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DIARIO PERSONAL DE SARAH KINCAID
¿Es esta la suerte que debo sufrir una y otra vez? ¿Igual que Prometeo, que, encadenado a las rocas del Cáucaso, debe soportar eternamente el mismo tormento? ¿O que Sísifo, condenado a realizar siempre el mismo esfuerzo sin perspectivas de éxito ni de descanso? ¿Me ocurre a mí lo mismo? ¿Debo revivir una y otra vez mi pasado?
En mi último encuentro con Mortimer Laydon, que tuvo lugar de manera tan inesperada entre los sombríos muros de Newgate, no estaba preparada para enfrentarme ni a mi pena ni a mis miedos. Me asaltó el horror de nuevo y me prometí no volver a ver nunca al hombre que tanto sufrimiento nos había causado a mí y a mi familia.
He cambiado de opinión, no por propia voluntad, sino porque la necesidad me obliga.
Hasta hace unos días no me habría imaginado que existiera ningún poder lo suficientemente fuerte para obligarme a encararme de nuevo con el asesino de mi padre. Pero las cosas han cambiado y, con tal de salvar a Kamal, incluso miraría al ojo candente de un dragón que escupiera fuego. Por muy ínfimas que sean las perspectivas de éxito, no puedo dejar de intentar nada, aunque eso signifique que deba encontrarme de nuevo con mi acérrimo enemigo.
Igual que un guerrero medieval se lanzaba a la batalla equipado con cota de malla y yelmo, yo también intento protegerme para la entrevista inminente. Sin embargo, por mucho que intento escudarme en mi interior, sospecho que al final no habrá protección alguna contra las miradas de Laydon y el veneno de sus palabras.
Al fin y al cabo, será su personalidad la que se enfrente a la mía, su locura a mi razón. Y aunque sé que no me haré con la victoria en esa batalla, no puedo rehuir la lucha. Porque mi derrota significa esperanza para mi amado Kamal…
SALA DE INTERROGATORIOS 5, NEWGATE, LONDRES
—¿Está segura, mi querida amiga, de que realmente desea hacerlo? —Sir Jeffrey tenía el ceño fruncido y su voz sonora delataba una sincera preocupación—. No quiero ni pensar cómo la afectará volver a encontrarse con ese asesino.
—Si he de serle sincera, sir Jeffrey, yo tampoco quiero pensarlo —replicó Sarah—. Y, créame, si hubiera alguna otra posibilidad, me aferraría a ella sin dudarlo. Pero creo que Mortimer Laydon es la única persona que puede darme información y no puedo dejar pasar esa oportunidad, ¿me comprende?
—Por supuesto —aseguró el consejero real, a quien Sarah había explicado sus motivos con todo detalle en las últimas horas—, pero sigo sin entender por qué tiene que hablar personalmente con él. Permítame que sea yo quien se encargue del asunto. O el doctor Cranston, o…
—Para mí, sería un placer —confirmó el médico de Bedlam, el único de todos sus colegas que aún seguía allí: el doctor Billings, Markin y Teague se habían despedido ya por lo avanzado de la hora.
—Es usted muy amable, caballero —dijo Sarah— y le aseguro que me encantaría aceptar su oferta, puesto que me horroriza encontrarme con ese hombre. Pero no me queda más remedio, puesto que, por un lado, conozco a Mortimer Laydon mucho mejor que ustedes y, por otro, tengo motivos para suponer que soy la única que está en condiciones de entender sus insinuaciones.
—¿Insinuaciones? —gruñó el director Sykes—. Delirios de una mente enferma, nada más. Al menos, haría bien en no presentarse sola delante de ese monstruo. Seguro que el doctor Cranston estará dispuesto a asistir con usted… Sobre todo porque conoce a Laydon mejor de lo usted piensa.
—¿Qué quiere decir?
—El director se refiere a que Laydon es uno de los presos a los que he examinado.
—¿Y?
—No cabe duda de que nos enfrentamos a un hombre cuya cordura, cómo lo diría, se está desintegrando. No he conseguido descubrir las causas, pero Mortimer Laydon tiene sin duda una de las personalidades más siniestras y peligrosas con las que me he topado.
—Explíquenos algo que aún no sepamos —replicó sir Jeffrey secamente—. Francamente, nos ha sorprendido mucho que Laydon estuviera encerrado aquí, en Newgate.
—No por mucho tiempo —aseguró Sykes.
—¿Por qué lo dice? —inquirió Sarah.
—Como ustedes saben, Laydon fue condenado por el tribunal a cumplir internamiento de por vida en el hospital Saint Mary’s of Bethlehem. Sin embargo, al poco de su ingreso se puso violento e hirió a un enfermero, de manera que fue trasladado a Newgate y sometido a régimen de aislamiento. Gracias a la rápida intervención del doctor Cranston, que ha examinado en diversas ocasiones su estado mental y ha corroborado el dictamen del tribunal, contamos con que esta situación pronto cambiará. El traslado de Laydon desde Newgate a Bedlam es cuestión de días.
