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DIARIO PERSONAL DE SARAH KINCAID, ANOTACIÓN POSTERIOR
Decir que me he sentido desolada al salir de la prisión de Newgate rayaría el comedimiento más descarado. Sabía que encararme con Mortimer Laydon sería duro, que aquel canalla intentaría cualquier cosa para causarme daño y, si temía el encuentro, no era sin razón. Sin embargo, la realidad ha superado con creces mis peores temores.
Abrigaba la esperanza de que Laydon me desvelaría alguna información, una pista sobre lo que le había ocurrido a Kamal y qué podía hacer yo para salvarlo. Sin embargo, lo único que he recibido ha sido un cúmulo de insinuaciones y de medias verdades, de mentiras y de intrigas, guarnecidas con miedo y dudas. Un discurso críptico cuyo sentido, si es que lo tiene, no comprendo; acusaciones malévolas que, por el motivo que sea, me han sacudido hasta el alma; y me he enterado de cosas que jamás he ansiado saber y con las que ahora debo cargar… ¿O tal vez solo eran fantasmagorías, engendros de una mente arrastrada por la locura?
Durante el camino de vuelta a Mayfair, no he podido sino pensar en lo que Laydon había dicho y, aunque en lo más hondo de mi ser me resistía, me he preguntado si podría ser verdad lo que aquel canalla me había contado.
La búsqueda de mi padre, que hace más de dos años me llevó primero a París, desde allí a Malta y, finalmente, a la lejana Alejandría, me enseñó que realmente se me habían ocultado cosas, que existía un Gardiner Kincaid que me resultaba extraño y al que jamás conocí. Saber que mi padre no siempre había sido sincero conmigo quebrantó profundamente mi confianza en él. Aun así, estoy firmemente convencida de que jamás me habría escondido algo tan trascendente.
¿O sí?
Mientras agonizaba, mi padre intentó contarme algo, igual que Maurice du Gard cuando perdió la vida en la cubierta del Egypt Star. Ninguno de los dos tuvo tiempo de acabar su última frase, y a menudo me pregunto qué querían decirme. ¿He recibido hoy la respuesta a esa pregunta? ¿Quisieron ambos contarme con su último aliento que yo no soy la que hasta hoy creía ser?
Esa posibilidad me estremece, la sola idea es capaz de arrastrarme a los terrenos oscuros por donde ya vaga Laydon y de los que no hay retorno. No debo ceder, tengo que concentrarme en el presente y en salvar a Kamal.
Según me dijo el doctor Billings, su estado sigue siendo estable, pero eso no significa nada. ¿Tendrá razón Laydon? ¿Ha sido alcanzado Kamal por aquel misterioso fenómeno que también me afectó a mí en mi niñez y por el cual no soy capaz de recordar nada? ¿Y qué significa esto en lo tocante a la siniestra organización que ansía poder y dominio y pretende servirse del pasado para conseguir sus objetivos? ¿Me topé con ella antes y no lo recuerdo?
Me vienen a la memoria ciertas cosas que me dijo el cíclope cuando estábamos en la biblioteca de Alejandría y que en aquel entonces taché de mentiras descaradas. Me llamó estúpida y me reprochó que no hubiera entendido nada. ¿Puede deducirse de esas palabras que él me conocía desde mucho antes que yo a él? Y el gigante de un solo ojo ¿no se llamaba Caronte en honor al barquero de los muertos de la mitología griega?
En cierto modo, que no acabo de comprender, hay cosas que parecen encajar, pero ni se me revela su sentido ni intuyo el fin. Con una única vela de llama trémula, intento explorar un enorme laberinto sumido en la oscuridad. No conozco el camino ni el destino, pero sé que debo hallar ambas cosas si no quiero que Kamal muera.
Puesto que Laydon es la única conexión con los que le han hecho esto a mi amado, no me queda más remedio que seguir sus indicaciones. Quizá, eso espero y temo, tras la palabrería del perturbado asesino se esconde una chispa de verdad. Buscar esa verdad debe ser mi tarea prioritaria, sin importar lo que suponga para mí ni qué lúgubres secretos pueda descubrir. Laydon habló de un viaje a las tinieblas; en eso, al menos, parece tener razón…
MAYFAIR, LONDRES, 27 DE SEPTIEMBRE DE 1884
—¿Cómo se encuentra?
