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DIARIO PERSONAL DE SARAH KINCAID
¿Puede tratarse de una casualidad? ¿Sigo realmente el rastro que me llevará a la solución del misterio que se me ha impuesto? ¿O, en mi desesperación, he sucumbido a un engaño que me hace suponer conexiones donde no las hay? En algunos momentos tengo la sensación de que estoy sobre una buena pista, mientras que en otros me corroen las dudas. ¿Los desvaríos de un enfermo mental y una noticia sensacionalista en una gaceta justifican una visita nocturna a la biblioteca?
Sir Jeffrey no oculta sus dudas, pero, por su vieja amistad con mi padre, me deja hacer. Gracias a sus buenas relaciones con la Casa Real, se ha ocupado no solo de que me abran las puertas de la biblioteca del Museo Británico, sino de que no me echen cuando caiga la noche y el resto de los visitantes ya se hayan ido. A la luz mortecina de una lámpara de gas, prosigo la búsqueda desesperada, mientras el veneno de la duda no deja de corroerme. ¿Dijo Mortimer Laydon la verdad cuando afirmó que era mi padre? ¿Me he pasado toda la vida tragándome una mentira?
Tengo la sensación de estar avanzando por aguas bravas sobre un témpano de hielo, esperando el momento en que el suelo inseguro se resquebrajará bajo mis pies…
BIBLIOTECA DEL MUSEO BRITÁNICO, GOWER STREET, LONDRES,
NOCHE DEL 27 DE SEPTIEMBRE DE 1884
El lugar imponía respeto. Por encima de la amplia rotonda de la sala de lectura se alzaba la enorme cúpula que suponía el centro y el elemento distintivo del imponente edificio, que había sido diseñado por Robert Smirke y que albergaba desde hacía casi cuarenta años no solo la colección de objetos de arte más importante del imperio, sino probablemente también la mayor concentración de saber. Los fondos básicos de la biblioteca del Museo Británico los constituían la biblioteca privada de Jorge III y las colecciones de particulares acomodados y comprometidos que habían hecho méritos en la investigación y la cultura del reino. Sarah sabía que uno de los objetivos de Gardiner Kincaid había sido pertenecer a ese círculo ilustre y que hubieran mencionado su nombre junto a los de Robert Harley, duque de Oxford, o de sir Hans Sloane. Tal deseo no le fue concedido en vida, pero Sarah se proponía legar algún día al museo la biblioteca de Kincaid Manor y, de ese modo, encargarse de que al viejo Gardiner le otorgaran el honor que siempre había ansiado.
Le dolían los ojos. Cada vez apartaba la vista más a menudo de los libros que tenía abiertos sobre la gran mesa de roble, y se frotaba el entrecejo o se masajeaba las sienes. Las letras de los textos, la mayoría antiguos e impresos en papel de pasta de madera, desaparecían ante sus ojos, pero se obligó a concentrarse y a continuar leyendo. Con movimientos rápidos de la mano, tomaba notas cuando una información le parecía destacable, y así, trabajando minuciosamente, consiguió reunir conocimientos sobre lo que supuestamente ocurría en las callejuelas del barrio judío de Praga.
Aunque ya era de noche y las campanas de Saint George acababan de tocar las once, Sarah continuaba inmersa en la lectura. El tiempo acuciaba y no le quedaban muchas tentativas de salvar a Kamal y encontrar un remedio. Debía tener alguna certeza antes de emprender la búsqueda y, cuanto más tarde era y más información recababa, más convencida estaba de que seguía la pista correcta.
Por desgracia, no podía compartirlo con nadie.
Sir Jeffrey, que le había hecho compañía por la tarde porque debía de considerarlo el deber formal de un caballero, se había despedido al hacerse de noche, aunque no sin dejarle como vigilante al fornido cochero, que tenía que llevar a Sarah de vuelta a Mayfair cuando acabara el trabajo. Sarah compadecía al pobre Jonathan, que pasaría la noche en vela por su culpa mientras su señor estaba acostado en su mullida cama durmiendo a pierna suelta.
En cuanto a esto, Sarah se equivocaba de lleno con sir Jeffrey…
De repente se oyó un fuerte ruido.
Sarah se sobresaltó y comprobó con espanto que la había vencido el cansancio y se había quedado dormida encima de los libros abiertos, con la barbilla apoyada sobre la mano. Una ojeada al reloj de bolsillo que había heredado de su padre le reveló que solo se había permitido unos pocos minutos de sueño, y respiró tranquila. Luego recordó el ruido que la había despertado y automáticamente se preguntó si había sido real o tan solo había existido en sueños…
—¿Jonathan? —llamó, y miró a su alrededor. Pero, aparte de la luz macilenta de la lámpara de gas, la sala de lectura estaba sumida en la más profunda oscuridad y, además, la llama había cegado a Sarah y sus ojos no veían más que manchas claras—. ¿Jonathan? ¿Es usted?
El eco de su voz resonó en el techo abovedado y alto de la cúpula, pero no obtuvo respuesta.
