Su ordenador, un iMac lo suficientemente antiguo para ser considerado de moda retro, estaba instalado en su cuarto de costura. Raramente lo utilizaba para otra cosa que no fuera el correo electrónico o eBay, pero en esta ocasión abrió Google y tecleó el nombre de Marjorie Duvall. Vaciló antes de sumar Beadie a la búsqueda, aunque brevemente. ¿Por qué prolongar la agonía? Aparecería de todas formas, no le cabía duda. Pulsó INTRO, y mientras observaba el cursor en espera girando y girando en la parte superior de la pantalla, los retortijones la azotaron de nuevo. Se apresuró al cuarto de baño, se sentó en el inodoro, y se ocupó de sus asuntos con el rostro entre las manos. Había un espejo colgado en la puerta, y no quería verse reflejada. ¿Por qué estaba allí? ¿Por qué permitía que estuviera allí? ¿Quién querría verse a sí mismo sentado en el váter, aun en su mejor momento, que casi con certeza no sería ese?
Regresó despacio al ordenador, arrastrando los pies como una niña que se sabe a punto de ser castigada por la clase de cosas que la madre de Darcy había llamado Malotas. Vio que Google le había suministrado más de cinco millones de resultados para su búsqueda: oh, omnipotente Google, tan generoso y tan terrible. Sin embargo, el primero la hizo reír de verdad; la invitaba a seguir a Marjorie Duvall Beadie en Twitter. Darcy juzgó que ese podría ignorarlo. A menos que se equivocara (y cómo agradecería que así fuera), la Marjorie que buscaba había tuiteado su último tuit hacía tiempo.
El segundo resultado correspondía al Portland Press Herald, y cuando Darcy hizo clic en el enlace, la fotografía que la recibió (similar a una bofetada, ese recibimiento) era la misma que recordaba de ver en televisión, y probablemente también en ese mismo artículo, pues acostumbraba leer el Press Herald. El artículo había sido publicado diez días antes, y constituía la noticia principal. UNA MUJER DE NEW HAMPSHIRE PODRÍA SER LA UNDÉCIMA VÍCTIMA DE «BEADIE» gritaba el titular. Y el subtítulo: Fuente policial: «Estamos seguros al noventa por ciento».
Marjorie Duvall parecía mucho más guapa en la imagen del periódico, una fotografía de estudio en la que posaba con estilo clásico, luciendo un vestido negro con volantes. Tenía el cabello suelto, y se veía de un rubio más claro. Darcy se preguntó si esa foto la habría proporcionado el marido. Suponía que sí. La imaginaba colocada en la repisa de la chimenea en el número 17 de Honey Lane, o quizá colgada en el pasillo. La guapa anfitriona de la casa dando la bienvenida a los invitados con su eterna sonrisa.
Los caballeros las prefieren rubias porque se cansan de reventar puntos negros.
Otro de los dichos de Bob. Nunca le había gustado mucho, y detestaba no poder quitárselo ahora de la cabeza.
Marjorie Duvall había sido hallada en un barranco a diez kilómetros de su casa en South Gansett, a no mucha distancia del límite municipal de North Conway. El sheriff del condado especuló que la muerte se había producido por estrangulación, probablemente, pero no podía asegurarlo; eso dependía del forense. Se negó a seguir especulando y a contestar preguntas, pero la fuente anónima del periodista (cuya información estaba al menos semivalidada por ser «cercana a la investigación») declaró que Duvall presentaba marcas de mordiscos y que había sufrido abusos sexuales que se ajustaban a «un patrón consistente con las otras víctimas de Beadie».
Que era una transición natural a una recapitulación completa de los asesinatos anteriores. El primero había ocurrido en 1977. Hubo dos en 1978, otro en 1980, y luego dos más en 1981. Dos de los asesinatos habían ocurrido en New Hampshire, dos en Massachusetts, el quinto y el sexto en Vermont. Después siguió un hiato de dieciséis años. La policía supuso que había sucedido una de tres cosas: Beadie se había trasladado a otra parte del país y proseguía con su afición allí, Beadie había sido arrestado por algún otro delito sin relación y estaba en prisión, o Beadie se había suicidado. Una cosa improbable, según un psiquiatra que el reportero había consultado para su artículo, era que Beadie se hubiera cansado. «Estos tipos no se aburren nunca», declaraba el psiquiatra. «Es su deporte, su compulsión. Más que eso, es su vida secreta».
Vida secreta. Qué caramelo envenenado escondía esa frase.
La sexta víctima de Beadie había sido una mujer de Barre, desenterrada de un montículo de nieve por un quitanieves justo una semana antes de Navidad.
Menudas vacaciones debió pasar su familia, pensó Darcy.
