejas de barro, contra las que golpeaba la lluvia; a la derecha, por la tablazón de madera que habían colocado encima de las vigas. Sarah dudó de que desde el interior de la sinagoga se intuyera la existencia de esa cámara: no era más que una cavidad, en cierto modo, un doble suelo al estilo de los que utilizaban los ilusionistas en los escenarios y en los teatros de variedades para sus espectáculos.
Sarah lanzó un suspiro al llegar al final de la escalera.
Gustav le tendió una mano para ayudarla, y la joven llegó por un tragaluz a una sala que debía de encontrarse en el ángulo más alto del tejado. A ambos lados ascendían unas cubiertas inclinadas que coincidían a casi dos metros de altura, de manera que solo se podía estar de pie en el centro. El suelo estaba revestido con tablas de madera ennegrecidas. Longitudinalmente, la sala se perdía en la oscuridad; la luz de la vela que el rabino Oppenheim había encendido no bastaba para iluminarla entera.
—¿Sabe qué es este lugar, lady Kincaid? —preguntó el rabino, cuyo semblante parecía más viejo y enigmático a la luz de la vela.
—Una cámara secreta, supongo —contestó Sarah.
—Cierto. Dicen que el rabí Löw escondía aquí al Golem… durante el día, cuando dormía y habría sido una víctima fácil para sus enemigos.
—El Golem —repitió Sarah, y miró boquiabierta a su alrededor. Todas las tablas, todas las vigas parecían exhalar el espíritu del pasado por todos sus poros…
—Nadie sabe si realmente fue así —objetó el rabino—, pero este lugar se ha acreditado realmente durante siglos como un escondite seguro. Igual que en ese caso.
Se dio la vuelta con la vela en la mano y dio unos pasos agachado, hasta que la luz trémula iluminó un arca grande con herrajes que se encontraba en el rincón más apartado de la buhardilla. Los distintos laterales del arca estaban adornados con todo tipo de tallas y símbolos judíos; en la tapa lucía una estrella de David con un sombrero de formas extrañas y acabado en punta.
—El símbolo de la comunidad de Praga —explicó Gustav mientras Oppenheim volvía a introducir la mano en su sayo y sacaba otra llave oxidada.
—¿Qué significa el sombrero? —inquirió Sarah.
—En el siglo XIV se proclamó un decreto por el que todos los miembros de la comunidad judía debían llevarlo. Tenían que ser reconocidos como judíos a primera vista.
—Yo no lo habría explicado mejor —elogió el rabí Oppenheim mientras abría la cerradura y la tapa del arca—. El alma de las personas —comentó a continuación— alberga instintos más oscuros que cualquier noche y más fríos que la muerte.
Dejó caer la tapa hacia el otro lado, con lo que se levantó una densa nube de polvo que los hizo toser a todos. Cuando el polvo se posó, Sarah pudo ver lo que había en el interior del arca y soltó un grito ahogado de alegría.
Eran rollos.
Libros enrollados según la tradición judía, y sellados con cera para protegerlos de los estragos del tiempo. Con éxito, a juzgar por la apariencia.
—Su perspicacia no la ha engañado, lady Kincaid —constató Oppenheim—. No todos, pero sí algunos escritos que pertenecieron al venerable Judah Löw se encuentran en mi poder.
—¿De qué tratan? —preguntó Sarah.
—Los textos se han conservado en hebreo, sin excepción. Algunos están impresos, pero la mayoría son manuscritos, aunque no son los originales, evidentemente. En el transcurso de los siglos, han sido copiados y renovados una y otra vez.
—¿Siglos?
Oppenheim sonrió.
—Algunos de estos escritos fueron redactados hace más de tres mil años, lady Kincaid. No olvide que se trata de la fe más antigua del mundo.
—¿Por qué me ha traído aquí, rabí? ¿Por qué me enseña a mí, una desconocida, algo tan valioso e inestimable?
—Porque he reconocido en usted a alguien que busca, lady Kincaid. Y porque tal vez aquí —dijo señalando los rollos que se apilaban en el arca— se hallen unas cuantas respuestas. ¿Domina usted el hebreo?
—Lo lamento, pero no —dijo Sarah meneando la cabeza.
—Entonces le explicaré de qué se habla en este escrito.
El rabino metió la mano en el arca sin dudarlo y sacó uno de los muchos rollos que había dentro, lo cual demostraba que estaba más familiarizado con el contenido del arca de lo que el polvo y la recóndita ubicación permitían suponer.
—¿Qué es? —preguntó Sarah.