De repente oyó ruido de pasos. Eran unos pasos lentos y pesados sobre la piedra dura, que se deslizaban hacia ella.
—¿Jonathan…?
Sarah se asustó al oír el tono desventurado y quebradizo de su voz y notó que un escalofrío le recorría la espalda. Verdaderamente, hacía frío en aquella sala de techo alto; la niebla que en esa época del año se deslizaba por las calles y callejuelas de Londres parecía no detenerse a las puertas del museo, por lo cual Sarah llevaba puesto el abrigo y un chal. Sin embargo, el frío que sentía en ese momento no se debía al clima otoñal.
Lo que Sarah sentía y la hacía estremecer era un halo de amenaza…
—¿Jonathan…?
El tono de su voz sonó casi suplicante, pues a cada segundo que pasaba la joven tenía más claro que quien se acercaba no era el fornido cochero, sino otra persona.
Un enemigo…
Sarah se levantó lentamente, como si estuviera en trance, dirigiendo la mirada hacia la oscuridad impenetrable que se extendía más allá de la luz de la lámpara, y de repente creyó ver el contorno de una figura siniestra. Tenía la altura de un gigante, llevaba un bastón largo en el que se apoyaba al andar y avanzaba envuelto en una capa ancha con capucha que acompañaba sus pasos entre crujidos terroríficos.
Sarah contuvo el aliento y se tapó la boca con la mano, como si se diera cuenta de que se trataba del mismo espectro que la había perseguido en los pantanos de Yorkshire…
—¿Qui… quién es? —se oyó preguntar a sí misma mientras empezaba a albergar una terrible sospecha—. ¿Qué quiere de mí?
La figura envuelta en una capa seguía sin responder, pero continuaba acercándose, y Sarah notó que el miedo le atenazaba el corazón. Se le ocurrió la idea de huir, pero ¿hacia dónde? La oscuridad imperaba por doquier; si se quedaba donde estaba, al menos podría ver al siniestro visitante…
—Sarah —dijo este entonces, con una voz que no sonó desagradable ni amenazadora, sino más bien familiar—. ¡Sarah…!
La joven contuvo el aliento cuando el desconocido se le puso delante y alargó la mano para tocarle el hombro. Sarah intentó en vano distinguir el rostro que se ocultaba bajo las sombras de la capucha.
—Sarah —repitió, y la sacudió ligeramente por el hombro. Entonces se echó atrás la capucha y la luz del farol iluminó los rasgos de aquella silueta gigantesca.
—¿Caronte…?
Sarah jadeó al ver un rostro desfigurado, desde el cual un solo ojo le devolvía la mirada. Profirió un grito y se levantó… Y entonces descubrió perpleja que seguía sentada a la mesa, rodeada de montañas de libros abiertos, apilados y amontonados…
—Sarah, ¿qué le ocurre? —preguntó la voz, y Sarah se dio cuenta entonces de que aquella voz no pertenecía a un cíclope descomunal, sino ni más ni menos que a sir Jeffrey. El consejero real se había inclinado hacia ella con el rostro tenso y la miraba con preocupación—. ¿Va todo bien? —preguntó.
—Su… supongo —contestó Sarah, mirando asombrada a su alrededor. Poco a poco iba comprendiendo lo ocurrido, y una ojeada al reloj de bolsillo disipó sus últimas dudas.
Las once y media.
Realmente se había dormido, aunque no solo unos instantes, como le había hecho creer el breve pero vívido sueño que había tenido, sino durante casi media hora. Si sir Jeffrey no se hubiera presentado, aquella cabezadita probablemente habría durado toda la noche. Y aquella silueta siniestra no había sido más que una quimera que había invadido su sueño, aunque daba la sensación de ser tan real que Sarah aún se estremecía.
—Parece que haya visto un fantasma, mi querida amiga —dijo sir Jeffrey con cierto tono de reproche.
—A mí también me da un poco esa impresión —admitió Sarah.
—Lo cual confirma mi convencimiento de que se está exigiendo usted demasiado. Apenas ha dormido en dos días y no ha comido nada. Kamal no sacará ningún provecho de que usted se consuma.
—Lo sé, sir Jeffrey, lo sé.
—¿Ha encontrado lo que buscaba? —se oyó decir a una segunda voz.
Hasta ese momento, Sarah no se había dado cuenta de que Jeffrey Hull no había ido solo. Un hombre, vestido también con levita y sombrero de copa, había esperado en silencio en un segundo plano. Entonces se acercó a la luz de la lámpara con una sonrisa indescifrable en el semblante.
—Tally-ho —dijo.
—Doctor Cranston —señaló asombrada Sarah—. ¿Qué le trae por aquí a estas horas?
—Si he de serle sincero, la curiosidad —contesto el médico con franqueza.
—Me he encontrado al doctor Cranston delante del museo —añadió sir Jeffrey a modo de explicación—. Me ha preguntado por el estado de Kamal y le he hablado de la entrevista que usted mantuvo con Laydon y de sus suposiciones sobre el remedio.
—Interesante, sumamente interesante —comentó Cranston.
