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Una cosa que nadie preguntaba en una conversación informal, pensó Darcy en los días posteriores a encontrar lo que encontró en el garaje, era esta: «¿Qué tal tu matrimonio?». Preguntaban «¿qué tal el fin de semana?» y «¿qué tal el viaje a Florida?» y «¿qué tal vas de salud?» y «¿qué tal están los niños?»; incluso «¿cómo te trata la vida, cariño?». Pero nadie preguntaba «¿qué tal tu matrimonio?».

«Bien», habría contestado antes de aquella noche. «Todo va fenomenal».

La llamaron Darcellen Madsen al nacer (Darcellen, un nombre que solo podría gustar a los padres locos por un libro de nombres de bebé recién comprado), el año que John F. Kennedy fue elegido presidente. Se crio en Freeport, Maine, en los tiempos en que era una ciudad y no un apéndice de L. L. Bean, el primer hipermercado de América, y otra media docena de grandes superficies de venta al por menor, de las llamadas «outlets» (como si se tratara de desagües de alcantarilla más que de tiendas). Asistió al instituto de Freeport, y después a la Escuela de Negocios Addison, donde aprendió secretariado. Fue contratada por Joe Ransome Chevrolet, que hacia 1984, cuando abandonó la compañía, constituía el concesionario de coches más grande de Portland. No era muy guapa, pero con la ayuda de dos amigas ligeramente más sofisticadas aprendió las suficientes habilidades de maquillaje para tener un aspecto atractivo entre semana, y absolutamente llamativo las noches de los viernes y los sábados, cuando salía con un grupito a tomar margaritas a El Faro o al Mejicano de Mike (donde había música en directo).

En 1982, Joe Ransome contrató a una asesoría contable de Portland para ayudarle a descifrar su situación fiscal, que se había vuelto complicada («La clase de problema que a cualquiera le gustaría tener», Darcy oyó que le explicaba a uno de los vendedores más veteranos). Recibieron la visita de un par de hombres que portaban maletines, uno viejo y otro joven. Ambos llevaban gafas y trajes conservadores; ambos llevaban el pelo corto peinado con esmero hacia atrás, de una manera que a Darcy le hizo pensar en las fotografías del anuario de último curso de su madre, RECUERDOS DEL 54, el que tenía estampada en la cubierta de imitación de piel la imagen de un animador sosteniendo un megáfono en la boca.

El contable más joven se llamaba Bob Anderson. Se pusieron a hablar el segundo día en el concesionario, y en el curso de la conversación le preguntó si tenía alguna afición. Sí, contestó él, la numismática.

Comenzó a explicarle lo que era y ella dijo:

—Lo sé. Mi padre colecciona monedas de diez centavos de la Dama de la Libertad, y de cinco centavos del búfalo. Dice que son su caballo de batalla numismático. ¿Tiene usted un caballo de batalla, señor Anderson?

Respuesta afirmativa: peniques de trigo. Su mayor esperanza era encontrar algún día un 1955 con la fecha duplicada, que era…

Pero ella también sabía eso. La fecha duplicada del 55 era un error. Un error valioso.

El joven señor Anderson, aquel del espeso cabello castaño y cuidadosamente peinado, se mostró encantado con la respuesta. Le pidió que lo llamara Bob. Más tarde, durante el almuerzo —que tomaron sentados en un banco al sol detrás del taller de chapa y pintura, un sándwich de atún en pan de centeno para él y una ensalada griega en una fiambrera para ella—, le preguntó si le gustaría acompañarle el próximo sábado a un mercadillo en Castle Rock. Acababa de alquilar un apartamento nuevo, le dijo, y estaba buscando un sillón. También una televisión, si alguien vendiera algo bueno a un precio razonable. «Algo bueno a un precio razonable» era una frase que le terminaría siendo confortablemente familiar en los años venideros.

El contable era tan normalito como ella, otro tipo que pasaría desapercibido si uno se lo cruzara en la calle, y que nunca podría recurrir al maquillaje para hacerse más atractivo…, salvo que aquel día en el banco sí lo pareció. Sus mejillas se ruborizaron cuando la invitó a salir, lo suficiente para iluminarle el rostro y conferirle brillo.

