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Darcy nunca había llevado un diario, pero conservaba diez años de agendas en el fondo de su espacioso arcón de costura. Y décadas de registros de viajes atiborraban uno de los cajones del archivador que Bob tenía en su despacho de casa. Como contable fiscal (y con un negocio paralelo debidamente constituido, además), era muy meticuloso en lo concerniente al mantenimiento de sus registros, y apuntaba cada gasto deducible, cada crédito fiscal, cada centavo que pudiera justificar como depreciación de vehículos.

Apiló los archivos y las agendas junto al ordenador. Entró en Google y se obligó a efectuar la investigación que necesitaba, anotando los nombres y las fechas de las muertes (algunas forzosamente aproximadas) de las víctimas de Beadie. A continuación, cuando el reloj digital en la barra de tareas proseguía su curso inexorable y silenciosamente más allá de las diez de la noche, inició la ardua labor de cotejar datos.

Habría renunciado a una docena de años de su vida por encontrar algo que le descartara de al menos uno de los asesinatos, pero las agendas solo empeoraban las cosas. Kellie Gervais, de Keene, New Hampshire, fue hallada en los bosques tras el vertedero de basura de la localidad el quince de marzo de 2004. Según el forense, llevaba muerta de tres a cinco días. En la agenda de Darcy de ese año, garrapateado sobre las fechas del diez al doce de marzo, se leía «Visita Bob a Fitzwilliam, Brat». George Fitzwilliam era un acaudalado cliente de Benson, Bacon & Anderson. Brat era abreviatura de Brattleboro, donde residía Fitzwilliam. Un simple paseo desde Keene, New Hampshire.

Helen Shaverstone y su hijo Robert fueron hallados en el Arroyo Newrie, en la ciudad de Amesbury, el once de noviembre de 2007. Habían vivido en Borla Village, a unos diecinueve kilómetros de distancia. En la página de noviembre de su libreta de direcciones de 2007, Darcy había trazado una raya desde el día ocho hasta el diez, garabateando «Bob en Saugus, 2 rastrillos + subasta monedas Boston». ¿Y no recordaba haberle llamado al motel de Saugus una de aquellas noches y no encontrarle? ¿No había supuesto que estaría fuera con algún vendedor de monedas, rastreando una pista, o quizá en la ducha? Creía recordarlo así. En tal caso, ¿habría estado realmente en la carretera aquella noche? ¿Volviendo quizá de hacer un recado (una pequeña parada) en la ciudad de Amesbury? O, si hubiera estado en la ducha, en el nombre de Dios, ¿por qué habría necesitado lavarse?

Retornó a sus registros y tickets de viajes mientras el reloj en la barra de tareas rebasaba las once y emprendía el ascenso hacia la medianoche, la hora embrujada, cuando se decía que los cementerios bostezaban. Trabajaba con minuciosidad y a menudo se detenía para volver a verificar los datos. El material de finales de los setenta era intermitente y no de mucho provecho —en aquellos días no había sido más que el típico esclavo de oficina—, pero a partir de los ochenta todo estaba allí, y las correlaciones que estableció con los asesinatos de Beadie en 1980 y 1981 resultaban claras e innegables. Bob había realizado viajes en los momentos precisos y a las zonas precisas. Y, como insistía la Darcy Inteligente, si uno encontraba suficientes pelos de gato en la vivienda de una persona, prácticamente debía admitir que había un felino en algún rincón de la casa.

¿Y qué hago ahora?

La respuesta parecía consistir en llevarse su confusión y su terror al piso de arriba. Dudaba que fuera capaz de dormir, pero al menos podría darse una ducha caliente y tumbarse después. Estaba agotada, le dolía la espalda de haber vomitado, y apestaba a su propio sudor.

Apagó el ordenador y subió las escaleras con paso lento y dificultoso. La ducha le alivió la espalda, y el paracetamol probablemente le aliviaría aún más el dolor cuando le surtiera efecto, hacia las dos de la madrugada o así; estaba segura de que continuaría despierta para averiguarlo. Devolvió los analgésicos al botiquín, sacó el frasco de Zolpidem, lo sostuvo en la mano durante casi un minuto entero, y luego lo volvió a colocar en su sitio. Eso no la haría dormir, solo conseguiría sentirse embotada y —quizá— más paranoica de lo que ya estaba.

Se tumbó y contempló la mesilla al otro lado de la cama. El reloj de Bob. Las gafas de lectura de Bob. Un ejemplar de un libro titulado La cabaña. «Deberías leerlo, Darce, te cambia la vida», le había dicho dos o tres noches antes de este último viaje.

Apagó su lámpara, vio a Stacey Moore enterrada en el maíz, y la encendió de nuevo. Cualquier otra noche la oscuridad habría sido su amiga —el dulce presagio del sueño—, pero no hoy. Esta noche el harén de Bob poblaba la oscuridad.

Eso no lo sabes. Recuerda que no sabes absolutamente nada.

Pero si encuentras suficientes pelos de gato…

Ya basta de pelos de gato.