—¿A qué se refiere? —preguntó Sarah, que volvía a estar totalmente despierta. La somnolencia había desaparecido de sus ojos.
—Me refiero a que pase usted media noche en vela investigando las pistas que le ha dado un enfermo mental. ¿Por qué no acudió a mí? Podría haberla ayudado.
—¿En qué?
—En la búsqueda de la verdad.
—¿La verdad? —Sarah rio amargamente.
—¿No ha pensado en ningún momento que el asunto del artículo del periódico podía ser una simple coincidencia? ¿Algo que solo adquiere sentido en su mente?
—Por supuesto —admitió Sarah—. Pero quizá sir Jeffrey ha olvidado mencionarle que Mortimer Laydon ya curó una vez a un paciente de esa fiebre misteriosa.
—¿Ah, sí? ¿Cuándo?
—Hace muchos años.
—¿Está usted realmente segura?
—Tan segura como se puede estar —replicó Sarah dedicándole una mirada elocuente: no pensaba decir nada más al respecto y le estaba agradecida a sir Jeffrey por no haber revelado su secreto.
—Bueno —comentó Cranston—, eso cambia algunas cosas. Pero sigo sin entender qué tiene que ver con eso el artículo sobre aquella criatura.
—Es otra de las pistas de Laydon que sigo —explicó Sarah—. Dijo algo de los judíos. Y que el remedio se encuentra donde surge vida de lo inanimado. Al principio supuse que se refería a la Biblia, al libro del Génesis. Pero ahora creo que se refería a un lugar que realmente existe.
—¿Qué la ha llevado a formarse esa opinión?
—¿Conoce bien Praga? —preguntó a su vez Sarah—. ¿Ha estado alguna vez allí?
—Lamentablemente, no.
—En el artículo del periódico que me enseñó sir Jeffrey se habla del Golem. ¿Le suena ese nombre?
—Por desgracia, tengo que responder de nuevo que no —contestó Cranston con una tímida sonrisa—. Esos temas no pertenecen al ámbito de mis competencias.
—Para serle sincera, hasta hace unas horas me ocurría lo mismo que a usted —reconoció Sarah—. Solamente sabía que el Golem era un personaje de leyendas judías de la Edad Media.
—Pero eso ha cambiado, ¿verdad? —conjeturó Cranston a la vista de los muchos libros que había sobre la mesa.
—Cierto —confirmó Sarah—. Las insinuaciones de Laydon y el artículo de sir Jeffrey me han movido a realizar investigaciones precisas en relación con el Golem y su origen.
—¿Y a qué conclusión ha llegado?
—¿Le interesa realmente? —preguntó Sarah—. ¿O solo intenta convencerme de que se trata de una quimera?
—Hagamos un trato —propuso Cranston—. Escucharé todo lo que tenga que decirme. Si consigue disipar mis dudas, haré todo lo posible por ayudarles, a usted y a Kamal.
—¿Y si no lo consigo?
—Le diré con toda franqueza lo que opino del asunto. Lo que usted haga o deje de hacer después, lo dejo en sus manos.
—De acuerdo —aceptó Sarah—. Pero tomen asiento. La historia que tengo que explicarles es larga y se remonta al siglo XII.
—¿Ah, sí? —preguntó sir Jeffrey, y él y el médico aceptaron la invitación de Sarah y se sentaron con ella a la mesa de lectura—. ¿Qué ocurrió en aquella época?
—El primer documento escrito sobre el Golem —explicó Sarah— data de aquella época. Por cierto, la palabra «Golem» procede del hebreo y significa ni más ni menos que «sin acabar», «sin formar». Curiosamente, la primera mención por escrito aparece en un anexo del Libro de la Creación atribuido a la Cábala.
—¿La Cábala? —Cranston no disimuló su desconocimiento.
—La Cábala es una enigmática ciencia judía que, a partir de números y letras, intenta descubrir mensajes divinos contenidos en los escritos sagrados. Utilizada convenientemente, también ofrece la posibilidad de cifrar noticias cuyo significado solo esté abierto a los iniciados.
—¿Y qué más?
—En ese primer texto, del que desgraciadamente solo se conservan algunos fragmentos, se describía un supuesto método para insuflar vida a la materia inanimada.
—El Génesis —susurró sir Jeffrey.
—Así es —confirmó Sarah—. La posibilidad de hacer lo mismo que el Creador y de poder disponer sobre la vida es un viejo sueño de la humanidad que también tuvieron nuestros antepasados. En la tradición judía, ese sueño se encuentra en la leyenda del Golem. El don de otorgar vida se consideraba un privilegio que solo se concedía a hombres especialmente sabios y justos, que no lo utilizarían para sus propios fines, sino en aras de un objetivo más elevado.
»Hacia el año 1520 —prosiguió su relato Sarah, mirando las notas que había tomado—, nació Judah Löw, que ejerció de rabino, filósofo y erudito en la Praga de los Habsburgo. Cuentan que incluso el emperador buscaba de tanto en tanto su consejo. Además, Löw también era experto en la enseñanza de la Cábala y conocía los secretos que contenía.
