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DIARIO PERSONAL DE SARAH KINCAID
Mortimer Laydon.
La sola mención de ese nombre me provoca escalofríos, pues me recuerda al mismo tiempo mis momentos más sombríos y el mayor de mis errores: el terrible instante en que murió mi padre, abatido por el puñal del asesino, y que yo, demasiado inexperta y ciega debido al dolor y a la pena, no supe reconocer al verdadero autor del crimen.
Aunque las palabras de Laydon me persiguen y sigo viendo sus rasgos demacrados y desfigurados por el odio y la locura, mis miedos y mis miserias me parecen insignificantes comparados con los de mi amado, en quien estos días se concentra toda mi preocupación. Me aferro a la esperanza de que los esfuerzos de sir Jeffrey tal vez sean coronados por el éxito y que exista un modo de salvar a Kamal… Pero a medida que el tiempo pasa y el semblante de sir Jeffrey se vuelve más ceñudo, yo también me veo obligada a reconocer que humanamente no tenemos ninguna posibilidad.
Lo que necesitamos es un milagro…
MAIFAIR, LONDRES, NOCHE DEL 25 DE SEPTIEMBRE DE 1884
En el comedor reinaba el silencio. Solo se oía el tictac del gran reloj de pared, cuyo péndulo oscilaba perezosamente, tomando nota con indiferencia del paso del tiempo.
Al contrario que Sarah.
Le estaba muy agradecida a sir Jeffrey, no solo porque la había acogido en su villa de Mayfair durante su estancia en Londres, sino también porque intentaba con todas sus fuerzas ser un buen abogado y también un amigo paternal. Sin embargo, habría preferido pasar las veladas aislada en su habitación en vez de cenando en compañía de sir Jeffrey. El consejero real había renunciado al menos a invitar a amigos y colegas, como era usual en su círculo, para que Sarah no se viera obligada a mantener conversaciones banales mientras sus pensamientos vagaban por otros lugares. Pero, incluso así, habría preferido la soledad de su habitación. Había tantas cosas que tenía que poner en claro, sentimientos y sensaciones a los que debía sobreponerse.
—¿Algún problema con el rosbif? —preguntó preocupado sir Jeffrey, que estaba sentado al otro extremo de la larga mesa y se había dado cuenta de que el tenedor de plata de Sarah hurgaba sin propósito alguno en la comida y muy raramente trasladaba un mordisco a su boca. Naturalmente, la carne estaba impecable y tenía aquel color rosa que prometía un verdadero manjar a los entendidos, pero como buen caballero que era intentaba tenderle un puente.
—No, sir Jeffrey —replicó Sarah meneando la cabeza—. El rosbif está delicioso. El problema es que no tengo hambre.
—Es comprensible, querida. Sin embargo, debería comer algo. Oblíguese si es necesario. Nos esperan días agotadores, o semanas.
—Lo sé, sir Jeffrey, lo sé —aseguró Sarah mirando fijamente su plato.
—Por favor, créame si le digo que haré todo lo humanamente posible por conseguir que a Kamal le impongan la mínima pena posible. Los conocimientos que he acumulado durante mi larga vida de abogado están a su disposición, Sarah; y eso sin contar con que la cámara del Temple Bar le proporcionará todo el apoyo imaginable.
—Eso lo tengo claro, sir Jeffrey —aseguró Sarah, esbozando una sonrisa—, y le ruego que no piense que no aprecio sus esfuerzos. Es solo que…
—¿Laydon, verdad?
La pregunta de sir Jeffrey fue tan directa que Sarah levantó la vista espantada. Una vez más, le bastó con oír aquel nombre para estremecerse.
—Ese miserable tunante —maldijo sir Jeffrey—. Que haya tenido que encontrárselo…
En un primer momento, Sarah iba a contradecirlo y a asegurar lo que había escrito en su diario: que reprimía todo pensamiento sobre Laydon y concentraba toda su preocupación en Kamal.
Sin embargo, eso no correspondía a la verdad.
—Por lo visto, sabe algo —dijo en voz baja.
—¿Quién? ¿Laydon?
Sarah asintió tímidamente.
—Imposible. Ese miserable criminal no sabe ni qué hace, por no hablar de lo que sucede a su alrededor.
