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KINCAID MANOR, YORKSHIRE, NOCHE DEL 17 DE SEPTIEMBRE DE 1884
—¡Abran de inmediato! ¡Abran la puerta!
Los gritos roncos y el martilleo sordo de los puños que golpeaban la puerta de Kincaid Manor despertaron a Sarah, y esa vez estaba segura de que los ruidos no provenían de un sueño que la había perseguido aun estando despierta.
Se incorporó alarmada.
Un nuevo puñetazo contra la puerta.
—Abran la puerta de inmediato o emplearemos la fuerza —anunció alguien enérgicamente.
Sarah notó que la ira fluía por sus venas. ¿Quién demonios tenía el descaro de aporrear a esas horas de la noche la puerta de su finca y de solicitar la entrada de un modo tan irrespetuoso? Saltó enfurecida de la cama y se cubrió con un camisón que estaba colgado en un gancho de la pared. Kamal también se había despertado, su mirada revelaba desconcierto.
—¿Qué diantre…? —preguntó, pero ella, encaminándose ya hacia la puerta, le hizo un gesto con la mano para que no se preocupara.
Kamal se apresuró a seguirla. Se puso la camisa y los pantalones, lo mínimo imprescindible. Sin perder tiempo, se echó atrás los cabellos revueltos. Sarah ya estaba bajando. Con una vela en la mano, que había encendido a toda prisa, se deslizó rápidamente por la ancha escalera de piedra hacia el vestíbulo, donde ya la esperaban.
—Madam, no sé qué significa todo esto —murmuró aturdido Trevor, el anciano criado, con los cabellos blancos despeinados en todas las direcciones.
La camisa de dormir le llegaba hasta los tobillos y, a la luz trémula del candelabro que llevaba, le hacía parecer un fantasma. Entonces, desde la zona de la cocina, donde se hallaban las habitaciones del servicio, también se abrió paso un griterío nervioso.
—En nombre de su Majestad, ¡abran la puerta! —tronó de nuevo la enérgica voz—. ¡O la abriremos por la fuerza!
—¿Quién es? —preguntó Sarah en voz alta y clara, para espanto de Trevor, que habría preferido esconderse en cualquier sitio.
—El inspector Lester de Scotland Yard —fue la respuesta—. Si no nos abren de inmediato, nos veremos obligados a usar la fuerza.
Trevor le lanzó una mirada interrogativa a Sarah, que asintió con un movimiento de cabeza. Evidentemente, no tenía sentido prohibir la entrada a los representantes de la ley de su Majestad. La cuestión era más bien qué buscaban a las cuatro de la madrugada a las puertas de Kincaid Manor, tan lejos de Londres…
Titubeando y con una expresión de desánimo en el semblante, el criado se acercó a la puerta y la desatrancó. Una de las pesadas hojas cedió chirriando, y aparecieron los rasgos enrojecidos por la ira de un hombre que Sarah calculó que tendría unos cuarenta años. El cabello rojo que sobresalía por debajo del esbelto sombrero de copa estaba alisado con gomina. Las miradas de aquella visita no deseada se clavaban en todas direcciones como dagas, y sobre sus labios delgados, que temblaban de furia, destacaba un bigotito perfectamente recortado, que probablemente pretendía ser atributo de un caballero. Sin embargo, sus modales eran los de un patán…
—¿Inspector Lester? —preguntó Sarah con acritud, y se le acercó con determinación.
—Efectivamente. Y usted es…
—Lady Kincaid, la dueña de esta finca —contestó ásperamente—. ¡Seguro que podrá explicarme qué significa su extraña aparición a estas horas, inspector! Les ha dado un susto de muerte a mis criados.
—No era esa nuestra intención —explicó Lester sin mostrar ningún pesar—. Pero nos hemos enterado de ciertas circunstancias y teníamos que actuar de inmediato.
—¿En serio? —Sarah entornó los ojos, escrutadora—. Y, si es tan amable, dígame, ¿de qué circunstancias estamos hablando?
—Tenemos motivos para suponer que bajo su techo se alberga un asesino muy buscado —declaró sin rodeos el inspector, detrás del cual se apiñaban varios agentes uniformados y armados que portaban antorchas.
—Eso es ridículo —contestó Sarah, aunque en aquel momento tuvo la sensación de que el mundo seguro que se había esforzado en construir durante los últimos meses se hacía añicos como un cristal viejo y gastado.
Oyó el leve gemido que había soltado Kamal y vio por el rabillo del ojo que retrocedía lentamente.
—¡Usted! —masculló Lester, que se había percatado de su presencia justo en ese momento—. ¿Es usted Kamal Jenkins?
—¿Por qué? —fue la respuesta insegura.
—Lo interpretaré como una afirmación —replicó el inspector, impasible—. Kamal Jenkins, queda detenido como sospechoso de asesinato.
—¿Sospechoso de asesinato? —preguntó Sarah, aterrada—. ¿De qué se le acusa exactamente?