—Un documento antiquísimo. Fue escrito en el año 246 antes de la era cristiana por un sabio judío llamado Josefo, que en esa época se hallaba en la corte de Ptolomeo II.
—¿En Alejandría? —Sarah aguzó el oído.
—Así es. Por lo que sabemos, Josefo debió de ser un hombre de muchos talentos. Dio clases en la Biblioteca y fue uno de los eruditos que tradujeron al griego las enseñanzas de la Tora.
—La Septuaginta.
—¿Conoce los sucesos de aquella época?
—Ya lo creo —afirmó mientras un sinfín de recuerdos afloraban en su mente, y ni mucho menos todos fueron bienvenidos—. Como deferencia hacia los judíos establecidos en Alejandría, que a menudo ya no sabían hebreo o arameo, Ptolomeo mandó traducir el Antiguo Testamento al griego. A tal fin, reclutó a setenta sabios judíos, algunas fuentes hablan también de setenta y dos, que, según cuenta Aristeas, tradujeron la obra en setenta y dos días.
—Exacto. ¿Cómo es que sabe tanto de estos temas?
—He estado en Alejandría —se limitó a responder Sarah. ¿Qué más podía contestar? ¿Que había emprendido junto a su padre la búsqueda de la biblioteca desaparecida? ¿Que precisamente había sido la Septuaginta lo que les había brindado las pistas decisivas? ¿Que no podía olvidar la muerte de Gardiner Kincaid en las profundidades de Alejandría?
El rabino pareció notar de nuevo su dolor, ya que no siguió preguntando.
—Si conoce la historia del reino de Ptolomeo —prosiguió entonces—, seguramente también sabrá lo que ocurrió en el año 246.
—Si mal no recuerdo, Ptolomeo murió ese año…
—Eso también se corresponde con la realidad. Ptolomeo II estuvo rodeado en su lecho de muerte por sus consejeros y personas de confianza, entre los que se contaba Josefo, a quien habían prohibido regresar a Jerusalén una vez terminado el trabajo de traducción. Se quedó en Alejandría como historiador y cronista personal de Ptolomeo, y registró la época de su reinado.
—¿De verdad? —Sarah enarcó las cejas, asombrada—. No conozco nada de esas crónicas…
—Porque se perdieron en el transcurso de los años. Solo se conservó este rollo, en el que se describen con todo lujo de detalles las últimas horas de vida de Ptolomeo.
—¿Qué pone exactamente en el rollo? —inquirió Sarah, que seguía sin imaginar qué tenía que ver todo aquello con el Golem o con las respuestas que ella buscaba.
—Josefo escribió que, en sus últimas horas, Ptolomeo estuvo poseído por una extraña certidumbre. En aquel momento, su rival Antígonos ya había muerto, y Ptolomeo no parecía dispuesto a seguirlo al más allá. Se aferraba a la vida con todas sus fuerzas y, por lo que cuenta, su esperanza se basaba en el contenido de una redoma que le había dejado su hermana y esposa, Arsínoe.
—Arsínoe —repitió Sarah quedamente.
También había tropezado antes con ese nombre. ¿Era simple casualidad que todas aquellas personas y nombres se toparan de nuevo con ella o bien se ocultaba algo detrás…?
—Pronunciando las palabras bíos aiónios, se acercó la redoma a los labios y apuró el contenido. Bíos aiónios es griego y significa…
—… vida eterna —tradujo Sarah.
—Efectivamente. Pero según el relato de Josefo, el contenido de la redoma no proporcionó vida a Ptolomeo, sino un final atroz. Cuenta que murió convencido de que Arsínoe lo había engañado y lo había envenenado.
—¿Y? —preguntó Sarah.
—Aunque Ptolomeo había dispuesto en su testamento que Josefo quedaría libre y podría regresar a su patria, este se quedó un tiempo más en Alejandría para indagar el secreto de la redoma. Luego se le pierde el rastro hasta muchos años después, cuando se recupera en Atenas, donde apareció como orador en el ágora. Y precisamente de Atenas, donde al parecer Josefo se despidió de la vida en el año 289, a una avanzada edad, unos comerciantes judíos trajeron en el siglo XII a Europa una sustancia misteriosa a la que llamaban hydor bíou.
—Agua de la vida —tradujo Sarah.
—Y precisamente de esa época data la primera mención del Golem por escrito, en una nota aclaratoria en alemán incorporada a la Cábala —prosiguió el rabí Oppenheim.
—¿Cree que hay alguna relación? —preguntó Sarah, desconcertada.