—Y justo antes de que llegue el momento se me presenta como la única conexión con los autores —dijo Sarah en voz baja. Hablaba para sí misma, pero Sykes la oyó.
—Lady Kincaid —replicó—, le aseguro que cualquier relación que imagine carece de fundamento. Nadie goza del poder de influir en esas cosas, ni siquiera la reina.
—Naturalmente —Sarah esbozó una vaga sonrisa.
—Entonces ¿qué decide? —consultó Sykes—. ¿Seguro que no prefiere seguir mi consejo y permitir que el doctor Cranston la acompañe? Conoce el caso…
—Me encantaría, señor director, créame —aseguró Sarah—. Pero si de algo estoy segura es de que Laydon no se avendrá. Si acepta, solo a mí me revelará lo que sabe, a nadie más. Tengo que presentarme ante él sola.
—No lo comprendo…
—¿No? —Sarah enarcó las cejas—. Entonces, señor director, recuerde que Mortimer Laydon es un asesino sanguinario. Mató a mi padre y a la persona que, después de él, me era más próxima. Y después hizo todo lo posible por acabar conmigo. Ese hombre deseó mi muerte, sir, y aún la desea… y por eso aceptará entrevistarse conmigo. Quiere verme sufrir y quiere destruirme, pero, ironías del destino, al mismo tiempo parece ser mi única posibilidad de salvar a Kamal.
Sarah entró en silencio en la sala, que olía a moho y a sudor frío, y cuyo único mobiliario consistía en una mesa vieja y dos sillas. Los hombres parecieron comprender entonces lo que Sarah se disponía a hacer y el sacrificio que estaba a punto de realizar por ayudar a su amado.
—Entonces tenga mucho cuidado —dijo finalmente Sykes con voz queda—, porque está a punto de cerrar un pacto con el diablo.
—Lo sé, señor director —se limitó a contestar Sarah.
En ese momento llamaron desde fuera a la puerta de acero de la sala de interrogatorios. Abrió Cranston, y apareció un hombre de rostro chupado, vestido con uniforme de carcelero.
—El preso está listo para el interrogatorio.
Sykes, el doctor Cranston y sir Jeffrey volvieron a escrutar de nuevo el semblante de Sarah, que se esforzó por parecer decidida y ocultar su miedo.
—De acuerdo —dijo Sykes finalmente—, es su decisión. Traigan al preso.
—Sí, señor.
El uniformado salió y, mientras Sarah tomaba asiento a un lado de la mesa de interrogatorios, sus tres acompañantes se dieron la vuelta para irse, no sin antes dedicarle una mirada elocuente que contenía una mezcla de incomprensión, admiración y pena. Sir Jeffrey fue el último en salir de la sala. Se detuvo en el umbral y se volvió.
—¿Está realmente segura…?
—Por supuesto. —Sarah se esforzó por sonreír—. Puede irse, mi viejo amigo.
—Tenga cuidado, Sarah. Incluso una mente muy sana puede soportar la locura únicamente por un tiempo limitado sin resultar dañada.
—Lo sé —dijo Sarah con voz velada.
Era muy consciente de los riesgos a que se exponía. Pero no había otro camino.
Eso pareció convencer a Jeffrey Hull, puesto que asintió con un movimiento de cabeza y salió de la sala, cuyas paredes de ladrillo rojizas se sumergieron en la luz mortecina de un farol de gas. Durante un instante angustiosamente largo, Sarah se quedó sola con sus miedos y sus temores. Tenía las palmas de las manos húmedas y notaba un doloroso nudo en el estómago. Luego se oyeron pasos que se acercaban, acompañados por el tintineo estridente de unos grilletes de hierro. La puerta de acero pintada de gris se abrió y aparecieron dos guardias de uniforme. Arrastraban a un hombre que a Sarah le pareció más que nunca su Némesis particular, su pesadilla hecha carne.
Mortimer Laydon no parecía sorprendido de verla. Esbozando una sonrisa malévola y repugnante, se sentó en la silla que estaba libre. Mantuvo su mirada penetrante clavada en Sarah mientras los guardias fijaban los grilletes de manos y pies a las argollas previstas para ello que había en el suelo. De ese modo se excluían posibles agresiones por parte del preso. Sarah sabía que aquellos esfuerzos rayaban lo ridículo: el peligro que emanaba de Mortimer Laydon no era de carácter físico. Lo que hería eran sus palabras y lo que envenenaba eran sus pensamientos…
Le costó horrores sostenerle la mirada. Había tanta ira y agresividad en ella, tanta locura apenas contenida, que Sarah se estremeció. La ola de maldad que la embestía desde el otro lado de la mesa, y eso sin que aún se hubiera pronunciado una sola palabra, la martirizaba, pero mantuvo el coraje.
Finalmente, los guardias también salieron de la sala y cerraron la puerta. Sarah se quedó a solas con Laydon.
—Bravo —dijo el hombre, y su voz estaba tan impregnada de burla y escarnio que Sarah casi sintió dolor físico.