—La creación del Golem —concluyó sir Jeffrey.
—Efectivamente. Hay que saber que, en aquella época, Praga era el centro de la vida intelectual judía en Europa. Durante la Alta Edad Media, existían dos comunidades que acabaron por unirse y formaron la ciudad judía amurallada, un asentamiento independiente cuyos habitantes fueron injuriados y atacados por el resto de la población de Praga durante siglos, hasta que José II promulgó un edicto de tolerancia a finales del siglo pasado. El barrio pasó a llamarse Josefov, «la ciudad de José», en su honor. Sin embargo, en la época del rabí Löw la comunidad judía se vio expuesta a ataques violentos. Entre otras cosas, les recriminaban que los rabinos realizaban atroces rituales de sangre en las sinagogas y pretendían que el emperador aprobara un decreto contra ellos.
—¿Y qué ocurrió después? —preguntó Cranston, cuya curiosidad se había despertado.
—Ante lo apurado de la situación, el rabí Löw recurrió a los antiguos escritos y al saber secreto de la Cábala. Al parecer, imploró ayuda y recibió el encargo de modelar una figura humana de barro que ayudaría a los judíos de Praga y los defendería de todas las acusaciones. Löw hizo lo que le había sido dictado. Después de una semana de oración a fin de prepararse para su tarea, se dirigió a la orilla del Moldava y modeló con fango a una persona a la que dotó de vida de manera milagrosa: la hora de nacimiento del Golem, como pronto la llamarían.
—Interesante —reconoció el médico.
—Aunque el Golem era capaz de moverse y de obedecer las órdenes de su amo, no era una persona real: no podía hablar ni pensar por su cuenta. Durante el día, Löw lo mantenía escondido, pero de noche el Golem despertaba a la vida y ayudaba a protegerse a la comunidad judía. Un día, el rabí hubo de reconocer que su criatura escapaba cada vez más a su control y que se estaba convirtiendo en una amenaza para la ciudad, y lo destruyó con sus propias manos.
—Una historia fascinante —afirmó sir Jeffrey, asintiendo con la cabeza.
—Cierto —le dio la razón Sarah—, y aún no ha acabado. Se han tejido incontables relatos alrededor de Löw y el Golem: lo que ustedes acaban de oír es tan solo una pequeña parte. También existen diversos mitos y profecías sobre el regreso del Golem. En una de ellas se dice que el Golem regresará cuando los habitantes de Josefov vuelvan a estar en peligro. Otros creen que en realidad nunca ha desaparecido. Y otros interpretan el regreso del Golem como una señal del advenimiento del fin del mundo.
—Algo de eso se decía en el periódico —recordó sir Jeffrey.
—Cierto —ratificó Sarah—. Un rabino llamado Mordechai Oppenheim expresó esa suposición. Curiosamente, un hombre llamado David Oppenheim fue el rabino mayor de la comunidad praguense hará un siglo. Cuentan que poseía la mayor colección de la época de escritos hebreos antiguos y se cree que muchos de ellos procedían del legado del rabí Löw.
—¿Cree que hay alguna relación?
—Bueno —dijo Sarah, pensativa—, la coincidencia del nombre permite suponer que Mordechai Oppenheim es un descendiente de aquel sabio… y que probablemente está en posesión de los escritos antiguos que revelaron al rabí Löw el secreto de la fuerza creadora y facilitaron la creación del Golem.
—Es posible —reconoció sir Jeffrey—. Pero, sinceramente, sigo sin entender qué tiene que ver todo esto con Kamal y su lastimoso estado.
—Espere un momento —pidió Sarah—, ahora voy a eso. ¿Recuerdan ustedes, caballeros, en qué estado encontré a Kamal cuando regresé a su celda?
—He leído el informe —respondió Cranston—. Lo encontraron tendido en el suelo, con los brazos cruzados sobre el pecho. En la frente tenía dibujadas las letras A, M y T, y en la boca un trozo de papel.
—Efectivamente —asintió Sarah, e hizo una pequeña pausa teatral durante la cual dedicó miradas penetrantes a sus dos oyentes—. ¿Saben qué cuenta la tradición respecto al ritual con el que el Golem cobró vida? —les preguntó.
—Díganoslo usted.
—Según la leyenda, el rabí y su criado realizaron toda una serie de actos de culto. Sin embargo, dos cosas fueron esenciales para que la figura de barro se transformara en un ser vivo que respiraba: por un lado, al Golem le dibujaron en la frente una señal compuesta por las tres letras A, M y T.
—¡Imposible! —exclamó sir Jeffrey.
—¿Y qué significan esas letras? —inquirió Cranston.
—Es un criptograma —explicó Sarah—, uno de aquellos logogrifos que en la Edad Media gozaban de mucha popularidad, y no solo entre los judíos. Reflejaban la necesidad, profundamente arraigada en la gente de la época, de examinar y comprender la verdadera esencia del mundo.
—Bueno, y ¿qué significa? —insistió Cranston—. ¿Ha conseguido descifrar el enigma?
