No lo fue.
Unas siete semanas después del funeral —ya en el nuevo año, el tiempo era sombrío y severo y gélido— sonó el timbre de la casa de Sugar Mili Lane. Cuando Darcy abrió la puerta, se encontró con un caballero de edad avanzada que vestía un abrigo negro y una bufanda roja. En sus manos enguantadas sujetaba ante sí un sombrero de fieltro de la vieja escuela. Su rostro mostraba profundas arrugas (producto del dolor además de los años, pensó Darcy) y cuanto quedaba de su cabello gris era muy corto y fino.
—¿Sí? —dijo ella.
El hombre hurgó en su bolsillo y se le cayó el sombrero. Darcy se agachó y lo recogió. Cuando se enderezó, vio que el anciano caballero extendía una cartera plegable de piel. En ella había una placa dorada y una identificación con foto de su visitante (donde aparecía bastante más joven).
—Holt Ramsey —se presentó, como disculpándose—. Oficina del Fiscal General del Estado. Siento una barbaridad molestarla, señora Anderson. ¿Puedo pasar? Se va a congelar aquí fuera con ese vestido.
—Por favor —dijo ella, y se hizo a un lado.
Observó el renqueante caminar del hombre y el modo en que su mano derecha se desplazó inconscientemente hasta su cadera derecha —como para mantenerla de una pieza—, y un claro recuerdo le vino a la mente: Bob sentado en la cama a su vera, sus dedos fríos tomados como prisioneros en la caliente mano de su marido. Bob hablando. Regodeándose, en realidad.
«Quiero que crean que Beadie es bobo, y se lo han tragado. Porque ellos son bobos. Solo me han interrogado una vez, y fue como testigo, unas dos semanas después de que BD matara a esa Moore. Un viejo con cojera, semirretirado».
Y aquí estaba aquel viejo, plantado ni siquiera a media docena de pasos del lugar donde Bob había muerto. Del lugar donde ella lo había matado. Holt Ramsey parecía enfermo y aquejado de dolor, pero los ojos eran agudos. Se movieron velozmente a derecha e izquierda, asimilándolo todo antes de retornar al rostro de Darcy.
Ten cuidado, se dijo. Ten mucho cuidado con este hombre, Darcellen.
—¿En qué puedo ayudarle, señor Ramsey?
—Bueno, una cosa, si no es demasiado pedir…, me tomaría una taza de café. Tengo un frío horrible. Conduzco un coche del estado, y la calefacción no funciona un carajo. Por supuesto, si le parece una imposición…
—En absoluto. Pero me pregunto… ¿Podría volver a ver su identificación?
Le entregó la placa con serenidad, y colgó su sombrero en el árbol de los abrigos mientras ella la estudiaba.
—Esto de RET estampado debajo del sello… ¿significa que está usted retirado?
—Sí y no. —Sus labios se separaron en una sonrisa que reveló unos dientes demasiado perfectos que sin duda pertenecían a una dentadura postiza—. Tuve que irme, por lo menos oficialmente, cuando cumplí los sesenta y ocho, pero he pasado mi vida entera en la policía estatal o trabajando en la FGE, ya sabe, la oficina del Fiscal General del Estado. Ahora soy como una vieja manguera de bomberos con un puesto honorario en el granero. Una especie de mascota, ¿sabe?
Creo que usted es mucho más que eso.
—Permítame su abrigo.
—No, no, creo que me lo dejaré puesto. No me quedaré mucho rato. Lo colgaría si afuera estuviera nevado, para no mancharle el suelo, pero no es el caso. Hace un frío de narices, ¿sabe? Demasiado frío para que nieve, habría dicho mi padre, y a mi edad lo noto mucho más que hace cincuenta años. O incluso veinticinco.
Mientras le guiaba a la cocina, andando a un ritmo que Ramsey pudiera seguir con facilidad, le preguntó qué edad tenía.