Sarah se sobresaltó. Sentada en el amplio sillón de piel que ocupaba el centro de la pequeña biblioteca de Jeffrey Hull, dedicada básicamente a obras de Derecho, Sarah estaba profundamente absorta en la lectura.
—¡Sir Jeffrey! —exclamó—. No lo he oído llegar…
—No me extraña —comentó el consejero real sonriendo con dulzura—. Cuando he entrado, tenía usted los ojos cerrados.
—¿Los ojos cerrados? ¿No me diga? —La sorpresa de Sarah era sincera. Si realmente había echado una cabezada durante unos minutos, no se había dado cuenta…
—¿Cuánto ha dormido esta noche?
—Ni siquiera una hora —reconoció Sarah, cansada.
—Comprendo —asintió sir Jeffrey—. Pero se alegrará de oír que hay buenas noticias.
—¿De verdad?
—Acabo de llegar de la Corte Suprema —informó el consejero real—. Con motivo de los recientes acontecimientos he conseguido la suspensión temporal del juicio. Luego presentaré en Newgate una solicitud de puesta en libertad transitoria. Seguramente se empeñarán en continuar controlando a Kamal, pero entonces les propondré albergarlo aquí, en mi casa, y la palabra de un barrister[2] tiene cierto peso. De ese modo, Kamal estaría con nosotros y usted podría tenerlo a su lado.
—Eso sería maravilloso —contestó Sarah—. Le agradezco sus esfuerzos, sir Jeffrey.
—¿Eso es todo?
—¿Qué quiere decir?
—¿Me permite que le sea sincero, amiga mía?
—Por favor —asintió Sarah.
—Francamente, esperaba que se alegraría un poco más —admitió sir Jeffrey—. Y, en vez de eso, la encuentro agotada en mi biblioteca. ¿A qué se debe, Sarah? ¿Qué lectura puede ser tan importante que le impida irse a la cama y disfrutar de las horas de sueño que tanto necesi…?
Se interrumpió cuando Sarah levantó el libro encuadernado en piel para que pudiera leer el título escrito en letras doradas.
—El Antiguo Testamento. Los libros de Moisés —leyó sir Jeffrey con cierta perplejidad.
—¿Le sorprende?
—Un poco —reconoció el consejero real—. ¿Ha llegado usted a la conclusión de que solo el Todopoderoso puede salvar a Kamal?
—A esa conclusión, mi querido amigo, he llegado hace rato —contestó Sarah con una sonrisa apagada—. Sin embargo, en este caso se trata de un posible indicio que podría hallarse oculto entre estas líneas.
—¿Un indicio? ¿De parte de quién? —preguntó el consejero real, y por el tono de desconfianza de su voz podía deducirse que intuía la respuesta.
—De Laydon —respondió Sarah.
—Laydon —repitió sir Jeffrey sin el menor entusiasmo—. Sarah, a pesar de todo lo que ese hombre le ha hecho, ¿aún no ha comprendido lo peligroso que es? ¿Y que ha perdido por completo la razón? ¿Que no dejará pasar la más mínima oportunidad para vengarse de usted y causarle daño?
—Soy plenamente consciente de ello —aseguró Sarah—. La cuestión es que durante gran parte de nuestra entrevista no tuve la sensación de estar frente a un hombre perturbado. La mayor parte del tiempo, Laydon tuvo la mente clara.
—¿Y le recomendó estudiar la Biblia?
—Efectivamente.
—¿Para qué?
—Para buscar una cura para Kamal —contestó simplemente Sarah.
—¿Habla en serio? —La perplejidad de sir Jeffrey se había transformado en indignación—. Después de haber consultado con algunos de los médicos más versados del imperio, ¿va a confiar precisamente en el dictamen de un asesino que ha sido declarado culpable?
—Sé que le sonará extraño, pero…
—No, Sarah —señaló Hull con severidad—, «extraño» no es ni de lejos la expresión adecuada. Laydon mató a su padre y asesinó brutalmente a varias mujeres, lo cual seguramente no lo capacita como galeno milagroso. Sin embargo, usted parece otorgar mayor importancia a su opinión que a la de los médicos que le llevé y que, por su amistad conmigo, no dudaron un momento en ayudarnos.