—No lo subestime, sir Jeffrey. Lo conozco mejor que usted…
—Eso no se lo discuto, querida. Y comprendo que le haya afectado el encuentro después de todo lo que les hizo a usted y a su familia. Pero no puede confundir lo ocurrido con el presente. Mortimer Laydon ya no supone ningún peligro. Lo arrestaron y un tribunal real probó sus crímenes y lo declaró culpable. Nunca más podrá hacer daño, ni a usted ni a nadie más.
—Dios le oiga, sir Jeffrey —contestó Sarah—. Pero eso no es lo que más me espanta.
—¿No?
—Ya me defendí una vez de Mortimer Laydon y volvería a hacerlo —señaló Sarah—. Lo que me preocupa es qué puede saber él.
—¿Y qué puede saber? —preguntó el consejero real sin disimular su escepticismo.
—Está relacionado con algo que me dijo Kamal —explicó Sarah—. Al visitarlo esta tarde, formuló la sospecha de que todo este asunto no tiene que ver con él, sino que en realidad alguien intenta perjudicarme a mí.
—¿Cree usted que eso es posible?
—Al principio intenté rechazar la idea, probablemente porque quería creer que había dejado definitivamente atrás mi pasado, que este había concluido como el capítulo de un libro que ya has leído y devuelves al estante. Sin embargo, el encuentro con Laydon me ha demostrado que no es así. Las heridas siguen existiendo, sir Jeffrey. Es posible que se hayan curado superficialmente, pero todavía existen.
—Mi querida amiga —comentó el consejero real, inclinando respetuosamente la cabeza—, después de todo lo ocurrido, me sorprendería que no fuera así. Sin embargo, eso no significa que deba seguir teniendo miedo del pasado. Lo que Laydon y esa gente querían de usted está destruido y enterrado en la arena del desierto.
—Eso es verdad —admitió Sarah—, pero aun así no consigo tranquilizarme. Laydon me preguntó por Kamal, como si supiera de su internamiento. ¿No es extraño?
—En realidad, no. —Sir Jeffrey frunció los labios—. Aunque los presos de Newgate están sometidos a un severo régimen de incomunicación, conocen maneras de comunicarse entre ellos. Y de este modo se divulgan algunas informaciones.
—No fue solo eso —dijo Sarah meneando la cabeza—. También fue el brillo en los ojos de Laydon y aquella risa malvada. Y, al despedirme, me gritó algo.
—¿Qué?
—«Esto no ha acabado todavía» —contestó Sarah con voz apagada, y volvió a estremecerse.
—Bueno, admito que eso suena amenazador —aceptó sir Jeffrey—. Sin embargo, creo que esas palabras salieron de una mente trastocada y vengativa. Laydon pretendía sembrar veneno, y constato preocupado que, por lo visto, lo ha conseguido.
—Yo también soy consciente de ello, sir Jeffrey —aseguró Sarah, pensativa—. Soy muy consciente de lo peligroso que es Mortimer Laydon, tal vez por eso tengo la sensación de que me oculta algo. Por un momento vi un brillo en sus ojos, un extraño resplandor…
—El resplandor de la locura —gruñó sir Jeffrey.
—Sin duda —admitió Sarah—, pero ¿y si hay algo más? ¿Y si Laydon sabe realmente algo? Si lo que se oculta detrás de todo esto es aquella…
—¿Aquella? ¿A quién se refiere, querida?
—¿A quién va a ser? —Sarah rio con amargura—. A aquella fuerza secreta a la que ya me he enfrentado dos veces, primero en Alejandría y después en La Sombra de Thot. A aquella misteriosa organización a cuyas órdenes estaba Laydon…
—… y que probablemente solo existe en su mente. Después de todo, las investigaciones de Scotland Yard no arrojaron ni un solo indicio aprovechable. Los cómplices de Laydon murieron en la arena del desierto libio. La Liga Egipcia ha sido disuelta y ya no existe.
—No estoy hablando de la Liga Egipcia, sir Jeffrey. Laydon dijo que la verdadera organización para la que trabajaba era mucho más grande y extensa que la Liga, y que nunca podríamos ponerle coto. ¿Y si…?
—No concluya la frase, hija mía —la interrumpió bruscamente sir Jeffrey—, ni siquiera piense el final, puesto que la senda que tomaría con ello es sumamente peligrosa. ¿O es que quiere acabar como Laydon?