—Setenta y ocho en mayo. —Hablaba con orgullo manifiesto—. Si llego. Esto siempre lo digo para que me traiga suerte. Hasta ahora ha funcionado. Qué cocina tan agradable tiene usted, señora Anderson; un sitio para cada cosa y cada cosa en su sitio. Mi esposa hubiera dado su aprobación. Murió hace cuatro años de un ataque al corazón muy repentino. Cómo la echo de menos. Igual que usted debe de echar de menos a su marido, imagino.
Sus centelleantes ojos —jóvenes y alertas dentro de unas cuencas arrugadas y acosadas por el dolor— inspeccionaron el rostro de Darcy.
Lo sabe. No sé cómo, pero así es.
Comprobó el recipiente de la cafetera y la encendió. Mientras sacaba las tazas del armario, preguntó:
—¿En qué puedo ayudarle, señor Ramsey? ¿O es detective Ramsey?
El anciano se echó a reír, y la risa se transformó en tos.
—Ah, hace la tira de años que nadie me llamaba detective. Puede olvidarse también del Ramsey, si me llama directamente Holt, por mí está bien. Y lo cierto es que deseaba hablar con su marido, ¿sabe? Pero claro, ha fallecido (de nuevo, mis condolencias), conque eso es impensable. Sí, totalmente impensable. —Meneó la cabeza y se aposentó en uno de los taburetes que bordeaban la isleta central de la cocina. Se oyó el roce del abrigo y, en algún sitio dentro de su cuerpo enjuto, un hueso crujió—. Pero le confesaré algo: un viejo que vive en un cuarto alquilado, que es mi caso, aunque no está mal, a veces se aburre con la tele como única compañía, y por tanto pensé, qué diablos, igualmente podría conducir hasta Yarmouth y hacer mis preguntitas. Ella será incapaz de contestar a la mayoría, me dije, tal vez a ninguna, pero ¿por qué no ir de todas formas? Necesitas salir de aquí antes de que empieces a echar raíces, me dije.
—Un día en que se prevé que la temperatura máxima alcance los diez bajo cero —comentó ella—. En un coche del estado con la calefacción estropeada.
—Ajá, pero llevo puesta mi ropa interior térmica —replicó modestamente.
—¿No tiene coche propio, señor Ramsey?
—Sí, sí —respondió, como si tal posibilidad no se le hubiera ocurrido nunca hasta ese momento—. Venga a sentarse, señora Anderson. No hay necesidad de agazaparse en el rincón. Soy demasiado viejo para morderla.
—No, el café estará listo en un minuto —dijo ella. Temía a este anciano. Bob también debería haberle temido, aunque, por supuesto, Bob ya se encontraba más allá del miedo—. Mientras tanto, tal vez pueda contarme de qué quería hablar con mi marido.
—Bien, no se lo va a creer, señora Anderson…
—Llámeme Darcy, ¿de acuerdo?
—¡Darcy! —Parecía encantado—. ¡Vaya nombre más precioso, a la antigua usanza!
—Gracias. ¿Lo toma con leche?
—Negro como mi sombrero, así lo tomo. Solo que me gusta pensar en mí mismo como uno de los héroes de sombrero blanco, la verdad. Bueno, podría serlo, ¿no? Por lo de perseguir criminales y eso. Así es como me herí la pierna, ¿sabe? En una persecución de coche a gran velocidad, allá por el 89. El tipo mató a su mujer y a sus dos hijos. Ahora un crimen así suele ser un acto pasional, cometido por un hombre que está borracho o drogado o no del todo en sus cabales. —Ramsey se tocó el fino cabello con un dedo que la artritis había retorcido de forma asimétrica—. No este tipo. Lo hizo por el seguro. Intentó que pareciera una, cómo se llama, invasión del hogar. No entraré en detalles, pero empecé a husmear y a husmear aquí y allá. Me pasé tres años husmeando. Y por fin estuve convencido de que tenía lo suficiente para arrestarle. Tal vez no lo suficiente para conseguir una condena, pero no había necesidad de contarle eso a él, ¿verdad?
—Supongo que no —dijo Darcy. El café estaba caliente, y lo sirvió. Decidió tomar el suyo también solo. Y beberlo lo más rápido posible. De ese modo la cafeína la golpearía de inmediato y encendería sus luces.
