Habló durante mucho tiempo, y cuanto más hablaba, más horrorizada se sentía. Todos esos años viviendo con un maníaco, pero ¿cómo podía saberlo? Su locura se asemejaba a un mar subterráneo. Un estrato rocoso se asentaba sobre el agua, y un estrato de tierra sobre la roca; en este crecían las flores. Uno podía pasear entre ellas y nunca saber que el agua insana estaba ahí…, pero existía. Siempre había existido. Culpó de todo a BD (que se convirtió en Beadie unos años más tarde, en las notas que enviaba a la policía), pero Darcy sospechaba que Bob sabía más; la inculpación de Brian Delahanty hacía más fácil mantener sus dos vidas separadas.
Fue idea de BD llevar armas al instituto y arrasar con todo, por ejemplo. Según Bob, la inspiración le había sobrevenido en el verano entre su primer y segundo año en la Escuela Secundaria de Castle Rock.
—1971 —dijo, meneando la cabeza con gesto amable, como podría hacer un hombre que rememorara un inofensivo pecadillo de la infancia—. Mucho antes de que esos palurdos de Columbine fueran siquiera un proyecto en la mente de sus padres.
»Había unas cuantas chicas que nos miraban con aire de superioridad. Diane Ramadge, Laurie Swenson, Gloria Haggerty… y un par de muchachas más, pero he olvidado sus nombres. El plan consistía en conseguir un puñado de armas… El padre de Brian tenía alrededor de veinte rifles y pistolas en el sótano, incluyendo un par de Lugers alemanas de la Segunda Guerra Mundial que nos fascinaban; y pensábamos llevárnoslas al instituto. Entonces no había registros ni detectores de metal, ya sabes.
»Teníamos previsto atrincherarnos en el ala de ciencias. Pondríamos cadenas en las puertas, mataríamos a varias personas, sobre todo profesores, pero también a la gente que no nos caía bien, y luego haríamos que el resto de los chavales huyeran en estampida por la salida de emergencia al final del pasillo. Bueno…, la mayoría de los chavales. Ibamos a tomar como rehenes a aquellas altaneras muchachas. Planeábamos, BD planeaba, ejecutar todo esto antes de que llegara la policía, ¿de acuerdo? Dibujó mapas, y escribió en su cuaderno de geometría una lista con todos los pasos que deberíamos dar. Creo que había quizá veinte pasos en total, empezando con “Activar las alarmas de incendio para crear confusión”. —Soltó una risita—. Y cuando tuviéramos el lugar bien asegurado…
Le dirigió una sonrisa ligeramente avergonzada, pero Darcy intuía que se avergonzaba principalmente de lo estúpido que había sido el plan, para empezar.
—Bueno, puedes imaginártelo. Un par de adolescentes, con las hormonas tan revolucionadas que nos poníamos cachondos cuando soplaba el viento. Íbamos a decirles a aquellas chicas que si, ya sabes, nos echaban un buen polvo, las dejaríamos marchar. Si no, tendríamos que matarlas. Y elegirían follar, vaya si no.
Asentía lentamente con la cabeza.
—Follarían para vivir. BD acertaba en eso.
Estaba ensimismado en el relato. Tenía los ojos empañados con una bruma de (grotesca pero auténtica) nostalgia. ¿De qué? ¿Los locos sueños de juventud? Temía que pudiera ser realmente eso.
—Tampoco planeábamos suicidarnos como esos heavys tarados de Colorado. De ninguna manera. Había un sótano bajo el ala de ciencias, y Brian decía que existía un túnel. Decía que iba desde el cuarto de suministros hasta la vieja estación de bomberos al otro lado de la Ruta 119. Decía que cuando el instituto no era más que una escuela de primaria, en los años cincuenta, había un parque, y los críos solían jugar allí en el recreo. El túnel era para que no tuvieran que cruzar la carretera.
Bob se echó a reír, sobresaltándola.
—Me fie de su palabra, pero resultó ser un fantasma. El siguiente otoño bajé al sótano para inspeccionarlo por mí mismo. El cuarto de suministros estaba allí, lleno de papeles y apestando a la tinta de los mimeógrafos que se utilizaban antes, pero si existía un túnel, nunca lo encontré, y eso que en aquel entonces yo ya era muy meticuloso. No sé si nos mentía a los dos o se mentía a sí mismo, lo único que sé es que no existía ningún túnel. Habríamos quedado atrapados arriba, y quién sabe, puede que al final nos hubiéramos pegado un tiro. Es imposible decir lo que va a hacer un chaval de catorce años, ¿verdad? Son como bombas sin detonar dando bandazos de un lado a otro.