Tampoco ella había disfrutado de unas buenas navidades aquel año. Sola y lejos del hogar (un hecho que ni siquiera una manada de caballos salvajes le hubieran arrancado cuando hablaba con su madre), con un empleo para el que no se sentía cualificada aun después de dieciocho meses y un aumento por méritos, no albergaba ningún sentimiento navideño en absoluto. Tenía conocidas (las Chicas Margarita), pero no auténticas amigas. No se le daba bien trabar amistades, siempre había sido así. «Tímida» era el término suave para definir su personalidad; «introvertida», el más exacto probablemente.
Entonces Bob Anderson había entrado en su vida con una sonrisa en el rostro; Bob, quien la había invitado a salir sin aceptar un no por respuesta. Apenas tres meses después de que el quitanieves hubiera desenterrado el cuerpo de la última víctima del «ciclo temprano» de Beadie, debió haber sido eso. Se enamoraron. Y Beadie interrumpió sus crímenes durante dieciséis años.
¿Por ella? ¿Porque la amaba? ¿Porque quería dejar de hacer cosas Malotas?
O una mera coincidencia. Podía ser eso.
Buen intento, pero los documentos que Bob guardaba a buen recaudo en el garaje hacían que la idea de la coincidencia pareciera mucho menos probable.
La séptima víctima de Beadie, la primera de lo que el periódico denominaba «el nuevo ciclo», fue una mujer de Waterville, Maine, llamada Stacey Moore. Su marido la encontró en el sótano al regresar de Boston, donde él y dos amigos habían asistido a un par de partidos de los Red Sox. Agosto de 1997, fue entonces. Tenía la cabeza metida en un depósito de maíz dulce que los Moore vendían en un puesto de carretera en la Ruta 106. La mujer estaba desnuda, con las manos atadas a la espalda, y las nalgas y los muslos presentaban mordeduras en una docena de sitios.
Dos días más tarde, el permiso de conducir y el carnet de la Cruz Azul de Stacey Moore, ligados con una goma elástica, fueron remitidos a Augusta; el paquete iba dirigido al FISCAL BOBO DEPTO. GENERAL DE INVESTIGACIÓN CRIANIMAL. Incluía una nota, también escrita en letra de imprenta: ¡HOLA! ¡HE VUELTO! ¡BEADIE!
Se trataba de un paquete que los detectives responsables del caso Moore reconocieron de inmediato. Se habían recibido documentos similares —y notas jocosas similares— después de cada una de las muertes previas. Sabía cuándo se encontraban solas. Las torturaba, principalmente con los dientes; las violaba o las sometía a otra clase de vejaciones; las mataba; enviaba una identificación a alguna rama de la policía semanas o meses más tarde. Burlándose.
Para asegurarse de llevarse el mérito, pensó Darcy sombríamente.
Hubo otro asesinato de Beadie en 2004; el noveno y el décimo en 2007. Estos dos fueron los peores, porque una de las víctimas había sido un niño. Al hijo de diez años le habían eximido de las clases después de que se quejara de un dolor de estómago, y por lo visto había sorprendido a Beadie en plena faena. El cuerpo del niño había sido hallado junto al de su madre, en un arroyo cercano. Cuando los documentos de la mujer —dos tarjetas de crédito y un permiso de conducir— llegaron al Cuartel n.° 7 de la Policía del Estado de Massachusetts, la nota adjunta decía: ¡HOLA! ¡EL CHAVAL FUE UN ACCIDENTE! ¡LO SIENTO! ¡PERO FUE RÁPIDO, NO «SUFRIÓ»! ¡BEADIE!
Existían otros muchos artículos a los que podía haber accedido (oh, omnipotente Google), pero ¿con qué propósito? El dulce sueño de una ordinaria noche más en una ordinaria vida había sido engullido por una pesadilla. ¿Continuar leyendo acerca de Beadie disiparía la pesadilla? La respuesta a eso resultaba evidente.
El vientre se le contrajo bruscamente. Corrió al cuarto de baño —aún maloliente a pesar del ventilador, por lo general uno podía ignorar cuán maloliente asunto era la vida, pero no siempre— y cayó sobre las rodillas delante del retrete, con la vista clavada en el agua azul y la boca abierta. Por un instante creyó que la necesidad de vomitar pasaría, y entonces pensó en Stacey Moore con la cara negra por la asfixia embutida en el maíz y las nalgas cubiertas de sangre seca del color de la leche chocolatada. Se le revolvió el estómago y vomitó dos veces, con fuerza suficiente para salpicarle la cara de TyD-Bol y de gotas de su propio efluvio.
Llorando y jadeando, tiró de la cadena. Tendría que limpiar la porcelana, pero por el momento se limitó a bajar la tapa y apoyar la mejilla enrojecida sobre el frío plástico beige.