—Gracias —dijo el viejo detective cuando ella se lo acercó a la mesa—. Muchísimas gracias. Es usted la amabilidad en persona. Café caliente en un día frío, ¿qué otra cosa mejor puede haber? Sidra caliente con especias, tal vez; no se me ocurre nada más. Bueno, ¿dónde estaba? Ah, ya sé. Dwight Cheminoux. Al norte, en el condado de Aroostook, fue esto. Al sur de los bosques de Hainesville.
Darcy atacó su café. Observó a Ramsey sobre el borde de su taza y de repente le dio la impresión de volver a estar casada; un largo matrimonio, en muchos sentidos un buen matrimonio (pero no en todos los sentidos), de la clase que parecía una broma: ella sabía que él lo sabía, y él sabía que ella sabía que él lo sabía. Una clase de relación así era similar a mirar en un espejo y ver otro espejo, un pasillo de espejos extendiéndose hasta el infinito. La única pregunta real consistía en qué iba a hacer ese hombre con respecto a lo que sabía. Qué podría hacer.
—Bien —prosiguió Ramsey, que dejó su taza de café y comenzó a frotarse inconscientemente la pierna dolorida—, el hecho simple es que yo confiaba en provocar a ese tipo. Lo que quiero decir es que tenía las manos manchadas con la sangre de una mujer y dos niños, así que me sentía legitimado para jugar un poco sucio. Y funcionó. Huyó y yo lo perseguí al interior de los bosques de Hainesville, donde dice la canción que hay una lápida a cada kilómetro. Los dos nos estrellamos en la Curva de Wickett, él contra un árbol y yo contra él. Ahí es donde conseguí esta pierna, por no mencionar la barra de acero que tengo en el cuello.
—Lo siento. ¿Y el tipo al que perseguía? ¿Qué consiguió él?
Las comisuras de la boca de Ramsey se curvaron en una seca sonrisa de singular frialdad. Sus ojos jóvenes centellearon.
—Consiguió la muerte, Darcy. Ahorró al estado cuarenta o cincuenta años de pensión completa en Shawshank.
—Es usted todo un sabueso del cielo, ¿verdad, señor Ramsey?
El anciano, en lugar de mostrar perplejidad, se llevó las manos deformes al lado de la cara, con las palmas hacia afuera, y recitó con voz cantarina de colegial:
—«Yo huí de Él a través de las noches y a través de los días; yo huí de Él a través de los arcos de los años; yo huí de Él a través de caminos laberínticos…». Etcétera.
—¿Aprendió eso en el colegio?
—No, señora, en las Juventudes Metodistas. Hace muchos años. Me gané una biblia, que perdí en el campamento de verano al año siguiente. Solo que no la perdí; me la robaron. ¿Puede imaginarse a alguien tan ruin para robar una biblia?
—Sí —respondió Darcy.
El anciano se echó a reír.
—Darcy, adelante, llámeme Holt. Por favor. Todos mis amigos lo hacen.
¿Es usted mi amigo? ¿Lo es?
No lo sabía, pero de una cosa sí estaba segura: nunca habría sido amigo de Bob.
—¿Es el único poema que conoce de memoria? ¿Holt?
—Bueno, antes sabía «La muerte del jornalero» —dijo—, pero ahora solo me acuerdo de la parte acerca de que el hogar es el sitio donde, cuando vas, tienen que acogerte. Es una gran verdad, ¿no le parece?
—Sin duda —asintió Darcy.
Los ojos de Ramsey —de un color avellana claro— buscaron los suyos. La intimidad de esa mirada resultaba indecente, como si la estuviera contemplando desnuda. Y agradable, quizá por el mismo motivo.
—¿Qué quería preguntarle a mi marido, Holt?
—Bien, ya hablé con él en una ocasión, ¿sabe?, aunque no estoy seguro de que lo recordara si siguiera vivo. Fue hace mucho tiempo. Los dos éramos mucho más jóvenes, y usted debía de ser una chiquilla, teniendo en cuenta lo joven y hermosa que es ahora.
