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DIARIO PERSONAL DE SARAH KINCAID
Milton Fox tenía razón. Teniendo en cuenta lo obvio de la cuestión, la fiscalía ha apremiado en el caso de Kamal y se ha ocupado de que se fijara el día del juicio para el jueves de la semana que viene.
Me abruma la comparación con un animal acorralado; mi instinto me dice que se acerca una tormenta, pero no alcanzo a comprender los procedimientos ni puedo hacer nada por evitarlo. Me embarga un sentimiento de profunda impotencia que intento contrarrestar ofreciéndole mi ayuda a sir Jeffrey. Pero, puesto que no entiendo de cuestiones jurídicas, probablemente solo soy una carga para él. No deja de darle vueltas, día y noche, a su alegato inicial, del que seguramente dependerá todo. Si no consigue sembrar la duda en los corazones de los jueces al inicio del proceso, el destino de Kamal está sellado.
No existen perspectivas de que mi amado pueda salir indemne de este asunto; él mismo ha confesado y se trata únicamente de sacar a la luz los móviles del crimen, que serán decisivos para determinar la pena. La fiscalía afirmará que Kamal actuó por codicia y otros bajos instintos, en tanto que sir Jeffrey pondrá sobre la mesa los antecedentes del asesinato. Sin embargo, puesto que el proceso acabó entonces con la absolución de las futuras víctimas, las probabilidades de éxito también son remotas.
Cuanto más lo pienso, más me desespero. Añoro Kincaid Manor y los días felices y despreocupados que vivimos allí, sabiendo que han acabado irremisiblemente. La cuestión de a quién debemos este cambio desfavorable del destino no se me va de la cabeza, pero mis intentos por descubrir al autor del escrito anónimo que puso a Scotland Yard sobre la pista de Kamal han resultado infructuosos. Creo que la única esperanza radica en preguntárselo a Kamal, aunque tengo claro que mi amado no estará muy dispuesto a hablar conmigo, puesto que, para mi aflicción, sigue considerándome la causante de su desgracia…
PRISIÓN DE NEWGATE, LONDRES, 25 DE SEPTIEMBRE DE 1884
Sarah notó un nudo en el estómago cuando se abrió el portalón de hierro. No era habitual que un civil, aún menos una mujer, tuviera acceso a los lóbregos muros de Newgate. Milton Fox, seguramente por mala conciencia, había conseguido una autorización especial.
Las alas del portalón cedieron con un graznido ronco, y Sarah pudo entrar. Acompañada por uno de los guardianes, que llevaba un uniforme sucio y gastado, cruzó el patio interior, rodeado por altos muros desoladores, y se adentró en la prisión, un edificio adusto cuya fachada enlucida con cal parecía fundirse con la niebla matutina. El hedor que la recibió fue aturdidor, una mezcla de podredumbre, sudor y excrementos. Unos faroles de gas iluminaban el corredor sin ventanas; al parecer, nadie quería gastar dinero para alumbrar con electricidad la mísera existencia de los prisioneros.
—Todo recto. —La voz del guardia no revelaba ninguna emoción, tampoco su semblante tosco, como tallado en piedra, ni su mirada apática. Por lo visto, ya no notaba la escalofriante miseria de su entorno.
Al contrario que la visitante.
Sarah se estremeció ante la visión de los corredores estrechos y oscuros a los que daban las puertas de hierro, pintadas de gris y con un ventanuco, de las celdas. Los internos que Sarah pudo distinguir al pasar por delante estaban tan pálidos y demacrados que parecían más muertos que vivos. Pero si alguno se percataba de la extraña visita, en sus ojos brillaba el deseo y a veces enseñaba los dientes podridos esbozando una sonrisa lasciva. Si la cosa no pasaba de ahí, el guardia no reaccionaba, pero cuando uno de los prisioneros se atrevió a aporrear la puerta de su celda y a dirigirle la palabra a Sarah de manera indecente, el guardia sacó su porra de madera y golpeó en el cierre de la puerta con una violencia brutal.
—¡Cierra el pico, Creed! —gritó malhumorado—. ¿O quieres pasar dos días en el agujero?
—No, señor —fue la respuesta implorante—. A la ratonera, no, por favor. ¡No, por favor!