La joven escrutó el semblante demacrado y deformado por el odio de aquel hombre, y se preguntó cómo había podido ver en él en otras épocas a un amigo. A pesar del acto sanguinario que había cometido en Alejandría, a pesar de los atroces asesinatos con que había sembrado el miedo y el terror en el barrio londinense de East End, Mortimer Laydon había seguido presentándose ante ella como un amigo, como un benefactor paternal y como su padrino. No fue hasta que se encontraron en La Sombra de Thot cuando se desveló que no solo había asesinado a su padre, sino mucho más…
—¿Un elogio en tu boca? —preguntó Sarah con frialdad y apenas capaz de reprimir su asco—. Me honra bien poco.
—¿En serio? —replicó Laydon, y soltó de nuevo una de sus risitas roncas y marcadas por la locura—. ¿Cómo se puede ser tan desagradecido? Al fin y al cabo, no he sido yo quien ha solicitado esta entrevista, sino tú… Y, la verdad, considerando este lugar, te suponía mejor gusto. La última vez me invitaste a un buen clarete.
—La última vez —contestó Sarah esforzándose por mantener la serenidad—, aún no sabía que eras un monstruo.
—¿Y ahora lo sabes?
—Por supuesto.
—Entonces me pregunto por qué estamos aquí. ¿Qué te ha llevado a cambiar de opinión sobre mí?
—No he cambiado en absoluto de opinión —puntualizó Sarah—. Sigo considerándote un monstruo con figura humana, y me repugna lo que has hecho…
—¿Pero? —la interrumpió.
—Nada de peros —se apresuró a asegurar Sarah. La joven notaba que se estaba moviendo en un terreno resbaladizo. Sarah no habría sabido decir cómo había sucedido, pero Laydon la estaba manipulando de nuevo, y una vez más le dio la impresión de que él la calaba hasta el alma—. El último día que hablamos me dijiste que volveríamos a vernos.
—Y tenía razón, ¿verdad?
—En efecto —asintió Sarah—. ¿Por qué estabas tan seguro?
—¿Tú que crees? —De nuevo soltó una risita gutural y desalmada—. Mis conocimientos.
—¿Qué conocimientos?
—Los que tengo desde hace mucho tiempo. Los que también podría haber adquirido tu padre si no hubiera sido tan necio. Y que tú también podrías hacer tuyos, pequeña.
—No me llames así. Eso se acabó.
—Sigo siendo tu padrino, ¿no?
—Dejaste de serlo hace tiempo.
Sarah meneó la cabeza. La idea de que su padre hubiera considerado a Laydon digno de ser el padrino de su única hija le repugnaba.
—Esos lazos no se rompen nunca —objetó él.
—Tú los cortaste con tus propias manos.
—Vaya si lo hice. —En su semblante demacrado y ceniciento se dibujó una sonrisa diabólica—. Con un puñal afilado.
—Eres repulsivo.
—¿Sabes qué dijo tu padre cuando le clavé el puñal por la espalda?
—Me da lo mismo —replicó Sarah, aunque no pudo evitar que su voz sonara ronca y delatara que se sentía agredida. Le habría gustado añadir que no quería saberlo, pero no podía mostrar debilidad delante de Laydon. Tenía que mostrarse serena e indiferente, como si las palabras de Laydon no la afectaran. Solo así tendría la oportunidad de salir indemne de aquella entrevista.
—Te lo contaré de todos modos —contestó él, gozoso, y bajó la voz como si fuera a revelarle un secreto de Estado—. No dijo nada. De su garganta no salió ni un sonido. Antes pensaba que fue porque el dolor le había sellado los labios, pero ahora lo sé mejor. He tenido mucho tiempo para reflexionar… —De nuevo soltó una risita, y en sus ojos brilló la chispa de la locura—. Ahora sé que no fue el dolor lo que hizo enmudecer a Gardiner Kincaid, sino el terror… Porque en aquel preciso instante, su mente limitada comprendió con quién se había mezclado. ¿Captas la ironía, Sarah? ¿Comprendes lo que intento decirte? Hasta el final de sus días, cuando el reluciente acero penetró en sus entrañas, el viejo tonto no comprendió el error funesto que había cometido.
—¿Por qué me cuentas todo esto? —inquirió Sarah, que luchaba con todas sus fuerzas contra las lágrimas. El hecho de que precisamente el asesino de Gardiner le recordara aquellos dolorosos momentos era un suplicio para su alma.
—¿Tú qué crees? —preguntó Laydon poniendo cara de inocente, y se las arregló para sonreír de un modo que despertó un recuerdo melancólico del antiguo Mortimer Laydon, al que Sarah había querido y respetado. Pero solo fue una ilusión.
—Para atormentarme —gruñó Sarah con voz queda.
—¡Por supuesto que no! ¡Confundes mis intenciones! Yo siempre he tratado de protegerte y ayudarte, Sarah.
—¿Por eso quisiste borrarme del mapa?
—No albergué ese propósito hasta que se hizo evidente que no te pondrías de nuestra parte, que seguirías la misma senda funesta que había tomado tu padre… y que lo llevó directo al abismo.
—Tú fuiste ese abismo —dijo Sarah con acritud.