Ella le dirigió una fría sonrisa que expresaba «ahórrese las molestias», y a continuación se levantó para servirse una nueva taza de café. Ya no quedaba nada de la primera.
—Puede que haya oído hablar de los asesinatos de Beadie —dijo él.
—¿El hombre que mataba mujeres y enviaba sus carnets a la policía? —Regresó a la mesa, con la taza de café perfectamente estable en su mano—. Ese asunto es carnaza para los periódicos.
La apuntó con el dedo —en un gesto similar a la pistola imaginaria de Bob— y la obsequió con un guiño.
—Correcto. Sí, señora. «Si hay sangre, hay noticia», ese es su lema. Dio la casualidad de que trabajé un poco en el caso. Por entonces todavía no me había retirado, pero ya estaba cerca. Tenía cierta reputación de ser un tipo que a veces obtenía resultados husmeando aquí y allá…, siguiendo mis…, cómo le diría…
—¿Instintos?
Una vez más la pistola de dedos. Una vez más el guiño. Como si existiera un secreto y ambos estuvieran involucrados.
—Sea como sea, me mandaron a trabajar por mi cuenta, ya sabe, el viejo cojo Holt enseña sus fotos por ahí, hace sus preguntas, y… bueno, ya sabe, simplemente husmea. Porque siempre he tenido buen olfato para esta clase de trabajo, Darcy, y nunca lo he perdido, en realidad. Esto fue en el otoño de 1997, no mucho después de que fuera asesinada una mujer llamada Stacey Moore. ¿Le suena el nombre?
—Creo que no —respondió Darcy.
—Se acordaría si hubiera visto las fotos de la escena del crimen. Un asesinato horrible, cuánto debió de sufrir esa mujer.
»Pero claro, el tipo este que se hace llamar Beadie estuvo mucho tiempo inactivo, más de quince años, y debía de tener un montón de vapor acumulado en su caldera, esperando a explotar. Y quien se escaldó fue esta mujer.
»Bueno, pues el fiscal general en aquel entonces me puso en el caso. “Que el viejo Holt pruebe suerte”, dice, “no tiene otra cosa que hacer, y no molestará”. El viejo Holt, ya me llamaban así entonces. Debido a la cojera, me imagino. Hablé con los amigos de la mujer, con sus familiares, con sus vecinos en la Ruta 106, y con sus compañeros de trabajo en Waterville. Oh, hablé con mucha gente. Era camarera en un local de la ciudad llamado Restaurante Sunnyside. Entran muchas aves de paso, porque la autopista está calle abajo, pero me interesaban más sus clientes asiduos. Sobre todo los hombres.
—Es lógico que le interesaran —murmuró ella.
—Uno de ellos resultó ser un tipo presentable, bien vestido, en torno a los cuarenta. Iba cada tres o cuatro semanas, y siempre se sentaba en uno de los reservados que atendía Stacey. Ahora bien, a lo mejor no debería contar esto, pues el tipo resultó ser su difunto esposo… y no debería hablar mal de los muertos, pero como los dos están muertos, me figuro que eso se anula, si entiende lo que quiero decir… —Ramsey se interrumpió, en apariencia confuso.
—Se está enredando —dijo Darcy, divertida a su pesar. Quizá quisiera divertirla. No podría asegurarlo—. Hágase un favor y dígalo sin más, ya soy una niña grande. ¿Flirteaba con él? ¿Se trata de eso? No sería la primera camarera que flirtea con un hombre en la carretera, aun cuando el hombre lleve una alianza en el dedo.
—No, no es exactamente eso. Según lo que me contaron las otras camareras…, y por supuesto debería tomarlo con escepticismo, porque todos la adoraban… fue él quien flirteaba con ella. Y según las camareras, a ella le disgustaba. Decía que aquel hombre le daba escalofríos.
—Eso no concuerda con el carácter de mi marido. —O con lo que Bob le había contado, para el caso.