En el semblante del carcelero se dibujó una sonrisa maliciosa en la que se reflejaba el gusto por su omnipotencia, lo cual no gustó en absoluto a Sarah. Pero no se vio ni en posición ni con ánimos para sermonear al hombre por ello: la idea de que a Kamal también lo trataran con semejante rudeza hizo que se pusiera aún más tensa.
—¿Falta mucho? —preguntó.
A pesar de la humedad que imperaba en la cárcel, notaba el sudor en la frente. Un sudor frío, constató desconcertada…
El guardia gruñó algo ininteligible. Al llegar al cruce de dos corredores, se encontraron en un puesto de guardia donde desempeñaban sus funciones otros dos hombres de uniforme. Desde allí siguieron el pasillo más estrecho hasta el final.
—Allí —dijo el guardia señalando la puerta de la celda que estaba situada al final del corredor y que apenas se distinguía a la luz de los faroles de gas.
Sarah le dio las gracias con un movimiento de cabeza (no estaba en condiciones de hacer más) y luego se acercó indecisa a la celda. Apenas si se percató de que en los ventanucos de las puertas cercanas aparecían pares de ojos brillando con lascivia.
—¿Kamal…?
Espantada por el sonido ronco y sordo que había adoptado su voz, Sarah se mordió los labios. Siguió en silencio el resto del camino hasta que alcanzó la puerta de la celda y pudo echar un vistazo a través de la diminuta ventana.
Lo que vio la trastornó profundamente.
Un habitáculo que a lo sumo medía medio palmo cuadrado; un catre duro de madera para dormir, que estaba plegado en la pared; un agujero en el suelo donde el prisionero tenía que hacer sus necesidades y que estaba rodeado de vómitos y, finalmente, una figura de aspecto mísero y andrajosa, que llevaba la ropa de color crudo de los internos y estaba sentada en el suelo, con las piernas recogidas y la cara hundida entre las rodillas.
—¿Kamal?
Al oír la voz, irguió la cabeza y levantó la vista, con lo cual Sarah se horrorizó de nuevo. A Kamal le habían rapado la cabeza, una medida de precaución que se tomaba para proteger de piojos y otros bichos a todos los nuevos internos. También le habían afeitado la barba, cosa que, según sus convicciones religiosas, equivalía a una terrible humillación. Pero, para Sarah, lo más terrible fue ver la desesperación que había en su rostro, que había adoptado un tono ceniciento en aquel lugar siniestro donde nunca penetraba un rayo de sol.
Con todo, si esperaba ver en los ojos de Kamal un poco de alegría o, al menos, que la reconociera, se llevó una amarga decepción. La mirada de su amado no se diferenciaba en nada de la mirada apática del carcelero y parecía atravesarla sin verla.
—Kamal, soy yo, Sarah.
No recibió respuesta, la mirada de Kamal seguía perdida en el vacío.
—He venido a hablar contigo. Quiero ayudarte…
—Muy considerado por tu parte —fue la apagada respuesta—. Pero no necesito tu ayuda.
La frialdad y el tono ausente con que pronunció las palabras la espantaron, pero al menos Kamal había reaccionado a su presencia. Eso era un principio…
—¿Sigues creyendo que te delaté yo? —preguntó Sarah con dulzura.
—Lo sé —puntualizó él—, porque nadie más conocía el asunto.
—No exactamente —replicó Sarah—. Tú sabes que, desde aquella noche junto al fuego, ya hace casi un año, nunca más hemos hablado de aquellos hechos.
—¿Y?
—No mencionaste el apellido de tu madre —explicó Sarah—, ni entonces ni tampoco después. ¿Cómo podía dárselo, pues, a los agentes?
—Eso no demuestra nada. Podrías haber conseguido la información por otros derroteros.
—Tal vez, pero, si yo tenía esa posibilidad, ¿no podrían haberla utilizado también otros?
Kamal no contestó de inmediato y, por primera vez, Sarah tuvo la sensación de que la miraba.
—Lo que te conté aquella noche te lo confié con la condición de que guardaras el secreto, Sarah. Ante la ley del desierto.
—Y yo me he atenido a esa ley —aseguró Sarah con énfasis—. Nunca ante nadie he pronunciado una sola palabra de lo que me confiaste, ¡tienes que creerme, Kamal!
