Dentro de la casa, Bob arremolinó la americana en el perchero con forma de árbol junto a la puerta y la atrajo entre sus brazos para darle un largo beso. Darcy pudo saborear el champán y la dulce creme brülée en su aliento. No era una mala combinación, aunque sabía que si las cosas se desarrollaban como era probable que sucedieran, ella nunca volvería a desear probarla. Una mano le acarició los pechos. Le permitió que se demorara allí, sintiéndole contra su cuerpo, y luego lo apartó de sí. Pareció decepcionado, pero se animó cuando la mujer sonrió.
—Voy arriba a quitarme este vestido —dijo ella—. Hay Perrier en la nevera. Si me trae una copa, con una rodaja de lima, es posible que tenga suerte, caballero.
Una amplia sonrisa hendió su rostro en respuesta; su vieja y bienamada sonrisa. Pues existía un largamente establecido hábito del matrimonio que no habían reanudado desde la noche en que Bob había olido su descubrimiento (sí, olido, igual que un viejo y sabio lobo puede oler un cebo envenenado) y regresó apresuradamente a casa desde Montpelier. Día tras día habían levantado un muro emparedando a quien era él —sí, con la misma certeza que Montresor había emparedado a su viejo amigo Fortunato— y el sexo en el lecho conyugal colocaría el último ladrillo.
Juntó los tacones y le brindó un saludo militar al estilo británico, los dedos en la frente, la palma hacia fuera.
—Sí, señora.
—No tardes —le dijo seductoramente—. Mamá quiere lo que mamá quiere.
Subiendo las escaleras, pensó: Nunca saldrá bien. Lo único que lograrás es que te mate. A lo mejor piensa que no sería capaz, pero yo creo que sí.
No obstante, quizá eso fuera bueno. Suponiendo que no la hiriera primero, como había herido a aquellas mujeres. Quizá cualquier tipo de resolución fuera buena. No podía pasarse el resto de su vida mirando en los espejos. Ya no era una niña, y no podía acarrear una locura infantil.
Entró en el dormitorio, pero solo el tiempo necesario para soltar el bolso en la mesilla junto al espejo de mano. Después volvió a salir y llamó:
—¿Vienes, Bobby? ¡Sé cómo podría usar esas burbujas!
—Voy de camino, señora, ¡lo estaba sirviendo sobre hielo!
Y aquí salió del salón al vestíbulo, alzando una de sus copas de cristal bueno frente a los ojos, como un camarero en una ópera cómica, mientras se acercaba con un ligero tambaleo al pie de las escaleras. Continuaba sosteniendo la copa en alto cuando empezó a ascender, con la rodaja de lima cabeceando encima. La mano libre se deslizaba por la barandilla; su rostro brillaba de felicidad y euforia. Darcy flaqueó por un instante, y entonces la imagen de Helen y Robert Shaverstone invadió su mente, endemoniadamente nítida: el hijo y su madre vejada, mutilada, flotando en un arroyo de Massachusetts en cuyas orillas habían empezado a crecer encajes de hielo.
—Una copa de Perrier para la dama, directamente procedente…, oh…
La mujer notó que el conocimiento se agolpaba en los ojos de Bob en el último segundo, algo viejo y amarillento y ancestral. Era más que sorpresa; era furia horrorizada. En ese mismo instante tuvo una comprensión completa de ese hombre. No amaba nada, ni siquiera a ella. Cada favor y caricia y sonrisa infantil y gesto amable, todo camuflaje. Ese hombre era una cáscara vacía. No existía nada en su interior salvo una inhóspita desolación.
Darcy le empujó.
Fue un empujón fuerte y Bob salió despedido, efectuando un giro de tres cuartos de salto mortal antes de caer en la escalera, primero sobre las rodillas, luego sobre un brazo, luego de lleno sobre la cara. Darcy oyó fracturarse un brazo. La pesada copa Waterford se hizo añicos contra un escalón sin moqueta. El hombre rodó otra vez, y se oyó el chasquido de algo más que se quebraba dentro de él. Chilló de dolor y dio una última vuelta de campana antes de aterrizar desplomado en el suelo de madera noble del vestíbulo, con el brazo roto (no en un solo sitio sino en varios) doblado sobre la cabeza en un ángulo que la naturaleza nunca había proyectado. La cabeza estaba retorcida, una mejilla apoyada en el suelo.
Darcy se precipitó escaleras abajo. En cierto punto pisó un cubito de hielo, resbaló, y tuvo que agarrarse al pasamano para salvarse. Al llegar abajo vio una protuberancia enorme que sobresalía de la piel de la nuca, tornándola blanca, y dijo:
—No te muevas, Bob, creo que tienes el cuello roto.
Un ojo rodó para mirarla. La sangre goteaba de su nariz, que también parecía rota, y mucha más le brotaba de la boca. Casi a borbotones.
—Me has empujado —dijo—. Oh, Darcy, ¿por qué me has empujado?
