Darcy se arrodilló, empujó la caja de los catálogos a un lado, y alumbró el espacio bajo la mesa de trabajo. Por un momento no entendió lo que estaba viendo: dos líneas de oscuridad que interrumpían el zócalo liso, una ligeramente más gruesa que la otra. Entonces una hebra de inquietud se formó en su torso, extendiéndose desde el esternón hasta la boca del estómago. Era un escondite.
Déjalo en paz, Darcy. Son sus asuntos, y por tu propia tranquilidad de espíritu deberías dejar las cosas como están.
Buen consejo, pero ya había llegado demasiado lejos para seguirlo. Gateó bajo la mesa con la linterna en la mano, armándose de valor para apartar las telarañas, pero no había ninguna. Si Darcy era la chica paradigma del «ojos que no ven, corazón que no siente», entonces su marido calvo, coleccionista de monedas, explorador, era el chico paradigma del «todo lustroso, todo limpio».
Además, él también ha gateado aquí debajo, así que las telarañas no han tenido ninguna oportunidad de formarse.
¿Eso era cierto? En realidad no lo sabía, ¿verdad?
Pero sospechaba que sí.
Las ranuras se hallaban a cada extremo de una sección de zócalo de unos veinte centímetros de longitud que parecía tener una espiga o algo en el centro de modo que pudiera pivotar. La caja había golpeado lo suficiente para dejarla ligeramente entornada, pero eso no explicaba el clonc. Empujó un lado del panel. Un extremo giró hacia fuera y el otro hacia dentro, revelando una cavidad secreta de unos veinte centímetros de largo, treinta de alto, y quizá unos cuarenta o cincuenta centímetros de profundidad. Pensó que a lo mejor descubría más revistas, posiblemente enrolladas, pero no ocultaba ninguna revista. Contenía una cajita de madera, una que estaba bastante segura de reconocer. Era la caja que había producido el sonido hueco. Había estado situada de pie sobre un lado, y el zócalo pivotante la había derribado.
Metió la mano y —con un sentimiento de desasosiego tan fuerte que casi poseía textura— la extrajo. Era la cajita de roble que le había regalado por Navidad cinco años antes, quizá más. ¿O había sido por su cumpleaños? No se acordaba, solo que la compró en una tienda de artesanía en Castle Rock, y que fue una ganga. Tallada a mano en la tapa, en bajo relieve, había una cadena. Debajo de la cadena, también en bajo relieve, estaba indicado el propósito de la caja: GEMELOS. Bob poseía un revoltijo de gemelos, y aunque para la oficina era partidario de las camisas con botones fijos en los puños, algunas de sus joyas eran bastante bonitas. Recordaba haber pensado que la caja le ayudaría a mantenerlos organizados. Darcy sabía que la había visto encima de la cómoda en su lado del dormitorio durante una temporada después de que desenvolviera el regalo y lanzara las exclamaciones de alegría, pero no recordaba haberla visto últimamente. Claro que no. Estaba aquí fuera, en la cavidad oculta bajo su mesa de trabajo, y habría apostado la casa y el lote (otro de los dichos de su marido) a que si la abriera, no serían gemelos lo que encontraría dentro.
Pues no mires.
Otro buen consejo, pero ya había llegado demasiado lejos para seguirlo. Sintiéndose como una mujer que ha entrado casualmente en un casino y se ha jugado los ahorros de toda su vida a una sola carta, abrió la caja.
Que esté vacía. Por favor Dios, si me amas, que esté vacía.
Pero no lo estaba.
Encerraba tres rectángulos de plástico, atados con una goma elástica. Sacó el fajo, usando únicamente las puntas de sus dedos, como una mujer que sujetara un trapo viejo con miedo a que pudiera estar lleno de gérmenes además de sucio. Darcy retiró la goma.
No eran tarjetas de crédito, como había imaginado en un principio. El primer rectángulo era una tarjeta de donante de la Cruz Roja que pertenecía a una tal Marjorie Duvall. Su grupo era A positivo, su región Nueva Inglaterra. Darcy le dio la vuelta a la tarjeta y vio que Marjorie —quienquiera que fuese— había dado sangre por última vez el dieciséis de agosto de 2010. Hacía tres meses.
