El mando a distancia del televisor no funcionaba, y no había pilas de tamaño AA en el armario de la cocina a la izquierda del fregadero. Las había de tipo C y de tipo D, vio incluso un paquete sin abrir de las chiquititas, las triple A, pero ninguna puñetera doble A. Por tanto, salió al garaje porque sabía que Bob guardaba allí un alijo de Duracells, y eso bastó para cambiar su vida. Era como si todo el mundo anduviera por el aire, a mucha altura. Un triste pasito en la dirección equivocada y uno se encontraba en caída libre.
La cocina y el garaje estaban conectados por un pasadizo exterior. Darcy lo atravesó a toda prisa, ciñéndose la bata; dos días antes había tocado fin el verano indio, ese año excepcionalmente cálido, y ahora el tiempo era más propio de noviembre que de octubre. El viento le pellizcó los tobillos. Probablemente debería haberse puesto calcetines y pantalones, pero Dos hombres y medio iba a comenzar en menos de cinco minutos, y la maldita tele se quedó pillada en la CNN. Si Bob hubiera estado aquí, le habría pedido que cambiara de canal manualmente (existían botones para eso en algún sitio, probablemente en la parte de atrás, donde solo un hombre sería capaz de encontrarlos), y luego le habría enviado a por las pilas. El garaje constituía gran parte de sus dominios, al fin y al cabo. Ella solo entraba para sacar su coche, y eso solo en los días de mal tiempo; de lo contrario aparcaba en la rotonda de la entrada. Pero Bob estaba en Montpelier, evaluando una colección de peniques de acero de la Segunda Guerra Mundial, y ella era, al menos temporalmente, la única responsable de casa Anderson.
Tanteó en busca del trío de interruptores al lado de la puerta, y los empujó hacia arriba con el canto de la mano. Los fluorescentes zumbaron en el techo. El garaje era espacioso y se veía recogido, las herramientas colgadas en los tableros y la mesa de trabajo de Bob bien ordenada. El suelo era un bloque de cemento pintado del color gris de los acorazados. Ni rastro de manchas de aceite; Bob decía que las manchas de aceite en un garaje indicaban que los dueños dirigían una chatarrería o que descuidaban el mantenimiento. El Prius de un año que utilizaba para sus desplazamientos diarios a Portland se encontraba allí; se había llevado su veterano dinosaurio SUV a Vermont. El Volvo de ella estaba aparcado fuera.
—Es muy fácil meterlo dentro —había dicho él en más de una ocasión (cuando llevabas casado más de veintisiete años, los comentarios originales tendían a escasear)—. Solo tienes que usar el mando en el parasol del coche.
—Me gusta que esté donde pueda verlo —contestaba ella siempre, aunque el verdadero motivo estribaba en su temor a chocar con la puerta del garaje al dar marcha atrás. Odiaba la marcha atrás. Y suponía que él lo sabía…, igual que ella sabía de su peculiar manía de guardar los billetes en la cartera con el anverso hacia arriba y que nunca depositaría un libro abierto boca abajo al hacer una pausa en la lectura porque, según decía, se deterioraba el lomo.
Al menos en el garaje hacía calor; unas gruesas tuberías plateadas (probablemente se denominaban conductos, pero Darcy no estaba del todo segura) cruzaban el techo. Se acercó al banco de trabajo, donde se hallaban alineados varios cajones de hojalata, cada uno nítidamente etiquetado: PERNOS, TORNILLOS, GOZNES & ABRAZADERAS, FONTANERÍA, y —encontró esto último bastante simpático— CHISMES & CÍA. Un calendario en la pared mostraba una chica de portada del Sports Illustrated, en biquiñi, tan joven y sexy que le resultaba deprimente; a la izquierda del calendario había dos fotos clavadas con chinchetas. Una era de Donnie y Petra en el campo de la Liga Infantil de Yarmouth, vestidos con camisetas de los Red Sox de Boston. Debajo, con rotulador Magic Marker, Bob había escrito EL EQUIPO DE CASA, 1999. En la otra, mucho más reciente, se veía a una adulta Petra que rayaba en la hermosura, posando junto a Michael, su prometido, delante de una marisquería en Old Orchard Beach; se rodeaban el uno al otro con los brazos. La leyenda con Magic Marker debajo de esta decía ¡LA FELIZ PAREJA!
El armario donde guardaba las pilas tenía una etiqueta de cinta Dymo con la inscripción MATERIAL ELÉCTRICO y estaba montado a la izquierda de las fotos. Darcy se movió en esa dirección sin mirar por donde iba, confiando en la pulcritud casi maníaca de Bob, y tropezó con una caja de cartón que sobresalía un poco bajo el banco de trabajo. Trastabilló, pero consiguió asirse a la mesa en el último segundo posible. Se rompió una uña —algo doloroso y molesto— pero se ahorró una caída potencialmente fea, lo cual era bueno. Muy bueno, considerando que no había nadie en la casa para llamar al 911 en caso de que se hubiera abierto el cráneo contra el suelo, sin grasa y limpio, pero sumamente duro.
