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DIARIO PERSONAL DE SARAH KINCAID
Los días pasan volando.
Es como si hubiera nacido de nuevo, como si me hubiera convertido en otra persona gracias a Kamal. Ya no me intereso tan solo por la arqueología y por investigar el pasado, y mis pensamientos ya no se oscurecen por las sombras de lo que ocurrió.
Mi padre y los dramáticos sucesos ocurridos en Egipto siguen estando presentes. Pero, con cada día que pasa y estando en compañía de Kamal, creo notar que van perdiendo su poder sobre mí. Ya solo son vívidos de noche, como si la oscuridad los animara a deslizarse desde el rincón tenebroso del alma al que los ha expulsado la luz del sol y el amor entregado de Kamal.
Han pasado nueve meses desde nuestro regreso. La infame traición de Mortimer Laydon, la muerte de mi leal amigo Maurice du Gard y aquel poder desconocido que atentó contra mi vida y la de los míos han quedado relegados a un segundo plano en favor de un presente que no puedo imaginar más pleno y hermoso. Mi inquietud y mis ansias de búsqueda han quedado atajadas en los brazos de un hombre que me fascina y me hechiza como ningún otro antes. Y no son los rasgos físicos de Kamal lo que lo diferencia de los demás hombres que he conocido a lo largo de la vida, sino su inteligencia, su sabiduría y su paciencia. No solo sus palabras, sino también aquella mirada, aquellos pequeños gestos, parecen transmitir simpatía y comprensión por lo que fui, lo que soy y lo que siempre seré. Es como si no nos conociéramos desde tan solo hace unos meses, sino desde mucho tiempo atrás.
Años. Eras. Eones.
Soy incapaz de decir qué nos une, pero siento que esa ligazón es fuerte y que con cada día que pase aún lo será más.
YORKSHIRE, INGLATERRA, 16 DE SEPTIEMBRE DE 1884
—A ver quién llega primero al viejo roble, ¿de acuerdo?
—¡Sarah, espera! —gritó Kamal, pero Sarah ya había espoleado a su caballo.
El semental azabache salió disparado, golpeando con los cascos el suelo blando y húmedo, cubierto de manchones de hierba amarillenta y verde claro. En las tierras bajas situadas entre las colinas, que alzaban sus jorobas peladas y rocosas en las vastas marismas, se acumulaba la niebla, un velo blanco del cual sobresalían chopos nudosos y robles que ya se habían despojado de sus hojas y se estiraban hacia el cielo gris como pobres esqueletos.
De niña, a Sarah le encantaba galopar por ese genuino paisaje, muy a pesar de su padre, que siempre había visto ese pasatiempo con gran preocupación debido a su salud. Pero entonces, igual que ahora, ella había ignorado el peligro y se había entregado al ímpetu que albergaba en su interior. Guio al caballo negro con temeridad hacia uno de los muretes de piedra que recorrían el terreno ondulado y separaban una finca de otra, y el animal lo franqueó con un gran salto.
Sarah no pudo evitarlo y profirió un grito de entusiasmo cuando el caballo aterrizó ágilmente y prosiguió su feroz galope. Una mirada por encima del hombro le demostró que Kamal estaba muy atrás; una vez más, ella ganaría la carrera.
Riendo, espoleó al animal ladera abajo, hacia el árbol que habían pactado como meta. Disfrutó notando el viento en la cara y dejando que le desgreñara el cabello, y se sintió independiente y libre. Todas las obligaciones, todas las limitaciones, todos los recuerdos parecían muy lejanos en esos momentos, y a Sarah le dio la impresión de que nunca habían existido, como si siguiera siendo la niña que se sentía en casa en el paisaje áspero y silvestre de Yorkshire, la niña que valoraba muchísimo más unos pantalones de montar zurcidos que un vestido con volantes y que ardía en deseos de acompañar a su padre en su próxima aventura al pasado.
Naturalmente, la realidad era distinta, puesto que todo aquello quedaba muy lejos, y en el instante en que Sarah alcanzó el viejo roble y refrenó a su caballo negro, llegó el desencanto. El rocín se detuvo resollando, exhalando un vaho cálido por los ollares, y Sarah le hizo darse la vuelta para ver dónde estaba Kamal.