—Se le acusa de haber apuñalado al granadero real Samuel Tennant en la noche del 7 al 8 de abril de 1869. También de haber herido gravemente y con premeditación al granadero real Leonard Albright y de haberlo despojado de su virilidad.
Sarah contuvo el aliento.
Hasta entonces, esos dos soldados solo habían sido vagos espectros para ella; representaban algo que había ocurrido mucho tiempo atrás y que Kamal le había confesado una noche junto al fuego en el desierto, cuando ambos se contaron mutuamente sus secretos más profundos y ocultos. Acababa de oír por primera vez los nombres de aquellos dos sujetos y sintió una gran conmoción al comprender que el pasado estaba ahí para llevarse a su amado…
Asustada, se dio la vuelta hacia Kamal. En el espanto que se reflejaba en el rostro del hombre pudo reconocer que él tampoco había contado con que le pedirían cuentas por un acto cometido tanto tiempo atrás. Sin embargo, al temor que se reflejaba en sus ojos se añadía algo con lo que Sarah no había contado.
Acusación.
Un abierto reproche que no se dirigía a nadie más que a Sarah…
—¿Cómo has podido? —musitó Kamal en voz baja para que ni los policías ni los criados pudieran entenderlo.
—¿Qué quieres decir? —preguntó Sarah, espantada.
—No lo sabía nadie, excepto tú. ¡Me has delatado!
Sarah puso ojos como platos, casi le falló la voz.
—¡E… eso no es verdad! —balbuceó—. No le he contado nada a nadie…
—Y yo no se lo he contado a nadie más —replicó Kamal, simple y contundentemente, mientras cuatro agentes entraban en el vestíbulo.
Apartaron sin reparos a Trevor, que les cerraba el paso con sus protestas. Pronto atraparon a Kamal, que opuso resistencia.
—¡Suéltenlo! —exclamó Sarah, acalorada, y se dispuso a acudir presta en ayuda de su amado, sin considerar que con ello se enfrentaba a la ley.
Sin embargo, el cañón del revólver que de repente la apuntó se lo desaconsejó.
—No se mueva —advirtió fríamente el inspector Lester—. No quiero que corra la sangre, pero haré lo que sea necesario para que este peligroso criminal reciba el castigo que merece.
—No es un criminal —se rebeló Sarah—. Se llama Kamal Ben Nara y en su país es el jefe de una gran tribu orgullosa.
—Es posible —comentó Lester fríamente, tocándose el bigote con vanidad mientras guardaba el arma por debajo de la levita—. Pero aquí, en Inglaterra, es un criminal buscado y se le tratará como tal. Caballeros, pónganle las esposas y llévenlo al coche.
A través de la puerta abierta, Sarah pudo ver el coche que estaba parado en el patio, un furgón de transporte de prisioneros iluminado por dos faroles de gas, con ventanas enrejadas y vigilado por dos agentes. Realmente habían salido preparados para cazar a un criminal peligroso…
Las miradas que Kamal le lanzaba mientras le ponían grilletes tintineantes en pies y manos la estremecieron como latigazos, por la gran decepción que contenían. Casi daba la impresión de que todo el amor, el afecto y toda la ternura que albergaba por ella y que le había hecho sentir tan íntimamente hacía unas pocas horas se hubieran extinguido de golpe.
—Kamal —dijo, y extendió la mano hacia él, pero Kamal se apartó de ella y los agentes se lo llevaron fuera.
El inspector Lester se quedó aún un momento para dedicarle una mirada que contenía algo más que satisfacción por haber detenido a quien, a sus ojos, era un criminal peligroso. También había en ella cierto regodeo y un rastro de desprecio.
En vez de descubrirse como habría requerido la ocasión, se limitó a tocar ligeramente el ala del sombrero, se dio media vuelta y siguió a sus hombres fuera. Sarah se quedó con su viejo criado, que le dirigía miradas de desconcierto y de culpabilidad.
—Lo siento, madam —gimió impotente—. No sabía qué tenía que hacer.
—No te preocupes, Trevor. Tú no puedes hacer nada —lo tranquilizó Sarah con voz apagada, mientras observaba consternada cómo se llevaban a su amado. Todo había sucedido muy deprisa, y si su espanto había sido tan grande no era por la detención de Kamal, sino también porque él la culpaba a todas luces de ello…
¿Tenía que permitir que se fuera así?
¡No!
Tomando súbitamente una decisión, se precipitó hacia el exterior, donde los agentes ya se disponían a meter a Kamal en el carro de prisioneros. La puerta trasera del vehículo de gran altura estaba abierta y lo empujaron dentro sin miramientos.
—¡Alto! ¡Alto! —se acaloró Sarah—. ¡No tienen derecho a hacer esto!
