5

Decidió prepararse un té. Un té sería relajante. Estaba llenando la tetera cuando el teléfono comenzó a sonar otra vez. Dejó caer la tetera en el fregadero —el ruido le hizo proferir un gritito—, y luego se acercó al teléfono, limpiándose las manos mojadas en la bata.

Calma, calma, se dijo. Si él puede guardar un secreto, yo también. Recuerda que hay una explicación racional para todo esto

Ah, ¿de veras?

… Solo que no sé cuál es. Necesito tiempo para pensar en ello, eso es todo. Así que: calma.

Descolgó el auricular y dijo alegremente:

—Si eres tú, guapo, vente ahora mismo. Mi marido está fuera de la ciudad.

Bob se rio.

—Eh, cariño, ¿cómo estás?

—Alerta y olfateando el aire. ¿Y tú?

Se produjo un largo silencio. Se antojó largo, en cualquier caso, aunque no debieron de ser más que unos pocos segundos. Durante esa pausa oyó el quejido del refrigerador, espeluznante por algún motivo, y el goteo del agua del grifo sobre la tetera que había dejado caer en el fregadero, y los latidos de su propio corazón; este último sonido daba la impresión de proceder de su garganta y sus oídos más que de su pecho. Llevaban tanto tiempo casados que sintonizaban el uno con el otro de una manera casi exquisita. ¿Sucedía así en todos los matrimonios? Lo ignoraba. Solo conocía el suyo propio. Salvo que ahora empezaba a cuestionarse si alguna vez lo había llegado a conocer.

—Pareces rara —comentó—. Tienes la voz como pastosa. ¿Va todo bien, cielo?

Debería haberse sentido conmovida. En cambio estaba aterrorizada. Marjorie Duvall: el nombre no pendía simplemente ante sus ojos; parecía parpadear, ahora encendido, ahora apagado, como el letrero de neón de un bar. Por un instante se quedó muda, y para su horror, la cocina que tan bien conocía empezó a fluctuar delante de ella cuando las lágrimas le subieron a los ojos. La pesadez de estómago había regresado, además. Marjorie Duvall. A positivo. Honey Lane número 17. Honey de cariño, como en «Eh, cariño, ¿cómo te trata la vida, estás alerta y olfateando el aire?».

—Me estaba acordando de Brandolyn —se oyó decir.

—Oh, cielo —dijo él, y la empatía en su voz era todo Bob. La conocía bien. ¿No le había servido de apoyo una y otra vez desde 1984? ¿Incluso antes, cuando aún andaban cortejándose y comprendió que nunca habría nadie más? Seguro. Igual que Darcy había sido el apoyo de Bob. La idea de que esa empatia pudiera no ser más que una capa de glaseado sobre un pastel de veneno era demencial. El hecho de que ella estuviera mintiéndole en ese mismo instante lo era aún más. Si, claro estaba, existieran grados de demencia. O quizá demencial era como único, y no existían formas comparativas ni superlativas. ¿Y qué estaba haciendo? Por el amor de Dios, ¿en qué estaba pensando?

Su marido continuaba hablando, y ella no tenía ni idea de lo que acababa de decir.

—Repíteme otra vez eso. Había ido a por el té. —Otra mentira, era imposible que pudiera agarrar algo con las manos tan temblorosas, pero se trataba de una pequeña y verosímil. Y la voz no le temblaba. Eso creía, al menos.

—Quería saber qué había pasado.

—Llamó Donnie y preguntó por su hermana. Eso me hizo pensar en la mía y salí a dar un paseo. No paraba de sorberme la nariz, aunque en parte se debía al frío. Seguro que me lo has notado en la voz.

—Sí, desde el primer momento —dijo él—. Escucha, debería pasar de Burlington y volver a casa mañana.

Darcy casi dejó escapar un «¡No!», pero precisamente eso habría sido todo un error. Conseguiría que se echara a la carretera con la primera luz del alba, preso de la preocupación.

—Hazlo y te pego un puñetazo en el ojo —replicó ella, y se sintió aliviada al oírle reír—. Charlie Frady te contó que merecía la pena ir al rastrillo de Burlington, y sus contactos son buenos. Y también su instinto. Siempre has dicho eso.