No consiguió divisarlo. La niebla que al principio envolvía con vapores timoratos el viejo árbol se había espesado bruscamente, y una pared blanca parecía rodear por todas partes a Sarah y a su cabalgadura.
De repente se hizo el silencio. Como si la niebla no solo le hubiera tapado la vista, sino también el oído. No se oía nada, salvo la respiración ronca del semental. El trote del caballo de Kamal había enmudecido, igual que el suave silbido del viento.
—¿Kamal…?
Sarah se espantó al oír el tono de su voz, que sonó extrañamente ajena y lúgubre en medio de la niebla. Se había criado en Yorkshire y estaba familiarizada con el fenómeno de la niebla repentina que emergía de los pantanos cuando las temperaturas descendían. Aun así, se sentía mal. Nunca le había gustado la niebla. La idea de no poder ver algo que quizá se encontraba a tan solo unos metros le provocaba una inquietud a la que le costaba sobreponerse.
Evidentemente, se obligó a entrar en razón y se dijo que no había ningún motivo para intranquilizarse, que todo iba bien y que su temor infantil carecía de fundamento, pero no consiguió evitar un ligero escalofrío que le recorrió la espalda y la dejó helada.
—¡Kamal! ¿Dónde estás? —gritó en el manto de niebla que la envolvía y que cada vez parecía más denso e impenetrable.
Sarah recordó que ya se había perdido una vez en los pantanos, hacía mucho tiempo…
El día en que cumplió doce años, su padre le regaló un caballo, un pío de buen carácter con el que salió de inmediato a cabalgar. Pasó toda la tarde trotando sin rumbo por las colinas, sin pensar en el pobre animal, que empezó a renquear al atardecer. Se levantó la niebla y Sarah se perdió en medio de un laberinto de velos blancos del que no había escapatoria.
Cayó la noche y con ella llegaron los ruidos inquietantes que los pantanos suelen producir en la oscuridad. El caballo pío desapareció también de repente y Sarah se quedó completamente sola. Acurrucada al pie de una roca y muerta de frío, resistió confiando en que alguien la buscaría y la encontraría. A alguna hora, mucho después de medianoche, ocurrió. Un farol llameó en las tinieblas borrosas y apareció su padre, cual ángel salvador. Sin pronunciar una palabra de reproche o reprimenda, cogió entre sus fuertes brazos a la niña llorosa y la llevó de vuelta a la cálida seguridad de Kincaid Manor, que tanto añoraba Sarah en ese momento.
—¿Kamal…?
Su voz sonó insegura. Durante unos momentos sopesó la posibilidad de retroceder y buscar a Kamal, pero con ello habría abandonado el único punto de referencia que le quedaba. Sarah se volvió en la silla y alzó la vista hacia el viejo árbol, cuyas ramas nudosas y de formas estrafalarias habían adquirido de repente el aspecto de las extremidades pálidas de un esqueleto.
Sarah meneó la cabeza y se echó a reír con amargura. ¡Qué tonta era! No había motivos para atemorizarse. Lo que pudiera sentir no eran sino reflejos del pasado, el temor de una niña de doce años que se había perdido y quería volver con su padre.
Se obligó enérgicamente a abandonar los miedos infantiles diciéndose que el árbol no había adquirido un aspecto distinto y que la niebla no era más que humedad condensada. Estuvo a punto de conseguirlo, pero de repente percibió unos ruidos, unos pasos más allá del banco de niebla.
—Hola… —dijo tímidamente—. ¿Eres tú, Kamal?
Después de su llamada, los ruidos cesaron un momento. Pero luego regresaron: pasos que hacían crujir la hierba.
—¿Kamal…?
Sarah lanzó miradas angustiadas a su alrededor. Era imposible determinar de dónde procedían los crujidos. Tan pronto venían de un lado como de otro, y Sarah tuvo la sensación de que alguien daba vueltas acechándola. Y aunque se esforzó por combatir el miedo irracional, este regresó a su corazón por senderos tortuosos.