Pero tú ya no eres una bomba sin detonar, pensó ella. ¿Verdad, Bob?
—Es probable que nos hubiéramos acobardado, de todas formas. Pero quizá no. Quizá habríamos intentado seguir adelante. Me ponía caliente escuchar a Bob diciendo que primero las íbamos a sobar, y que luego las obligaríamos a quitarse la ropa unas a las otras… —La miró con seriedad—. Sí, sé cómo suena, fantasías para hacerse pajas, pero aquellas tías eran unas estiradas. Si intentabas hablar con ellas se reían y se iban. Luego se paraban en la esquina de la cafetería, todo el grupo, nos miraban por encima del hombro y se reían un poco más. Así que no puedes culparnos, ¿verdad?
Se miró los dedos, que tamborileaban sin sosiego sobre los muslos donde los pantalones del traje se estiraban tensos; luego volvió a levantar la vista hacia Darcy.
—Lo que tienes que entender, lo que de verdad tienes que ver, es lo persuasivo que era Brian. Muchísimo peor que yo. Estaba loco de remate. Suma que se trataba de una época en la que se producían disturbios por todo el país, no lo olvides, y eso también contribuyó.
Lo dudo, pensó ella.
Lo asombroso era la manera en que su marido lo hacía parecer casi normal, como si las fantasías sexuales de todos los adolescentes incluyeran la violación y el asesinato. Probablemente él lo creía así, igual que había creído en el mítico túnel de escape de Brian Delahanty. ¿O no? ¿Cómo podía saberlo? Al fin y al cabo, estaba escuchando los recuerdos de un lunático. Seguía siendo difícil de creer —¡todavía!—, porque el loco era Bob. Su Bob.
—De todas formas —prosiguió, encogiéndose de hombros—, ese fue el verano en que Brian salió corriendo a la carretera y murió. Hubo una recepción en su casa después del funeral, y su madre me dijo que podía subir a su cuarto y llevarme algo si quería. Como recuerdo, ya sabes. ¡Y claro que quería! ¡Puedes estar segura! Me llevé su cuaderno de geometría, para que nadie tuviera oportunidad de hojearlo y encontrarse con sus planes para El Gran Tiroteo y La Gran Follada de Castle Rock. Así lo llamaba, ¿sabes?
Bob se rio con pesar.
—Si yo fuera un tipo religioso, diría que Dios me salvó de mí mismo. Y quién sabe si no existe Algo…, un Destino…, que tiene sus propios planes para todos nosotros.
—¿Y el plan que este Destino tenía para ti era torturar y asesinar mujeres? —preguntó Darcy. No pudo contenerse.
Su marido la miró con reproche.
—Eran unas estiradas —contestó, y alzó un dedo a la manera de un profesor—. Además, no fui yo. Fue Beadie quien hizo esas cosas, y digo hizo por una buena razón, Darce. Digo hizo en vez de hace porque todo eso ya ha quedado atrás.
—Bob…, tu amigo BD está muerto. Lleva muerto casi cuarenta años. Debes saberlo. Quiero decir, en el fondo lo sabes.
Alzó las manos al aire: un gesto de rendición bondadosa.
—¿Quieres llamarlo evitación de la culpa? Así lo llamaría un loquero, supongo, y no pasa nada si lo dices. Pero, Darcy, ¡escucha! —Se inclinó hacia delante y le apretó la frente a su mujer, con un dedo entre las cejas—. Escucha y métete esto en la cabeza. Fue Brian. Me infectó con…, bueno, ciertas ideas, digámoslo así. Algunas ideas, una vez en tu mente, ya no las puedes desimaginar. Uno no puede…
—¿Volver a meter la pasta de dientes en el tubo?
Dio una palmada de satisfacción, que casi la hizo gritar.
—¡Exacto! Es imposible volver a meter la pasta de dientes en el tubo. Brian estaba muerto, pero las ideas seguían vivas. Esas ideas, coger a una mujer, hacerle lo que fuese, cualquier locura que se te pasara por la cabeza, se convirtieron en su fantasma.
