Cerró la puerta del cuarto de baño, apretó el botón del pestillo, encendió la luz y, por primera vez en su vida, abrió el botiquín de la casa de otra persona. La primera cosa que detectaron sus ojos lo alegró inmensamente: un bote de champú Just For Men. Había también varios frascos de medicina con prescripción.

Streeter pensó: La gente que deja sus medicamentos en el baño que usan los invitados, lo único que hace es buscarse problemas. No es que hubiera nada excepcional: Norma tenía medicina para el asma; Tom tomaba medicina para controlar la presión arterial (Atenolol) y utilizaba algún tipo de crema para la piel.

El frasco de Atenolol estaba por la mitad. Streeter cogió un comprimido, lo metió en el bolsillo para monedas de los vaqueros, y tiró de la cadena. A continuación salió del cuarto de baño, sintiéndose como un hombre que acaba de cruzar a hurtadillas la frontera de un extraño país.

La tarde siguiente estaba nublada, pero George Alobid seguía sentado bajo la sombrilla amarilla y una vez más veía Inside Edition en su televisor portátil. La noticia principal trataba de Whitney Houston, que había perdido una sospechosa cantidad de peso poco después de firmar un nuevo y sustancioso contrato discográfico. Alobid despachó este rumor con un giro de sus dedos regordetes y contempló a Streeter con una sonrisa.

—¿Cómo se siente, Dave?

—Mejor.

—¿Sí?

—Sí.

—¿Vómitos?

—Hoy no.

—¿Come?

—Como un caballo.

—Y apuesto a que se ha sometido a un examen médico.

—¿Cómo lo supo?

—No esperaría menos del próspero directivo de un banco. ¿Me ha traído algo?

Por un instante Streeter se planteó la posibilidad de marcharse. Se lo planteó en serio. Entonces introdujo la mano en el bolsillo de la fina chaqueta que llevaba puesta (la tarde era fresca para el mes de agosto, y él aún se hallaba en el bando de los flacos) y sacó un diminuto cuadrado de Kleenex. Vaciló, pero luego se lo tendió a Alobid por encima de la mesa. El vendedor lo desdobló.

—Ah, Atenolol —dijo. Se metió la pastilla en la boca y la tragó.

Streeter abrió la boca, luego la cerró despacio.

—No ponga esa cara de susto. Si tuviera un trabajo tan estresante como el mío, también sufriría problemas de hipertensión. Y el reflujo que padezco, uf. No querrá saber lo que es.

—¿Qué pasa ahora? —preguntó Streeter. Incluso con la chaqueta, sintió frío.

—¿Ahora? —Alobid parecía sorprendido—. Ahora usted empezará a disfrutar de sus quince años de buena salud. Es posible que veinte, o incluso veinticinco. ¿Quién sabe?

—¿Y de felicidad?

Alobid le honró con su picara mirada. Habría sido gracioso de no ser por la frialdad que Streeter percibió bajo la superficie. Y la edad. En ese momento tuvo la certeza de que George Alobid llevaba haciendo negocios mucho tiempo, con o sin reflujo.

—La felicidad depende de usted, Dave. Y de su familia, por supuesto. Janet, May y Justin.

¿Le había dicho a Alobid sus nombres? Streeter no lo recordaba.

—Quizá de los hijos, sobre todo. Existe un viejo refrán que dice que los hijos son rehenes de nuestra fortuna, pero en realidad son los hijos los que secuestran a los padres, eso es lo que pienso. Uno de ellos podría sufrir un accidente fatal o discapacitante en una desierta carretera rural…, caer víctima de una enfermedad degenerativa…

—¿Me está diciendo…?

—¡No, no, no! Aquí no hay medias moralejas. Soy un hombre de negocios, no un personaje salido de «El Diablo y Daniel Webster». Lo único que digo es que su felicidad está en las manos de usted y sus más allegados. Y si piensa que voy a presentarme dentro de dos décadas para reclamar su alma y guardármela en una cartera mohosa, le convendría reconsiderarlo. Las almas de los humanos se han vuelto pobres y transparentes.