—No, pero probablemente lo era. Su marido, quiero decir. Y una mujer no siempre sabe lo que su maridito hace en la carretera, aunque pueda creer que sí. De todos modos, una de las camareras me contó que este tipo conducía un Toyota 4Runner. Lo sabía porque ella tenía uno igual. Y ¿sabe qué? Varios vecinos de la Moore habían visto un 4Runner similar merodeando cerca de la granja de la familia unos días antes de que la mujer fuera asesinada. En una ocasión solo un día antes de que se cometiera el asesinato.
—Pero no el mismo día.
—No, pero sin duda un tipo tan cuidadoso como este Beadie estaría pendiente de una cosa así. ¿No?
—Supongo.
—Bien, disponía de una descripción y sondeé la zona en torno al restaurante. No tenía nada mejor para hacer. Durante una semana lo único que conseguí fueron ampollas y unas pocas tazas de misericordioso café, ¡aunque ninguno tan bueno como el suyo! Estaba a punto de rendirme, pero entonces casualmente me detuve en un sitio del centro. Monedas Mickleson’s. ¿Ese nombre le suena?
—Claro. Mi marido era numismático y Mickleson’s era una de las tres o cuatro mejores tiendas de compra-venta del estado. Ya no existe. El viejo señor Mickleson murió y su hijo cerró el negocio.
—Sí. Bien, ya sabe lo que dice la canción, al final el tiempo se lo lleva todo, tus ojos, el brío de tus pasos, hasta tu jodida suspensión, perdone mi lenguaje. Pero en aquel entonces George Mickleson estaba vivo…
—Alerta y olfateando el aire —murmuró Darcy.
Holt Ramsey sonrió.
—Justo como usted dice. En cualquier caso, reconoció la descripción. «Vaya, ese parece Bob Anderson», dice. Y ¿adivina qué? Conducía un Toyota 4Runner.
—Ah, pero de eso hace mucho tiempo —dijo Darcy—. Lo entregó como pago parcial de un…
—Chevrolet Suburban, ¿verdad? —Ramsey pronunció el nombre de la compañía como Shivvaley.
—Sí. —Darcy juntó las manos y miró a Ramsey con calma. Ya habían llegado casi al meollo del asunto. La única cuestión era en cuál de los cónyuges del ahora disuelto matrimonio Anderson estaba más interesado este anciano de ojos agudos.
—Por casualidad no tendrá todavía ese Suburban, ¿no?
—No. Lo vendí un mes después de la muerte de mi marido. Puse un anuncio en la guía de trueques Uncle Henry’s, y voló enseguida. Pensé que tendría problemas, por la cantidad de kilómetros y el alto precio de la gasolina, pero no. Claro que no conseguí mucho por él.
Y dos días antes de que el comprador viniera a recogerlo, ella lo había registrado a conciencia, de cabo a rabo, sin omitir levantar la alfombra del compartimiento de carga. No encontró nada, pero aun así pagó cincuenta dólares para que lo lavaran por fuera (lo cual no le preocupaba) y lo limpiaran con vapor por dentro (lo cual sí).
—Ah, la Uncle Henry’s. Vendí el Ford de mi difunta esposa del mismo modo.
—Señor Ramsey…
—Holt.
—Holt, ¿fue usted capaz de identificar positivamente a mi marido como el hombre que solía flirtear con Stacey Moore?
—Bueno, cuando hablé con el señor Anderson, admitió que iba al Sunnyside de vez en cuando, lo admitió sin reparos, pero afirmaba que nunca se había fijado en ninguna de las camareras en particular. Dijo que por lo general tenía la cabeza enterrada entre papeles. Pero por supuesto enseñé su foto, la de su permiso de conducir, ¿entiende?, y los empleados lo reconocieron.
—¿Sabía mi marido que usted tenía… un interés especial en él?
—No. Por lo que a él concernía, yo no era más que el viejo Cojo Lennie en busca de testigos que pudieran haber presenciado algo. Nadie teme a un pato viejo como yo, ¿sabe?
A mi me da mucho miedo.
—No parece que haya caso —dijo ella—. Suponiendo que esté intentando exponer uno.