—¿De verdad lo crees? —Laydon esbozó una sonrisa maliciosa que le deformó el semblante arrugado y provocó que la luz del farol proyectara en él sombras grotescas—. ¿Es culpable la bala que alcanza el corazón del enemigo?
—¿Qué quieres decir?
—Muy sencillo, Sarah —musitó Laydon, y se inclinó sobre la mesa tanto como le permitieron los grilletes—. Que tanto tu padre como yo no éramos más que personajes sin importancia en esta obra. Pero en tus manos está la posibilidad de cambiarlo todo. No la deseches, ¡acepta tu destino!
—No me gusta que hables del destino. Siempre que lo haces te refieres únicamente al tuyo.
—Piensas así porque aún no has comprendido lo que a mí me fue revelado hace mucho tiempo —respondió Laydon con un brillo de locura en la mirada—. Un poder inimaginable que proviene de lo más profundo de los tiempos. Nada puede resistírsele, y tú formas parte de él…
—Desvarías —constató Sarah—. Mejor dime a qué te referías cuando me dijiste que no había acabado.
—¿Tú qué crees? Que la organización no ha sido vencida. Puede que tú le infligieras una derrota, pero continúa existiendo, igual que ha existido siempre, desde el inicio de los tiempos.
Sarah frunció los labios. Le habría gustado rechazar todo lo que Laydon decía tomándolo por disparates de un loco, pero no era tan sencillo. Su padre también había afirmado que las raíces de aquel poder misterioso se remontaban en la historia de la humanidad hasta los comienzos de la civilización…
Laydon soltó una carcajada sarcástica.
—Has desafiado a fuerzas que no alcanzas a entender ni de lejos. ¿Qué esperabas? ¿Que te dejarían tranquila? ¿Que podrías tener una vida sencilla, banal, ensimismada? ¿Que tu destino podría ser encontrar la felicidad en el amor y traer al mundo a unos cuantos mocosos llorones? ¿Era eso lo que querías?
—Tal vez —contestó Sarah en voz baja, conmocionada por el hecho de que Laydon hubiera descubierto su punto flaco. Era cierto que, secretamente, había acariciado la idea de dejar reposar definitivamente el pasado y disfrutar con Kamal de la dicha de una vida sencilla y tranquila…
Laydon se partía de risa. Las carcajadas a las que Sarah se enfrentaba no eran risas de alegría, sino un balido malévolo cargado de odio y burla.
—¿Tan bien estabas con él? ¿Cuidaba el hombre del desierto como es debido a la pequeña Sarah? ¿Lo hacía mejor que Du Gard?
—Eres repulsivo.
—¿Lo soy? Entonces, ¿por qué no te levantas y te vas de esta sala? Como puedes ver, yo no puedo hacerlo, pero tú eres libre de irte. ¿Por qué no le das la espalda al viejo Mortimer y le demuestras qué opinión te merecen sus palabras?
—Te lo diré —musitó la joven, atravesándolo con la mirada—. Me quedo porque mi amor por Kamal lo supera.
—¿Qué supera? ¿Tu orgullo?
—Tu odio —replicó, y lo hizo enmudecer por un momento.
—Así pues, yo tenía razón —murmuró Laydon finalmente, y de nuevo soltó una risita ronca—. Amas con toda tu alma a tu príncipe del desierto y realmente esperabas acabar tus días feliz a su lado. ¡Qué conmovedor! Y ahora que tu esperanza parece haberse truncado, vienes a verme y a suplicarme ayuda.
—Yo no suplico nada —dejó bien claro Sarah.
—¿No? —Laydon entornó los ojos—. Entonces, ¿de qué se trata? ¿Qué le han hecho a tu amado para que tú superes el recelo y te reúnas con el asesino de tu padre? ¿Lo han matado? —Meneó la cabeza—. No, eso sería demasiado simple… y, además, ¿por qué estarías aquí? Así pues, ¿qué es? Kamal sigue con nosotros, eso es incuestionable, pero su vida corre peligro. Por eso has venido a verme, solo ese motivo sería lo bastante fuerte. Quieres que te diga cómo puedes salvar a tu amado, ¿verdad?
A Sarah le temblaban los labios. Así debían de sentirse los guerreros que cabalgaban hacia la batalla sin armadura, pensó. Los habían despojado del escudo y del arnés, y su espada no tenía filo y estaba oxidada. El valor que les daba la desesperación era la única arma que les quedaba…
—Efectivamente —admitió—. Así es.
—Bien —asintió Laydon mientras una sonrisa indescifrable se dibujaba en sus labios. En ese preciso instante, se apagó el brillo inquieto de sus ojos y, por un momento, dio la impresión de que se le aclaraba la cordura—. Por fin somos sinceros.
—¿Tú vas a ser sincero conmigo? —resopló Sarah con menosprecio—. Entonces, dime cómo puedo ayudar a Kamal. ¿Qué significan los caracteres que le dibujaron en la frente?
—No. —Laydon meneó la cabeza con determinación—. Este juego no se juega así.
—¿Qué juego?
—El juego por el poder. A vida o muerte. A todo o nada —contestó Laydon.
—No me interesan los juegos.