Hablaba, juzgó Streeter, como podría haber hablado un zorro después de que repetidos brincos le hubieran demostrado que las uvas se hallaban real y verdaderamente fuera de su alcance. Sin embargo, Streeter no tenía intención de decir una palabra. Ahora que el trato estaba cerrado, lo único que quería era largarse de allí. Aun así seguía retrasando el momento de irse, pues no sentía deseos de formular la pregunta que tenía en mente aunque supiera que era preciso. Porque no se trataba de un regalo; Streeter llevaba realizando negociaciones en el banco casi toda su vida, y reconocía un toma y daca cuando lo veía. O cuando lo olía: un tenue y desagradable hedor como de combustible quemado.

En palabras llanas, tiene que hacerle una putada a alguien si quiere deshacer la putada que le han hecho a usted.

Pero robar una única pastilla para la hipertensión no era exactamente hacer una putada. ¿Verdad?

Alobid, entretanto, tiraba de la sombrilla para cerrarla. Y cuando estuvo plegada, Streeter observó un hecho asombroso y desalentador: no era amarilla en absoluto. Era tan gris como el cielo. El verano casi llegaba a su fin.

—La mayoría de mis clientes están perfectamente satisfechos, perfectamente felices. ¿Es eso lo que quiere oír?

Lo era… y no lo era.

—Presiento que tiene una pregunta más pertinente —dijo Alobid—. Si quiere una respuesta, deje de andarse por las ramas y pregúntela. Va a llover, y me gustaría resguardarme antes de que lo haga. Lo último que necesito a mi edad es una bronquitis.

—¿Dónde está su coche?

—Ah, ¿era esa su pregunta? —se mofó Alobid descaradamente. Sus mejillas eran enjutas, en absoluto regordetas, y los ojos se curvaban hacia arriba en las esquinas, donde el blanco se fundía en un desagradable y (sí, era cierto) canceroso negro. Presentaba el aspecto del payaso menos simpático del mundo, retirada ya la mitad de su maquillaje.

—Sus dientes —dijo Streeter de manera estúpida—. Son puntiagudos.

—¡Su pregunta, señor Streeter!

—¿Va Tom Goodhugh a desarrollar un cáncer?

Alobid se quedó boquiabierto durante un instante, y entonces empezó a reírse tontamente. El sonido era sibilante, polvoriento y desagradable, como una Calíope moribunda.

—No, Dave —respondió—. Tom Goodhugh no va a desarrollar un cáncer. Él no.

—¿Qué, entonces? ¿Qué?

El desprecio en la escrutadora mirada de Alobid hizo que Streeter sintiera flaquear los huesos, como si hubieran sido carcomidos por algún ácido indoloro pero terriblemente corrosivo.

—¿Por qué le importa? Usted le odia, así me lo manifestó.

—Pero…

—Observe. Espere. Disfrute. Y tome esto. —Le tendió una tarjeta que tenía escritas las palabras FONDO INFANTIL NO SECTARIO y la dirección de un banco en las Islas Caimán.

—Un paraíso fiscal —dijo Alobid—. Me enviará mi quince por ciento allí. Si me da menos, lo sabré. Y entonces pobre de usted, muchacho.

—¿Y si mi mujer se entera y hace preguntas?

—Su esposa tiene un talonario de cheques personal. Además, nunca fisgonea esas cosas. Confía en usted. ¿Tengo razón?

—Bueno… —Streeter observó sin sorpresa que las gotas de lluvia que caían en las manos y los brazos de Alobid humeaban y crepitaban—. Sí.

—Por supuesto que sí. Nuestro trato está cerrado. Lárguese de aquí y vuelva con su mujer. Estoy seguro de que le recibirá con los brazos abiertos. Llévesela a la cama. Métale su pene mortal y finja que es la mujer de su mejor amigo. No se la merece, pero es afortunado.

—¿Y si quisiera anular el acuerdo? —susurró Streeter.

Alobid le honró con una sonrisa pétrea que reveló un prominente anillo de dientes de caníbal.

—No puede —respondió.

Esto ocurrió en agosto de 2001, menos de un mes antes de la caída de las Torres.

En diciembre (de hecho, el mismo día que Winona Ryder fue trincada por hurto en unos grandes almacenes), el doctor Roderick Henderson declaró a Dave Streeter «libre de cáncer», y, además, lo proclamó milagro genuino de la era moderna.

—No tengo explicación para esto —admitió Henderson.

Streeter sí, pero guardó silencio.