—No… —admitió Sarah.
—El camino hacia la locura se pavimenta con ideas de ese estilo —prosiguió convencido el consejero real—. Uno se imagina una conjura ominosa y cree ver indicios ocultos detrás de cualquier suceso, por insignificante que sea. Se empieza a observar el mundo con otros ojos y, antes de que uno se dé cuenta de lo que ocurre, está rodeado de enemigos. Y mientras uno está convencido de que hace lo correcto y de que lucha por una causa justa, su cordura se desliza hacia las criptas frías y sin luz de las que no hay vuelta atrás. ¿Comprende lo que intento decirle?
—Creo que sí, sir Jeffrey —replicó Sarah con voz queda—, y le agradezco la sinceridad. No pretendo perder la cordura, créame.
—Entonces convénzase de que una cosa no tiene nada que ver con la otra. Los planes de los rebeldes, fueran quienes fueran, quedaron desbaratados y Laydon está en la cárcel. Eso es lo que cuenta… Todo eso no tiene nada que ver ni con Kamal ni con usted.
—¿Lo cree realmente?
—Por supuesto, mi querida amiga —dijo sir Jeffrey, y levantó su copa, en la que aún quedaba un resto del vino rosado con que habían acompañado la cena—. ¿Brindamos por ello?
Sarah dudó mientras seguía dando vueltas a los argumentos de sir Jeffrey, y llegó a la conclusión de que su amigo probablemente tenía razón. Mortimer Laydon podía sembrar todo el veneno que quisiera: eso no cambiaría nada respecto a que sus planes habían fracasado y él estaba encerrado en la cárcel, de donde jamás saldría. Guiada por esa idea tranquilizadora, Sarah también cogió su copa de vino y la levantó; la luz de las velas que había sobre la mesa resplandeció a través del líquido rosado.
—Por Kamal —dijo sir Jeffrey solemnemente—. Por nuestra contribución al triunfo de una causa justa.
—Por Kamal —repitió Sarah, y ambos bebieron.
Sarah solo sorbió un poco de vino. Pero, puesto que apenas había comido nada en todo el día, el alcohol hizo efecto y la joven notó un ligero mareo, acompañado por una sensación de calidez y sosiego que le sentó bien.
—Gracias, sir Jeffrey —dijo entonces, disponiéndose a levantarse—. No solo por la cena, sino también por sus consejos y por su ayuda.
—¿Para qué están los amigos? —preguntó el consejero real, que también hizo ademán de levantarse—. ¿Se retira ya?
—Discúlpeme, no querría parecer maleducada, pero ha sido un día muy largo y mañana a primera hora me gustaría ir de nuevo a ver a Kamal.
—¿Está segura?
Sarah percibió una preocupación sincera en el semblante de su amigo y no pudo evitar una sonrisa.
—Puede que haya sido un día difícil y, en muchos sentidos, duro —reconoció—, pero eso no significa que no vaya a hacer todo lo posible por proteger a Kamal de la soga del verdugo. Le di mi palabra y pienso cumplirla.
—Comprendo. —Sir Jeffrey asintió, y entonces fue él quien esbozó una sonrisa—. Su padre estaría orgulloso de usted.
—Gracias, sir Jeffrey. Significa mucho para mí que lo diga usted.
—Es la verdad. La mayoría de los padres desean tener hijos varones que los sucedan y demuestren ser dignos de su herencia material. Pero Gardiner fue obsequiado con mucha mayor generosidad, puesto que usted no le va a la zaga en valor, intrepidez y lealtad, y además aúna inteligencia y belleza, una combinación no muy frecuente.
—Se lo agradezco —replicó Sarah, agachando un poco la cabeza con timidez. Esperó hasta que el criado le retiró la silla y se levantó de la mesa—. Buenas noches, sir Jeffrey.
—Buenas noches, Sarah, que descanse… sin que la importunen las sombras del pasado.
—Eso estaría bien —contestó la joven.
Luego dio media vuelta y salió del comedor. Oyó el suspiro que sir Jeffrey soltó al volver a sentarse a la mesa y cómo le pedía whisky escocés y tabaco al criado.