—Lo sé, sir Jeffrey, y créame si le digo que se lo agradezco de todo corazón —afirmó Sarah—. Pero se trata de algo que me es imposible explicar con palabras. Es una sensación, ¿comprende?
—Me resulta muy difícil, querida, me resulta muy difícil —musitó sir Jeffrey, a quien únicamente su conciencia de caballero impedía reprender a gritos a Sarah—. La previne expresamente contra esa entrevista, puesto que tenía muy claro que Laydon aprovecharía la ocasión para contaminarle la mente.
—Aprecio su preocupación —aseguró Sarah—. Pero no tenía alternativa, debía entrevistarme con él.
—¿Fue ese el motivo por el que ayer por la noche se fue de Newgate sin pronunciar palabra, sin despedirse del director Sykes, del doctor Cranston ni tampoco de mí? —En la voz del consejero real se hacía patente el agravio.
—Le ruego que acepte mis disculpas, sir Jeffrey. No quise parecer maleducada ni cuestionar su valía ni la de los demás caballeros. Pero tenía que poner en claro algunas cosas antes de poder hablar de ello con otras personas.
—¿De verdad? Y, si me permite la pregunta, ¿de qué cosas se trataba?
Sarah sostuvo la mirada escrutadora de sir Jeffrey. Sabía que él solo pretendía ayudarla, tanto en calidad de persona como de jurista. Pero había secretos que no quería confiarle sin más, precisamente porque temía que dudara de su cordura…
Sir Jeffrey notó sus vacilaciones y formuló la pregunta de nuevo, esta vez en un tono más comprensivo y suave.
—Sarah —dijo en voz baja—, no puedo obligarla a que confíe en mí. Pero puedo asegurarle que su padre sí lo hacía y…
—Mi padre, ¿verdad? —Sarah sonrió débilmente.
—… y que haré todo lo humanamente posible para ayudarla —prosiguió, sin reaccionar al comentario de la joven—. Pero solo puedo hacerlo si me explica qué ocurrió entre usted y Laydon. ¿Qué le dijo aquel canalla para que yo la encuentre estudiando la Biblia después de una noche en vela, pálida como la cera y con profundas ojeras? Me preocupo por usted, Sarah, y no solo como abogado, sino también como amigo.
—Es usted muy amable, sir Jeffrey. Y le aseguro que ni he perdido la razón ni estoy tan agotada que no sé lo que me hago.
—Entonces, le pido que me cuente qué ocurre. ¿Por qué cree que precisamente Laydon sabe cómo se puede salvar a Kamal?
—La respuesta es muy simple, sir Jeffrey —contestó Sarah con voz queda y velada—. Porque Laydon también me curó a mí.
—¿Qué… qué quiere decir?
—¿Oyó alguna vez a mi padre usar la expresión tempora atra?
—¿Tempora atra? —La frente surcada de arrugas del consejero real se frunció aún más—. No que yo recuerde…
—¿Sabía que yo estuve enferma de niña? ¿Qué sufrí una fiebre misteriosa y estuve mucho tiempo inconsciente?
—No, Sarah, no lo sabía —aseguró sir Jeffrey, cuyo enojo se estaba transformando en franca consternación—. Después de Oxford, perdí de vista a Gardiner durante un tiempo.
Sarah asintió. Aunque le costaba un esfuerzo enorme, había decidido revelar a Jeffrey Hull su secreto, movida por la esperanza de poder ayudar con ello a Kamal…
—Según me explicaron —prosiguió en voz baja—, aquella fiebre apareció de un día para otro. Los médicos no sabían qué hacer y a mi padre no le quedó más remedio que permanecer día y noche junto a mi cama, rezando por un milagro. Finalmente sucedió… en la figura de Mortimer Laydon.
—¿Laydon? —gimió sir Jeffrey.
—En efecto. Fue él quien me curó de aquella fiebre, aunque pagué un precio muy alto.
—¿Cuál?
—No recuerdo nada de lo que había ocurrido antes de aquel momento —contestó Sarah sinceramente—. Toda mi infancia está cubierta por el velo del olvido. Mi padre solía llamar a esa época tempora atra, época oscura.