—No lo sé —contestó, pensando: Los dos lo sabemos. Empezó a llorar. Las lágrimas acudieron a ella de forma natural; se trataba de su marido, y estaba gravemente herido—. Ay, Dios, no lo sé. Algo me poseyó. Lo siento. No te muevas. Llamaré a emergencias y pediré que envíen una ambulancia.
Bob movió un pie raspando el suelo.
—No estoy paralítico —dijo—. Gracias a Dios. Pero me duele.
—Lo sé, cariño.
—¡Llama a la ambulancia! ¡Deprisa!
Darcy entró en al cocina, dedicó un breve vistazo al teléfono en la horquilla del cargador, y luego abrió el armario bajo el fregadero.
—¿Hola? ¿Hola? ¿Es emergencias?
Alcanzó el paquete de bolsas de plástico GLAD, las de conserva que utilizaba para guardar las sobras de pollo o rosbif, y extrajo una.
—Mi nombre es Darcellen Anderson, llamo desde el 24 de Sugar Mili Lane, en Yarmouth. ¿Lo tienen?
De otro cajón, cogió un trapo de cocina de encima de la pila. Seguía llorando. Nariz como una manguera, decían de niños. Llorar era bueno. Necesitaba llorar, y no solo porque más adelante se sentiría mejor. Se trataba de su marido, estaba herido, necesitaba llorar. Recordó cuando él aún poseía una frondosa cabellera. Recordó su deslumbrante quiebro de cintura cuando bailaban «Footloose». Bob le traía rosas cada año por su cumpleaños. Nunca se olvidaba. Habían ido a las Bermudas, donde montaban en bicicleta por la mañana y hacían el amor por la tarde. Juntos habían construido una vida y ahora esa vida tocaba a su fin y ella necesitaba llorar. Se envolvió la mano con el trapo y a continuación se enfundó la bolsa de plástico.
—Necesito una ambulancia, mi marido se ha caído por las escaleras. Creo que tiene el cuello roto. ¡Sí! ¡Sí! ¡Enseguida!
Regresó al vestíbulo con la mano derecha detrás de la espalda. Vio que él había logrado alejarse un poco del pie de la escalera, y daba la impresión de haber intentado tumbarse de espaldas, pero sus esfuerzos habían resultado infructuosos. Darcy se arrodilló a su lado.
—No me he caído —dijo él—. Tú me empujaste. ¿Por qué me has empujado?
—Imagino que por el niño Shaverstone —contestó ella, y sacó la mano de detrás de la espalda. Lloraba con mayor intensidad que nunca. El hombre vio la bolsa de plástico. Vio la mano que dentro apretaba el trozo de felpa. Comprendió cuál era su propósito. Quizá él mismo hubiera hecho algo similar. Probablemente sí.
Bob empezó a chillar…, solo que sus alaridos no eran alaridos en absoluto. La sangre desbordaba de su boca, algo se había roto en el interior de su garganta, y los sonidos que emitía se asemejaban más a gruñidos guturales que a alaridos. La mujer le introdujo la bolsa de plástico entre los labios y la hundió en su boca. Pudo sentir los tocones mellados de los dientes que se habían roto en la caída. Si llegaran a desgarrarle la piel, quizá se viera obligada a dar serias explicaciones al respecto.
Darcy liberó la mano de un tirón antes de que él tuviera oportunidad de morderla, dejando atrás la bolsa de plástico y el trapo de cocina. Le apresó la mandíbula y la barbilla, y con la otra mano le sujetó la parte superior de la calva. La carne allí estaba muy caliente, y sintió la sangre palpitando. Entonces presionó y le cerró la boca sobre el tapón de plástico y tela. Bob intentó quitársela de encima, pero solo tenía un brazo libre, el que se había roto en la caída. El otro estaba retorcido debajo de su cuerpo. Sus pies martillearon espasmódicamente el suelo de madera una y otra vez. Un zapato salió volando. Empezó a gorgotear. Darcy se subió el vestido hasta la cintura, liberando las piernas, y luego se abalanzó hacia delante, con intención de sentarse a horcajadas sobre él. De lograrlo, quizá pudiera pinzar sus fosas nasales.
Sin embargo, antes de que tuviera oportunidad, el pecho de su marido empezó a agitarse convulsivamente debajo de ella, y los gorgoteos se convirtieron en un grave gruñido en su garganta. Le recordó a cuando, mientras aprendía a conducir, a veces hacía chirriar la transmisión intentando encontrar la escurridiza segunda marcha del viejo Chevrolet de su padre. Bob se sacudió, el único ojo visible sobresaliendo con apariencia bovina de su órbita. Su rostro, antes de un brillante carmesí, ahora empezaba a adquirir una tonalidad púrpura. Volvió a yacer inmóvil en el suelo de madera. Darcy esperó, jadeando en busca de aliento, con el rostro enjabonado de flemas y lágrimas. El ojo ya no giraba ni brillaba de pánico. Creyó que estaba mu…
Su marido dio una última sacudida, titánica, y la lanzó despedida. Bob se incorporó, y ella vio que la mitad superior del torso ya no encajaba exactamente con la mitad inferior; se había fracturado la columna además del cuello, aparentemente. La boca revestida de plástico bostezó. Sus ojos se cruzaron en una mirada que supo que nunca olvidaría…, pero con la que podría convivir, en caso de que superara esto.