Permaneció tumbada, aún más desvelada de lo que había temido; su mente giraba y giraba, ahora pensando en la víctimas, ahora en los hijos, ahora en ella misma, pensando incluso en una olvidada historia de la Biblia, la oración de Jesús en el huerto de Getsemaní. Tras lo que se le antojó una hora dando vueltas alrededor de ese espantoso círculo de preocupación, echó una ojeada al reloj de Bob y advirtió que solo habían transcurrido doce minutos. Se irguió sobre un codo y orientó la esfera del reloj fuera de su vista.

No volverá a casa hasta mañana a las seis de la tarde, pensó…, aunque, como ya pasaba un cuarto de hora de la medianoche, supuso que técnicamente volvería a casa ese mismo día. En cualquier caso, eso le proporcionaba dieciocho horas. Tiempo suficiente para tomar cualquier tipo de decisión. Ayudaría si pudiera dormir, siquiera un poco —el sueño poseía su propia forma de reinicializar la mente—, pero eso quedaba fuera de toda consideración. Se adormecía un poco, luego pensaba Marjorie Duvall o Stacey Moore o (esto era lo peor). Robert Shaverstone, diez años. ¡NO «SUFRIÓ»! Y entonces cualquier posibilidad de dormir se desvanecía. Se le pasó por la cabeza la idea de que nunca podría volver a dormir. Eso era imposible, por supuesto, pero allí tendida, aún con el regusto a vómito a pesar del enjuague bucal, le pareció totalmente factible.

En algún punto se encontró recordando una época de su temprana infancia en la que recorría toda la casa mirándose en los espejos. Se plantaba delante de ellos con las manos ahuecadas a ambos lados de la cara y la nariz pegada al cristal, y contenía el aliento para que no se empañara la superficie.

Cuando la pillaba su madre, la apartaba de un manotazo.

Eso deja marca, y tendré que limpiarla yo. Además, ¿qué es lo que te interesa tanto de ti? Nunca serás colgada por tu belleza. ¿Y por qué te arrimas tanto? Así no podrás ver nada que valga la pena mirar.

¿Qué edad tenía? ¿Cuatro años? ¿Cinco? En cualquier caso, demasiado joven para explicar que no era su reflejo lo que le interesaba; o no principalmente. Estaba convencida de que los espejos eran portales a otro mundo y que cuanto veía reflejado en el cristal no era del salón o el baño de su casa, sino del salón o el baño de alguna otra familia. Los Matson en lugar de los Madsen, quizá. Porque al otro lado todo era similar, pero no idéntico, y si mirabas el tiempo suficiente, empezabas a captar algunas diferencias: una alfombra que allí parecía ovalada en lugar de ser redonda como a este lado, una puerta que parecía tener un pestillo en lugar de un cerrojo, un interruptor de luz situado en el lado equivocado de la puerta. La niña tampoco era la misma. Darcy estaba segura de que guardaban parentesco —¿hermanas del espejo?—, pero no, no eran la misma. Quizá aquella niña se llamaba Jane o Sandre, no Darcellen Madsen; incluso tal vez Eleanor Rigby, quien por alguna razón (alguna razón que la asustaba) recogía el arroz en las iglesias donde se había celebrado una boda.

Yaciendo en el círculo de luz de su lámpara, dormitando sin ser consciente de ello, Darcy supuso que si hubiera sido capaz de contarle a su madre lo que estaba buscando, si le hubiera hablado sobre la Chica Oscura que no era exactamente ella, la habrían mandado a un psiquiatra infantil. Sin embargo, lo que suscitaba su interés no era la niña, nunca había sido la niña. Lo que le interesaba era la idea de la existencia de un trasmundo entero tras los espejos, y si uno pudiera atravesar aquella otra casa (la Casa Oscura) y salir por la puerta, encontraría todo un mundo nuevo esperando.

Por supuesto, esta ilusión pasó y, con la ayuda de una nueva muñeca (le puso de nombre Doña Butterworth por el sirope para tortitas que tanto le encantaba) y una nueva casa de muñecas, había progresado a fantasías más propias de una niña: cocinar, limpiar, ir de compras, Regañar Al Bebé, Cambiarse Para La Cena. Ahora, después de tantos años, por fin había hallado el camino a través del espejo. Solo que no la esperaba ninguna chiquilla en la Casa Oscura; la habitaba en cambio un Marido Oscuro, uno que llevaba residiendo detrás del espejo todo el tiempo, y cometiendo actos terribles allí.

«Algo bueno a un precio razonable», le gustaba decir a Bob; el credo de un contable si alguna vez hubo uno.

«Alerta y olfateando el aire», una respuesta a «¿Cómo estás?» que cada niño de cada grupo de Lobatos que hubiera guiado a través de la Senda del Hombre Muerto conocía bien. Una respuesta que muchos de esos chicos sin duda repetirían cuando fueran adultos.

Los caballeros las prefieren rubias, no te olvides de ese. Porque se cansan de reventar…

Pero entonces el sueño venció a Darcy, y aunque esa dulce enfermera no pudo transportarla lejos, las arrugas de su frente y las comisuras de sus ojos enrojecidos e hinchados se suavizaron un poco. Se hallaba bastante cerca de la consciencia para agitarse cuando su marido aparcó en el camino de entrada, pero no lo suficiente para volver en sí. Quizá lo habría conseguido si la luz de los faros del Suburban se hubieran esparcido por el techo, pero Bob los había apagado al enfilar hacia la casa para no despertarla.