—Creo que sí. Esas letras remiten a la palabra hebrea emet, que significa «verdad», y Laydon también mencionó la «verdad» cuando me entrevisté con él.
—Increíble —dijo sir Jeffrey, meneando perplejo la cabeza.
—¿Y cuál era el otro ritual con el que el Golem cobraba vida? —preguntó el doctor Cranston—. Usted ha mencionado dos cosas…
—Cierto —confirmó Sarah—. Además del sello en la frente, era muy importante también un «esquema».
—¿Un esquema? —Sir Jeffrey enarcó las cejas.
—Un trozo de papel con el nombre de Dios escrito —contestó Sarah—. Lo colocaron debajo de la lengua del Golem.
—¡Como a Kamal! —exclamó Cranston, que por primera vez mostraba signos de interés personal.
—Efectivamente, doctor —replicó Sarah con semblante serio—. Aunque no con el nombre del Todopoderoso, sino con el emblema de esa gente con la que ya me he cruzado otras veces y que cargan en su conciencia con la muerte de mi padre.
—¿Y quién es «esa gente»?
Una sonrisa triste se deslizó por el semblante de Sarah.
—Me gustaría poder contestar a su pregunta de manera simple. Se trata de una organización que quiere aprovecharse de los enigmas del pasado para someter el presente. Sé por mi padre que las raíces de esa sociedad se remontan a un pasado lejano. Personajes célebres como Alejandro Magno, Julio César o Napoleón pertenecieron a ella.
—¿Y ya se ha encontrado antes con esa organización?
Sarah asintió.
—En Alejandría, donde buscaba a mi padre, ellos perseguían la biblioteca desaparecida. Y el invierno pasado, cuando intentaba descifrar el Libro de Thot y el secreto asociado a él, comprendí que me seguían el rastro… a través de Mortimer Laydon, que abusó de mi confianza y me engañó.
—Y juro por Dios que yo soy testigo de ello —añadió sir Jeffrey sombríamente.
Cranston escrutó primero a Sarah y luego al consejero real.
—¿Se dan cuenta de lo que dicen? —preguntó dubitativo—. Están hablando de una conjura. De una conspiración que probablemente amenaza a todo el imperio…
—En efecto.
—Entonces ¿por qué no han informado a Scotland Yard?
—Lo hicimos, tiempo atrás —aseguró Sarah—. En lo que respecta a Scotland Yard, la investigación está cerrada y archivada. Además, ¿cómo quiere combatir a un enemigo que no se deja ver? Esa gente trabaja en la clandestinidad. Llevan máscaras cubriéndoles el rostro y parecen conocer los enigmas del pasado mucho mejor que mi padre, que yo o que cualquiera que los estudie.
—Hmm —murmuró Cranston, pensativo—. Debo admitir, lady Kincaid, que esas circunstancias desvelan aspectos totalmente nuevos. Empiezo a comprender por qué estaba usted tan convencida de que precisamente Laydon podría ayudarla y por qué intuía conexiones que a otros se nos escapaban.
—Entonces también sabrá que no he perdido la razón ni persigo a un fantasma, doctor. Todas esas indicaciones son evidentes únicamente para quien sabe interpretarlas, pero no cabe duda de que existen, y yo me propongo seguirlas.
—¿Dónde? —preguntó sir Jeffrey, confuso.
—En Praga, por supuesto —contestó Sarah sin dudar.
—¿Piensa emprender un viaje tan largo y agotador?
—¿Tengo elección?
—Sarah… —Sir Jeffrey se mordió los labios y se removió en la silla mientras parecía buscar las palabras adecuadas—. Usted sabe que la tengo en gran estima, igual que a su padre. Pero, a mi juicio, está usted a punto de cometer un grave error. Lo que usted considera indicios también podrían ser simples casualidades.
—¿Casualidades? —Sarah meneó la cabeza—. ¿No ve las coincidencias? ¿Los paralelismos entre Kamal y el Golem? En ambos casos se trata de dar vida a lo que parece sumido en lo inanimado.
—¿Pretende decirme en serio que cree en esas cosas? —preguntó airado el abogado—. ¿En una figura de barro que cobra vida de manera misteriosa? ¿En profecías enigmáticas? ¿En un monstruo que vaga por la ciudad de los judíos? Usted es científica, ¡no lo olvide!
—No lo olvido, sir Jeffrey —afirmó Sarah—. Pero sé por experiencia que detrás de todas las leyendas se oculta un fondo de verdad.
—No pretendo cuestionar su experiencia. Pero sigo sin comprender cómo puede estar tan segura. ¿Está realmente dispuesta a creer en un mito de hace trescientos años? ¿O es su desesperación lo que la lleva a aferrarse a un clavo ardiendo?
Sarah le dedicó una mirada, larga y penetrante, al consejero real. Sabía que sir Jeffrey tenía buenas intenciones respecto a ella y que solo pretendía impedir que tomara una decisión que él consideraba equivocada. Pero el tono de voz y la elección de palabras la habían herido.