—Co… comprendo —replicó sir Jeffrey conmovido—. Y usted cree que aquella fiebre misteriosa y el estado en que se encuentra Kamal…
—Al principio no quise admitirlo, porque las conclusiones que derivaban de ello me espantaban —reconoció abiertamente Sarah—. Pero los paralelismos son evidentes. Todo parece indicar que a Kamal le ha ocurrido lo mismo que me ocurrió a mí de niña… y que Laydon conoce el secreto de la curación.
—Entonces tendrá que revelarlo de inmediato —estalló sir Jeffrey—. Avisaré ahora mismo al superintendente Fox. La policía conoce maneras de hacer hablar a los testigos que guardan silencio. Iré…
—No —se limitó a decir Sarah.
—¿No? Pero…
—Como ya le he dicho, la mente de Laydon está envenenada de maldad. No revelará lo que no quiera revelar. Lo único que puedo hacer es jugar ateniéndome a sus reglas y seguir las indicaciones que me dio.
—¿Y él le aconsejó que consultara la Biblia? —preguntó sir Jeffrey, receloso.
—Para ser exactos, el Antiguo Testamento —confirmó Sarah con una sonrisa cansada—. El libro del Génesis.
—¿Y no cree que ese canalla redomado pretende engañarla de nuevo? No olvide lo que ya le ha hecho…
—Sir Jeffrey —dijo Sarah frunciendo el ceño, y todo rastro de alegría se borró de su semblante—. Créame, desde los sucesos de Alejandría no pasa un solo día en que no piense en mi padre y en todos los horrores que Mortimer Laydon nos causó. Aun así, no puedo prescindir de él. Tal vez solo sea una sensación, pero no puedo reprimir la impresión de que todo está conectado.
—¿A qué se refiere exactamente? —preguntó Hull cruzándose de brazos como solía hacer cuando llamaba a los testigos ante el juez y los interrogaba—. Explíquemelo, por favor.
—Como quiera —Sarah comprendió que el camino que había emprendido no tenía retorno. Había decidido compartir su secreto con sir Jeffrey, y eso significaba que debía proseguir..—.. Hace dos noches tuve un sueño extraño.
—Un sueño —repitió sir Jeffrey.
—Se trataba de una escena de la mitología griega: una comitiva fúnebre se acercó a la orilla del río Estigia, donde dejaron al muerto para entregárselo a Caronte, el barquero del Hades.
—¿Y? —Sir Jeffrey frunció los labios—. Perdone mi ignorancia, Sarah, pero no me parece un sueño demasiado insólito para una arqueóloga.
—Aún no he acabado —puntualizó Sarah—. Al acercarme a la orilla para inspeccionar el cadáver, vi que era Kamal. Y, como los muertos en la antigua Grecia, tenía una moneda debajo de la lengua para pagar el tributo al barquero.
—¿Habla en serio?
—Totalmente en serio, sir Jeffrey. Aún no habían transcurrido ni cuatro horas desde que me desperté de ese sueño cuando encontré a Kamal yaciendo en su celda, muerto a primera vista y con un papel debajo de la lengua. Y ahora le pregunto: ¿fue una casualidad?
—Quién sabe, Sarah. Como científica, usted debería…
—Toda la vida he seguido la senda de la ciencia, sir Jeffrey, pero llegó un momento en que me vi obligada a reconocer que entre el cielo y la tierra hay cosas que la ciencia no puede explicar. Y me da la impresión de que esta es una de ellas.
—Sí, claro, tiene derecho a suponerlo. Pero no veo dónde está la conexión…
—Caronte no es solo el nombre del barquero de la Antigüedad —prosiguió Sarah su explicación—, sino que también se llamaba así el cíclope que atentó contra nuestra vida en Alejandría. Y, por último, la nota que hallé en la boca de Kamal contenía el símbolo del cíclope, el símbolo de la organización criminal a cuyas órdenes estaba Laydon.
—Pero…
—Si me pregunta adónde nos lleva todo esto, no conozco la respuesta, sir Jeffrey —prosiguió Sarah—, al menos de momento. Mi padre dijo que las raíces de la organización se remontaban a los inicios de la humanidad y que estaba unida a grandes nombres. Conseguir el poder absoluto parece ser uno de los objetivos que persiguen sin contemplaciones sus adeptos. No tengo ni idea de cuál es el papel que yo desempeño en sus planes, pero sé que Mortimer Laydon es la única conexión que tengo con esa gente y que cualquier indicación suya, por increíble que sea, representa de momento mi única posibilidad de salvar a Kamal.