—Pues te has metido en uno —señaló él con una sonrisa pícara—; de lo contrario, no estarías aquí. ¿O pensabas que iba a ayudarte sin obtener una contrapartida?
—No —reconoció con decepción—, probablemente no. Pero yo no puedo darte lo que deseas.
—Buena pregunta: ¿qué deseo?
—La libertad —conjeturó Sarah—. Y yo no puedo ayudarte a conseguirla, aunque quisiera. Lo que les hiciste a aquellas mujeres y a mi padre te mantendrá encadenado para siempre a tus grilletes.
—¿Y tú crees que se trata de despojarme de estas cadenas? —Laydon meneó su cabeza rasurada y se echó a reír de nuevo—. Qué poco me conoces. Nunca me ha importado la libertad, Sarah, sino algo infinitamente más valioso y raro.
—¿Y de qué se trata?
—De la verdad —contestó—. Es lo único que espero de ti como contrapartida.
—¿La verdad sobre qué?
—Sobre ti —dijo Laydon simplemente—. Contéstame una sola pregunta muy sencilla con sinceridad, y te doy mi palabra de que te ayudaré con todos mis conocimientos.
—¿Tú me das tu palabra? —Sarah remarcó la primera y la última palabra, ya que en su mente no encajaban. Por su experiencia, la palabra de honor de Mortimer Laydon tenía el mismo valor que el estiércol de caballo que por la noche la gente rascaba por las calles para encender las chimeneas.
—Vaya, ¿no te fías de mí? —preguntó Laydon, y la carcajada que salió de su garganta sonó como la risa de un idiota—. ¿Por qué será?
Sarah se mordió los labios.
Laydon sabía que ella no se fiaba de él, y precisamente eso era lo que lo estimulaba. Quería que ella cruzara los límites invisibles que él había trazado y conseguir que hiciera cosas que la joven no quería hacer. Esa era su táctica.
Igual que antes…
—¿Quién me garantiza que realmente puedes ayudar a Kamal? —inquirió.
—Nadie; tendrás que confiar en mí. Pero piénsalo bien, Sarah: una sola respuesta a cambio de salvar la vida de tu amado. El precio es mínimo, ¿no crees?
—En efecto.
—Entonces, ¿qué? ¿Hacemos un trato?
Sarah respiraba entrecortadamente mientras se esforzaba por dominar la ira. En vez de cantarle las cuarenta a Laydon y mandarlo al diablo, tenía que aceptar su juego, no había elección. Ella era la que quería algo de él; por lo tanto, él fijaba las reglas y, por mucho que le repugnara, a ella no le quedaba más remedio que ceder y conformarse.
—De acuerdo —dijo Sarah, y volvió a sentir un nudo en el estómago, que parecía querer advertirla de que estaba a punto de cometer un error fatal.
—¿Llegamos a un acuerdo?
—Sí. Haz la pregunta.
—¿Estás segura?
—Absolutamente —insistió Sarah, que tenía la sensación de que el muy canalla intentaba ganar tiempo, un tiempo del que Kamal no disponía—. Vamos, hazme la maldita pregunta.
—De acuerdo. Ya verás que es muy sencilla. Reza así: ¿quién eres tú?
—¿A qué viene eso?
—Hemos hecho un trato —le recordó Laydon—, ¿lo has olvidado? Contesta la pregunta conforme a la verdad y te ayudaré.
Sarah respiró hondo y notó el olor a moho y putrefacción. No tenía ni idea de qué perseguía Laydon con esa pregunta, y la consideró un intento más de jugar con ella. Así pues, quiso rematarla lo antes posible.
—Soy Sarah Kincaid —contestó—, la hija de Gardiner Kincaid, a quien tú asesinaste.
—Respuesta incorrecta —se limitó a replicar Laydon—. Pero hoy me siento generoso y te concedo otra oportunidad.
—¿Para decirte quién soy?
—Exactamente.
—Acabo de decírtelo, soy la hija del hombre al que mataste.
—¡Y esa respuesta es incorrecta! —bramó Laydon en un ataque de furia que sobresaltó a Sarah, súbitamente más que consciente de que estaba delante de un peligroso criminal, de un monstruo con forma humana cuya alma había revelado verdaderos bajos instintos—. Esa no es la respuesta que busco.
—Lamento que no te guste la verdad —manifestó Sarah, impasible—, pero es lo que hay.
—Pequeña —susurró él en un repentino cambio anímico, cuyo origen solo podía atribuirse a una mente enferma—. ¿Nunca se te ha ocurrido pensar que lo que tú has considerado que era verdad durante todos estos años no tiene por qué serlo?
—¡No! —contestó Sarah enérgicamente, y levantó exigente el índice de la mano derecha—. ¡No lo harás! ¡No sembrarás la duda en mi corazón! ¿Me has oído?
—Una semilla solo fructifica si encuentra suelo fértil —replicó Laydon serenamente—, y la tierra abonada para la duda es la incertidumbre. ¿Hay algo que no tengas claro, Sarah Kincaid?
—No —aseguró.
—Veo tu obstinación. La obstinación de una niña pequeña. ¿Estás segura de que siempre has sido así, Sarah?