La consulta tuvo lugar en el despacho de Henderson. En el Hospital Derry Home, en la sala de conferencias donde Streeter había visto las primeras imágenes de su cuerpo milagrosamente sanado, Norma Goodhugh estaba sentada en la misma silla donde se había sentado Streeter, mirando unas resonancias menos agradables. Escuchaba aturdida a su médico, que le explicaba, con la mayor suavidad posible, que el bulto en su pecho izquierdo era efectivamente cáncer, y que se había extendido a sus nodos linfáticos.

—La situación es mala, pero no desesperada —dijo el médico, alargando el brazo por encima de la mesa para apresar la gélida mano de Norma. Sonrió—. Querríamos que empezara con la quimioterapia inmediatamente.

En junio del año siguiente, Streeter finalmente consiguió su ascenso. May Streeter fue admitida en la Escuela de Periodismo de Columbia. Streeter y su esposa se tomaron unas vacaciones largamente aplazadas y se fueron a Hawaii para celebrarlo. Hicieron el amor innumerables veces. El último día en Maui, Tom Goodhugh llamó por teléfono. La conexión era mala y el hombre apenas podía hablar, pero comunicó el mensaje: Norma había muerto.

—Allí estaremos para lo que necesites —prometió Streeter.

Cuando le contó la noticia a Janet, esta se derrumbó en la cama de hotel, sollozando y tapándose el rostro con las manos. Streeter se tumbó a su lado, la abrazó fuerte, y pensó: Bueno, de todas formas ya volvíamos a casa. Y a pesar de que se sentía mal por Norma (y más o menos mal por Tom), existía un aspecto positivo: se habían librado de la estación de los bichos, que en Derry podía llegar a ser un coñazo.

En diciembre, Streeter envió un cheque por algo más de quince mil dólares al Fondo Infantil No Sectario. Lo incluyó como deducción en su declaración de impuestos.

En 2003, Justin Streeter entró en el Cuadro de Honor de Brown y —como broma— inventó un videojuego llamado Walk Fido Home. El objetivo del juego consistía en llevar a tu perro atado desde el centro comercial hasta tu casa, esquivando a los malos conductores, los objetos que caían desde balcones de un décimo piso, y una cuadrilla de ancianas enloquecidas que se autodenominaban las Abuelas Canicidas. A Streeter le sonaba a chiste (y Justin les aseguró que pretendía ser una sátira), pero Games, Inc. le echó un vistazo y pagó a su guapo y jovial hijo setecientos cincuenta mil dólares por los derechos. Más royalties. Jus les compró a sus padres un par de todoterrenos Toyota Pathfinder, rosa para la dama, azul para el caballero. Janet lloró y le abrazó y le dijo que era un muchacho insensato, impetuoso, generoso y absolutamente espléndido. Streeter le llevó a la Taberna de Roxie y le invitó a una cerveza Spotted Hen.

En octubre, el compañero de piso de Carl Goodhugh en Emerson volvió de clase y encontró a Carl caído de bruces en el suelo de la cocina; el sándwich con queso a la parrilla que estaba preparándose aún humeaba en la sartén. Aunque solo tenía veintidós años de edad, Carl había sufrido un infarto. Los médicos que atendieron el caso diagnosticaron un defecto congénito en el corazón —algo relacionado con el septo atrial— que no se había detectado. Carl no murió; su compañero de piso llegó a tiempo y conocía técnicas de reanimación cardiopulmonar. Sin embargo, le provocó hipoxia, y el muchachito brillante, guapo y ágil, que no mucho antes había recorrido Europa con Justin Streeter, se convirtió en una torpe sombra de su antiguo yo. No siempre controlaba los esfínteres, se perdía si se alejaba más de uno o dos bloques de su casa (se había mudado con su aún doliente padre), y su habla había degenerado a una indistinta estridencia que solo Tom entendía. Goodhugh contrató a una enfermera que le administraba fisioterapia y vigilaba que Carl se cambiara de ropa. Dos veces por semana le sacaba de «excursión». El destino más habitual era la heladería Wishful Dishful, donde Carl siempre pedía un cucurucho de pistacho y se embadurnaba toda la cara, tras lo cual, la enfermera le limpiaba, pacientemente, con toallitas húmedas.

Janet dejó de ir con Streeter a las cenas en casa de Tom.