—Entonces, ¿cómo se ha enterado la policía?
—No lo sé. Milton Fox dice que llegó un escrito anónimo a Scotland Yard en el que se incluía toda la información.
—¿Y quién lo había escrito?
—No se sabe… y seguramente no lo descubrirán nunca. Porque, desgraciadamente —Sarah bajó la mirada con un sentimiento de culpabilidad, porque comprendía que aquello le sonaría extraño a Kamal—, la carta se perdió poco después.
—¿Se perdió? ¿La única prueba con la que tal vez habrías podido convencerme de tu inocencia ya no existe?
Sarah se limitó a asentir con la cabeza, ¿qué podría haberle contestado? Lo pasado, pasado estaba, y no estaba en sus manos cambiarlo.
Kamal soltó una carcajada amarga. Luego se levantó lentamente y se acercó a la puerta. Cojeaba, el frío húmedo parecía habérsele metido en los huesos.
—¿De verdad esperas que te crea? —preguntó meneando la cabeza en un gesto de resignación—. Yo creía que tú no eras como todos esos idiotas estrechos de miras. Que tu padre te habría enseñado a valorar a las personas por su corazón y no por su origen o por el color de su piel.
—Sabes muy bien —aseguró Sarah— que esas son mis convicciones.
—¿Lo son?
—Nadie en el mundo me conoce tan bien como tú, Kamal. Te he revelado mis miedos y mis deseos, te he dejado mirar en lo más hondo de mi corazón. ¿Qué has visto?
—¿Qué he visto? —Kamal meneó la cabeza—. Para serte sincero, no lo sé. Todo es tan confuso, ya no sé qué debo sentir…
—Entonces no recurras a los sentimientos, sino a la razón —replicó la joven—. Si hubiera tenido la intención de delatarte a la policía, ¿por qué habría esperado tanto tiempo?
—¿Quién sabe? Tal vez para gozar de unos meses de diversión.
—Si hubiera sido así —resopló Sarah, anonadada ante el hecho de que la considerara capaz de algo semejante—, ¿por qué estaría ahora aquí? ¿Por qué me molestaría en venir a este lugar horrible para saber cómo estás? ¿Por qué haría todo lo posible por encontrar al autor de la carta anónima que ha destruido súbitamente nuestra felicidad? ¿Por qué haría todo lo humanamente posible para impedir que permanezcas entre estos tétricos muros y acabes tus días en medio de una oscuridad eterna?
En contra de su propósito de mantener la compostura, Sarah había estallado en lágrimas, lo cual no solo la consternó a ella, sino también a Kamal, a quien la consternación le borró la indiferencia del semblante.
—Tú eres lo único que tengo, Kamal —añadió Sarah en un susurro—. Perdí a mi padre y también a Maurice, y la sola idea de perderte a ti me hace enloquecer. Permaneceré a tu lado, lo quieras o no, porque eres lo único que me queda…
Mientras pronunciaba esas palabras, le falló la voz. Sacudida por un llanto convulsivo, bajó la cabeza y por un instante abrigó la esperanza de que aquello solo fuera una terrible pesadilla, una de las muchas que la atormentaban y de la que despertaría sobresaltada en cualquier momento. Pero el frío, los gritos y el espantoso hedor le recordaron que aquello era la realidad. La implacable realidad de la que no se podía despertar…
—Sarah…
La joven se sobresaltó y levantó la vista. Había sido Kamal quien había pronunciado su nombre, y por primera vez creyó reconocer en su semblante un soplo de calidez humana en vez de ira y desconcierto.
Aunque la mano con la que Kamal se aferraba al borde inferior del ventanuco estaba sucia y grisácea, Sarah la cogió, la apretó contra sus mejillas y la humedeció con sus lágrimas.
—Por favor, amor mío —susurró—, tienes que creerme. Yo no te he delatado ni lo haría nunca, antes moriría. Mi corazón te pertenece para siempre.
—Igual que a ti el mío —contestó Kamal.
Sus miradas se encontraron a través del pequeño hueco abierto en el frío metal y mientras Sarah volvía a tener la sensación de hundirse en la profundidad abismal de los ojos de su amado, él la sometió a un último examen. Y por mucho que se esforzó en mirar en el interior de Sarah a través de sus ojos enrojecidos por las lágrimas, no pudo distinguir malicia alguna.