A lomos del caballo se sentía desprotegida e indefensa, y por eso bajó de la silla, que no era de amazona, como seguramente habría sido lo adecuado, sino una silla de montar normal que ofrecía mayor seguridad en aquel terreno accidentado y hacía posible galopar más velozmente. El semental bufó y piafó inquieto con las pezuñas. Sarah le dio unas palmaditas en el cuello mientras miraba en la blancura impenetrable y lechosa que la envolvía. De repente creyó distinguir algo.
Una figura en parte humana y en parte, no. Tenía el tamaño de un gigante y una cabellera larga que le llegaba hasta los hombros: su postura y la manera de moverse contenían algo tenebroso.
Sarah notó que se le aceleraba el pulso, que se le encogía el corazón. La visión de aquella extraña figura removió algo en su interior, miedos y recuerdos que había enterrado en el fondo de su alma. Un halo de franca amenaza surgía de la silueta extraña, y el caballo también parecía notarlo. El animal bufaba intranquilo, y la figura borrosa se dio la vuelta.
—Chist —dijo Sarah para tranquilizar al semental, y se agachó hasta el suelo para coger una piedra que le cupiera en la mano. La agarró, resuelta, y la lanzó. El ruido seco que causó al chocar llamó la atención del gigante, que aguzó el oído.
Sarah contuvo la respiración.
Durante un angustioso instante, la sombra tenebrosa se quedó inmóvil. Luego se volvió y se alejó lentamente hacia el lugar de donde había llegado el ruido.
En vez de darse un respiro, Sarah volvió a agacharse y cogió otra piedra, esta vez mucho mayor y angulosa. Habría preferido un revólver cargado de la armería de su padre, pero la tranquilizó tener algo con lo que poder defender el pellejo. No sabía quién era aquel extraño ni qué hacía allí, pero notaba el peligro. Cerró las manos sudorosas envolviendo la piedra, preparada para golpear al gigante si la descubría y la atacaba, y al cabo de un instante pareció llegar el momento.
La sombra se dirigía hacia ella como si pudiera atravesar la niebla con la mirada.
Sarah ahogó un grito. Pensó que el gigante aparecería de inmediato y se abalanzaría sobre ella con sus enormes garras callosas, pero no ocurrió nada de eso. La figura fantasmagórica desapareció un instante después en la niebla. En vez de percibir sus pasos pesados, de repente oyó los pasos amortiguados de un caballo, y el contorno de un jinete se dibujó en los vapores blancuzcos.
—¿Sarah? ¿Eres tú…?
—¡Kamal!
El alivio por oír la voz de su amado fue inconmensurable. Dejó caer la piedra con un suspiro y se dispuso a correr hacia él. Pero aún le fallaban las rodillas, y se habría desplomado de no ser porque él la sujetó. Contenta de que la hubiera encontrado, se lanzó en sus brazos y sollozó suavemente, casi como la niña que una vez se perdió en la niebla y fue rescatada por su padre…
A Kamal Ben Nara también le sorprendió esa reacción. Había visto a Sarah en muchas situaciones difíciles y había superado con ella unos cuantos peligros mortales. Y ella siempre había conservado la cabeza fría y nunca había parecido tan medrosa y vulnerable como en aquel instante…
—Sarah —dijo—, ¡lo siento mucho! Quería darte un poco de ventaja en la carrera, pero luego se ha levantado la niebla y te he perdido de vista. Si hubiera sabido que te atemorizaba tanto…
—¿Lo…, lo has visto? —preguntó susurrando.
—¿A quién?
—Al gigante.
—¿Qué gigante?
—Había alguien en la niebla. Un hombre muy alto, una sombra. Me buscaba…
—¿Estás segura?
Sarah asintió, todavía estremecida por el espanto.
—No, Sarah, no he visto a nadie. Aquí solo estamos tú y yo…
—Y ese extraño —insistió ella, y se deshizo del abrazo de Kamal para observar atentamente, pero no había ni rastro de la silueta enorme que hacía unos momentos le había inspirado tanto temor.
¿Había estado allí de verdad?