A Sarah le costaba respirar, el pulso se le aceleró. Ya sabía adónde quería ir a parar Laydon, y no le gustó nada…
—No lo sabes —constató Laydon, implacable—. Simplemente porque no puedes recordar tu infancia, ¿verdad? Porque no sabes nada de lo que te pasó antes de los ocho años, ¿cierto?
—¿Y eso qué tiene que ver ahora? —preguntó Sarah mientras soportaba las miradas penetrantes de aquel hombre y se sentía desnuda ante él.
—Todo —dijo él—. La época oscura oculta más de un enigma.
—¿Qué sabes tú? —masculló Sarah—. ¡Vamos, dímelo!
—¿No querías saber cómo podías ayudar a tu querido Kamal? —Laydon chasqueó la lengua en señal de desaprobación—. Qué deprisa cambian tus intereses…
—Tergiversas mis palabras.
—Y tú no quieres escuchar lo que te digo. Aún me debes una respuesta, Sarah: ¿quién eres?
—Ya te lo he dicho, y te lo repito —contestó con voz temblorosa, casi rota—. Soy Sarah Kincaid, la hija de lord…
—Ciega es lo que eres, Sarah Kincaid —la interrumpió Laydon bruscamente—. Demasiado ciega y temerosa para reconocer lo evidente.
—¿A qué te refieres?
—¿Quién es tu madre? ¿La conociste?
—Murió al nacer yo, ya lo sabes.
—¿Te habló tu padre de ella? ¿Te dijo alguna vez que eras su vivo retrato?
—¿Y eso qué tiene que ver?
—¿Te lo dijo alguna vez? —bramó Laydon tan fuerte que la puerta de la sala de interrogatorios se abrió y aparecieron en ella los rostros preocupados de los dos guardias.
Sarah les hizo un gesto con la mano para darles a entender que todo iba bien, aunque no era eso lo que sentía. Le sudaban las manos, pero las tenía heladas, y el color se había borrado de su rostro. Tenía náuseas, que le subían por el estómago como un reptil venenoso…
—No —contestó, esforzándose por que su voz sonara lo más digna posible—, no lo hizo. Pero eso no cambia nada.
—¿En qué?
—En el hecho de que soy la hija de Gardiner Kincaid.
—¿Y si te dijera que no es así?
—No te creería.
—¿Y si te revelara algo? Algo que Gardiner supo toda la vida, pero que jamás tuvo el valor de confesarte.
—No existe algo así.
—¿Estás segura? ¿La búsqueda de tu padre no te reveló muchas cosas sobre él que no sabías? ¿Secretos que guardaba en lo más hondo de su ser sin haberte hablado jamás de ellos?
Sarah tragó saliva, tenía la garganta seca. De hecho, el viaje a Alejandría había sacado a la luz cosas sobre su padre de las que ella no había sospechado nada antes. Informaciones que había ocultado a su hija adrede, para protegerla, según dijo.
¿Quién podía asegurar con certeza que no habían existido aún más secretos…?
—¿De qué me estás hablando exactamente? —preguntó Sarah con cautela, y se mordió los labios al ver la sonrisa triunfal con que Mortimer Laydon recibía la pregunta.
—¿Te gustaría averiguar el secreto? —preguntó él.
—De no ser así, no te habría preguntado nada.
—¿No tienes miedo de lo que podría desvelarte?
—¿Debería? Ya me has arrebatado todo lo que significaba algo para mí. Ya no eres más que una sombra. No me das miedo.
—¿De verdad? —En los ojos de Laydon apareció un brillo peligroso—. Qué ingenua y candorosa eres. Incluso aquí, en este lugar, a pesar de los grilletes que me sujetan, continúo teniendo poder para destruirte.
—Atrévete… y llamaré a los guardias, que volverán a encerrarte en el agujero tenebroso de donde te han sacado.
—Para sacudir tu mundo, Sarah, no necesito tocarte. Por eso mismo deberías temerme, igual que deberías temer la verdad.
—¿Qué verdad?
—La que te han ocultado toda la vida. La que tu padre jamás se atrevió a contarte, aunque la conocía. La verdad sobre tu origen, Sarah Kincaid. La verdad que dice que Gardiner Kincaid no es tu padre carnal.
—¿Ah, no?
—No —se reafirmó Laydon, susurrando—, soy yo.
—¿Qué? —Sarah creyó que no había oído bien—. Mira que has dicho tonterías, pero esta es la más absurda de las que jamás han salido de tu boca…
—Puede que Gardiner Kincaid fuera el hombre que te crio y al que tú llamabas padre —prosiguió Laydon, impasible—, pero eso no cambia el hecho de que fui yo quien amó a tu madre y quien sembró la semilla en su seno.
—No —dijo Sarah mientras todo en ella se sublevaba. Las náuseas empeoraron y notó flojera en las rodillas—. ¡Eso no es verdad!
Laydon se reía.
—Gardiner siempre supo que tú no eras de su misma sangre, aunque seguramente no sospechaba nada por lo que a mí respecta. Por eso nunca te habló de tu madre, pequeña. Porque hacerlo le recordaba su derrota más grande y amarga.