—¿Qué sabe usted del ritual con que se dio vida al Golem? —preguntó a su vez el rabino.
—Tan solo lo que puede encontrarse en la bibliografía especializada: que el rabí Löw trazó unas líneas en la frente del Golem para darle vida. Y le puso debajo de la lengua una nota donde estaba escrito el nombre de Dios…
—Un esquema —confirmó Oppenheim—. Y, por supuesto, también se habla de todo tipo de fórmulas mágicas y artes de birlibirloque alquimistas. Evidentemente, eso no se corresponde con los hechos, lady Kincaid. Judah Löw no era un mago, sino un simple hombre piadoso que conocía los secretos de la Historia y podía aprovecharlos. Porque, a diferencia de lo que cuentan las leyendas, el Golem no fue creado con agua del Moldava, sino con el líquido que algunos siglos atrás fue llevado desde Grecia hasta Europa central.
—El agua de la vida —concluyó Sarah.
—Exactamente.
—¿Está seguro?
—Tan seguro como se puede estar, lady Kincaid. Si busca pruebas por escrito, no encontrará nada, puesto que ese saber secreto se transmite oralmente y cada rabino mayor de la comunidad se lo lega a su sucesor.
Sarah asintió moviendo pensativa la cabeza, intentando poner en orden la nueva información. Alejandría, el sabio Josefo, la antigua Grecia… ¿No había presenciado en sueños una ceremonia funeraria en la antigua Hélade? Y, en ese sueño, ¿no tenía Kamal una moneda debajo de la lengua, como era costumbre en aquella época en Grecia…?
—Pero ¿qué relación guarda con todo lo demás? ¿Qué tiene que ver con Josefo? ¿Y con el bebedizo mortal que le fue administrado a Ptolomeo?
—No lo sé con certeza —reconoció el rabino—. Pero, si lo consideramos, podemos concluir que antaño existían dos elixires que obraban milagros: uno capaz de dar vida, y el otro, de quitarla.
—¿Y cree usted que engañaron a Ptolomeo? ¿Que Arsínoe le dejó el elixir falso?
—Si conoce bien la historia, sabrá que Arsínoe II no era una persona piadosa. Según las crónicas, era una intrigante peligrosa y gozaba de mala fama entre el pueblo por su vida disoluta y sus malas costumbres. Al fin y al cabo, no tuvo reparos en compartir cama con su propio hermano.
—¿No era eso usual en Egipto? —intervino Gustav discretamente.
—En esa época, ya no —explicó Sarah—. Los ptolomeos eran los sucesores de Alejandro en Egipto; por consiguiente, su visión del mundo estaba marcada por la cultura helena, y los griegos detestaban toda forma de incesto. Por otro lado, Arsínoe murió muchos años antes que Ptolomeo. ¿Qué razones podría haber tenido para hacerle algo así después de muerta?
—Como ya he dicho antes, el alma de las personas alberga ciertos abismos.
—Rabí —dijo Sarah, empleando todas sus fuerzas para obligarse a permanecer tranquila—, ¿intenta decirme que…, que tiene usted en su poder el elixir que da vida? ¿Que por eso está tan convencido de la existencia del Golem, porque usted mismo ha sido quien lo ha hecho volver a la vida?
—Lady Kincaid —replicó el rabino con los ojos brillándole húmedos—, desearía de todo corazón que así fuera. Si se me hubiera otorgado el poder de mi célebre antecesor, podría contribuir en algo al bienestar de mi pueblo en vez de estar condenado a la inactividad. Porque los hijos de Israel vuelven a estar en apuros en estos días, igual que hace más de trescientos años. Van a demoler el barrio, lo arrasarán…
—Algo he oído —confirmó Sarah.
—Ojalá fuera yo quien hubiera descifrado el secreto y hubiera devuelto a nuestro pueblo a su antiguo protector, pero no lo soy. No me falta fe ni determinación, pero carezco del agua misteriosa. La que quedaba en posesión de nuestra comunidad nos fue robada hará unos diecinueve años.
—¿Se la robaron?
—Así es, después de haber permanecido durante trescientos años en nuestro poder, desde el día en que Judah Löw dio vida a la criatura de barro.
—¿Trescientos años? —Sarah comenzó a contar y, restando 319 a 1884, el resultado era 1565…—. Creía que el año del Golem había sido el 1580 —objetó.
—¿Por qué lo dice?
—Bueno, teniendo en cuenta los acontecimientos que llevaron a la creación del Golem, puede concluirse que sucedieron en el 5430 del calendario hebreo, lo cual correspondería a marzo de 1580 de la era cristiana…
Oppenheim rio quedamente.