¿Lo había visto Sarah realmente? ¿O solo había sido una imagen, una fantasmagoría que su miedo irracional había proyectado sobre la blanca pared de niebla? Ahora que había superado el primer susto y había recobrado el aliento, Sarah no sabría decirlo con exactitud. Se acordó de París, de las callejuelas de Montmartre donde una vez ya tuvo la sensación de que la perseguía una figura gigantesca; ocurrió hacía una eternidad, o eso le parecía, cuando su padre aún estaba vivo y el mundo que la rodeaba era en ciertos aspectos distinto. ¿Y si el antiguo temor le había jugado una mala pasada y le había hecho creer algo que en realidad no existía?
No mucho tiempo atrás, Sarah habría rechazado semejante posibilidad y habría afirmado que algo así no podía sucederle a una mente despierta. Pero lo que había visto y vivido desde entonces le había enseñado que hay cosas que no pueden explicarse a fondo con medios racionales…
—¿Estás bien? —preguntó Kamal, que le veía el desconcierto en los ojos y parecía seriamente preocupado.
—Supongo —replicó Sarah—. Es solo que… Estaba segura de que había alguien…
—En la niebla, las cosas suelen parecer distintas que con luz clara —señaló Kamal—. Una roca se convierte en un gigante, un árbol en una figura espantosa. Por algo se tejen incontables historias de fantasmas alrededor de estos pantanos.
—Tienes razón —dijo Sarah, y de repente se sintió insensata y estúpida—. Me he dejado amedrentar como una cría.
—Probablemente ese es el motivo —opinó Kamal.
—¿A qué te refieres?
—En el fondo de nuestro corazón —contestó, esbozando una sonrisa—, todos seguimos siendo niños. Puede que nuestro intelecto madure y que nuestro físico envejezca, pero en el fondo sabemos que seguimos siendo críos vulnerables.
—Eso es verdad —replicó ella, agradecida por su comprensión.
—Tienes que dejar atrás el pasado, Sarah. Sé que aún te persigue, pero no puedes ceder. Algún día, te lo prometo, despertarás y habrás dejado atrás todas esas cosas.
—¿Tú crees?
—Inshallah —replicó Kamal suavemente.
Sarah asintió.
Si Dios quiere.
Era la respuesta de Kamal a muchas cosas, la expresión de una fe con raíces profundas por un lado y, por otro, una sumisión al destino a la que Sarah solo podía acostumbrarse con cierto recelo. Ella también había experimentado que el ser humano no siempre era libre en sus decisiones y que existían poderes que lo guiaban y lo dirigían, pero estaba demasiado marcada por la educación de su padre y por el pensamiento moderno para poder compartir totalmente la convicción de Kamal. Una parte de ella continuaba aferrándose a la esperanza de que el ser humano fuera dueño de sus actos, al menos parcialmente. En ello seguía viendo la única probabilidad de sacudirse de encima algún día los fantasmas del pasado.
—Ahí fuera no hay nadie, Sarah —dijo Kamal lleno de convicción—. Solo son tus miedos, que te persiguen, pero no tienes que temer nada. El Libro de Thot fue destruido, ya no quedan herederos de Meheret. Mi deber ha prescrito, igual que el tuyo. Has expiado tus faltas, igual que yo. Va siendo hora de mirar adelante.
—¿Me ayudarás? —preguntó la joven mientras él le cogía la fría mano y se la besaba cariñosamente.
—Te ayudaré —aseguró—. No hay nada que debas temer. Todo ha acabado, ¿me oyes? De una vez por todas.
Sarah le devolvió la sonrisa que él le había brindado y que la reconfortó como un rayo de sol brillante. Luego volvieron a subir a la silla y regresaron a trote lento a Kincaid Manor. Sarah miró una vez más en la espesa niebla, pero el misterioso personaje continuaba desaparecido.
KINCAID MANOR, NOCHE DEL 16 DE SEPTIEMBRE DE 1884
Había sido un ágape abundante. Molly Hackett, la corpulenta cocinera de las Midlands que trabajaba en la finca desde que Sarah recordaba, había vuelto a desplegar todos los registros de su saber y había servido un menú compuesto por una sopa vigorizante, carne de carnero guisada con salsa de menta y patatas asadas.