¿Quién demonios era Marjorie Duvall? ¿Cómo la conocía Bob? ¿Y por qué el nombre hacía sonar una tenue pero nítida campana?
El siguiente, un carnet de la biblioteca de North Conway, también pertenecía a Marjorie Duvall, y tenía una dirección: Honey Lane número 17, South Gansett, New Hampshire.
El último trozo de plástico era el permiso de conducir de Marjorie Duvall. Parecía una norteamericana perfectamente normal y corriente, de treinta y pocos, no muy atractiva (aunque nadie ofrecía su mejor versión en las fotos del permiso de conducir), pero presentable. Llevaba el cabello rubio oscuro recogido, en un moño o en una coleta; por la foto era imposible distinguirlo. Fecha de nacimiento, 6 de enero de 1974. La dirección coincidía con la del carnet de la biblioteca.
Darcy se percató de que estaba emitiendo un desolado maullido. Era horrible oír un sonido como ese brotando de su propia garganta, pero no podía evitarlo. Y su estómago había sido reemplazado por una bola de plomo. Tiraba de sus entrañas hacia abajo, estirándolas en nuevas y desagradables formas. Había visto la cara de Marjorie Duvall en el periódico. También en las noticias de las seis.
Con manos que no poseían absolutamente ninguna sensibilidad, volvió a poner la gomilla alrededor de los carnet, los introdujo en la caja, y luego colocó está en su escondite secreto. Se disponía a cerrarlo cuando se oyó a sí misma decir:
—No, no, no, no está bien. Imposible.
¿Era la voz de la Darcy Inteligente o de la Darcy Estúpida? Resultaba difícil asegurarlo. Lo único que sabía con certeza era que había sido la Darcy Estúpida quien abrió la caja. Y gracias a la Darcy Estúpida, ahora se hallaba en caída libre.
Sacando otra vez la caja. Pensando: Es un error, tiene que serlo, llevamos casados más de la mitad de nuestras vidas, yo lo sabría, yo lo sabría. Abriendo la caja. Pensando: ¿Alguien conoce a alguien realmente?
Antes de esa noche ciertamente así lo había creído.
El permiso de conducir de Marjorie Duvall era ahora el primero del montón. Antes había sido el último. Darcy lo movió al fondo. Sin embargo, ¿cuál había estado encima, la tarjeta de la Cruz Roja o el carnet de la biblioteca? Era sencillo, tenía que ser sencillo cuando solo existían dos opciones, pero se encontraba demasiado alterada para recordarlo. Puso el carnet de la biblioteca encima y de inmediato supo que estaba mal, porque lo primero que había visto al abrir la caja fue un destello de rojo, rojo sangre, por supuesto, un tarjeta de donante tendría que ser roja, así que esa era la que había estado encima.
Las ordenó así, y estaba poniendo la goma alrededor de la pequeña colección de plástico cuando el teléfono de casa empezó a sonar de nuevo. Era él. Era Bob, llamando desde Vermont, y de haberse hallado en la cocina para contestar la llamada, habría oído su alegre voz (una voz que conocía tan bien como la suya propia) preguntando: «Eh, cariño, ¿cómo estás?».
Los dedos se agitaron nerviosamente y la banda elástica se partió. Salió volando, y Darcy lanzó un grito, ignoraba si de frustración o de miedo. Pero en verdad, ¿por qué debería tener miedo? Veintisiete años de matrimonio y nunca le había puesto la mano encima, excepto para acariciarla. Y sólo en contadas ocasiones le había levantado la voz.
El teléfono sonó otra vez…, otra vez…, y luego se cortó en mitad de un timbrazo. Ahora vendría un mensaje. «¡Otra vez que no te pillo! ¡Mierda! Llámame o empezaré a preocuparme, ¿vale? El número es…».
También añadiría el número de su habitación. Nunca dejaba nada al azar, nunca daba nada por sentado.