—Mi pueblo tiene una máxima —dijo en voz baja—. Solo los necios siguen la senda de la ceguera. Los sabios abren los ojos.
—¿Y qué ves? —preguntó Sarah en un susurro.
—La verdad —contestó sin más—. Perdóname por haber dudado de ti.
—Para perdonarte, tendría que haberte guardado rencor —contestó ella—, y no lo he hecho. Quizá yo habría pensado lo mismo de haber estado en tu lugar.
—No —dijo convencido—, no lo habrías hecho.
Sus labios se rozaron a través de la pequeña abertura, en un beso fugaz que los internos de las celdas vecinas, que curioseaban boquiabiertos junto a sus puertas, contestaron con risotadas vulgares.
—No deberías haber venido —le susurró Kamal a Sarah—. No es lugar para ti.
—Tampoco lo es para ti —replicó ella—. Tu sitio no está entre ladrones, asesinos y violadores.
—La justicia tiene otra opinión.
—Lo sé —asintió Sarah—. Por eso nuestra única esperanza es ablandar a los jueces. Sir Jeffrey se encarga del caso, ¿te acuerdas de él?
—Por supuesto. —Kamal no parecía muy contento—. Un viejo león desdentado y sin uñas en las garras.
—Puede que así fuera durante nuestra aventura en Egipto —admitió Sarah—, pero desde que se encarga del caso, al león le han salido dientes afilados. Sir Jeffrey goza de toda mi confianza, Kamal. Si alguien puede ayudarte, es él.
—Inshallah —replicó Kamal en voz baja—. Si tiene tu confianza, también cuenta con la mía. Pero me temo que lo tenemos todo en contra.
—Como siempre, ¿no? —Un amago de sonrisa se deslizó por su semblante, marcado por las lágrimas—. Por eso tenemos que trabajar juntos. Necesito tu colaboración, Kamal.
—¿Mi colaboración? —Con la mirada señaló las rejas que los separaban—. ¿A qué te refieres?
—Tienes que pensar en ello, Kamal. Intenta recordar.
—¿Pensar en qué?
—La carta que puso a Scotland Yard sobre tu pista… Alguien tuvo que escribirla y enviarla. Alguien que te conoce mejor de lo que tú sospechas y quiere perjudicarte.
—¿Quién podría ser? —Kamal se encogió de hombros—. Sabes que no conozco a casi nadie en Inglaterra. Aunque más bien…
—¿Sí? —preguntó Sarah, esperanzada.
—… pienso que se trata de ti, Sarah.
—No —dijo la joven con rapidez y determinación.
—Sabes que tu padre no solo te dejó Kincaid Manor, sino también enemigos poderosos. Puede que el fuego de Ra se destruyera, pero los herederos de Meheret…
—Ya no existen —murmuró Sarah, horrorizada—, tú mismo lo dijiste.
—Tenía la esperanza fundada de que habíamos desarticulado la banda y que las lúgubres insinuaciones de Mortimer Laydon no eran más que sandeces de un hombre que ha perdido la razón. Pero, en estos últimos días y horas, he tenido mucho tiempo para pensar, Sarah, y considero que probablemente…
—No —repitió con determinación, casi obcecadamente—. No nos ha alcanzado mi pasado, sino el tuyo, Kamal. Egipto no tiene nada que ver con esto.
—¿Cómo lo sabes?
—Lo sé porque…
Se interrumpió en busca de un argumento acertado. Evidentemente, Kamal tenía razón y, si ella era sincera consigo misma, debía reconocer que también había especulado con esa posibilidad, aunque solo muy por encima. Las consecuencias que eso arrojaría eran demasiado inquietantes…
En ese momento, el tiempo de visita tocó a su fin. El guardia que había guiado a Sarah y que, a pesar de su carácter tosco se había mantenido discretamente en un segundo plano durante la conversación, se acercó y carraspeó sonoramente.
—Tienes que irte —señaló Kamal.
—Aún no. —Su voz sonó casi suplicante—. Acabo de encontrarte…
—Tienes que irte si quieres volver —replicó él, y le acarició cariñosamente la frente—. Entretanto pensaré en lo que me has dicho e intentaré recordar.