Lamentaba profundamente causarle problemas a Jeffrey Hull, que no solo era un buen amigo suyo, sino que también lo había sido de su padre, con quien estudió en Oxford. Habría preferido visitarlo por motivos más alegres o haberlo recibido en Kincaid Manor. Pero lo que había pasado, ya había pasado; el tiempo no iba marcha atrás y trabajaba en su contra…
Está de pie en la orilla.
Aunque lleva un camisón fino y el agua fría que murmura a sus pies le llega hasta los tobillos, no tiene frío. En el fondo sabe que no se encuentra realmente en ese sitio, pero, aun así, se deja fascinar por la majestuosidad del árido paisaje: montañas altas con cumbres peladas y cubiertas de nieve; bosques con árboles teñidos de otoño y rocas solitarias.
Sarah no sabría decir si amanece o anochece. El sol, que se alza sobre el horizonte como un resplandeciente disco amarillo, ha transformado el cielo en un mar de color anaranjado, entremezclado con azul y lila, a través del cual relucen las estrellas. Sin conocer la situación de los puntos cardinales es imposible determinar si aquel impresionante espectáculo en el firmamento marca el colofón del viejo día o el comienzo de uno nuevo, si supone un final o un nuevo principio.
Se levanta un viento que sopla en sus cabellos y le tira del camisón… Trae consigo voces. Sonidos quejumbrosos cargados de dolor y de pena…
Sarah mira a su alrededor, buscando el origen de las voces, y se da cuenta de que no está sola en la orilla del río. Una procesión, que tan pronto parece estar cerca como lejos, se mueve sobre el amplio lecho de guijarros de la corriente. Delante van cuatro guerreros, figuras gigantescas armadas con largas lanzas y que llevan cascos adornados con crines de caballo. Les siguen seis hombres que portan un féretro con un cadáver. A continuación, una comitiva de duelo que rinde el último homenaje al muerto.
Sarah observa con el corazón encogido cómo la comitiva llega a la orilla y los portadores dejan en el suelo el féretro. Uno de los guerreros se adelanta y pronuncia unas palabras en una lengua extraña que Sarah no comprende. Luego toca el cuerno, y el sonido hueco y escalofriante retumba en el valle. El viento parece amainar momentáneamente y sobre el agua se levanta una niebla blanca que se extiende hacia la orilla en forma de vapores densos.
Los enlutados se han reunido alrededor del cadáver y lo preparan para su último viaje. Desde donde está, Sarah no puede ver qué hacen exactamente, pero es obvio que proceden con suma gravedad y cuidado. Finalmente, acaban su trabajo y retroceden.
Un silencio total se impone.
Los sonidos quejumbrosos han enmudecido, incluso el viento ha cesado. La niebla, que ya ha alcanzado la orilla y es cada vez más densa, parece haberlo ahuyentado.
Tan súbitamente como han aparecido, los enlutados se retiran. Se dan la vuelta en silencio, se alejan de la orilla y pronto están a punto de desaparecer en la niebla. Han dejado atrás el féretro con el cadáver.
Sin poder explicarse el motivo, Sarah siente de repente curiosidad. Quiere ver quién es el muerto que, siguiendo una antigua costumbre, ha sido llevado a la orilla del río del más allá para emprender el viaje hacia el reino de los muertos. Se pone en movimiento con cautela y le da la impresión de que se desliza sobre los guijarros que bordean el río. Poco después llega hasta el féretro.
El muerto es un hombre de unos treinta y cinco años. Su semblante orgulloso sigue pareciendo agraciado y hermoso incluso en la muerte, y Sarah se pregunta inconscientemente quién debía de ser. Tiene la boca entreabierta. En la penumbra, Sarah ve brillar algo entre los dientes impecables: una moneda, sin duda, que le han puesto en la boca para pagar al barquero por el viaje al reino de los muertos.
Sarah se estremece y no sabe si es a causa del frío o de la presencia del muerto. Intenta convencerse desesperadamente de que la historia del Estigia, el río de los muertos, y del barquero Caronte tiene su origen en una antigua superstición, cuando oye de repente un chapoteo a sus espaldas.
Espantada, se da la vuelta y, a través de la niebla densa, distingue una barca que se acerca por el río. De pie, en la popa, se alza una figura altísima, gigantesca, que gobierna la embarcación con una vara larga. En la penumbra no se puede apreciar nada más de aquella silueta, pero Sarah sabe a quién tiene delante.
¡Caronte!