—Le agradezco la franqueza, sir Jeffrey —dijo, tensa—, y le aseguro que haría cualquier cosa por Kamal, aunque las perspectivas de éxito fueran mínimas. Sin embargo, en este caso no son ni mis creencias ni mi desesperación lo que me mueve a actuar.
—¿No? Pero si acaba de decir que…
—Que viajaré a Praga, en efecto —confirmó—, pero no porque la fuerza del mito me arrastre hasta allí, sino porque estoy segura de que quieren que vaya. De no ser así, habrían asesinado a Kamal en vez de postrarlo en ese deplorable estado. Y las letras dibujadas en su frente habrían sido otras.
—¿A qué se refiere?
—Si se elimina la primera letra de la palabra hebrea emet, queda la palabra met, que significa «muerte»… Así fue como el rabí Löw inutilizó al Golem cuando se convirtió en una amenaza.
—Así pues, ¿el escrito en su frente era una especie de mensaje? —preguntó el doctor Cranston.
—Efectivamente. Un llamamiento para ir a Praga y buscar allí la verdad, sea cual sea.
—¿Y cómo encaja Laydon en ese rompecabezas?
—Después de lo que he averiguado, no creo que me ayudara por iniciativa propia; estoy convencida de que lo incitaron. La organización sabía que lo trasladarían a Bedlam y también sabía que yo me dirigiría a él en primer lugar. Por lo tanto, lo utilizaron para que llamara mi atención y me diera un primer indicio. El artículo del periódico fue el indicio número dos.
—¿Me está diciendo que el artículo se publicó en el Times solo por ese motivo? —preguntó Cranston—. ¿Que la influencia de esa gente llega hasta tan lejos?
—No me atrevo a juzgar hasta dónde alcanza realmente —contestó Sarah—. Pero ha quedado demostrado en diversas ocasiones que la organización dispone de un gran poder. Y si algo aprendí en La Sombra de Thot es que son capaces de cualquier cosa.
—Empiezo a comprender. —La conclusión de que la hija de Gardiner Kincaid no había sucumbido a una extraña quimera, sino que seguía siendo dueña de su juicio y su razón, tranquilizó visiblemente a sir Jeffrey—. Sin embargo, debería tener en cuenta una cosa, Sarah.
—¿Cuál?
—Si toda esa información ha sido divulgada únicamente con el objetivo de atraerla a usted a Praga, debería considerar que este juego infame es una trampa. Después de todo lo ocurrido, la organización no tiene ningún motivo para tener buenas intenciones con usted.
—Soy consciente de ello, sir Jeffrey. Pero no creo que nuestros enemigos pretendan vengarse de mí; si fuera así, Kamal estaría muerto y no habrían hecho semejante despliegue para engatusarme. Es evidente que quieren algo de mí y que Kamal es la prenda. Tengo muy claro que eso supone cierto peligro y, créame, nada me gustaría más que regresar con Kamal a Kincaid Manor y olvidar lo más deprisa posible esta pesadilla. Pero ese peligro es al mismo tiempo una posibilidad para Kamal; de hecho, es la única que tiene.
—Comprendo.
—Además —añadió Sarah en tono conciliador—, les llevo ventaja a mis enemigos.
—¿Y eso por qué?
—La otra parte no sospecha que he descubierto sus planes. A diferencia del año pasado, estoy preparada y no pienso dejarme engatusar con los mismos trucos. Las pistas conducen a Praga.
—Si va, tendrá que hacerlo sola —dijo sir Jeffrey—. El viaje a Egipto puso en evidencia mis límites. Soy demasiado viejo para esas cosas…
—Lo comprendo —afirmó Sarah—. No se aflija, mi querido amigo. Usted ya me ha prestado más ayuda de la que jamás podré devolverle.
—Sin embargo, no debería viajar sola —objetó sir Jeffrey.
—No lo haré. Kamal me acompañará.
—¿Qui… quiere llevárselo con usted? —gimió Cranston.
—Por supuesto. Si realmente existe un remedio, tiene que tomarlo de inmediato. Usted mismo dijo que el tiempo apremiaba.
—Pero un viaje de esas características está asociado a numerosos imprevistos y fatigas. Y para un paciente en el estado de Kamal, incluso el cambio más insignificante puede tener consecuencias fatales…
—Y si se queda aquí y no ocurre nada, morirá, ¿no es cierto? —lo interrumpió Sarah.
—Su… supongo —se vio obligado a admitir el médico.
—Entonces está decidido —replicó Sarah con dureza—. Sir Jeffrey, si es tan amable de ocuparse de que pongan a Kamal en libertad de inmediato.
—No le permitirán abandonar el país —dijo Cranston convencido—. Al fin y al cabo, sigue siendo sospechoso de dos asesinatos.
—El doctor tiene razón —secundó sir Jeffrey—. Por lo menos insistirán en que participe en el viaje un acompañante designado por la autoridad.
—Un guardián, ¿no? —preguntó Sarah con poco entusiasmo.
—Un observador —dijo Cranston, expresándolo de modo más neutral—. Además, estaría bien contar con un médico que se ocupara de Kamal y que, si se da el caso, pudiera hacer un seguimiento de su convalecencia y favorecerla.