Los ojos de Bob se movieron hacia arriba y a la izquierda. Darcy había leído en algún sitio que eso significa que la persona que hablaba mentía de manera consciente. Pero ¿importaba que fuera así? ¿O a quién de los dos mentía? Creía que no.
—No entraré en detalles —dijo él—. No es algo que un cielito como tú deba oír, y te guste o no, aunque sé que ahora mismo no, sigues siendo mi amorcito. Pero has de saber que lo combatí. Lo combatí durante siete años, pero esas ideas, las ideas de Brian, continuaban creciendo dentro de mí. Hasta que finalmente me dije: «Probaré una vez, solo para sacármelas de la cabeza, para sacármelo a él. Si me cogen, me cogen; por lo menos dejaré de pensar en ello. De plantearme cómo sería».
—Me estás diciendo que fue una exploración masculina —dijo ella sin ánimo.
—Bueno, sí. Supongo que podrías decirlo así.
—O como probar un porro para ver a qué viene tanto alboroto.
Bob se encogió modestamente de hombros, de manera infantil.
—Más o menos.
—No se trataba de ninguna exploración, Bobby. Ni de probar un porro. Se trataba de quitarle la vida a una mujer.
No había advertido ningún indicio de culpa o vergüenza, absolutamente nada; parecía incapaz de mostrar esos sentimientos, como si el interruptor que los controlaba estuviera frito, quizá incluso desde antes de nacer. Ahora, sin embargo, le echó una malhumorada y victimista mirada. La mirada de un adolescente incomprendido.
—Darcy, eran unas estiradas.
Quería un vaso de agua, pero tenía miedo de levantarse para ir al cuarto de baño. Tenía miedo de que la detuviera, y ¿qué sucedería después de eso? ¿Entonces qué?
—Además —prosiguió—, intuía que no me atraparían. No mientras fuera cuidadoso y trazara un plan. No el plan medio cocinado de un chaval caliente de catorce años, sino uno realista. Y comprendí una cosa más. No podría hacerlo yo solo. Podría joderlo todo, si no por los nervios, sí por la culpa. Porque yo era uno de los buenos. Así es como me veía a mí mismo, y lo creas o no, aún lo hago. Y tengo pruebas, ¿no? Un buen hogar, una buena mujer, dos hermosos hijos crecidos y empezando sus propias vidas. Y lo retribuyo ayudando a la comunidad. Es por lo que acepté el cargo de tesorero de la ciudad durante dos años sin cobrar. Es por lo que trabajo con Vinnie Eschler todos los años para organizar la campaña de donación de sangre en Halloween.
Deberías haberle pedido a Marjorie Duvall que donara, pensó Darcy. Era A positiva.
Entonces, inflando ligeramente el pecho —un hombre culminando su argumento con un último dato irrefutable—, dijo:
—Es la razón de ser monitor de Lobatos. Creíste que lo dejaría cuando Donnie pasó a ser Boy Scout, lo sé. Pero no lo hice. Porque el niño no es la cuestión, nunca lo fue. Se trata de la comunidad. Es una restitución.
—Entonces restitúyele la vida a Marjorie Duvall. O a Stacey Moore. O a Robert Shaverstone.
Ese último nombre penetró; hizo una mueca de dolor, como si le hubiera golpeado.
—El chico fue un accidente. No debía estar allí.
—¿Y que tú estuvieras allí fue un accidente?
—No era yo —contestó, y luego añadió lo más absurdo y surrealista de todo—: No soy un adúltero. Fue BD. Siempre es BD. Fue culpa suya por meterme aquellas ideas en la cabeza, en primer lugar. A mí nunca se me habrían ocurrido. Firmé mis notas a la policía con su nombre para dejarlo claro. Por supuesto, modifiqué la ortografía, porque la primera vez que te hablé de Brian se me escapó el nombre de BD un par de veces. Puede que no te acuerdes, pero sí.