Podría haber colocado la caja en su sitio simplemente empujándola con el pie; más tarde se percataría de esto y lo meditaría detenidamente, como un matemático revisando una ecuación abstrusa y complicada. Al fin y al cabo, tenía prisa. Pero divisó un catálogo de costura de Patternworks en la parte superior de la caja, y se arrodilló para recogerlo y llevárselo junto con las pilas. Y cuando lo sacó, debajo encontró un catálogo suyo de Brookstone que había extraviado. Y debajo uno de Paula Young…, de Talbots…, de Forzieri… de Bloomingdale’s…
—¡Bob! —gritó, solo que la exclamación brotó en dos exasperadas sílabas (como ocurría cuando entraba con las botas llenas de barro o dejaba las toallas mojadas tiradas en el suelo del baño, como si vivieran en un hotel de fantasía con criadas a su servicio), no Bob, sino ¡Boob! Porque, realmente, le leía como un libro abierto. Su marido pensaba que ella compraba demasiado por catálogo, y en una ocasión había llegado al punto de declarar que era adicta a ellos (lo cual era ridículo, su adicción eran las Butterfingers). Aquel pequeño análisis psicológico le había hecho acreedor de un airado rechazo durante dos días. Pero sabía cómo funcionaba la mente de ella, y que con respecto a cosas que no eran absolutamente vitales se comportaba como la chica que había dado origen al dicho «ojos que no ven, corazón que no siente». De modo que él había reunido los catálogos, el muy furtivo, y los había escondido aquí fuera. Probablemente el próximo destino habría sido el contenedor de reciclaje.
Danskin… Express… Computer Outlet… Macworld… Monkey Ward… Layla Grace…
Cuanto más escarbaba, más crecía su exasperación. Cualquiera pensaría que se encontraban tambaleándose al borde de la bancarrota debido a sus derrochadoras aficiones, lo cual se trataba de una solemne tontería. Se había olvidado por completo de Dos hombres y medio; ya estaba juntando las cuarenta que le iba a cantar cuando Bob la llamara desde Montpelier (siempre telefoneaba al regresar al motel después de la cena). Pero antes pretendía devolver todos esos catálogos a la puñetera casa, para lo cual necesitaría tres o posiblemente cuatro viajes, porque el montón tenía más de medio metro de altura, y aquellos catálogos profesionales pesaban una barbaridad. No era de extrañar que hubiera tropezado con la caja.
Muerte por catálogo, pensó. Esa sí que sería una forma irónica de…
El pensamiento se quebró tan limpiamente como una rama seca. Continuaba ojeando, revisado ya una cuarta parte del montón, y debajo del Gooseberry Patch (decoración rural), llegó a algo que no era un catálogo. No, no tenía absolutamente nada de catálogo. Se trataba de una revista llamada Zorritas Esclavas. Estuvo a punto de no sacarla, y probablemente no lo habría hecho si la hubiera encontrado en uno de sus cajones, o en el estante superior del armario junto a los elixires crecepelo. Sin embargo, descubrirla aquí, escondida en un montón de lo que deberían ser al menos doscientos catálogos (los catálogos de ella) encerraba algo que iba más allá de la vergüenza que un hombre podría sentir respecto a un vicio sexual.
La mujer de la portada estaba atada a una silla, desnuda excepto por una capucha negra, pero la capucha solo le cubría la mitad superior de la cara y uno podía ver que gritaba. La inmovilizaban gruesas cuerdas que le mordían los pechos y el vientre. Sangre falsa le manchaba la barbilla, el cuello y los brazos. A pie de página, en caracteres amarillo chillón, aparecía este desagradable gancho. ¡BRENDA, UNA ZORRITA MALA, RECIBE LO QUE PIDIÓ EN LA PÁGINA 49!
Darcy no tenía intención alguna de ir a la página 49, ni a cualquier otra. Ya había deducido de qué se trataba: una investigación masculina. Sabía de esta clase de indagaciones por un artículo de Cosmo que había leído en la consulta del dentista. Una mujer había escrito a una de las muchas consejeras de la revista (en concreto a la psiquiatra en plantilla especializada en prácticas sexuales atrevidas) acerca de un par de revistas gay que había encontrado en el maletín de su marido. Material muy explícito, decía la remitente, y ahora le preocupaba que su marido pudiera estar en el armario. Aunque si así fuera, proseguía, lo disimulaba ciertamente bien en el dormitorio.
No había necesidad de preocuparse, respondía la consejera. Los hombres eran aventureros por naturaleza, y a muchos de ellos les gustaba investigar comportamientos sexuales alternativos —el sexo gay ocupaba el primer puesto en este sentido, seguido muy de cerca por el sexo en grupo— o fetichistas: deportes acuáticos, travestismo, sexo en público, látex. Y, por supuesto, el sadomasoquismo. Añadía que algunas mujeres también se sentían fascinadas por la práctica de la esclavitud, lo que desconcertó a Darcy, pero ella habría sido la primera en admitir que no lo sabía todo.