—Al contrario, querida, tenemos todo el derecho —informó Lester en un tono marcadamente oficial, y le enseñó una hoja de papel—. Esta orden de detención, extendida personalmente por el ministro de Justicia, me autoriza a tomar las medidas necesarias para prender al presunto asesino y arrestarlo.
—¡Pero no es un asesino! —se acaloró Sarah mientras le subían lágrimas de desesperación a los ojos. No podía creer que le arrebataran tan súbitamente la felicidad que había sentido durante una breve temporada—. ¡Mataron a su esposa y al hijo que esperaba!
—En tal caso, debería haber acudido a la policía.
—Ya lo hizo, pero no le creyeron.
—Eso no le da derecho a tomarse la justicia por su mano. En su país, en su tribu o como usted quiera llamarlo, puede que eso esté bien, pero aquí, en Inglaterra, impera la ley, y es mi misión aplicarla. A eso se le llama civilización.
—Si usted supiera —replicó Sarah, esforzándose por contener su ira— cuánto desprecio a la gente de su ralea. Si la educación que usted ha recibido llegara a ser siquiera la mitad de su arrogancia, sabría que no tenemos la patente de la civilización. En la patria de Kamal ya cultivaban la ciencia y la cultura cuando nuestros antepasados aún se escondían en cuevas.
—Esa es su opinión —objetó Lester con frialdad—. Puesto que soy un caballero, me está vedado darle una respuesta pertinente. Sin embargo, considere que no soy yo el culpable de su dolor, sino usted misma.
—¿Cómo? ¿Qué insinúa?
—¡Por favor! —musitó el inspector, y su semblante se enrojeció—. Usted es una lady de buena familia y no tiene nada mejor que hacer que echarse en brazos del primer salvaje que se presenta, como si fuera usted una…
Lester no prosiguió. La sonora bofetada que estalló en su mejilla izquierda lo hizo enmudecer en seco.
—Eso ha sido un acto de violencia —constató el oficial—. Contra un funcionario de la Justicia. Tendrá consecuencias.
—No creo —replicó Sarah, apretando los puños y respirando agitadamente—. Tengo amigos muy influyentes. También en Scotland Yard.
—Aun así, usted no está por encima de la ley —señaló el inspector, frotándose la mejilla dolorida—. Considérese afortunada de que hoy me sienta generoso, de lo contrario, ordenaría que también la arrestasen.
—En tal caso, supongo que debería estarle agradecida por su generosidad —le espetó Sarah temblando de ira y con la voz impregnada de sarcasmo.
—Por mí, puede usted hacer lo que quiera —replicó Lester mientras se daba la vuelta y se acercaba a su caballo, que uno de los agentes sujetaba por las riendas. El coche de prisioneros ya estaba listo para emprender la marcha—. No cambiará nada, su amigo de color tiene que responder ante la justicia.
—Me ocuparé de que tenga el mejor abogado defensor que pueda encontrarse —contestó Sarah, desvalida—. Contrataré a sir Jeffrey Hull, que detenta el cargo de Q. C.[1] y antiguo abogado del Temple Bar…
—Adelante —la animó Lester, impasible mientras subía a su caballo pío—. Eso no cambia en nada las cosas.
Tomó las riendas, hizo girar al caballo sobre sus cuartos traseros y le dirigió una señal al cochero. El látigo restalló y el carromato se puso en movimiento.
A Sarah no le quedó más remedio que mirarlo con impotencia.
Espantada, vio como los agentes montaban en sus caballos y el carro traqueteaba hacia el portalón de entrada. A través de la ventana enrejada que había en la puerta trasera del carruaje, Sarah pudo ver el rostro de Kamal. Se le había borrado todo color y sentimiento. Los rasgos de Kamal se habían convertido en una máscara pálida de piedra; solo sus miradas revelaban ira.
—¡Yo no te he delatado! —gritó Sarah mientras echaba a correr detrás del vehículo, descalza como una criatura corriendo detrás de un carromato del circo—. ¡Por favor, créeme, Kamal! ¡Yo no te he delatado! ¡Yo te quiero! Nunca haría nada que te…
Se interrumpió al resbalar en el lodo que los cascos de los caballos y las ruedas del carromato habían dejado. Cayó de bruces sobre el barro, que le manchó la cara y la ropa. La humedad pronto le caló la camisa de dormir y sintió un frío tremendo. Le temblaba todo el cuerpo y se incorporó ligeramente, solo para ver que el carro con su amado desaparecía en la noche y en la niebla.
Durante unos momentos aún pudieron verse los faroles del carruaje y las antorchas de los jinetes; luego, también desaparecieron.
—Yo no he sido —murmuró Sarah con voz entrecortada—. Yo no te he delatado…
Y finalmente se abrieron paso las lágrimas de la desesperación.
Le corrían en regueros zigzagueantes por la cara, mientras seguía de cuclillas en el barro frío y clavaba las manos en la tierra húmeda hasta que le dolieron de frío… y Sarah Kincaid notó de golpe que el temor también regresaba a ella.