—Hazlo, por favor —contestó Sarah, y una tímida sonrisa iluminó de nuevo su semblante—. Nunca te abandonaré —dijo a modo de despedida.
—¿Lo prometes? —preguntó él.
—Lo prometo —contestó la joven, y una vez más sus miradas se encontraron por un instante que pareció infinito, hasta que ella se dio la vuelta y salió de la sección de las celdas.
En aquel momento albergaba sensaciones encontradas. Por un lado, se sentía aliviada porque Kamal la creía y ya no la consideraba la causante de su desgracia; por otro, sentía el temor de lo que vendría, puesto que no había cambiado nada en cuanto a la falta de perspectivas para salir de aquella situación; y, por último, ahí estaba también el presentimiento vago de que los temores de Kamal en relación con el escrito anónimo tal vez eran acertados…
Sarah reprimió esos pensamientos, pero en su corazón permanecieron las tinieblas mientras seguía al carcelero por los pasillos de la prisión, acompañada por un griterío ronco y un hedor brutal. Hacía rato que había perdido la orientación, no sabría decir si el guardia la llevaba por el mismo camino por donde habían entrado o si utilizaba otro. Iba a preguntárselo cuando, de repente, un frío glacial la penetró como un cuchillo hasta las entrañas.
La corazonada de una desgracia inminente se cumplió al cabo de un instante, cuando Sarah oyó una voz ronca muy conocida.
—¿E… eres tú, pequeña?
Sarah se detuvo como si la hubiera alcanzado un rayo. Aunque ya había pasado casi un año desde que oyó por última vez aquella voz, la habría reconocido entre miles, hasta tal punto se había grabado en su recuerdo de manera profunda e imborrable.
—¿Has venido a hacerme una visita?
Sarah se acercó lentamente, como si estuviera en trance, a la celda de donde salía la voz enronquecida. El tono delataba que el propietario no era dueño de su juicio, por lo que Sarah aún temía más el encuentro.
Las risitas que la recibieron estaban tan cargadas de maldad que nadie habría creído que provenían de una garganta humana. Con todo, el semblante que la observaba fijamente desde la pequeña ventanilla cuadrada era de carne y hueso.
El rostro estaba demacradísimo y marcado por la locura. Tenía la cabeza rapada, y una mirada febril en los ojos; aun así, en aquellos rasgos Sarah reconoció con un escalofrío a su Némesis, al causante de sus pesadillas.
¡Mortimer Laydon!
—Qué alegría me da verte, pequeña…
El asesino de su padre volvió a soltar una risita, que para Sarah fue como una bofetada en la cara. Laydon había traicionado a Gardiner Kincaid y lo había asesinado cobardemente por la espalda mientras continuaba actuando ante Sarah como su padrino y amigo paternal. No fue hasta la búsqueda del Libro de Thot cuando mostró su verdadero rostro, después de que su falsedad hubiera estado a punto de costarles la vida a Sarah y a Kamal. Durante unos instantes memorables, Sarah había sostenido una pistola en sus manos y había tenido la posibilidad de acabar con la criminal existencia de Laydon. Pero había decidido no hacerlo, de lo cual casi se arrepentía en aquel momento.
Puesto que suponía a su padrino internado en la institución de Bedlam, no había contado con verlo allí. Por eso la conmocionó tanto el encuentro, como podía deducirse fácilmente a partir de la palidez cérea de su semblante.
—No pareces muy contenta de verme —señaló Laydon, y torció a un lado la cabeza rasurada mientras la observaba a través del ventanuco—. ¿No has venido a verme a mí? ¿Tienes más conocidos entre estos adustos muros? ¿Tal vez un amante secreto…?
De nuevo soltó una risita maliciosa, y Sarah notó que la rabia le corría por las venas. Se acercó a la puerta de la celda hecha una furia, el odio le brillaba en los ojos.
—¿Qué sabes tú? —masculló—. ¡Vamos, dímelo!
Las risas de Laydon sonaron aún más malévolas.
—Vaya, ¿de repente hablas conmigo?
—Si sabes algo de Kamal, ¡dilo! ¡Ahora mismo! ¿Oyes?