Investigación masculina, no se trataba de nada más. Quizá hubiera visto la revista en un quiosco en algún sitio (aunque cuando Darcy intentó imaginarse esa portada en particular a la vista en un expositor, su mente se mostró reacia) y le había picado la curiosidad. O quizá la hubiera rescatado de un cubo de basura en una tienda de conveniencia. La habría traído a casa, la habría hojeado aquí en el garaje, habría quedado tan horrorizado como ella (la sangre en la modelo de la portada era obviamente falsa, pero el grito parecía demasiado real), y entonces la enterró en esta pila gigantesca de catálogos destinada al contenedor de reciclaje para evitar que ella la encontrara y le hiciera pasar un mal trago. No era más que eso, una singularidad. Si continuaba ojeando el resto de los catálogos, no hallaría nada similar. Quizá varios Penthouse y revistas de ropa interior, sabía que a la mayoría de los hombres les gustaba la seda y la lencería, y Bob no era ninguna excepción a este respecto, pero nada más del género de Zorritas Esclavas.
Volvió a mirar la portada, y notó una cosa rara: no tenía marcado ningún precio. Ni código de barras. Comprobó la contraportada, con curiosidad por el precio que tendría una revista semejante, y se le crispó el rostro cuando vio la fotografía: una rubia desnuda atada con correas a una superficie parecida a una mesa quirúrgica de acero. La expresión de terror en esta mujer, no obstante, parecía tan real como un billete de tres dólares, lo cual resultaba en cierto sentido reconfortante. Y el hombre corpulento encorvado sobre ella con lo que aparentaba ser un cuchillo Ginsu se veía ridículo en conjunción con sus brazaletes y sus calzoncillos de cuero; parecía más un contable que alguien a punto de trinchar a la Zorrita Esclava para el plat dujour.
Bob es contable, observó su mente.
Un pensamiento estúpido proyectado desde la inmensa Zona Estúpida de su cerebro. Lo desterró de su mente igual que enterró la inconcebiblemente desagradable revista entre los catálogos apilados después de verificar que la contraportada tampoco tenía impreso un precio o un código de barras. Y mientras arrastraba la caja de cartón bajo la mesa de trabajo —había cambiado de opinión con respecto a transportar los catálogos de vuelta a la casa— le sobrevino la solución al misterio de la ausencia de precio/código de barras. Se trataría de una de esas revistas que se vendían dentro de una funda de plástico que tapaba las partes de mal gusto. El precio y el código habrían estado en la envoltura, eso era, por supuesto, ¿qué otra cosa podría ser? Debía de haber comprado esa puñetera cosa en algún sitio, suponiendo que no la hubiera pescado en la basura.
Puede que la comprara en internet. Seguro que hay sitios que se especializan en esta clase de cosas. Para no mencionar las jovencitas que se visten para aparentar doce años.
—No importa —dijo, con un solo asentimiento de cabeza, rápido y enérgico. Ya era un trato cerrado, una carta no reclamada, una discusión finiquitada. Si se lo mencionara por teléfono esa noche, o cuando regresara a casa, se mostraría avergonzado y a la defensiva. Probablemente la llamaría ingenua, desde un punto de vista sexual, lo cual suponía que era cierto, y la acusaría de reaccionar de forma exagerada, a lo cual no estaba dispuesta. A lo que estaba dispuesta era a aceptarlo, nena. Un matrimonio se asemejaba a una casa en constante construcción, que cada año contemplaba la finalización de nuevas habitaciones. Un matrimonio durante el primer año levantaba una cabaña; uno que había durado veintisiete poseía una mansión enorme y laberíntica. Sin duda existirían recovecos y espacios de almacenamiento, la mayoría polvorientos y abandonados, algunos conteniendo reliquias desagradables que uno preferiría no haber encontrado. Pero eso no constituía ningún problemón. Uno tiraba esas reliquias a la basura o las donaba a Goodwill.
Le gustó tanto este pensamiento (que poseía cierta sensación concluyente) que lo pronunció en voz alta:
—Ningún problemón.
Y para demostrarlo, propinó a la caja un fuerte empujón con las dos manos, desplazándola hasta el fondo.
Donde se produjo un golpe metálico. ¿Qué era eso?
No quiero saberlo, se dijo, y estaba bastante segura de que el pensamiento no procedía de la Zona Estúpida, sino de la inteligente. El rincón bajo la mesa de trabajo era umbrío, y podría haber ratones. Incluso en un garaje bien cuidado como este podrían refugiarse los ratones, especialmente cuando se avecinaba el frío, y un ratón asustado podría morder.
Darcy se incorporó, se sacudió los faldones de la bata, y salió del garaje. A mitad de camino del pasadizo exterior, oyó que el teléfono comenzaba a sonar.