—Seguramente tiene razón —admitió Sarah—, pero no creo que en tan poco tiempo…
—Yo estaría dispuesto —anunció Cranston inesperadamente.
—¿Usted…?
—Si la justicia lo autoriza, la acompañaría en el viaje, lady Kincaid, tanto en calidad de observador oficial como en mi condición de médico.
—Una idea excelente —alabó sir Jeffrey—. Considerando la reputación intachable del doctor Cranston y su compromiso en Newgate, la justicia no podrá sino acceder a nuestra petición.
—Naturalmente, siempre y cuando usted también esté de acuerdo, lady Kincaid —dijo Cranston dirigiéndose a Sarah.
—Pues claro que estoy de acuerdo —aseguró Sarah, asombrada ante aquel feliz cambio de rumbo—. No sé cómo agradecerle su amable ofrecimiento…
—No hace falta que me agradezca nada, lady Kincaid —replicó Cranston galantemente y sonriendo con simpatía—. Siento la profunda necesidad de hacerlo y sería para mí un honor ayudarla en la búsqueda.
—En ese caso, le doy doblemente las gracias —contestó Sarah.
—Excelente, excelente —exclamó sir Jeffrey en tono triunfal—. Así pues, está todo claro. Lo único que necesita es a alguien de confianza en el continente para que organice los preparativos necesarios.
—Ya tengo a alguien en el punto de mira —aseguró Sarah—, y creo que se prestará encantado a ayudarme.
—¿Cuándo piensa partir?
—Lo antes posible —respondió Sarah—. Cuanto antes empecemos la búsqueda de un remedio para Kamal, mejor.
—Tally-ho —dijo Cranston—. Es lo que se dice al salir de cacería y, si lo he entendido bien, estamos a punto de iniciar una, ¿tengo razón?
—Por supuesto, doctor —secundó Sarah, y en su semblante tenso se dibujó una sonrisa irónica—. Por supuesto…
KINCAID MANOR, YORKSHIRE, NOCHE DEL 2 DE OCTUBRE DE 1884
Un sonido estridente arrancó a Trevor Gordon del profundo sueño en que se hallaba sumido.
El viejo mayordomo, que estaba al servicio de la familia Kincaid desde hacía muchos años, asumía las funciones de administrador de la casa cuando la propietaria de la finca se encontraba en otro sitio.
Tenía que ocuparse de los ingresos y de los gastos, y de que las tierras rindieran beneficios también en ausencia de la dueña; incluso se encargaba de que la servidumbre, los mozos de cuadra y las sirvientas de la cocina hicieran su trabajo, cuidaran la propiedad y se ocuparan de los animales de las cuadras. También era el responsable de la seguridad de la finca mientras lady Kincaid se hallaba en la lejana Londres.
En noches anteriores, el peso de esa responsabilidad apenas había permitido pegar ojo al anciano. Sin embargo, esa noche, tal vez a causa de la luna nueva o del vaso de leche caliente que se había bebido antes de meterse en la cama, se había dormido profundamente. Hasta que el ruido mencionado lo arrancó de sus sueños de café caliente, galletas de manteca recién hechas y manzanas escarchadas.
El administrador se incorporó alarmado.
Lo primero que notó fue un crepitar y un chisporroteo frenéticos que parecían provenir del exterior. Al instante siguiente, su mirada, todavía ebria de sueño, abarcó las llamas rojizas que iluminaban la pared situada enfrente de su ventana.
¡Fuego!
Sintiendo una punzada dolorosa en el corazón, el administrador saltó de la cama. Envuelto en el camisón de lana que le llegaba hasta los tobillos, se precipitó hacia la ventana, corrió las cortinas y miró fuera. Entonces vio que los edificios anexos que albergaban las cuadras y los alojamientos de los labradores… ¡se estaban incendiando!
De las vigas de los tejados salían lenguas de fuego amarillas y el pajar de heno ardía en llamas. Lanzando una exclamación de espanto, Trevor se apartó de la ventana, abrió la puerta de su habitación y salió al pasillo tan deprisa como le permitieron sus huesos doloridos a causa del frío. Quiso gritar «¡Fuego! ¡Fuego!», pero el pánico hizo que le fallara la voz. Recorrió el pasillo a toda prisa, pasó de largo por la cocina y se dirigió al comedor, donde había un pequeño gong de latón con el que se solía llamar a los criados. Con manos temblorosas cogió la maza y martilleó el disco metálico, que produjo un sonido estridente. Y, finalmente, el viejo administrador consiguió recuperar la voz.
—¡Fuego! —gritó tan fuerte que su voz ronca sonó aguda—. ¡Fuego…!