—¡Dar! ¡Arrrrrr!
Bob se desplomó hacia atrás. Se produjo un sonido similar al de un huevo que se resquebraja cuando su cabeza chocó contra el suelo. Darcy se acercó arrastrándose, pero permaneció a una distancia suficiente de aquel estropicio. Estaba manchada con la sangre de su marido, por supuesto, y aunque eso era bueno —había intentado ayudarle, era algo natural—, no significaba que quisiera bañarse en ella. Se sentó, apoyada en una mano, y le observó mientras recobraba el aliento. Le observó para ver si se movía. No lo hizo. Después de que hubieran transcurrido cinco minutos según el pequeño Michele enjoyado de su muñeca, el que siempre se ponía para salir, alargó una mano y le buscó el pulso en el cuello. Mantuvo los dedos presionados contra su piel hasta contar treinta, y no encontró nada. Acercó el oído al pecho, sabiendo que ese era el momento en que su marido volvería a la vida y la agarraría. No volvió a la vida porque no quedaba vida en él: el corazón no latía, los pulmones no respiraban. Se había acabado. No sintió ninguna satisfacción (aún menos una sensación de triunfo) sirio únicamente una firme determinación de terminar esto y de hacerlo bien. En parte por sí misma, pero sobre todo por Donnie y Pets.
Entró en la cocina, moviéndose con rapidez. Tenían que saber que había llamado lo antes posible; si fueran capaces de establecer que se había producido algún tipo de retraso (por ejemplo, porque la sangre hubiera tenido ocasión de coagularse en exceso), podrían surgir preguntas incómodas.
Les diré que me desmayé si es preciso, pensó. Eso se lo creerán, y si no, tampoco pueden refutarlo. O por lo menos no creo que puedan.
Cogió la linterna de la despensa, igual que había hecho la noche en que literalmente tropezó con el secreto de su marido. Regresó a donde yacía Bob, que contemplaba el techo con ojos vidriosos. Extrajo la bolsa de su boca y examinó el plástico con ansiedad. Si estuviera rasgado, podrían surgir problemas…, y lo estaba, en dos sitios. Enfocó la linterna al interior de la boca y alcanzó a ver un diminuto pedacito de bolsa GLAD en la lengua. Lo recogió con las puntas de los dedos y lo metió en la bolsa.
Ya basta, es suficiente, Darcellen.
Pero no lo era. Retiró sus mejillas hacia atrás empujando con los dedos, primero la derecha, luego la izquierda. Y en el lado izquierdo encontró otro diminuto pedacito de plástico, pegado a la encía. Lo recogió y lo metió en la bolsa con el otro. ¿Quedaban más trozos? ¿Se los habría tragado? En ese caso, se hallaban fuera de su alcance y todo cuanto podía hacer era rezar por que no los descubrieran si alguien —no sabía quién— albergaba dudas suficientes como para ordenar una autopsia.
Entretanto, el tiempo pasaba.
Recorrió a toda prisa el corredor exterior hacia el garaje, sin llegar a correr. Se arrastró bajo la mesa de trabajo, abrió el escondite especial, y guardó dentro la bolsa de plástico veteada de sangre que contenía el trapo de cocina. Cerró el agujero, situó la caja de los catálogos delante, y luego regresó a la casa. Devolvió la linterna a su lugar de origen. Descolgó el teléfono, se dio cuenta de que había dejado de llorar, y lo colocó de nuevo en la horquilla. Atravesó el salón y miró a su marido. Pensó en las rosas, pero no funcionó.
Son las rosas, no el patriotismo, el último recurso de un canalla, se dijo, y se sorprendió al oír su propia risa. Entonces pensó en Donnie y Pets, que tanto habían idolatrado a su padre, y eso surtió efecto. Sollozando, regresó al teléfono de la cocina y marcó el 911.
—Hola, mi nombre es Darcellen Anderson, y necesito una ambulancia en…
—Un poco más despacio, señora —dijo la operadora—. Tengo problemas para entenderla.
Bien, pensó Darcy.
Se aclaró la garganta.
—¿Así mejor? ¿Me entiende ahora?
—Sí, señora, ahora sí. Cálmese. ¿Dijo que necesitaba una ambulancia?
—Sí, en el 24 de Sugar Mili Lane.
—¿Está herida, señora Anderson?
—No, yo no, mi mirado. Se ha caído por las escaleras. A lo mejor solo está inconsciente, pero creo que está muerto.
La operadora dijo que enviaría una ambulancia inmediatamente. Darcy se figuró que también enviaría un coche de la policía de Yarmouth. También un coche de la policía del estado, si hubiera alguno actualmente en la zona. Confiaba en que no. Regresó al vestíbulo y se sentó en el banco que había allí, pero no por mucho tiempo. Eran sus ojos, mirándola. Acusándola.
Cogió la americana de Bob, se envolvió en ella, y salió a la entrada a esperar a la ambulancia.