—No, no hay caso en absoluto. —Rio alegremente, pero sus ojos color de avellana permanecieron fríos—. Si hubiera podido presentar un caso sólido, el señor Anderson y yo no habríamos tenido nuestra pequeña conversación en su despacho, Darcy. La habríamos tenido en mi despacho. De donde uno no se marcha hasta que yo diga que puede. O hasta que un abogado le saque, claro.
—Tal vez sea hora de que deje de bailar, Holt.
—De acuerdo —accedió—, ¿por qué no? En estos tiempos hasta el baile más sencillo duele como mil demonios. En fin, ¡maldito sea Dwight Cheminoux! Además, no deseo hacerle perder toda la mañana, así que agilicemos esto. Fui capaz de confirmar la presencia de un Toyota 4Runner en, o cerca de, la escena de dos asesinatos dentro de lo que designamos como el primer ciclo de Beadie. No el mismo; el color era distinto. Pero también confirmé que su marido tuvo otro 4Runner en los setenta.
—Es cierto. Le gustaba, por eso lo cambió por otro del mismo modelo.
—Sí, los hombres hacen eso. Y el 4Runner es un vehículo muy popular en lugares donde nieva la mitad del año. Pero después del asesinato de Moore, y después de que yo le interrogara, lo cambió por un Suburban.
—No inmediatamente —dijo Darcy con una sonrisa—. Tuvo ese 4Runner hasta bien entrado el nuevo siglo.
—Lo sé. Lo cambió en 2004, no mucho antes de que Andrea Honeycutt fuera asesinada de camino a Nashua. Un Suburban azul y gris; año de fabricación 2002. Un Suburban de ese año aproximado y con esos colores exactos fue visto bastante a menudo por el vecindario de la señora Honeycutt durante el mes anterior a su muerte. Pero he aquí lo curioso. —Se inclinó hacia delante—. Encontré a un testigo que dijo que el Suburban tenía matrícula de Vermont, y otra, una viejecita de esas que se sientan en la ventana del salón y vigilan todo lo que hacen sus vecinos desde el amanecer hasta la noche, porque no tienen nada mejor que hacer, aseguró que ella vio uno con matrícula de Nueva York.
—El coche de Bob tenía matrícula de Maine —dijo Darcy—. Como muy bien sabe usted.
—Claro, claro, pero las matrículas pueden robarse, ¿sabe?
—¿Qué hay de las muertes de los Shaverstone, Holt? ¿También se vio un Suburban azul y gris en el vecindario de Helen Shaverstone?
—Veo que ha estado siguiendo el caso de Beadie un poco más atentamente que la mayoría de la gente. Un poco más atentamente de lo que aparentaba en un principio.
—¿Lo vieron?
—No —contestó Ramsey—. En realidad, no. Pero sí se vio un Suburban azul y gris cerca del arroyo en Amesbury donde tiraron los cuerpos. —Volvió a sonreír mientras sus fríos ojos la estudiaban—. Tirados como basura.
Darcy suspiró.
—Lo sé.
—Nadie pudo identificar la matrícula del Suburban visto en Amesbury, pero de haberlo hecho, imagino que habría sido de Massachusetts. O Pensilvania. O cualquier otro sitio menos Maine.
El anciano se inclinó hacia delante.
—Este Beadie nos enviaba notas con los carnets de sus víctimas. Para burlarse de nosotros, ¿sabe? Desafiándonos a atraparle. Tal vez en el fondo quisiera ser atrapado.
—Tal vez sí —dijo Darcy, aunque lo dudaba.
—Las notas estaban escritas con letra de imprenta. Ahora bien, esta gente piensa que una caligrafía así no puede identificarse, pero casi siempre es posible. Aparecen similitudes. Supongo que no tendrá ninguno de los archivos de su marido, ¿verdad?
—Los que no fueron devueltos a su consultoría han sido destruidos. Pero imagino que allí tendrán multitud de muestras. Los contables lo guardan todo.
Ramsey suspiró.
