El policía que le tomó declaración era Harold Shrewsbury, un vecino del barrio. Darcy no le conocía, pero casualmente sí conocía a su esposa; Arlene Shrewsbury era una Chiflada de la Calceta. El hombre habló con ella en la cocina, mientras los paramédicos primero examinaban el cuerpo de Bob y luego se lo llevaban, ignorando que había otro cadáver en su interior. Un tipo que había sido mucho más peligroso que Robert Anderson, censor jurado de cuentas.
—¿Le apetece un café, oficial Shrewsbury? No es ninguna molestia.
El oficial se fijó en las manos temblorosas de Darcy y contestó que estaría encantado de prepararlo para los dos.
—Me manejo bien en la cocina.
—Arlene nunca lo ha mencionado —dijo ella mientras el oficial se levantaba. Este dejó su libreta abierta en la mesa de la cocina. Hasta el momento no había escrito nada salvo el nombre de ella, el nombre de Bob, su dirección y su número de teléfono. Lo tomó como una buena señal.
—No, le gusta esconder mi luz debajo del almud —comentó—. Señora Anderson, Darcy, lamento mucho su pérdida, y estoy seguro de que Arlene diría lo mismo.
Darcy empezó a llorar otra vez. El oficial Shrewsbury arrancó un puñado de toallitas de un rollo de papel de cocina y se las ofreció.
—Son más resistentes que los Kleenex.
—Tiene experiencia en estas cosas —dijo ella.
Comprobó la cafetera Bunn, vio que estaba cargada, y la puso en funcionamiento.
—Más de la que me gustaría. —Volvió a sentarse—. ¿Puede contarme lo sucedido? ¿Se siente con fuerzas?
Darcy le habló sobre cómo Bob había encontrado el penique entre las monedas de la vuelta del Subway, y sobre lo emocionado que estaba. Sobre su cena de celebración en la Perla de la Orilla, y sobre lo mucho que bebió. Cómo estuvo haciendo payasadas (mencionó el gracioso saludo militar británico cómico que le dedicó cuando le pidió una copa de Perrier y lima). Cómo subió las escaleras sosteniendo la copa en alto, como un camarero. Cómo ya había alcanzado casi el rellano cuando resbaló. Incluso le contó que ella misma estuvo a punto de caerse, al pisar uno de los cubitos de hielo derramados, mientras bajaba corriendo las escaleras.
El oficial Shrewsbury anotó algo en su libreta, la cerró de un golpe y la miró con ecuanimidad.
—Bien. Quiero que me acompañe. Coja su abrigo.
—¿Qué? ¿Adónde?
A la cárcel, por supuesto. Sin pasar por la casilla de salida, sin cobrar doscientos dólares, directamente a la cárcel. Bob se había librado de casi una docena de asesinatos y ella ni siquiera había sido capaz de librarse de uno (claro que él planeaba los suyos, y con una atención por los detalles propia de un contable). No sabía dónde habría cometido un desliz, pero sin duda resultó ser algo evidente. El oficial Shrewsbury se lo explicaría de camino a la comisaría. Sería como el último capítulo de una novela de Elizabeth George.
—A mi casa —contestó él—. Esta noche se queda conmigo y con Arlene.
Lo miró boquiabierta.
—No…, no puedo…
—Sí que puede —afirmó, con un tono de voz que no admitía discusión—. Ella me mataría si la dejara aquí sola. ¿Quiere ser responsable de mi asesinato?
Darcy se enjugó las lágrimas del rostro y sonrió lánguidamente.
—No, supongo que no. Pero…, oficial Shrewsbury…
—Harry.
—Tengo que hacer varias llamadas de teléfono. Mis hijos… todavía no lo saben. —Este pensamiento invocó lágrimas frescas, y puso la última toallita de papel a trabajar en ellas. ¿Quién se imaginaba que una persona pudiera albergar tantas lágrimas en su interior?
Aún no había tocado el café, y ahora se bebió la mitad en tres largos tragos, aunque seguía caliente.
—Creo que podremos soportar el gasto de unas cuantas llamadas de larga distancia —dijo Harry Shrewsbury—. Y escuche. ¿Tiene algo que pueda tomarse? Algo de, ya sabe, naturaleza calmante.
—Nada parecido —musitó ella—. Solo Zolpidem.
—Entonces Arlene le dará uno de sus Valiums —dijo él—. Debería tomar uno como mínimo media hora antes de empezar a hacer cualquier llamada estresante. Mientras tanto, la avisaré de que vamos para allá.
—Es usted muy amable.
El hombre abrió un cajón, luego otro, luego un tercero. Darcy sintió que el corazón le subía a la garganta cuando abrió el cuarto. Sacó un paño para secar platos y se lo tendió.
—Es más resistente que el papel de cocina.
—Gracias —dijo ella—. Muchas gracias.
—¿Cuánto tiempo llevaban casados, señora Anderson?
—Veintisiete años —respondió.
—Veintisiete —se maravilló el oficial—. Dios. Cuánto lo siento.
—Yo también —dijo Darcy, y hundió el rostro en el paño.