—¿No buscarás colecciones de monedas? —bromeó.

Bob sonrió, revelando unos dientes parejos. Dientes pequeños, bien cuidados y blancos. Nunca se le ocurrió que pensar en esos dientes pudiera provocarle escalofríos; ¿qué razón habría?

—Si viera un buen juego de monedas, por supuesto que le echaría una ojeada —contestó.

—¿En especial si son peniques de trigo? —Bromeando, pero solo un poco.

—En especial esos. ¿Te gustaría venir, Darcy?

Fue. Y en su noche de bodas llegó. No muy a menudo después de aquel día, pero sí de vez en cuando. Lo suficiente para considerarse normal y satisfecha.

En 1986, Bob consiguió un ascenso. Además, con la ayuda y el aliento de Darcy, arrancó un negocio de venta por catálogo de monedas coleccionables de América. Tuvo éxito desde el principio, y en 1990 lo amplió a cromos de béisbol y memorabilia de películas antiguas. No mantenía existencias de posters, folletos, ni postales, pero cuando la gente preguntaba por tales artículos, casi siempre podía encontrarlos. En realidad era Darcy quien los encontraba, usando su sobresaturado tarjetero Rolodex, en aquellos días de la prehistoria informática, para telefonear a coleccionistas de todo el país. El negocio nunca creció lo suficiente para convertirse en una dedicación a tiempo completo, y eso estaba bien. Ninguno de los dos deseaba una cosa así. Coincidían en eso igual que coincidieron respecto a la casa que con el tiempo compraron en Pownal, e igual que respecto a los hijos cuando llegó el momento de tenerlos. Coincidían. Cuando no, acordaban una solución de compromiso. Pero generalmente coincidían. Veían las cosas desde el mismo prisma.

¿Qué tal tu matrimonio?

Sobre ruedas. Un buen matrimonio. Donnie nació en 1986 —ella renunció a su empleo para tenerlo, y excepto por la ayuda que prestaba a Monedas & Artículos de Colección Anderson, nunca volvió a trabajar— y Petra en 1988. Para entonces, el espeso pelo castaño de Bob Anderson raleaba en la coronilla, y hacia 2002, el año en que el ordenador Macintosh de Darcy finalmente se tragó su Rolodex entero, lucía una brillante calva ahí atrás. Su marido experimentó con diversas formas de peinarse el cabello restante, lo cual hacía más visible la calva, en su opinión. Y la irritó cuando probó dos fórmulas mágicas para regenerar el pelo, la clase de productos que buhoneros de mirada furtiva vendían en la tele por cable a altas horas de la madrugada (Bob Anderson se fue convirtiendo en un noctámbulo a medida que se adentraba en la mediana edad). Se lo había ocultado, pero los dos compartían un dormitorio y aunque no era lo bastante alta para ver el estante superior del armario sin ayuda, a veces utilizaba un taburete para guardar las «camisetas de sábado» de su marido, las que se ponía para trabajar en el jardín. Y allí estaban: una botella de líquido en el otoño de 2004, un frasco de pequeñas cápsulas de un gel verde el año siguiente. Buscó los nombres en internet, y no salían baratas. Claro que la magia nunca lo es, recordaba haber pensado.

Sin embargo, irritada o no, guardó silencio sobre las pociones mágicas, y también sobre el Chevy Suburban de segunda mano que por alguna razón él había comprado justo el mismo año que los precios de la gasolina iniciaron su escalada. Igual que su marido calló, suponía Darcy (o mejor dicho, sabía), cuando ella había insistido en enviar a los niños a buenos campamentos de verano, o en regalarle una guitarra eléctrica a Donnie (tocó durante dos años, tiempo suficiente para adquirir una sorprendente destreza, y luego sencillamente lo dejó), o en pagarle lecciones de equitación a Petra. El éxito de un matrimonio solo se lograba haciendo malabarismos; eso era algo que todo el mundo sabía. El éxito de un matrimonio también dependía de una alta tolerancia a la irritación; eso era algo que Darcy sabía. Como decía la canción de Stevie Winwood, tenías que aceptarlo, nena.

