Estuvo de vuelta en la cocina antes de que saltara el contestador automático, pero esperó. Si fuera Bob, dejaría que respondiera la máquina. En ese preciso instante no deseaba hablar con él, pues su voz podría delatarla. Supondría que había salido a la tienda de la esquina o quizá a la Aldea del Vídeo, y volvería a llamar dentro de una hora. Dentro de una hora, después de que su desagradable descubrimiento hubiera tenido la ocasión de asentarse un poco, se encontraría bien y podrían mantener una conversación agradable.
Pero no era Bob, era Donnie.
—Oh, mierda, de veras que quería hablar con vosotros.
Descolgó el teléfono, se apoyó contra la encimera, y dijo:
—Pues habla. Venía del garaje.
Donnie rebosaba de noticias. Ahora vivía en Cleveland, Ohio, y tras dos años de trabajo ingrato en un puesto de principiante en la mayor agencia publicitaria de la ciudad, él y un amigo habían decidido emprender camino por su cuenta. Bob se lo había desaconsejado con insistencia, alegando que Donnie y su socio nunca conseguirían el crédito inicial que necesitaban para sobrevivir al primer año.
—Despierta —le había dicho después de que Darcy le cediera el teléfono. Esto había ocurrido a principios de primavera, con los últimos vestigios de nieve aún acechando bajo los árboles y los arbustos del patio de atrás—. Tienes veinticuatro años, Donnie, igual que tu amigo Ken. Ni siquiera podéis contratar un seguro a todo riesgo hasta dentro de un año, solo el de responsabilidad a terceros. Ningún banco os va a conceder setenta mil dólares para ponerlo en marcha, sobre todo estando la economía como está.
Pero sí lograron el crédito, y ahora acababan de aterrizar dos clientes importantes, ambos el mismo día. El primero era un concesionario de coches que buscaba un enfoque fresco que atrajera a compradores en la treintena. El otro era el mismo banco que le había proporcionado a Anderson & Hayward la financiación inicial. Darcy gritó de alegría, y Donnie la imitó. Charlaron durante unos veinte minutos. En cierto punto de la conversación se vieron interrumpidos por el doble pitido de una llamada entrante.
—¿Quieres contestar? —preguntó Donnie.
—No, seguro que es tu padre. Está en Montpelier, mirando una colección de peniques de acero. Volverá a llamar antes de irse a la cama.
—¿Cómo está?
Bien, pensó. Explorando nuevos intereses.
—Alerta y olfateando el aire —respondió. Era una de las expresiones favoritas de Bob, y motivó la risa de Donnie. A ella le encantaba oírle reír.
—¿Y Pets?
—Llámala tú mismo a ver, Donald.
—Sí, sí, vale. Siempre lo estoy posponiendo. Entretanto, hazme un resumen.
—Está fenomenal. De lo único que habla es de la boda.
—Cualquiera creería que es la semana que viene y no en junio.
—Donnie, si no te esfuerzas por entender a las mujeres, nunca te casarás.
—No tengo ninguna prisa, ya me divierto bastante.
—Mientras seas cuidadoso…
—Soy muy cuidadoso y muy educado. Tengo que irme, mamá. He quedado con Ken para tomar una copa dentro de media hora. Vamos a empezar a devanarnos los sesos para el encargo de los coches.
Estuvo a punto de decirle que no bebiera demasiado, pero se contuvo. Puede que aún aparentara ser un adolescente, y el recuerdo más nítido que tenía de su hijo era de cuando tenía cinco años y, vestido con su chaqueta roja de pana, empujaba incansablemente su patinete arriba y abajo por las avenidas de cemento del parque Joshua Chamberlain en Pownal; sin embargo, ya no era ninguno de esos muchachos. Era un hombre joven, y además, por improbable que pareciera, un joven empresario que empezaba a abrirse camino en el mundo.
—De acuerdo —dijo ella—. Gracias por llamar, Donnie. Fue un gusto.
—Lo mismo digo. Saluda al viejo cuando llame y dale recuerdos.
—Lo haré.
—Alerta y olfateando el aire —dijo Donnie, y se rio con disimulo—. ¿A cuántas manadas de Lobatos les ha enseñado eso?
—A todas. —Darcy abrió la nevera para ver si por casualidad había una Butterfinger enfriándose a la espera de sus amorosas atenciones. No—. Es un horror.
—Te quiero, mamá.
—Yo también te quiero.
Colgó, sintiéndose bien otra vez. Sonriendo. Pero mientras permanecía allí, apoyada contra la encimera, su sonrisa se diluyó.
Un clonc.
Se había oído un golpe al empujar la caja de los catálogos bajo la mesa. No un estrépito, como el provocado si la caja hubiera chocado con una herramienta caída en el suelo, sino un clonc. Una especie de sonido hueco.
Me da igual.
Por desgracia, no era cierto. Ese ruido metálico constituía un asunto inconcluso. También la caja. ¿Habría más revistas como Zorritas Esclavas escondidas allí?
No quiero saberlo.
Correcto, sí, pero quizá debería averiguarlo igualmente. Porque si esa fuera la única, habría acertado al suponer que no se trataba más que de una curiosidad sexual que había saciado por completo con una simple ojeada a un mundo repugnante (y desequilibrado, agregó para sí misma). Si hubiese más, eso probablemente no modificaría nada —se iba a deshacer de ellas, después de todo—, pero quizá debería saberlo.
Sin embargo, más que nada…, aquel clonc. Persistía en su mente más que el interrogante sobre las revistas.
Se agenció una linterna de la despensa y volvió al garaje. Inmediatamente se cerró la bata, prendida por las solapas, y lamentó no haberse puesto la chaqueta. Empezaba a hacer frío de verdad.