—¡Mentiroso! —gritó Sarah, levantándose—. Te lo has inventado…
—Podría ser —reconoció Laydon, sonriendo burlón—. Entonces, no hace falta que concedas importancia a mis palabras. Pero una parte de ti siempre ha sabido que no le pertenecías realmente, ¿verdad? A pesar de los fuertes lazos de unión entre vosotros, siempre existieron dudas, ¿no es cierto? Siempre persistió un poso de extrañeza…
—Bastardo —masculló Sarah, y tuvo que contenerse para no golpear con los puños cerrados al preso, que estaba encadenado, pero en ningún caso indefenso—. ¡Miserable bastardo! ¡Estoy harta de tus mentiras y de tu veneno!
Se apartó de él, furiosa y dispuesta a abandonar la sala de interrogatorios… Y si no lo hizo, fue por Laydon, que estalló en carcajadas.
—Lo ves, Sarah Kincaid —exclamó a sus espaldas—. Tu odio es más grande que tu amor.
Sarah se detuvo en seco y lo miró con los ojos abiertos como platos.
—Reconócelo —la exhortó Laydon—. Tú y yo nos parecemos más de que te gustaría admitir.
—¿Era esto lo que querías? —preguntó la joven—. ¿Me has explicado esa historia falsa para provocarme?
—Lo preferirías, ¿verdad? —preguntó él a su vez, carcajeándose—. Pero no era mentira, tú tienes tanto de hija carnal de Gardiner Kincaid como yo de ciudadano intachable. Pero ambos somos personas apasionadas. Eso es algo que tenemos en común, Sarah, te guste o no.
—Tú y yo no tenemos nada en común —replicó Sarah, indignada—. Tú eres un asesino malvado que mató brutalmente a jóvenes indefensas…
—No lo hice por placer, como bien sabes… Al menos, no solo por placer.
—… y asesinaste a mi padre —concluyó Sarah, imperturbable.
—Tú también serías capaz de hacerlo, pero aún no lo sabes. Está en ti, Sarah, la misma pasión que me inunda a mí. La misma afición por lo oscuro. Tu padre siempre lo supo. Por eso, y solo por eso, te ocultó cosas. Temía que siguieras tu verdadero destino.
—¿Qué destino?
—¿Tú qué crees? —contestó Laydon, y la locura que latía en él volvió a desfigurarle el rostro—. Hablo de ocupar tu puesto dentro de la organización. Tu padre siempre intuyó que llegaría ese día y se empeñó en hacer todo lo posible por impedirlo.
—Estás mintiendo —insistió Sarah, pero sus palabras habían perdido la acritud, estaban mustias y vacías. Le temblaban los labios, y apretó las mandíbulas mientras intentaba con todas sus fuerzas cerrarse herméticamente a las dudas que Laydon había sembrado en ella… Sin embargo, no acabó de conseguirlo.
¿Tendría razón finalmente aquel asesino? ¿Habría sido aquella la razón por la que su padre le había ocultado ciertas cosas y no le había explicado nada de los herederos de Meheret en mucho tiempo?
Recordó con angustia que su padre le había pedido perdón mientras agonizaba, que había querido aprovechar su último aliento para confesarle algo. Pero sus labios se cerraron antes de que tuviera tiempo de hacerlo, y Sarah se había preguntado en más de una ocasión qué había querido decirle su padre.
¿Era eso? ¿Él lo sospechaba? ¿O tal vez conocía la terrible verdad?
—Con todo lo que ahora sabes —la voz de Mortimer Laydon, temblorosa por la impaciencia, devolvió a Sarah al presente—, me gustaría repetirte la pregunta con la que ha empezado todo: ¿quién eres, Sarah Kincaid? ¡Dímelo!
Sarah, que tenía los ojos clavados en el suelo debido a la consternación, levantó la vista y fijó la mirada en los ojos brillantes de su enemigo más acérrimo.
—Sé qué es lo que quieres oír —contestó en voz baja—, pero no voy a pronunciar esas palabras. Aunque lo que dices fuera verdad, antes me cortaría la lengua con mis propias manos que llamar «padre» a un monstruo como tú.
—Como quieras. —Laydon se encogió de hombros, y los grilletes tintinearon al entrechocar—. Entonces yo tampoco te ayudaré.
Sarah no había vuelto a sentarse después del arranque de furia. Fuera de sí, estaba de pie delante de él, temblando interiormente y apretando los puños. La agitación que la embargaba era indescriptible y, contra su voluntad, tuvo que reconocer que Mortimer Laydon había vuelto a salirse con la suya sacudiendo los cimientos de su mundo.
Libraba una lucha en su interior; se decía que tan solo eran palabras huecas, que Laydon solo quería humillarla, que ella tenía que doblegarse a sus exigencias por Kamal… Pero no logró convencerse.
¿Tenía razón Laydon? ¿Era su orgullo realmente más grande que su amor? ¿Había en ella una cara oscura que ella no conocía?