—Sarah. Mi buena Sarah. —Laydon meneó compasivo la cabeza—. De tu reacción deduzco que ha vuelto a ocurrirte algo que ha sacudido tu mundo hasta los cimientos. Y como en todas las ocasiones anteriores, como con el viejo Kincaid y con tu maleado amigo francés, echas la culpa a los demás. Ni en sueños se te ocurriría pensar que tú eres el motivo de…
—No te atrevas siquiera a mencionar a mi padre ni a Maurice —replicó temblando, mientras se esforzaba por contener su ira—. Los dos seguirían con vida si no hubiera sido por ti.
—¿Eso crees realmente?
—Lo sé. Del mismo modo que sé que tus palabras no son de fiar. Una vez ya envenenaste mi mente y mi corazón, como le hiciste a mi padre. Pero, a diferencia de él, yo abrí los ojos a tiempo y descubrí tu verdadero ser.
—Pero únicamente porque yo te lo revelé. De lo contrario, aún continuarías buscando desesperadamente la verdad. Estás ciega, Sarah Kincaid, y no solo en lo tocante a tu pasado…
—Eso a ti no te importa —resopló, enfadada porque él conocía su secreto más íntimo.
—Sé muchas cosas de ti, Sarah. Más de las que crees… Y más de las que te gustaría.
De nuevo soltó aquella risita odiosa, marcada por la locura, que a Sarah le llegó hasta el alma.
—¿Qué sabes? —volvió a preguntar, esta vez con mayor acritud—. Habla o…
—¿Vas a amenazarme? ¿Después de habérmelo quitado todo?
—Tú tienes la culpa de lo que te ha ocurrido. Con tu ansia de riquezas y de poder, te has mezclado con gente de la que deberías haberte mantenido alejado.
—Igual que tú y tu padre —replicó Laydon tranquilamente—. A pesar de todo lo sucedido, sigues sin comprender lo antigua y poderosa que es aquella organización y hasta dónde llegan sus tentáculos… Incluso aquí, entre estos muros sombríos.
—¿Qué quieres decir? —preguntó Sarah con cautela, remarcando cada sílaba.
Mortimer Laydon la había manipulado y engañado repetidamente. Y aunque se había apoderado de él la locura, continuaba siendo peligroso…
—Tanto en Alejandría como en la búsqueda del Libro de Thot, te cruzaste en su camino —respondió él burlonamente—, pero aún no te has dado cuenta de a quién te enfrentas realmente. Tal vez Gardiner se equivocó contigo y no eres ni con mucho tan brillante como siempre supuso…
Sarah se estremeció.
Oír pronunciar a Laydon el nombre de su padre desataba aún más su ira. Intentó en vano serenarse y convencerse de que aquello solo eran tonterías de un enfermo mental. Las palabras del asesino la agitaron y el veneno que aquel hombre esparcía como antaño surtió efecto. Un miedo irracional se apoderó súbitamente de Sarah, quien se dijo que lo mejor sería abandonar aquel lugar lo más deprisa posible.
Sin pronunciar una sola palabra a modo de saludo, se separó de la puerta de la celda, dio media vuelta y prosiguió el camino hacia el exterior en compañía del guardia, seguida por los estúpidos gritos de Laydon.
—¡Esto no ha acabado todavía! Volveremos a vernos, Sarah Kincaid —gritó a sus espaldas, y enseguida se explayó en una carcajada histérica que rebotó en el bajo techo abovedado y sonó como el chillido de un mono.
Algunos de los presidiarios, sobre todo aquellos que ya llevaban suficiente tiempo en aquel infierno húmedo y oscuro para haber perdido en gran parte la razón, se sumaron al griterío, y Sarah y su acompañante fueron embestidos por una oleada de carcajadas estridentes y arrastrados de vuelta al adusto patio interior.
Absorta en pensamientos sombríos, Sarah cruzó el patio y el portalón, y regresó al carruaje que sir Jeffrey había puesto a su disposición mientras durara su estancia en Londres. El cochero, un hombre corpulento al servicio de sir Jeffrey y que llevaba una levita demasiado estrecha, la ayudó a subir. Agotada, Sarah se dejó caer en el banco forrado de terciopelo oscuro y miró fuera ensimismada.
El carruaje arrancó bruscamente y tanto los muros intimidantes de Newgate como los edificios colindantes desaparecieron tras la densa niebla, que tenía a Londres en sus garras y que no parecía dispuesta a disiparse nunca más.