Estaba impactada por el extremo al que había llegado su obsesión. No era de extrañar que no le hubieran atrapado. Si ella no se hubiera tropezado con esa maldita caja de cartón…
—Ninguna de ellas tenía relación conmigo o mi negocio. Con ninguno de mis negocios. Eso habría sido muy malo. Muy peligroso. Pero viajo mucho, y mantengo los ojos abiertos. BD, el BD interior, también. Estamos atentos a las estiradas. Siempre es fácil distinguirlas. Llevan las faldas demasiado cortas y enseñan los tirantes de los sujetadores a propósito. Seducen a los hombres. Esa Stacey Moore, por ejemplo. Has leído acerca de ella, estoy seguro. Casada, pero eso no le impedía rozarme con las tetas al pasar. Trabajaba como camarera en una cafetería, Sunnyside, en Waterville. Solía ir a Monedas Mickleson’s, ¿te acuerdas? Hasta me acompañaste un par de veces, cuando Pets estaba en Colby. Fue antes de que George Mickleson muriera y su hijo liquidara todas las existencias para poder irse a Nueva Zelanda o a donde fuese. ¡Esa mujer estaba siempre encima de mí, Darce! Siempre preguntándome si quería más café caliente y diciendo cosas como qué tal esos Red Sox, y se me arrimaba, me restregaba las tetas contra el hombro, hacía todo lo posible para que se me pusiera dura. Y lo conseguía, lo admito, soy un hombre con necesidades de hombre, y aunque tú nunca me rechazaste ni te negaste…, bueno, casi nunca…, soy un hombre con necesidades de hombre y siempre me he excitado fácilmente. Algunas mujeres lo presienten y les gusta recrearse con eso. Les da morbo.
Clavaba los ojos en el regazo, oscuros y reflexivos. Entonces se le ocurrió algo más y levantó la cabeza bruscamente. Su escaso cabello ondeó y se asentó de nuevo.
—¡Siempre sonriendo! ¡Se pintan los labios de rojo y siempre están sonriendo! Bueno, reconozco esas sonrisas. Como casi todos los hombres. «Ja, ja, sé que lo deseas, lo huelo, pero lo único que vas a conseguir es este roce, así que aguántate». ¡Yo sí era capaz! ¡Yo sí podía aguantarme! Pero no BD, él no.
Meneó la cabeza lentamente.
—Hay montones de mujeres así. Es fácil conseguir sus nombres y localizarlas en internet. Se encuentra mucha información si uno sabe cómo buscarla. Y los contables saben. Lo he hecho…, ah, docenas de veces. Quizá un centenar. Es como un hobby, supongo. Podrías decir que colecciono información igual que colecciono monedas. Por lo general no conduce a nada, pero a veces BD dice: «Esa es la que quieres llevar hasta el final. Esa que está ahí mismo. Trazaremos juntos el plan, y cuando llegue el momento, déjame tomar el mando». Y es lo que hago.
Bob apresó su mano, doblándole los dedos fríos y laxos entre los suyos.
—Piensas que estoy loco. Lo veo en tus ojos. Pero no, cariño. El loco es BD…, o Beadie, si prefieres su nombre público. Por cierto, si has leído las noticias de los periódicos, sabrás que deliberadamente introduzco muchas faltas de ortografía en mis notas a la policía. Incluso escribo mal las direcciones. Guardo una lista de errores en la cartera para seguir siempre la misma pauta. Es una pista falsa. Quiero que crean que Beadie es bobo, o por lo menos analfabeto, y se lo han tragado. Porque ellos son bobos. Solo me han interrogado una vez, hace años, y fue como testigo, unas dos semanas después de que BD matara a esa Moore. Un viejo con cojera, semirretirado. Me pidió que le diera un telefonazo si recordaba algo. Le contesté que le llamaría. Fue bastante cómico.
Rio calladamente entre dientes, como solía cuando veían Modern Family o Dos hombres y medio. Era un rasgo de Bob que, hasta esa noche, siempre la impulsaba a reír con más ganas.
—¿Quieres saber una cosa, Darce? Si me acorralaran, lo admitiría, al menos eso pienso, no creo que nadie sepa con un cien por cien de seguridad cómo reaccionará en una situación así, pero no podría darles una confesión completa. Porque no recuerdo mucho sobre los…, bueno…, los actos en sí. Beadie los comete, y yo…, no sé…, caigo en una especie de inconsciencia. Me produce amnesia. O alguna maldita cosa.
Oh, qué embustero. Te acuerdas de todo. Te lo noto en los ojos, incluso en la forma en que las comisuras de la boca se curvan hacia abajo.