Lo que estaba pensando no podía ser cierto. Rotundamente no. Era como uno de aquellos delirios monstruosos que a veces se erguían desde el fango de la mente humana, centelleando con horrible verosimilitud: que la indigestión ácida era el preludio de un ataque al corazón, el dolor de cabeza un tumor cerebral, y que el hecho de que Petra no llamara el domingo por la noche significaba que había sufrido un accidente de tráfico y yacía en coma en algún hospital. Pero esos delirios por lo general venían a las cuatro de la madrugada, cuando el insomnio tomaba el mando. No a las ocho de la tarde… Y ¿dónde estaba la maldita goma?
La encontró por fin, detrás de la caja de los catálogos que no deseaba volver a mirar nunca más. Se la metió en el bolsillo, hizo ademán de ponerse en pie sin recordar dónde estaba, y se golpeó la cabeza contra el tablero de la mesa. Darcy se echó a llorar.
No había ninguna otra goma en los cajones, y eso provocó que llorara con más rabia. Regresó a la casa por el pasillo exterior, con esos carnets inexplicables, horrible, en el bolsillo de su bata, y logró encontrar una de repuesto en el cajón de la cocina donde guardaba toda clase de porquería semiútil: clips, alambres de bolsas de pan, imanes de nevera que habían perdido la mayor parte de su fuerza. Uno de estos decía DARCY MOLA, un regalito de Navidad que Bob le había dejado en el calcetín de la chimenea.
En la encimera, la luz del teléfono parpadeaba ininterrumpidamente, informando: «mensaje, mensaje, mensaje».
Regresó a toda prisa al garaje sin sujetarse las solapas de la bata. Ya no sentía el frío exterior, porque el interior lo superaba. Y además tenía aquella bola de plomo que desplegaba sus entrañas. Alargándolas. Era vagamente consciente de que necesitaba evacuar sus intestinos, y urgentemente.
Da igual. Aguanta. Finge que estás en la autopista y que todavía faltan treinta kilómetros para la próxima área de servicio. Acaba esto. Deja todo como estaba. Después ya podrás…
Después podrá ¿qué? ¿Olvidarlo?
Ni por asomo.
Ató los carnet con la goma, reparó en que el permiso de conducir había retornado de algún modo al primer lugar, y se llamó a sí misma «zorra estúpida», un peyorativo que le habría valido un bofetón en la cara a Bob, de haberse atrevido alguna vez a aplicárselo. Cosa que nunca había hecho.
—Una zorra estúpida pero no una zorrita esclava —refunfuñó, y un calambre le apuñaló el vientre. Cayó de rodillas y permaneció inmóvil así, esperando a que remitiera. Si el garaje tuviera cuarto de baño, habría salido disparada hacia él, pero no tenía. Cuando el calambre la liberó —a regañadientes—, reorganizó las tarjetas en el orden que consideraba correcto (donante de sangre, biblioteca, permiso de conducir), y luego las volvió a depositar en la caja de GEMELOS. La caja devuelta al agujero. La sección de zócalo girada y firmemente cerrada. La caja de los catálogos en el sitio donde la había hecho tropezar: sobresaliendo ligeramente bajo la mesa. Bob nunca apreciaría la diferencia.
Pero ¿estaba segura de eso? Si su marido era lo que ella pensaba —monstruoso que una idea semejante ocupara su mente, cuando apenas media hora antes únicamente quería unas pilas nuevas para el puñetero mando a distancia—, si lo fuera, entonces había sido cuidadoso durante mucho tiempo. Y efectivamente era cuidadoso, era ordenado, era el chico «todo lustroso, todo limpio», pero si además era lo que esas puñeteras (no, malditas) tarjetas de plástico parecían insinuar, entonces debía ser sobrenaturalmente cuidadoso. Sobrenaturalmente observador. Astuto.
Era una palabra en la que nunca había pensado en conexión con Bob hasta esa noche.
—No —le dijo al garaje. Estaba sudando, el cabello se le adhería a la cara en feas espigas, sufría retortijones y las manos le temblaban como si padeciera Parkinson, pero su voz continuaba extrañamente tranquila, extrañamente serena—. No, no puede ser. Es un error. Mi marido no es Beadie.
Volvió a entrar en la casa.