Sir Jeffrey la había escuchando con mucha atención. Cualquiera que supiera interpretar los gestos de su rostro podía ver claramente que el recelo del consejero real no se había atenuado, pero parecía respetar los argumentos de Sarah.
—¿Y eso es todo? —preguntó finalmente, como si intuyera que Sarah no le había revelado toda la verdad.
—Eso es todo —contestó la joven, que aún no estaba dispuesta a contarle a sir Jeffrey la otra terrible sospecha que la reconcomía.
—De acuerdo —dijo el consejero real, asintiendo pensativo—. Ahora que me ha explicado qué la mueve, me resulta más fácil comprender su modo de actuar, Sarah, aunque no esté de acuerdo con usted en todos los puntos.
—Lo sé, sir Jeffrey —contestó Sarah—. Y agradezco su comprensión.
—Sin embargo —prosiguió impasible el letrado—, me gustaría saber si ya ha encontrado algo. ¿Le ha revelado la Biblia algún secreto que hasta ahora hubiera permanecido oculto para usted?
—No, sir Jeffrey —admitió Sarah con franqueza—, de momento no. He estudiado el Génesis, he leído detenidamente lo que en él se explica sobre el pecado original, el Arca de Noé, la torre de Babel y los patriarcas de Israel… Pero, en contra de las afirmaciones de Laydon, no he encontrado nada que pudiera ayudar ni por asomo a Kamal.
—En tal caso —comentó el consejero real, adoptando un tono conciliador— me gustaría arrancarla de aquí y llevarla al comedor. Mi mayordoma, Kathy, me ha dicho que hoy no ha probado bocado. Y me he permitido ordenar que prepararan un almuerzo ligero.
—Es usted muy amable —replicó Sarah—, pero no tengo hambre.
—No acepto un «no» por respuesta —señaló sir Jeffrey—. Tiene que cuidar de su salud y conservar las fuerzas; de lo contrario, no podrá ayudar a Kamal, y eso es lo que usted desea, ¿no?
—Más que nada en el mundo —admitió Sarah.
—Entonces, venga conmigo y coma algo —ordenó en tono paternal pero resolutivo.
A Sarah no le quedó más remedio que obedecer, sobre todo porque sabía que sir Jeffrey tenía razón. Si se derrumbaba por culpa de la debilidad y el agotamiento, no le sería de ninguna utilidad a Kamal.
Suspirando, cerró el libro encuadernado en piel y lo dejó sin haber marcado antes la página por donde iba. Luego siguió a su anfitrión hacia el pasillo, al final del cual se encontraba el comedor. El olor a sopa de pescado recién hecha que salía de una sopera de plata humeante llenaba la sala y Sarah fue de pronto consciente de lo hambrienta que estaba. Se sentó de buen grado y una de las criadas le ofreció un plato de porcelana blanca y se lo llenó de sopa con un aroma suculento.
—Coma —la exhortó sir Jeffrey desde el extremo opuesto de la mesa—. Ya verá como le sienta bien.
Sarah asintió, cogió la cuchara y la sumergió en el caldo humeante, en el que flotaban unos redondeles de grasa ambarina.
—¿Sabe qué no puedo quitarme de la cabeza? —preguntó entretanto.
—¿Qué?
—Las últimas palabras de Laydon. Dijo algo que no tenía sentido, pero, aun así, no consigo desprenderme de la sensación de que podría ser importante.
—¿Y qué dijo?
—Que los judíos son los hombres que no serán culpados por nada —dijo Sarah citando al canalla.
Sir Jeffrey murmuró algo despectivo.
—Desvaríos de un perturbado mental —comentó convencido.
—Es muy probable —especuló Sarah—. La frase estaba totalmente fuera de contexto y, a primera vista, no tenía sentido. Sin embargo, tengo la sensación de que Laydon quería decirme algo con ella. Algo que establecía una relación entre el estado en que se encuentra Kamal y el libro del Génesis. Al parecer, los judíos desempeñan un papel en todo esto, pero no consigo…
Se interrumpió al ver que sir Jeffrey se levantaba de repente y se iba de la mesa sin pronunciar una sola palabra de disculpa o de pesar, actuando en contra de las buenas formas. Sarah suspiró. Estaba claro que su obstinación había sido la causante de que el consejero real hubiera abandonado su propio comedor, y se reprendió por haber expresado sus pensamientos en voz alta.
