18

Robert Emory Anderson recibió sepultura en el Cementerio La Paz de Yarmouth dos días más tarde. Donnie y Petra flanqueaban a su madre mientras el ministro hablaba de cómo la vida de un hombre no era sino una estación. El día había amanecido frío y nublado; un viento gélido agitaba las ramas desnudas de hojas. B, B & A había cerrado para el funeral, y todo el personal había acudido. Los contables envueltos en abrigos negros se agrupaban juntos como una bandada de cuervos. Entre ellos no se encontraba ninguna mujer. Darcy nunca antes había reparado en ese detalle.

Periódicamente se enjugaba los ojos anegados con el pañuelo que sostenía en una mano enfundada en un guante negro; Petra lloraba incesantemente y sin tregua; Donnie tenía los ojos enrojecidos y una expresión adusta. Era un joven apuesto, pero su pelo ya raleaba, como le había ocurrido a su padre a la misma edad.

Mientras no engorde igual que Bob, pensó ella. Y no se dedique a matar mujeres, claro.

Aunque seguramente esa clase de cosas no era hereditaria. ¿Verdad?

Pronto habría terminado todo. Donnie solo se quedaría un par de días; en ese momento no podía permitirse abandonar el negocio por más tiempo, le había dicho. Esperaba que lo entendiera, y ella contestó que claro. Petra permanecería a su lado durante una semana, y aseguró que podría quedarse más tiempo si Darcy la necesitaba. Darcy le dijo que era muy amable, confiando en privado en que no fueran más de cinco días. Necesitaba estar sola. Necesitaba…, no pensar, exactamente, sino reencontrarse consigo misma. Reinstaurarse a sí misma en el lado correcto del espejo.

No era que algo hubiera ido mal; todo lo contrario. No creía que las cosas pudieran haber salido mejor aunque hubiera pasado meses planeando el asesinato de su marido. En ese caso, probablemente lo hubiera jodido por complicar las cosas demasiado. A diferencia de Bob, la planificación no constituía su punto fuerte.

No hubo preguntas comprometedoras. Su historia era simple, creíble, y casi cierta. El factor más importante radicaba en el sólido lecho de roca subyacente: su matrimonio abarcaba casi tres décadas, un buen matrimonio, y no se había producido ninguna discusión reciente que lo estropeara. Realmente, ¿existía algo que pudiera ponerse en duda?

El ministro invitó a la familia a adelantarse. Así lo hicieron.

—Descansa en paz, padre —dijo Donnie, y arrojó un terrón de tierra al interior de la tumba. Aterrizó en la brillante superficie del ataúd. Darcy pensó que parecía el zurullo de un perro.

—Papá, te echo mucho de menos —dijo Petra, y lanzó su propio puñado de tierra.

Darcy fue la última. Se agachó, tomó un puñado suelto en su guante negro, y lo dejó caer. No dijo nada.

El ministro invocó un momento de silenciosa plegaria. Los dolientes inclinaron la cabeza. El viento agitó las ramas. A no demasiada distancia, el tráfico fluía con rapidez por la interestatal 295.

Darcy pensó:

Dios, si estás ahí, permite que esto sea el final.