Ella lo aceptaba. También él.

En 2004, Donnie se marchó a la Universidad en Pennsylvania. En 2006, Petra entró en Colby, apenas a la vuelta de la esquina, en Waterville. Para entonces, Darcy Madsen Anderson había cumplido los cuarenta y seis años. Bob cuarenta y nueve, y aún acudía a los Lobatos con Stan Morin, un contratista de la construcción que vivía a ochocientos metros calle abajo. Le parecía que su marido medio calvo tenía una pinta bastante graciosa con los pantalones cortos de color caqui y los calcetines marrones que se ponía para las excursiones mensuales en la naturaleza, pero nunca lo dijo. Su calva logró consolidarse; sus gafas se transformaron en bifocales; su peso subió de los ochenta kilos hasta superar la barrera de los cien. Le nombraron socio de la asesoría contable; Benson & Bacon pasó a ser Benson, Bacon & Anderson. Cambiaron su primera vivienda en Pownal por una más cara en Yarmouth. Sus pechos, anteriormente pequeños y firmes y elevados (su mejor atributo físico, siempre lo había creído; nunca había deseado parecer una camarera de Hooters) eran ahora más grandes, no tan firmes, y por supuesto se caían cuando se quitaba el sujetador por las noches; ¿qué otra cosa podías esperar cuando te aproximabas a la marca del medio siglo? Sin embargo, cada cierto tiempo Bob se le acercaba por detrás y ahuecaba las manos sobre ellos. Cada cierto tiempo se producía el placentero interludio en el dormitorio de arriba, que dominaba su tranquilo terreno de casi una hectárea, y si él era rápido en desenfundar y a menudo la dejaba insatisfecha, a menudo no equivalía a siempre, y la satisfacción de abrazarle, de sentir su cálido cuerpo mientras se quedaba adormilado a su lado…, esa satisfacción nunca fallaba. Se trataba, suponía, de la satisfacción de saber que seguían juntos cuando tantos otros se separaban; la satisfacción de saber que ante la cercanía de sus Bodas de Plata, aún mantenían el rumbo.

En 2009, tras un recorrido de veinticinco años desde que se dieran el «sí quiero» en una pequeña iglesia baptista que ya no existía (un aparcamiento ocupaba ahora el terreno donde se había alzado), Donnie y Petra organizaron una fiesta sorpresa en Los Abedules de Castle View. Hubo más de cincuenta invitados, champán (del bueno), churrasco, una tarta de cuatro pisos. Los homenajeados bailaron «Footloose» de Kenny Loggins, igual que el día de su boda. Los invitados aplaudieron el quiebro de cintura de Bob, un movimiento que ella no recordó hasta que lo vio de nuevo, y su todavía grácil ejecución le provocó una punzada. Por un buen motivo; le había crecido una barriga a juego con la embarazosa calva (embarazosa para él, al menos), pero sus pies seguían siendo ágiles para tratarse de un contable.

Pero todo eso era historia, material de necrológicas, y aún eran demasiado jóvenes para pensar en ellas. Ignoraba las minucias del matrimonio, y estos misterios normales y corrientes, según su creencia (su firme creencia), constituían el material que validaba el compromiso. La vez que había comido gambas en mal estado y se pasó vomitando toda la noche, sentada en el borde de la cama con el pelo sudoroso pegado a la nuca y lágrimas rodándole por las enrojecidas mejillas, y Bob sentado a su lado, sujetando pacientemente la palangana y luego llevándola al cuarto de baño, donde la vaciaba y la lavaba después de cada eyección, para que el olor no la enfermara más, explicó. Estaba calentando el coche para llevarla a urgencias a las seis de la mañana, cuando las horribles náuseas por fin empezaron a aplacarse. Telefoneó a B, B & A para decir que estaba enfermo; también canceló un viaje a White River para poder quedarse con ella en caso de que regresaran los vómitos.