De nuevo sintió que la duda la carcomía y supo que debía concluir la entrevista. Cuanto más tiempo estuviera en compañía de Laydon, mayor peligro corría de que la envenenara con sus ideas. Debía intentar conseguir ayuda para Kamal en otro sitio, antes de que, despojada de todas sus ilusiones y siendo una sombra de sí misma, la devoraran sus miedos y temores. Laydon estaba a punto de lograrlo…
—De acuerdo —dijo entonces la joven quedamente—, contestaré a tu pregunta a mi manera: soy lo que soy. Ni más ni menos. Si esa respuesta te basta, cumple tu parte del trato. Y si no es así, vete al diablo.
Puesto que Sarah no esperaba que Laydon se diera por satisfecho, dio media vuelta y se dirigió hacia la puerta, firmemente decidida a cruzarla. Sin embargo, cuando ya estaba junto al umbral, Laydon la llamó.
—Una cosa más —le pidió.
—Pero date prisa —lo urgió—. Ya he desperdiciado mucho tiempo.
—¿Nunca has pensado que la historia se repite? —preguntó Laydon—. ¿Que a tu querido Kamal le ha pasado lo mismo que te ocurrió a ti hace muchos años?
—¿Te refieres a…?
—Como ya sabes, a ti te acometió una fiebre misteriosa que te tuvo en sus garras durante semanas. Habías perdido el conocimiento y el viejo Gardiner creyó que te había perdido. Espero que no hayas olvidado quién te curó de la fiebre en aquel entonces…
—¿Y tú crees que Kamal sufre la misma fiebre? —preguntó Sarah, pasando por alto adrede la autoalabanza de Laydon.
—Es posible, ¿no?
Sarah no pudo más que asentir.
¿Por qué no se le había ocurrido a ella la idea? Probablemente, porque eso llevaba a una conclusión que la atemorizaba muchísimo más que la presencia de Laydon y todo lo que este aún pudiera revelarle. Si la fiebre que sufrió Sarah de niña y la que mantenía entre sus garras a Kamal las había originado lo mismo, eso significaba ni más ni menos que aquel poder siniestro que, según creía hasta el momento, se había cruzado por primera vez en su camino en París, en realidad había aparecido antes en su vida.
Mucho antes.
Y ya en aquel entonces la había cambiado…
—Suponiendo que fuera así —murmuró Sarah, estremecida ante aquella idea—, ¿qué significaría eso para Kamal? ¿Puede curarse?
—¿Como tú entonces?
Sarah asintió.
—Deja que te lo explique, pequeña. Si Kamal realmente sufre la fiebre oscura, está prácticamente muerto y se encuentra de camino hacia el más allá. Si quieres revocar esos hechos, tienes que buscar allí donde cobra vida lo inanimado. Pero te advierto que el viaje te llevará directamente a las tinieblas.
—¿Dónde exactamente? —preguntó Sarah resoplando—. ¿Dónde debo buscar?
—¿Tú qué crees? —contestó Laydon, y en ese instante la clarividencia que había despejado su mente, nublada por locura, volvió a declinar—. Evidentemente, donde empezó todo —murmuró de manera casi incomprensible—. Donde se creó vida a partir de lo inanimado.
—¿Qué quieres decir? —Sarah enarcó las cejas, recelando de que Laydon solo quisiera humillarla de nuevo, pero parecía hablar en serio, puesto que no soltó una de sus carcajadas—. ¿De qué estás hablando? ¿Del Génesis?
—¿El viejo Gardiner no te enseñó a interpretar los secretos del Antiguo Testamento? ¿La Tora? ¿La Biblia? ¿No conoces la palabra del Todopoderoso?
—Lo suficiente para saber que un sacrílego como tú no debería ponerla en su boca.
—En el libro del Génesis está escrito: «La tierra estaba confusa y vacía y las tinieblas cubrían la haz del abismo, pero el espíritu de Dios se cernía sobre la superficie de las aguas».
—¿Y? —preguntó Sarah, pero la única respuesta que recibió fue una risotada maliciosa.
La mirada de Laydon ya no parecía dirigirse a ella, sino a algún punto de una lejanía insospechada. Fuera lo que fuese lo que veía aquel criminal, no parecía tener nada que ver con la realidad. La risa chillona se repitió y la mente de Laydon volvió a sumergirse en las tinieblas de las que Sarah parecía haberlo arrancado por poco tiempo.
—Has perdido el juicio —constató Sarah.
—Quizá… Pero los judíos son los hombres que no serán culpados por nada —graznó Laydon, soltando una carcajada tan ampulosa y estentórea que le falló la voz y amenazó con ahogarlo, a la vez que ponía los ojos en blanco.
Sarah se alejó de él, asqueada. Estaba impaciente por dejar atrás los muros de Newgate y poder respirar por fin al aire libre.
La embargó una sensación de alivio al salir de la sala y no tener que seguir mirando a los ojos enfebrecidos por la locura de aquel asesino. Y, mientras oía a sus espaldas aquella risa agónica, comprendió que se había cortado definitivamente el delgado hilo que hasta entonces había impedido que la cordura de Laydon se precipitara a un abismo insospechado.