—Y ahora…, todo está en manos de Darcellen. —Como para enfatizar este punto, le cogió una mano, se la llevó a los labios y la besó en el dorso—. ¿Conoces ese típico remate, el que dice «Podría contártelo, pero tendría que matarte»? Eso no se aplica aquí. Nunca sería capaz de matarte. Todo lo que hago, todo lo que he construido…, modesto como pudiera parecerle a algunas personas, supongo…, lo he hecho y lo he construido por ti. También por los niños, claro, pero sobre todo por ti. Entraste en mi vida, y ¿sabes qué sucedió?
—Que paraste —respondió ella.
Una radiante sonrisa rompió el rostro de Bob.
—¡Por más de veinte años!
Dieciséis, pensó ella, pero no lo mencionó.
—La mayoría de esos años, cuando criábamos a los niños y luchábamos por hacer despegar el negocio de monedas, aunque tú fuiste la principal responsable de eso, yo recorría Nueva Inglaterra haciendo declaraciones de impuestos y creando fundaciones…
—Fuiste tú quien lo hizo funcionar —dijo ella, y le impresionó lo que oyó en su propia voz: tranquilidad y calidez—. Eras tú quien tenía la pericia.
Parecía conmovido, casi lo suficiente para echarse a llorar de nuevo, y cuando habló, su voz sonaba ronca.
—Gracias, cariño. Significa un mundo para mí oírte decir eso. Tú me salvaste, ¿sabes? En más de un sentido.
Se aclaró la garganta.
—BD permaneció una docena de años sin decir ni pío. Creí que se había marchado. Lo creía sinceramente. Pero entonces regresó. Como un fantasma. —Pareció meditarlo, luego asintió con la cabeza muy despacio—. Eso es lo que es. Un fantasma, uno malvado. Empezó a señalar a mujeres cuando me iba de viaje. «Mira a esa, quiere asegurarse de que le ves los pezones, pero si se los tocaras llamaría a la policía y luego sus amigas y ellas se echarían a reír cuando te llevaran detenido. Mira a esa, lamiéndose los labios con la lengua, sabe que te gustaría que te la metiera en la boca y sabe que sabes que nunca lo hará. Mira a esa, enseñando las bragas al bajarse del coche, y si piensas que es un accidente es que eres idiota. No es más que otra estirada que piensa que nunca encontrará a nadie que la merezca».
Se detuvo, sus ojos oscuros y alicaídos una vez más. En ellos se advertía al Bobby que la había eludido con éxito durante veintisiete años. El que intentaba hacerse pasar por un fantasma.
—Cuando comencé a sentir aquellos impulsos, los combatí. Hay revistas…, ciertas revistas… Las compraba antes de casarnos, y pensé que si volvía a recurrir a ellas…, o a ciertos sitios de internet…, creí que podría…, no sé…, sustituir la realidad por la fantasía, supongo que dirías… Pero una vez que has probado lo auténtico, la fantasía no vale un carajo.
Hablaba, pensó Darcy, como un hombre que se había enamorado de alguna cara exquisitez. Caviar. Trufas. Bombones belgas.
—Pero la cuestión es que me contuve. Durante todos esos años me contuve. Y podría parar de nuevo, Darcy. De una vez por todas. Si existiera una oportunidad para nosotros. Si pudieras perdonarme y pasar página. —La miró, serio y con los ojos mojados—. ¿Crees que es posible?
Se imaginó a una mujer sepultada en un montículo de nieve, sus piernas desnudas desenterradas por el despreocupado barrido de un quitanieves; la hija de alguna madre, en otro tiempo la niña de los ojos de algún padre que la viera bailar torpemente en el escenario del colegio vestida con un tutú rosa. Se imaginó a una madre y a su hijo descubiertos en un gélido arroyo, con el cabello meciéndose en una fina capa de agua negra ribeteada de hielo. Se imaginó a la mujer con la cabeza metida en el maíz.
—Tendría que pensarlo —contestó, muy cautamente.
La asió por los brazos y se inclinó hacia ella. Darcy necesitó de toda su fuerza de voluntad para no estremecerse y encontrar su mirada. Eran sus ojos… y no lo eran.
Quizá haya algo de verdad en ese asunto del fantasma, pensó.