Cuando se disponía a disfrutar de una cucharada de sopa, sir Jeffrey volvió con un periódico en la mano.
—Temía que el bueno de Finnegan lo hubiera utilizado para encender la chimenea —dijo, y dejó el periódico sobre la mesa, delante de Sarah—. En la página cuatro. Lea.
Sarah estaba sorprendida. En contra de lo que esperaba, no distinguió ni crítica ni enojo en el rostro de su anfitrión. Al contrario, sir Jeffrey estaba muy serio y el aire paternal había desaparecido de su semblante.
Sarah cumplió solícitamente la orden. El periódico tenía fecha del 19 de septiembre, o sea que era de hacía una semana. Los titulares informaban de ganancias récord en la Bolsa y de un cambio de dirección en la cúpula del almirantazgo. Obediente, Sarah fue a la página indicada y se quedó de piedra al leer el titular destacado:
¿EL RETORNO DEL GOLEM?
Los judíos de Praga aterrados por la legendaria figura
Sarah levantó confusa la vista y le dirigió una mirada interrogativa a sir Jeffrey.
—Lea —volvió a pedirle, y Sarah le echó una ojeada al artículo.
La historia del Golem es bien conocida. Según la leyenda, en el siglo XVI el enigmático rabí Löw creó una criatura de barro que debía ayudar a los ciudadanos del barrio judío de Praga. Sin embargo, el ansia humana de originar vida a partir de algo inanimado fracasó y el Golem se convirtió paulatinamente en una amenaza, de manera que al rabí no le quedó más remedio que destruir a su criatura. No obstante, algunas voces afirman que el Golem ha continuado existiendo hasta nuestros días y que se albergaba en algún lugar situado por debajo de la ciudad. Naturalmente, se trata de meras leyendas que, sin embargo, estos días vuelven a recuperar peso porque hay quienes aseguran haber visto varias veces a ese gigantesco ser en las callejuelas de Josefov durante las semanas pasadas. En tanto que la policía se enfrenta a un misterio y los representantes de la Iglesia católica niegan la existencia de semejante criatura, el miedo ronda por el barrio judío, ya que, según cuenta el rabí Mordechai Oppenheim, experto en la interpretación de escritos, el regreso del Golem anuncia la llegada del fin del mundo…
Después de leer la noticia, Sarah se quedó unos momentos en silencio.
—Originar vida —repitió pensativa—, eso es lo que significa «Génesis». ¿A eso aludía Laydon cuando…?
—Mientras la escuchaba, me vino a la cabeza ese artículo —dijo sir Jeffrey—. Debo confesarle que cuando lo leí por primera vez no creí una palabra. Pero después de lo que usted me ha explicado…
—… considera posible que Laydon se refiriera a esto —concluyó Sarah la frase.
—Sigue pareciéndome bastante inverosímil —dijo el consejero real, mostrando sus reservas—. Tal vez Laydon se enteró de algún modo de la noticia y solo intentaba despistarla.
—No —negó Sarah meneando la cabeza—. El director Sykes me explicó que a los presos no se les permite leer los periódicos.
—Entonces, ¿cómo podría haberlo sabido?
—Esa es la cuestión —confirmó Sarah—. O él no sabía nada de todo esto y nosotros intuimos relaciones donde no las hay, o alguien ha instruido a Laydon para que me diera esas indicaciones porque ese alguien sabía que yo hablaría con él.
—Una idea angustiosa —constató sir Jeffrey.
—Sin duda —le dio la razón Sarah—, pero ni de lejos tan angustiosa como la perspectiva de no poder hacer nada por Kamal y estar a merced de aquel poder extraño sin salvación posible.
—¿Qué piensa hacer?
—Necesito más información —respondió Sarah—. ¿Podría conseguirme hora de visita en la biblioteca del Museo Británico?
—Por supuesto, Sarah. Pero antes debe descansar y, sobre todo, tiene que comer algo.
—No hay tiempo, sir Jeffrey —objetó Sarah, cuyo afán de investigar había despertado por completo—. Este enigma exige ser descifrado y, si en él se alberga alguna posibilidad de salvar a Kamal, tengo que encontrarla…