Cuando finalmente logró despertar —con dolor de cabeza, sintiéndose miserable y resacosa— la otra mitad de la cama se hallaba vacía. Bob había vuelto a girar el reloj, y vio que marcaba las diez y cuarto. No había dormido hasta tan tarde en años, pero por supuesto había permanecido desvelada hasta la primera luz del alba, y su sueño estuvo poblado de horrores.
Utilizó el baño, descolgó su bata de la percha detrás de la puerta, y luego se cepilló los dientes; tenía un regusto asqueroso en la boca. «Como el fondo de una pajarera», decía Bob las inusitadas mañanas después de haberse tomado una copa de vino de más en la cena o una segunda botella de cerveza durante un partido de béisbol. Escupió, hizo ademán de volver a colocar el cepillo en el vaso, pero se detuvo, observando su reflejo. Esa mañana veía a una mujer que no parecía de mediana edad, sino vieja: tez pálida, profundas arrugas encorchetando la boca, bolsas moradas bajo los ojos, el alborotado cabello de loca que uno solo tenía cuando pasaba una noche agitada y dando vueltas en la cama. Sin embargo, todo esto suscitaba un interés pasajero en ella; su aspecto era lo último que ocupaba su mente. Escudriñó por encima del hombro del reflejo y a través de la puerta abierta del baño, inspeccionando su dormitorio. Excepto que no se trataba del suyo; se trataba del Dormitorio Oscuro. Vio las zapatillas de Bob, solo que no eran las suyas. Saltaba a la vista que eran demasiado grandes, casi las zapatillas de un gigante. Pertenecían al Marido Oscuro. ¿Y la cama de matrimonio con las sábanas arrugadas y las mantas sueltas? Era la Cama Oscura. Desplazó su mirada de nuevo a la mujer del pelo salvaje y los ojos aterrorizados, inyectados en sangre: la Esposa Oscura, en toda su avejentada y demacrada gloria. Su nombre era Darcy, pero su apellido no era Anderson. La Esposa Oscura era la señora de Brian Delahanty.
Darcy se inclinó hacia delante hasta que su nariz tocó el cristal. Contuvo el aliento y ahuecó las manos a ambos lados de la cara como cuando era una niña vestida con shorts manchados de hierba y calcetines blancos a medio caer. Miró hasta que ya no pudo aguantar la respiración por más tiempo, y entonces exhaló en un furioso jadeo que empañó el espejo. Lo limpió con una toalla; luego, bajó las escaleras para enfrentarse a su primer día como esposa del monstruo.
Había dejado una nota para ella bajo la azucarera.
Darce:
Me ocuparé de esos documentos, como me pediste. Te quiero, cariño.
Bob
Había dibujado un pequeño corazón de enamorado alrededor de su nombre, algo que llevaba años sin hacer. Sintió una oleada de amor hacia él, tan espesa y empalagosa como el aroma a flores marchitándose. Quería llorar como una mujer del Antiguo Testamento, y ahogó los gemidos con una servilleta. El frigorífico pataleó y dio inicio a su despiadado runrún. El agua goteaba en el fregadero, marcando los segundos sobre la porcelana. Su lengua era una esponja agria comprimida en la boca. Sintió el tiempo —todo el tiempo aún por venir, siendo la mujer de esta casa— estrecharse a su alrededor como una camisa de fuerza. O como un ataúd. Este era el mundo en el que había creído de niña. Había estado aquí todo el tiempo. Esperándola.
El frigorífico zumbaba, el agua goteaba en el fregadero, y los crudos segundos transcurrían. Esta era la Vida Oscura, donde toda verdad se escribía al revés.