—Esto no es una de esas películas donde el marido psicópata persigue a su aterrorizada mujer por toda la casa. Si decides acudir a la policía y entregarme, no alzaré ni un dedo para impedírtelo. Pero sé que has pensado en las consecuencias que esto tendría para los niños. No serías la mujer con la que me casé si no lo hubieras considerado. Lo que tal vez no se te haya ocurrido pensar es en las consecuencias que tendría para ti. Nadie se creerá que después de tantos años de matrimonio no supieras nada…, o que al menos lo sospecharas. Tendrías que mudarte y vivir de los ahorros, porque siempre he sido yo el sostén de la familia, y un hombre en la cárcel no puede ganarse la vida. Tal vez ni siquiera pudieras disponer de todo el dinero, a causa de las demandas civiles. Y por supuesto los niños…
—Basta, no vuelvas a mencionarlos mientras estés hablando de esto, ni se te ocurra.
Asintió humildemente con la cabeza, aún aferrando ligeramente sus antebrazos.
—He derrotado a BD una vez…, le derroté durante veinte años…
Dieciséis, pensó ella de nuevo. Dieciséis, y lo sabes.
—… y puedo volver a derrotarle. Con tu ayuda, Darce. Con tu ayuda soy capaz de cualquier cosa. Aunque él regresara dentro de otros veinte años, ¿qué más da? ¡Menudo drama! Tendría setenta y tres años. ¡Es difícil salir a la caza de estiradas cuando uno va arrastrando los pies detrás de un andador! —Rio alegremente ante esta absurda imagen, y luego adoptó de nuevo una expresión grave—. Pero… ahora escúchame atentamente: si alguna vez volviera a reincidir, aunque fuera una sola vez, me mataría. Los niños nunca lo sabrían, nunca les salpicaría este…, ya sabes, este estigma…, porque lo haría parecer un accidente… Pero tú lo sabrías. Y sabrías por qué. Entonces ¿qué dices? ¿Podemos pasar página?
Ella pareció meditarlo. Lo estaba meditando, de hecho, aunque todo proceso de razonamiento que era capaz de concentrar tendía hacia una dirección que su marido probablemente no entendería.
Lo que pensó fue: Es lo mismo que dicen los drogadictos. «Nunca volveré a meterme esa mierda. Lo he dejado antes y lo volveré a dejar de una vez por todas. Va en serio». Pero no lo dicen en serio, aunque crean que sí. Y él tampoco.
Lo que pensó fue: ¿Qué voy a hacer? No puedo engañarle, llevamos casados demasiado tiempo.
A eso respondió una fría voz, una voz que nunca hubiera sospechado que habitara en su interior, quizá emparentada con la voz de BD que susurraba a Bob advirtiéndole de las estiradas que veía en restaurantes, o riéndose en las esquinas, o conduciendo caros coches deportivos con las capotas bajadas, o cuchicheando y sonriéndose en los balcones de los edificios.
O quizá se trataba de la voz de la Chica Oscura.
¿Por qué no?, le preguntó. Al fin y al cabo…, él te ha engañado a ti.
¿Y después qué? Lo ignoraba. Únicamente sabía que el ahora era ahora, y el ahora debía ser resuelto.
—Tendrías que prometerme que pararás —dijo, hablando muy despacio y con reticencia—. Darme tu más solemne promesa de que se acabó para siempre.
Su rostro rebosó un alivio tan inmenso —tan de algún modo infantil— que se sintió conmovida. Rara vez se parecía al muchacho que había sido. Por supuesto, también se trataba del muchacho que una vez había planeado ir armado al instituto.
—Lo haría, Darcy. Sí. Lo prometo. Ya te lo he dicho.
—Y nunca podríamos volver a hablar de esto.
—Lo entiendo.
—Tampoco vas a enviar a la policía los carnets de Marjorie Duvall.
Percibió la desilusión (también extrañamente infantil) que se abatió sobre el rostro de él nada más decirlo, pero no tenía intención de ceder. Debía sentirse castigado, aunque fuera mínimamente. De ese modo creería que la había convencido.
¿No es así? Oh, Darcellen, ¿no es así?
—Necesito algo más que promesas, Bobby. Una acción vale más que mil palabras. Cava un agujero en el bosque y entierra ahí los carnets de esa mujer.
—¿Una vez que lo haya hecho, podremos…?
Ella alargó la mano para taparle la boca. Se esforzó por adoptar un tono de voz severo.
—Cállate. Ya basta.
—Vale. Gracias, Darcy. Muchas gracias.
—No hay nada que agradecer.
A continuación, aunque la idea de tener a su marido acostado a su lado la llenaba de repulsión y consternación, se obligó a decir el resto.
—Ahora desvístete y ven a la cama. Los dos necesitamos descansar.