El barquero del reino de los muertos…
El horror se apodera de ella. Reprimiendo un grito en los labios, se da la vuelta dispuesta a emprender la huida, pero no lo consigue. Porque cuando su mirada se detiene por segunda vez en los rasgos del muerto, agraciados y hermosos aun estando inanimados, el terror la paraliza.
El muerto es… ¡Kamal!
—¡Kamal!
Su propio grito ronco le devolvió la conciencia a Sarah y le hizo comprender que lo que había visto solo era un espejismo, el engendro de un duende de las pesadillas que la había perseguido en sus sueños.
Con todo, no consiguió tranquilizarse.
Se sentó en la cama. Respiraba entrecortadamente, jadeando. El camisón se le pegaba, frío y húmedo, al cuerpo, pero no lo había empapado la niebla, sino su propio sudor. Aún la estremecía el terror, por mucho que su intelecto intentara tranquilizarla y le dejara bien claro que nada de lo que había visto era real.
No obstante, se preguntó por qué aquel sueño le había parecido tan real, tan definitivo. ¿Por qué había tenido la sensación de percibir la tristeza en su propio cuerpo y también el halo gélido de la muerte?
Sarah estaba acostumbrada a tener sueños.
La habían perseguido desde niña, y desde la muerte de su padre parecía como si las compuertas de su alma se hubieran abierto y todo lo que había estado oculto en lo más profundo de su ser saliera a la luz con una fuerza brutal. Sarah siempre había supuesto que esos sueños estaban relacionados con la época oscura, aquel período de su temprana infancia que no podía recordar, pero en esos sueños nunca había percibido más que siluetas borrosas o impresiones fugaces. Nunca antes un sueño había tenido semejante nitidez, y Sarah se preguntó a qué se debería. Además, le daba que pensar el hecho de que, últimamente, había tenido menos sueños relacionados con la época oscura, cosa que había atribuido a la proximidad y a la influencia tranquilizadora de Kamal.
¿Qué significado tenía entonces el hecho de que soñara con mayor intensidad que antes? ¿El hecho de que lo que veía en sueños pareciera tan real que incluso la perseguía al despertar?
¿Había sido aquello algo más que un sueño?
¿Había tenido… una visión?
Dos años antes, Sarah se habría reído de semejante idea y la habría tachado de absurda. Siempre se había considerado un ser racional, una persona cerebral comprometida con los principios de la ciencia. Sin embargo, los acontecimientos que había dejado atrás y su contacto con Maurice du Gard y Kamal Ben Nara habían sembrado dudas. Porque, por muy diferentes que fueran, los dos compartían la creencia de que el destino estaba predeterminado y de que existía un poder superior que guiaba sus pasos.
Con todo, los métodos de ambos se diferenciaban considerablemente: mientras que du Gard perseguía el dragón del opio y utilizaba las cartas del tarot para ver el futuro, Kamal creía con todo su corazón en la sabiduría y la omnipotencia de Alá.
¿Y Sarah?
¿En qué creía?
A diferencia de Kamal y de du Gard, ella no era capaz de reconocer un significado profundo en sus sueños. Su padre le había pedido perdón mientras agonizaba, pero no tuvo tiempo de explicarle el fondo de los misteriosos sucesos que lo habían llevado a Alejandría; igual que du Gard, que había dedicado sus últimas palabras a Sarah y a su amor hacia ella. Los dos sabían algo sobre su pasado y se lo habían llevado consigo a la tumba. Solo había quedado el caos.
Pistas que se perdían en la nada.
Insinuaciones que no tenían sentido.
Sucesos que Sarah no conseguía interpretar.
Sueños que la atemorizaban.
Seguía viendo a Kamal yaciendo en aquel féretro, cubierto por la niebla y con una moneda debajo de la lengua para pagar su pasaje por el Estigia.
Empujada por el desasosiego, saltó de la cama. El frío parqué crujió bajo sus pies. Se deslizó hacia la ventana y corrió un poco las cortinas. Sobre los tejados planos y las chimeneas puntiagudas de Mayfair ya había empezado a amanecer. Un resplandor rojizo, con pinceladas de violeta claro, que a Sarah le recordó de manera inquietante el sueño, ardía en el cielo por el este. Despuntaba el nuevo día y Sarah decidió que no podía esperar más.
Tenía que volver a Newgate.
Con Kamal…