Después de cenar, Sarah y Kamal se retiraron a la sala de la chimenea, en cuyo hogar ardía un fuego cálido que, entre chisporroteos, lanzaba una luz tintineante sobre las paredes recubiertas de madera. Delante había un sofá amplio de piel oscura, donde se sentó Kamal mientras Sarah rebuscaba en el armario de los licores. Su padre solía guardar allí algunos valiosos destilados, pero Sarah no lo había tocado desde que él murió. Sin embargo, esa noche superó sus recelos. Volvió con una botella polvorienta de whisky escocés y dos vasos de cristal resplandecientes, y se sentó al lado de Kamal.
—Mi padre guardaba este whisky para una ocasión especial —explicó—. No se cansaba de contar que este licor tenía casi doscientos años y que lo habían embotellado el mismo año en que tuvo lugar la masacre de Glencoe. Solo hay un puñado de botellas en todo el mundo.
—¿Y quieres beberlo hoy? —preguntó Kamal enarcando las cejas.
—Por supuesto.
—¿Por qué motivo?
—Porque hoy es una ocasión especial —contestó Sarah sin rodeos—. Hoy es el primer día del resto de mi vida. El día en que he decidido dejar atrás definitivamente mi pasado y mirar al futuro.
—Una buena decisión —alabó Kamal sonriendo.
—¿Verdad que sí? Y todo gracias a ti. Me has dado la fuerza para hacerlo. Siempre estás a mi lado cuando te necesito, incluso cuando estoy a punto de perderme en la niebla. Te amo con todo mi corazón, Kamal.
—Y yo te amo a ti —contestó él—. Aun así, no deberías descorchar la botella.
—¿Por qué no?
—Porque yo no beberé contigo —explicó señalando hacia el techo revestido de madera—. Alá me lo prohíbe, ¿lo habías olvidado?
—¿Significa eso que no estás dispuesto a hacer una excepción? —preguntó mientras dejaba la botella y los vasos en el suelo—. ¿Ni siquiera por mí?
—Ni siquiera por ti —insistió él.
Sarah sonrió, no había esperado otra respuesta.
—En ese caso —dijo, haciéndose la ofendida—, tendré que expresarte mi afecto de otra manera.
—Inshallah —contestó Kamal, con verdadera cara de inocencia mientras ella se le aproximaba.
A Sarah se le aceleró la respiración. Expectante por la pasión que vivirían juntos, se inclinó hacia delante hasta que su rostro quedó muy cerca del de su amado. Podía notar su calidez, su aliento. Sabía que él también disfrutaba de esa proximidad, del estremecimiento que los sobrecogía ante la dicha que se avecinaba. Sarah notó que se le endurecían los pechos y tembló cuando Kamal puso su mano sobre ellos y empezó a besarla tiernamente.
La acarició suavemente, como un viento del desierto, la besó en el cuello, en los ojos y en la frente, hasta que sus labios se encontraron. Sus lenguas se unieron con deseo mutuo, y Sarah empezó a desabrocharse el vestido con manos temblorosas. La ropa cayó entre crujidos y dejó al descubierto el corpiño y el nacimiento de sus pechos, pequeños y turgentes.
Ella se recostó mientras las manos experimentadas de Kamal los liberaban a ambos de toda prenda molesta. El rostro de su amado apareció sobre el suyo y ella lo cogió entre sus manos y lo cubrió de besos mientras él la penetraba despacio. Sarah lo ciñó entre sus piernas y lo atrajo hacia sí. Gozó sintiéndolo en su interior, poseyéndolo, entregándose por un dulce instante a la idea de que solo le pertenecía a ella, para siempre jamás.
Podía ver sus sombras en la pared, las siluetas titilantes de dos personas que se habían convertido en una. En las alas del amor, Sarah Kincaid encontró realmente el olvido, y su esperanza de poder dejar atrás definitivamente las sombras del pasado pareció cumplirse en aquel momento.
Sin embargo, el viejo aforismo de su padre, según el cual la historia nunca descansa, volvió a confirmarse una vez más.
Porque esa noche regresaron las sombras.