—¿No esperará que los autores de los libros que lee conozcan toda la verdad? ¿Que sean expertos en los secretos de la cabalística? ¿De la mística de las letras? ¿De los sefirot?
—No, claro que no —admitió Sarah—. Pero una desviación de quince años…
—Para el dios de Jacob, eso es un instante —le dio que pensar el rabino—. Hay muchas historias alrededor de la creación, las acciones y la desaparición del Golem, lady Kincaid, y la verdad se encuentra en algún punto entre ellas. Es cierto que el Golem apareció por primera vez en el año 1580, pero la criatura fue creada muchos años antes y permaneció oculta a los ojos del mundo.
—Co… comprendo —contestó Sarah, dubitativa—. ¿Está realmente seguro en lo que respecta al año 1565?
—¿Por qué lo pregunta?
—Porque ese año es muy importante por otros motivos —aclaró Sarah solícitamente.
—¿De verdad? ¿Qué ocurrió?
—En el año 1565, el jefe del ejército otomano Dragut Rais intentó penetrar con una flota en la región occidental del Mediterráneo y conquistar la isla de Malta. En aquella época, Malta pertenecía a los caballeros de la Orden Hospitalaria de San Juan, que opusieron una enconada resistencia contra Rais y finalmente consiguieron rechazar la invasión.
—¿Y? —preguntó el rabino.
—Hasta aquí, la parte oficial de la historia; ahora depende de usted si continúo o no con la transmisión oral.
—Adelante.
—Muy pocos saben —prosiguió Sarah—, que Dragut Rais tenía en su poder un artefacto antiquísimo, de tiempos remotos, llamado codicubus.
—¿Un qué? —preguntó Gustav, que atendía con asombro a la conversación y parecía no saber qué debía pensar de todo aquello.
—Un recipiente metálico en forma de cubo, destinado a guardar mensajes e informaciones secretas a través de los siglos —explicó Sarah—. Al parecer, antiguamente perteneció a Alejandro Magno.
—Interesante —reconoció Oppenheim—. ¿Cómo sabe usted todo eso?
—Lo sé porque tuve en mis manos ese codicubus… y porque las personas que querían apoderarse de él son las mismas que le han hecho esto a Kamal.
—El estado de su amado… ¿fue provocado artificialmente?
—Todo parece indicar que sí —confirmó Sarah—, porque el símbolo de esa gente es un único ojo, que aparece en una de las seis caras del cubo, y también estaba en una nota que habían colocado debajo de la lengua de Kamal.
—Como el esquema —gimió el rabino, y se notó que se estremecía.
—Además, tenía una señal en la frente, compuesta por tres letras: A, M y T. Seguro que las conoce.
—Emeth —murmuró Oppenheim—. Igual que en el Golem…
—¿Comprende ahora por qué estoy aquí, rabino? —preguntó Sarah, dirigiendo una mirada interrogativa al anciano—. ¿Comprende por qué estoy tan convencida de que precisamente aquí podría encontrar lo que librará a mi pobre Kamal de sufrir un final demasiado prematuro y azaroso?
—Absolutamente, lady Kincaid… Y lo considero una confirmación más de que usted es la persona de la que habla la profecía. Ha venido usted desde muy lejos para indagar sobre el Golem y su existencia, tal como estaba vaticinado. Sin embargo, debería tener mucho cuidado…
—Es la segunda vez que insinúa algo así. ¿Qué quiere decirme exactamente, rabí?
Por un momento pareció que Oppenheim iba a contestar, pero luego se lo repensó. La única reacción que Sarah obtuvo por respuesta fue un obstinado cabeceo de desaprobación. Sin querer recordó la advertencia de la condesa de Czerny: «Los rabinos son gente extraña. Suelen hablar con acertijos y algunas personas se han extraviado en el embrollo de sus palabras».
Sarah estaba harta de alusiones imprecisas. Cansada de andar a ciegas por laberintos que otros levantaban a su alrededor, y por eso habló con aspereza.
—Con simples insinuaciones no puedo hacer nada —puntualizó—. Lo que ha dicho solo refuerza mi propósito de buscar y encontrar al Golem.
—¿Qui… quiere encontrar al Golem?
—Efectivamente. Al entrar me ha preguntado si creía en el Golem. A decir verdad, estoy dispuesta a hacer casi cualquier cosa y a creer todo lo que sea necesario para salvar a Kamal. Si encuentro al Golem, probablemente también encontraré el agua que da la vida… y que probablemente podrá salvar a mi amor. ¿Comprende?