—Sí, pero no me gusta oírte tan desanimada.

Que hubiera detectado (¡y al instante!, ¡al instante!) que algo le ocurría era malo. Que fuera necesario mentir sobre cuál era el problema, ah, eso era peor. Cerró los ojos, vio a la Mala Zorrita Brenda gritar dentro de la capucha negra, y volvió a abrirlos.

—Estaba desanimada, pero ya no —le aseguró—. Fue una fuga momentánea. Era mi hermana, y vi cuando mi padre la trajo a casa. A veces me acuerdo, eso es todo.

—Lo sé —dijo él. Con total sinceridad. La muerte de su hermana no fue la razón por la cual se había enamorado de Bob Anderson, pero la comprensión que le brindó había estrechado la conexión.

Brandolyn Madsen había muerto al ser atropellada por una moto de nieve mientras esquiaba a campo traviesa. El conductor, que estaba borracho, huyó, dejando su cuerpo en los bosques a menos de un kilómetro de la casa de los Madsen. Cuando Brandi no regresó antes de las ocho, un par de policías de Freeport y la Patrulla Vecinal formaron una partida de búsqueda. Fue el padre de Darcy quien la encontró y cargó con el cuerpo los ochocientos metros a través del bosque de pinos hasta la casa. Darcy, instalada en la sala de estar, vigilando el teléfono y procurando tranquilizar a su madre, fue la primera en verle. El hombre se adentró en el césped bajo el duro resplandor de la luna llena invernal, expulsando nubes blancas de vaho. El pensamiento inicial de Darcy (aún le resultaba terrible) había sido para esas sensibleras películas románticas en blanco y negro que a veces emitían en el canal TCM, aquellas en las que un novio en su feliz luna de miel cruzaba el umbral de una casita con su nueva esposa en brazos mientras cincuenta violines vertían sirope en la banda sonora.

Bob Anderson, había descubierto Darcy, se identificaba con ella de un modo que muchas personas no podían. No había perdido a un hermano ni a una hermana; había perdido a su mejor amigo. El muchacho había salido como una flecha a la carretera para atrapar una pelota errante durante un partido de béisbol (Bob no había sido el bateador, al menos; no jugaba al béisbol, y aquel día estuvo nadando); le atropello un camión de reparto y murió en el hospital poco después. Esta coincidencia de viejas aflicciones no era el único motivo por el que sentía que su emparejamiento era algo especial, pero le confería cierta cualidad mística, como si fuera no una coincidencia, sino un suceso planeado.

—Quédate en Vermont, Bobby. Ve al rastrillo. Te quiero por preocuparte tanto, pero si vuelves corriendo a casa, me sentiré como una niña pequeña. Y luego me enfadaré.

—De acuerdo. Pero te llamaré mañana a las siete y media. Estás avisada.

Darcy se rio, y sintió alivio al oír que se trataba de una risa sincera…, o tan cercana como para no suponer diferencia alguna. ¿Y por qué no debería permitirse reír con sinceridad? ¿Por qué diablos no? Amaba a su esposo, y le concedería el beneficio de la duda. De cualquier duda. No es que tuviera opción. Uno no podía apagar el amor —ni siquiera el amor con frecuencia ausente que tras veintisiete años a veces se daba por descontado— de la misma forma en que cerraba un grifo. El amor nacía del corazón, y el corazón dictaba sus propios imperativos.

—Bobby, tú siempre llamas a las siete y media.

—Culpable de los cargos. Llámame esta noche si…

—… necesito algo, a cualquier hora —concluyó por él. Ahora volvía a sentirse casi como ella misma. Resultaba realmente asombroso el número de golpes duros que podía encajar la mente—. Lo haré.

—Te quiero, cariño. —La coda de tantas conversaciones en el transcurso de los años.

—Yo también te quiero —dijo ella, sonriendo. Acto seguido colgó, apoyó la frente contra la pared, cerró los ojos, y empezó a llorar antes de que la sonrisa abandonara su rostro.