Se quedó dormido casi en el instante en que su cabeza tocó la almohada, pero mucho después de que dieran comienzo sus apocados y corteses ronquidos, Darcy aún yacía con los ojos abiertos, pensando que si se dejaba vencer por el sueño, despertaría con sus manos alrededor de la garganta. Al fin y al cabo, se encontraba en la cama con un loco. Si la sumara a su cuenta, esta ascendería a una docena.
Pero iba en serio, pensó. Ocurría en torno a la hora en que el cielo empezaba a iluminarse por el este. Dijo que me quiere, y eso iba en serio. Y cuando le aseguré que guardaría el secreto, porque a eso se reduce todo, a guardar el secreto, me creyó. ¿Por qué no? Yo misma estaba casi convencida.
¿No era posible que mantuviera su promesa? No todos los drogadictos fracasaban en su intento de desintoxicarse, después de todo. Y mientras que por sí misma nunca sería capaz de guardar el secreto, ¿no podría hacerlo por los niños?
No puedo. No. Pero ¿qué alternativa tengo?
¿Qué puñetera alternativa tengo?
Fue mientras sopesaba esta pregunta que su mente, cansada y confundida, finalmente cedió y se escabulló.
Soñó que entraba en el comedor y encontraba a una mujer atada con cadenas a la larga mesa Ethan Allen situada allí. La mujer estaba desnuda excepto por una capucha negra de cuero que le cubría la parte superior del rostro. No conozco a esa mujer, esa mujer es una extraña para mí, pensó en el sueño, y entonces, bajo la capucha, Petra dijo:
—Mamá, ¿eres tú?
Darcy intentó gritar, pero a veces, en las pesadillas, uno no puede.