Esa clase de cosas funcionaba en ambos sentidos; lo que valía para uno un año, valía para el otro al siguiente. Estuvo sentada junto a él en la sala de espera del St. Stephen’s —fue en el 94 o el 95—, mientras esperaban los resultados de la biopsia que le habían realizado después de descubrir (en la ducha) un bulto sospechoso en la axila izquierda. La biopsia había sido negativa; el diagnóstico, un nodo linfático infectado. El bulto perduró durante un mes, más o menos, y luego se esfumó por sí solo.

La visión de una revista de crucigramas sobre sus rodillas, vislumbrada a través de la puerta entreabierta del baño cuando estaba sentado en el trono. El olor a colonia en sus mejillas, lo cual implicaba que el Suburban desaparecía del camino de entrada durante un día o dos y que su lado de la cama estaría vacío durante una noche o dos porque debía arreglar las cuentas de alguien en New Hampshire o Vermont (B, B & A ahora tenían clientes en todos los estados del norte de Nueva Inglaterra). A veces el olor significaba un viaje para examinar la colección de monedas de alguien en algún rastrillo, porque no todas las compras y ventas numismáticas asociadas a su negocio podían efectuarse por ordenador, ambos lo entendían. La visión de su vieja maleta negra, a la que no renunciaba por mucho que ella rezongara, en el vestíbulo. Las zapatillas a los pies de la cama, una siempre metida dentro de la otra. El vaso de agua en su mesilla de noche, con la píldora de vitaminas al lado, sobre el número de ese mes de Monedas & Piezas de Colección. Cómo decía siempre «Hay más espacio fuera que dentro», después de eructar y «¡Cuidado, un ataque de gas!» después de un pedo. Su abrigo en la primera percha en el vestíbulo. El reflejo de su cepillo de dientes en el espejo (aún seguiría usando el mismo que cuando se casaron, creía Darcy, si ella no lo cambiara con regularidad). La manera de frotarse suavemente los labios con la servilleta cada dos o tres bocados de comida. La cuidadosa preparación del equipo de acampada (incluyendo siempre una brújula adicional) antes de que él y Stan partieran de excursión con otro puñado de crios de nueve años a la Senda del Hombre Muerto, una peligrosa y aterradora caminata a través de los bosques desde el centro comercial Golden Grove hasta la Ciudad de los Coches de Ocasión de Weinberg. El aspecto de sus uñas, siempre cortas y limpias. El sabor a Dentyne en su aliento cuando se besaban. Estas cosas y diez mil otras componían la historia secreta del matrimonio.

Sabía que su marido debía de tener su propia historia de ella, desde la barra de labios con sabor a canela que utilizaba en invierno hasta el olor de su champú cuando la besaba en la base del cuello (esos besos ya no se producían con demasiada frecuencia, pero aún existían), pasando por el clic de su ordenador a las dos de la mañana, en aquellas dos o tres noches al mes cuando el sueño por alguna razón la plantaba.

Ya habían transcurrido veintisiete años, o —se había entretenido calculando esto un día en el ordenador— nueve mil ochocientos cincuenta y cinco días. Casi un cuarto de millón de horas y más de catorce millones de minutos. Claro que parte de ese tiempo él había estado fuera por negocios, y ella misma había realizado algunos viajes (el más triste a Minneapolis, para hacer compañía a sus padres cuando su hermana pequeña Brandolyn murió en un extraño accidente), pero casi siempre habían permanecido juntos.

¿Lo sabía todo sobre él? Por supuesto que no. Igual que él no lo sabía todo sobre ella; cómo a veces (generalmente en días lluviosos o en aquellas noches cuando el insomnio se apoderaba de ella) engullía barritas Butterfingers o Baby Ruths, por ejemplo, incluso cuando ya no tenía ganas de más, incluso cuando ya le dolía el estómago. O que el nuevo cartero le parecía un tipo guapo. Existían cosas ignoradas, pero sentía que después de veintisiete años conocían todas las cosas importantes. Era un buen matrimonio, uno de los pertenecientes al cincuenta por ciento que continuaba funcionando después de un largo y dificultoso trayecto. Creía eso incondicionalmente, del mismo modo que creía que la gravedad la mantendría unida a la tierra cuando caminaba por la acera.

Hasta aquella noche en el garaje.