¿Qué voy a hacer?
La solución lógica consistía en llamar a la policía, pero ¿y si todo resultaba ser un error? Bob siempre había sido el más generoso e indulgente de los hombres —cuando ella estrelló el morro de su vieja furgoneta contra un árbol al borde del aparcamiento de la estafeta y el parabrisas se hizo añicos, únicamente le preocupaba que no se hubiera cortado la cara—, pero ¿la perdonaría si equivocadamente le acusaba de once asesinatos con tortura que no había cometido? Y el mundo lo sabría. Culpable o inocente, su foto saldría en los periódicos. En primera página. Y también la de ella.
Darcy se puso en pie con esfuerzo, sacó del armario del baño el cepillo para fregar el inodoro, y limpió su porquería. Procedía despacio. Le dolía la espalda. Suponía que para sufrir una contractura muscular debería haber vomitado con mucha fuerza.
A mitad de la tarea, un nuevo pensamiento cayó como una losa. No serían simplemente ellos dos los arrastrados a la especulación periodística y al obsceno ciclo de aclarado en los canales de noticias del cable; debía tener en cuenta a los chicos. Donnie y Ken acababan de conseguir sus primeros clientes, pero el banco y el concesionario que buscaba un enfoque fresco se esfumarían a las tres horas de estallar esta bomba de mierda. Anderson & Hayward, que hoy había tomado su primer aliento real, estaría muerta mañana. Darcy desconocía cuánto habría invertido Ken Hayward, pero Donnie lo había apostado todo. No ascendía a mucho en cuanto a dinero en efectivo, pero existían otras cosas que uno invertía cuando iniciaba su propia travesía. El corazón, la mente, el sentido de la autoestima.
Luego estaban Petra y Michael, que probablemente en ese mismo instante trazaban juntos nuevos planes de boda, sin ser conscientes de que una caja de caudales de dos toneladas pendía de una cuerda deshilachada sobre sus cabezas. Pets siempre había idolatrado a su padre. ¿Cómo le afectaría averiguar que las manos que en otro tiempo la columpiaran en el patio de atrás eran las mismas manos que habían estrangulado hasta la muerte a once mujeres? ¿Que los labios que le dieran los besos de buenas noches escondían dientes que habían mordido a once mujeres, en algunos casos hasta el hueso?
Sentada de nuevo delante de su ordenador, un terrible titular despuntó en la mente de Darcy. Iba acompañado de una fotografía de Bob con su pañuelo atado al cuello, los absurdos pantalones cortos de color caqui y unos calcetines largos. Era tan nítido que bien podría haber sido ya impreso:
ASESINO EN SERIE «BEADIE»,
MONITOR DE LOBATOS DURANTE 17 AÑOS
Darcy se cubrió la boca con la mano en un gesto de consternación. Sentía los ojos palpitando en sus cuencas. Se le ocurrió la posibilidad del suicidio, y por un instante (un largo instante) la idea se le antojó completamente racional, la única solución razonable. Podría dejar una nota explicando que se temía que padecía cáncer. O un inicio temprano de Alzheimer, eso sería todavía mejor. Sin embargo, el suicidio también proyectaba una profunda sombra sobre la familia; además, ¿y si se equivocaba? ¿Y si sencillamente Bob se hubiera encontrado ese manojo de documentos en una cuneta, o algo similar?
¿Sabes lo improbable que es eso?, se mofó la Darcy Inteligente.
Sí, de acuerdo, pero improbable no equivalía a imposible, ¿verdad? Aparte, omitía algo más, algo que la aprisionaba en una jaula a prueba de fugas: ¿y si tenía razón? ¿Su suicidio no liberaría a Bob para seguir matando, pues ya no tendría que mantener una doble vida? Darcy no estaba segura de si creía en una existencia consciente después de la muerte, pero ¿y si había una? ¿Y si allí se viera no frente a verdes campos edénicos y ríos de abundancia sino frente a un espectral comité de bienvenida compuesto por mujeres estranguladas, todas ellas con la impronta de la dentadura de su marido, todas ellas acusándola de causar sus muertes por haber tomado la salida fácil? Y si decidía ignorar lo que había encontrado (cosa que ni por un segundo creía que fuera posible), ¿no convertiría en cierta esa acusación? ¿De verdad pensaba que podría condenar a otras mujeres a una muerte horrible solo para que su hija pudiera casarse felizmente en junio?
Pensó: Desearía estar muerta.
Pero no lo estaba.
Por primera vez en años, Darcy Madsen Anderson se dejó caer de la silla sobre las rodillas y se puso a rezar. No sirvió de nada. Nadie había en la casa excepto ella.