—Ajá, pero para conseguir algo de una empresa así requeriría una orden judicial, y para conseguirla tendría que demostrar una causa probable. Lo cual no puedo hacer. Tengo una serie de coincidencias…, aunque en mi mente no lo son. Y tengo una serie de…, bueno…, propincuidades, supongo que se podrían llamar, aunque no alcanza ni mucho menos para considerarlas pruebas circunstanciales. Por eso acudí a usted, Darcy. Creía que a esta hora ya me habría puesto de patitas en la calle, pero ha sido usted muy amable.
Ella no dijo nada.
Ramsey se inclinó aún más hacia adelante, ahora casi completamente encorvado sobre la mesa. Como un ave de rapiña. Sin embargo, oculto tras la frialdad de sus ojos, no del todo imperceptible, existía algo más. Intuyó que podría ser amabilidad. Rezó por que así fuera.
—Darcy, ¿su marido era Beadie?
Fue consciente de que podría estar grabando su conversación; algo que ciertamente habitaba en el reino de la posibilidad. En lugar de contestar, levantó una mano de la mesa, mostrándole la palma rosada.
—Estuvo mucho tiempo sin saberlo, ¿verdad?
Darcy no dijo nada. Se limitaba a mirarlo. A mirar en su interior, del modo en que uno mira a las personas que conoce bien. Salvo que uno debía ser muy cuidadoso al hacerlo, pues no siempre se veía lo que uno pensaba que veía. Ahora lo sabía.
—¿Y entonces se enteró? ¿Un día se enteró?
—¿Le apetece otra taza de café, Holt?
—Media taza —contestó el hombre, que volvió a sentarse erguido y cruzó los brazos sobre su escuálido pecho—. Más me produciría acidez de estómago, y esta mañana olvidé tomarme la pastilla de Zantac.
—Creo que hay Omeprazol en el botiquín del piso de arriba —dijo ella—. Era de Bob. ¿Quiere que vaya a buscarlo?
—No tomaría nada suyo ni aunque me estuviera quemando por dentro.
—De acuerdo —dijo gentilmente, y le sirvió un poco más de café.
—Lo siento —se disculpó él—. A veces me dejo dominar por mis emociones. Esas mujeres…, todas esas mujeres…, y el niño, con la vida entera por delante. Eso es lo peor de todo.
—Sí —asintió ella, pasándole la taza. Notó que la mano del hombre temblaba, y pensó que este sería probablemente su último rodeo, independientemente de lo listo que fuera…, y era tremendamente listo.
—Una mujer que averiguara qué clase de persona es su marido con el partido tan avanzado se encontraría en una difícil posición.
—Sí, imagino que así es —dijo Darcy.
—¿Quién se creería que vivió con un hombre tantos años sin saber lo que era realmente? Vaya, ella sería como un, cómo se llama, el pájaro que vive en la boca de un cocodrilo.
—Según se cuenta —indicó Darcy—, el cocodrilo permite a ese pájaro vivir en su boca porque mantiene limpios sus dientes. Se come las partículas de los huecos. —Simuló un movimiento de picoteo con los dedos de la mano derecha—. Probablemente no sea cierto…, pero sí es cierto que yo solía llevar a Bob al dentista. Si lo dejabas solo, se olvidaba accidentalmente adrede de sus citas. Se comportaba como un niño para el dolor. —Los ojos se le inundaron de lágrimas sin previo aviso. Se las enjugó con el dorso de la mano, maldiciéndolas. Este hombre no respetaría las lágrimas derramadas a causa de Robert Anderson.
O quizá se equivocara al respecto. Ramsey estaba sonriendo y asentía con la cabeza.
—Y sus chicos. Serían atropellados una vez cuando el mundo descubriera que su padre era un asesino en serie y un torturador de mujeres. Luego volverían a ser atropellados cuando el mundo decidiera que su madre había estado encubriéndole. Tal vez incluso ayudándole, igual que Myra Hindley ayudó a Ian Brady. ¿Sabe quiénes eran?
—No.
—Entonces da igual. Pero pregúntese esto: ¿qué haría una mujer en una posición tan complicada?
—¿Qué haría usted, Holt?