—Creo que sí…
—¿Sabe dónde se encuentra actualmente el Golem?
El rabino meneó la cabeza.
—No, lady Kincaid.
—Pero usted dijo que lo había visto.
—Casualmente, hace unas semanas. Mi amigo Daniel, el lechero, me había invitado a su casa y regresé a una hora avanzada. A la luz pálida de la luna distinguí una figura enorme, gigantesca, que avanzaba caminando pesadamente…
—El Golem —continuó Sarah.
—Tal como lo describen en los antiguos escritos.
—¿Adónde fue?
—No lo sé.
—¿No lo siguió?
—Lady Kincaid, soy un servidor de Dios, no un superhombre —reconoció el rabino avergonzado—. Al principio, tuve tanto miedo que no podía ni mover las piernas. Cuando por fin volvieron a obedecerme, el Golem había desaparecido. Corren rumores de que se esconde en las profundidades de la ciudad, en una habitación sin entrada.
—¿Una habitación sin entrada? —preguntó Gustav, que escuchaba absorto.
—Dicen que solo la encontrará quien tiene que encontrarla —afirmó el rabino.
—Ha hablado usted de rumores —dijo Sarah—. ¿Hay más gente que ha visto al Golem?
—Ciertamente, lady Kincaid, y cada vez son más. Porque, como ya le he dicho, el Golem ha regresado para anunciar el fin del mundo.
—¿El fin del mundo? ¿Se refiere al Apocalipsis? —Sarah enarcó las cejas—. ¿No es eso un poco exagerado? Al fin y al cabo, se trata de una de las muchas historias…
—Para nosotros, no, lady Kincaid —aseguró el rabino con mirada sombría—. Si el Golem ha regresado, eso significa que el mal también ha regresado… Y ese mal amenaza a nuestra comunidad tanto como a usted y a su amado Kamal. No sé si…
Se interrumpió súbitamente al oír unos gritos fuera, tan fuertes y estridentes que incluso se oyeron a través de la lluvia y de la pared doble del tejado. Una voz aguda gritó algo en una lengua extranjera que Sarah no entendía… Pero se oyó claramente una palabra…
Golem…
—¿Qué ocurre ahí fuera? —inquirió.
—El Golem —contestó el rabino susurrando—. Han vuelto a verlo. Muy cerca…
Sarah no perdió un instante. Dio media vuelta y se dispuso a pasar al tragaluz para bajar por la escalera. Pero la mano del rabino se lo impidió.
—Suélteme —exigió la joven—. Tengo que encontrar a esa criatura y descubrir qué oculta.
—Solo una cosa más —dijo Oppenheim.
—¿Qué?
—Le debo una respuesta, lady Kincaid. Según la profecía, aquel que intente averiguar el secreto del Golem…
—¿Sí? —lo apremió Sarah.
—… encontrará la muerte —contestó el rabino en un tono que contenía a la vez un pesar infinito y una contundencia terrible.
Sarah notó que se apoderaba de ella un nuevo temor, aún leve, que nunca antes había sentido.
—Qué más da —dijo aun así—. Todos seguimos nuestro destino, ¿no?
Se soltó y dio media vuelta, bajó por la escalera carcomida y empinada. Los travesaños crujieron de nuevo a sus pies y se alegró al volver a pisar el suelo de piedra del peristilo. Cruzó las salas iluminadas por velas y regresó a la entrada, esperando encontrar allí a sus acompañantes… Sin embargo, ni Friedrich Hingis ni Horace Cranston estaban en su sitio.
—¿Friedrich? —llamó Sarah en voz alta—. ¿Doctor…?
Nada.
—Friedrich, ¿dónde está? Doctor Cranston, ¿dónde está usted?
Sarah continuó sin recibir más respuesta que el golpeteo de la lluvia, que seguía cayendo con fuerza y casi había anegado la callejuela donde estaba la sinagoga.
Sarah miró hacia el exterior, hacia la oscuridad que entretanto había irrumpido, pero en la desoladora penumbra, surcada por hilos de lluvia resplandecientes, solo se distinguían las siluetas de los edificios colindantes. De sus acompañantes, ni rastro.
—¿Friedrich? —volvió a gritar—. ¿Doctor Cranston…?
Un instante después, se quedó sin aliento… Porque a pocos metros de distancia, al otro lado de la callejuela, vislumbró una sombra fornida que se agazapaba allí inmóvil y no le quitaba la vista de encima.
¡El Golem!