—No puedo soportarlo —confesó—. No es por la forma que tiene de arrastrar los pies, ni porque a veces moje los pantalones; es la expresión de sus ojos, como si se acordara de quién era antes pero no pudiera recordar del todo cómo llegó a donde está ahora. Y…, no sé…, en su cara siempre hay algo esperanzado que me hace sentir como si todo en la vida fuera un chiste.

Streeter comprendía lo que quería decir, y a menudo reflexionaba sobre esta idea durante las cenas con su viejo amigo (sin Norma para cocinar, principalmente consistían en comida para llevar). Disfrutaba observando a Tom mientras daba de comer a su perjudicado hijo, y disfrutaba la expresión esperanzada en el rostro de Carl. La que decía: «Todo esto es un sueño que estoy teniendo, y pronto despertaré». Jan tenía razón, era un chiste, pero en cierto modo se trataba de un chiste bueno.

Si realmente lo pensabas bien.

En 2004, May Streeter consiguió un trabajo en el Boston Globe y se autoproclamó la chica más feliz de Estados Unidos. Justin Streeter creó Rock the House, que se convertiría en un éxito de ventas perenne hasta que el advenimiento del Guitar Hero lo dejó obsoleto. Para entonces Jus había desarrollado un programa informático de composición musical que llamó You Moog Me, Baby. El propio Streeter fue nombrado director de su sucursal, y circulaban rumores de un puesto regional en el futuro. Llevó a Janet a Cancún, y pasaron unas vacaciones fabulosas. Ella empezó a llamarle «mi conejito hociquitos».

El contable de Tom en Residuos Goodhugh cometió un desfalco de dos millones de dólares y huyó a paradero desconocido. La subsiguiente revisión de las cuentas reveló que el negocio pisaba terreno cenagoso; el malvado contable llevaba picoteando de aquí y allá durante años, por lo visto.

¿Picoteando? pensó Streeter cuando leyó la noticia en el Derry News. Dándole un buen bocado cada vez, más bien.

Tom ya no aparentaba treinta y cinco; aparentaba sesenta. Y debió de notarlo, porque dejó de teñirse el pelo. Bajo el tinte, Streeter descubrió con deleite que no se le había puesto blanco; el cabello de Goodhugh tenía el mismo color gris apagado y lánguido que la sombrilla de Alobid cuando este la había plegado. El color de pelo, determinó Streeter, de los viejos que veías sentados en los bancos de un parque dando de comer a las palomas. Llámelo Solo Para Perdedores.

En 2005, Jacob el futbolista, que había entrado a trabajar en la compañía agonizante de su padre en lugar de ir a la universidad (adonde podría haber asistido con una beca completa de atletismo), conoció a una chica y se casó. Una morenita llena de vida llamada Cammy Dorrington. Streeter y su esposa coincidieron en que fue una ceremonia hermosa, a pesar de que Carl Goodhugh estuvo ululando, gorjeando y balbuceando de principio a fin, y a pesar de que la hija mayor de Goodhugh, Gracie, tropezó con el dobladillo del vestido en los escalones de la iglesia, se cayó y se rompió la pierna por dos sitios. Hasta que eso pasó, Tom Goodhugh casi se había mostrado como su antiguo yo. Feliz, en otras palabras. Streeter no le envidió un poco de felicidad. Suponía que, incluso en el infierno, la gente obtenía un ocasional sorbo de agua, aunque su único propósito fuera apreciar en toda su extensión el horror de la sed no satisfecha cuando volviera a aparecer.

La pareja se fue de luna de miel a Belice. Me apuesto lo que sea a que les llueve todo el tiempo, pensó Streeter. No acertó, pero Jacob pasó la mayor parte de la semana en un hospital de mala muerte, preso de una violenta gastroenteritis y cagando en pañales de papel. Solo había bebido agua embotellada, pero luego se olvidó y se cepilló los dientes con agua del grifo.

—Yo tuve la maldita culpa —dijo.

Más de ochocientos soldados murieron en Irak. Mala suerte para esos chicos y chicas.

Tom Goodhugh empezó a sufrir de gota, desarrolló una cojera, comenzó a usar bastón.

El cheque de aquel año al Fondo Infantil No Sectario fue sumamente generoso, pero a Streeter no le dolió. Era más bienaventurado dar que recibir. Las mejores personas así lo atestiguaban.