Desde el ala este del edificio principal, donde se encontraban las habitaciones del servicio, le llegaron gritos de espanto. Oyó que se abrían puertas y resonaban pasos, y se apresuró a salir al exterior para organizar los trabajos de extinción. Había que formar una cadena de cubos para traer agua del pozo cercano. La ayuda llegaría demasiado tarde para las cuadras, pero había que hacer todo lo posible para evitar que las llamas se propagaran hacia la casa principal…
Llegó hasta el majestuoso vestíbulo, flanqueado por armaduras de hierro. A través de los ventanales que se alzaban en la pared de piedra a ambos lados de la puerta principal, divisó las cuadras ardiendo. Delante se veían las siluetas de unos hombres en las que Trevor creyó reconocer al cochero y a los mozos de cuadra. Por aquí y por allá corrían caballos sin montura; estaba claro que al menos habían conseguido salvarlos de las llamas.
El administrador se dispuso a abalanzarse hacia el exterior para ayudar. Pero entonces se percató de la presencia de dos jinetes que parecían llegar directamente del fuego. Los vio a contraluz a causa del brillo de las llamas, y solo pudo vislumbrar sus siluetas, pero distinguió los sables relucientes que resplandecían en sus manos y que golpeaban con ímpetu al cochero y a sus ayudantes. Abatieron a uno de los mozos y, sin perder tiempo, atravesaron a otro. El cochero seguía en pie, pero de pronto el acero de uno de los atacantes le seccionó la cabeza de los hombros. El cuerpo se desplomó con una lentitud escalofriante hacia delante y quedó inmóvil en el suelo… y Trevor se preguntó qué fauces siniestras e infernales habrían escupido a aquellos jinetes de fuego.
Retrocedió con los ojos muy abiertos, temblando enteramente y negándose a creer lo que había visto. De repente oyó ruido de objetos entrechocando y gritos de terror en la cocina.
Una voz aguda, en la que el administrador reconoció a Kelly, la criada irlandesa, gritaba suplicando piedad y, un instante después, enmudecía súbitamente. En el pasillo apareció de pronto un reguero sangre, que chorreó por el umbral de la puerta de la cocina y enseguida formó un charco.
—Dios —exclamó el viejo Trevor, y mientras rezaba por que el Señor le concediera un corazón templado y una mano aún más templada, se dirigió a la biblioteca, que se encontraba en la parte de atrás de la casa principal y sobre cuya chimenea estaba colgado el pesado rifle Martini Henry que había acompañado a Lord Kincaid en más de un viaje…
Firmemente decidido a defender tanto la posesión que le habían confiado como la vida de sus subordinados, Trevor recorrió el pasillo a toda prisa. Desde lejos reparó en que la puerta de la biblioteca estaba abierta de par en par, aunque él mismo solía ocuparse de que permaneciera siempre cerrada en ausencia de lady Kincaid. Habían forzado brutalmente la cerradura y habían arrancado la puerta de las bisagras. Alguien había conseguido entrar con extrema violencia, y el viejo Trevor ardía en deseos de enfrentarse a ese alguien y ajustarle las cuentas.
Pero no fue así.
El administrador cruzó rápidamente la puerta abierta. Notó el olor penetrante del petróleo y un instante después se vio enfrentado a una superioridad numérica aplastante. Eran cinco hombres, vestidos de negro de la cabeza a los pies, y embozados hasta los ojos con pañuelos negros. Unas miradas asesinas fulminaron a Trevor y volatilizaron toda su determinación.
Se quedó de una pieza, mirando fijamente a los encapuchados que estallaron en risas burlonas ante aquel viejo en camisa de dormir. De pronto, alguien encendió una cerilla y Trevor se vio obligado a presenciar aterrado cómo prendían fuego a la primera de las estanterías, repletas de libros hasta el techo alto. El fuego se inició con un estallido sordo, y el tesoro del saber que tanto estimaban lord Kincaid y su hija se convirtió en pasto de unas llamas azules y amarillas.
—¡Noooo! —gritó el administrador.
Se le saltaron las lágrimas. Los encapuchados, en cambio, soltaron una carcajada y se dispusieron a prenderle fuego a la siguiente estantería. Abrieron otro bidón de petróleo, rociaron el contenido por encima de los libros… y una nueva cerilla convirtió en humo el saber de siglos.
—¡Miserables, malditos…!
Apretando los puños huesudos, Trevor se dispuso a abalanzarse contra los asaltantes, a abrirse paso hasta la chimenea y el arma que estaba allí colgada… Sin embargo, un chasquido agudo y estridente paró en seco su acometida.
El viejo mayordomo se detuvo como fulminado por un rayo.
No sentía dolor, pero notaba que algo había cambiado. Lentamente, como si estuviera en trance, bajó la vista y vio que la blancura de su camisa de dormir se teñía de rojo a la altura del corazón. La sangre salía a borbotones de la herida que le había causado la bala de uno de los encapuchados.
Trevor levantó la vista. Escrutó los ojos fríos de su asesino, que todavía sostenía en la mano el revólver humeante. Luego se desplomó con un gemido ronco en los labios.
Tendido en su propia sangre, se dio la vuelta y contempló el techo alto de la sala, atenazado por la lumbre de la destrucción. Luego cayó la siguiente cerilla, y lo último que el mayordomo vio fueron las llamas cegadoras que se extendían sobre él, que devastaban la biblioteca y transformaban Kincaid Manor en un infierno en llamas.