—No lo sé. Mi situación es un poco diferente. Puede que solo sea un viejo gruñón, el caballo más viejo del establo, pero tengo una responsabilidad para con las familias de las mujeres asesinadas. Merecen un cierre.
—Lo merecen, sin duda…, pero ¿lo necesitan?
—A Robert Shaverstone le arrancó el pene de un mordisco, ¿lo sabía?
No lo sabía. Por supuesto que no. Cerró los ojos y sintió las cálidas lágrimas que se escurrían a través de las pestañas. Y una mierda no «sufrió», pensó, y si Bob se hubiera aparecido delante de ella, con las manos extendidas e implorando clemencia, habría vuelto a matarlo.
—Su padre lo sabe —dijo Ramsey. Hablando con suavidad—. Y ha de vivir todos los días con ese conocimiento relativo al hijo que amaba.
—Lo siento —musitó ella—. Lo siento muchísimo.
Sintió que le tomaba la mano por encima de la mesa.
—No pretendía alterarla.
Darcy la retiró con un movimiento brusco.
—¡Claro que lo pretendía! Pero ¿piensa que no he estado alterada? ¿Piensa que no lo he estado… viejo metomentodo?
El anciano dejó escapar una risita, revelando la centelleante dentadura postiza.
—No. No pensaba eso en absoluto. Lo vi en cuanto abrió la puerta. —Hizo una pausa, y luego agregó deliberadamente—: Lo vi todo.
—¿Y qué ve ahora?
El antiguo detective se levantó, se tambaleó un poco y reencontró el equilibrio.
—Veo a una mujer valerosa a quien se debería dejar tranquila para que continuara con sus labores del hogar. Por no mencionar el resto de su vida.
Ella también se levantó.
—¿Y las familias de las víctimas? ¿Las que merecen un cierre? —Hizo una pausa, sin ningún deseo de decir el resto. Pero debía. Ese hombre había combatido un dolor considerable, quizá incluso un dolor insoportable, para visitarla, y ahora le estaba concediendo un salvoconducto. Al menos, así lo creía—. ¿El padre de Robert Shaverstone?
—El niño Shaverstone está muerto, y su padre como si ya lo estuviera. —Ramsey hablaba con un tranquilo tono de apreciación que Darcy reconoció. Se trataba del mismo tono que utilizaba Bob cuando sabía que un cliente de la consultoría iba a ser sometido a una inspección de Hacienda y que la reunión iría mal—. No despega la boca de la botella de whisky en todo el día. ¿Cambiaría algo el hecho de saber que el asesino de su hijo, el mutilador de su hijo, está muerto? No lo creo. ¿Traería de vuelta a alguna de las víctimas? No. ¿Está el asesino ahora mismo ardiendo por sus crímenes en los fuegos del infierno, sufriendo sus propias mutilaciones que sangrarán por toda la eternidad? La Biblia así lo dice. La parte del Antiguo Testamento, al menos, y como es de donde proceden nuestras leyes, a mí me vale. Gracias por el café. Tendré que parar en cada área de servicio entre aquí y Augusta en el camino de vuelta, pero mereció la pena. Hace usted un buen café.
Mientras le acompañaba hasta la puerta, Darcy se dio cuenta de que se sentía en el lado correcto del espejo por primera vez desde que tropezó con la caja de cartón en el garaje. Era bueno saber que habían estado cerca de atraparlo. Que no había sido tan listo como se creía.
—Gracias por venir a visitarme —dijo ella mientras el anciano se encasquetaba debidamente el sombrero. Abrió la puerta, dejando entrar una brisa fría. No le importó. La sensación sobre su piel resultaba agradable—. ¿Le volveré a ver?
—No. La próxima semana termino. Jubilación completa. Me voy a Florida, aunque no estaré allí mucho tiempo, según mi médico.
—Lamento oír e…
Súbitamente la atrajo entre sus brazos, que eran delgados pero nervudos y sorprendentemente fuertes. Darcy se sintió alarmada pero no asustada. El ala del sombrero de fieltro le rozó la sien cuando le susurró al oído:
—Hizo lo correcto.
Y la besó en la mejilla.